Es curioso como los humanos ajustan la mente a su versión de la realidad.
—Perseo- llamo el centauro- sé que te encuentras confundido. Tu madre nunca te ha mencionado nada de esto, has vivido siempre en un mundo mortal…
Un silencio se formó, la mirada incrédula de Percy chocaron contra Quirón.
—Los humanos no tienen una realidad clara. Todos ven de una forma u otra una verdad enjaulada-continuo Quirón-. La mente que tienen no logra comprender lo sobrenatural, es normal, no han sido creado para eso. Por eso te digo, siempre ve más allá de lo que realmente ves. Se consciente de eso.
Que buen consejo para un momento que Percy no aprecio su sabiduría.
Según las noticias de Los Ángeles, la explosión en la playa de Santa Mónica había sido provocada por un secuestrador loco al disparar con una escopeta contra un coche de policía. Los disparos habían acertado a una tubería de gas rota durante el terremoto.
El secuestrador, alias Ares. Era el mismo hombre que rapto a los niños adolescente en Nuevo York que los arrastro por todo el país en una aterradora odisea de diez días. Después de todo, el pobrecito Percy Jackson no era un criminal internacional.
Había causado un buen revuelo en el autobús Greyhound de Nueva Jersey al intentar escapar de su captor (a posteriori hubo testigos que aseguraron haber visto al hombre vestido de cuero en el autobús: «¿Por qué no lo recordé antes?»). El psicópata había provocado la explosión en el arco de San Luis; ningún chaval habría podido hacer algo así. Una camarera de Denver había visto al hombre amenazar a sus secuestrados delante de su restaurante, había pedido a un amigo que tomara una foto y lo había notificado a la policía.
Al final, el valiente Percy se había hecho con un arma de su captor en Los Ángeles y se había enfrentado a él en la playa. La policía había llegado a tiempo. Pero en la espectacular explosión cinco coches de policía habían resultado destruidos y el secuestrador había huido. No había habido bajas.
Percy Jackson y sus dos amigos estaban a salvo bajo custodia policial. Fueron los periodistas quienes nos proporcionaron la historia. Nosotros nos limitamos a asentir, llorosos y cansados (lo cual no fue difícil), y representamos los papeles de víctimas ante las cámaras.
— Lo único que quiero –dijo Percy tragándose las lágrimas-, es volver con mi querido padrastro. Cada vez que lo veía en la tele llamándome delincuente juvenil, algo me decía que todo terminaría bien. Y sé que querrá recompensar a todas las personas de esta bonita ciudad de Los Ángeles con un electrodoméstico gratis de su tienda. Éste es su número de teléfono.
La policía y los periodistas, conmovidos, recolectaron dinero para tres billetes en el siguiente vuelo a Nueva York. Percy no tenía otra elección que volar, así que confió en que Zeus aflojara un poco, dadas las circunstancias. Pero aun así le costó subir al avión. El despegue fue una pesadilla. Las turbulencias daban más miedo que los dioses griegos. No soltó los reposabrazos hasta que aterrizaron sin problemas en La Guardia. La prensa local los esperaba fuera, pero consiguieron evitarlos gracias a Annabeth, que los engañó gritándoles con la gorra de los Yankees puesta: «¡Están allí, junto al helado de yogur! ¡Vamos!»
Y después volvió a recogida de equipajes. Se separaron en la parada de taxis. Percy les dijo que volvieran al campamento Mestizo e informaran a Quirón de lo que había pasado, incluido lo del rubio.
Protestaron, y fue duro para el niño verlos marchar después de todo lo que habían pasado juntos, pero esta vez no le quedaba de otra que afrontar la última parte de la misión. Si las cosas irían mal, si lo dioses no creían en él …. Quería que Annabeth y Grover sobreviviesen para contarle la verdad a Quirón.
Percy subió a un taxi y se encamino a Manhattan.
Treinta minutos más tarde entraba en el vestíbulo del edificio Empire State. Quizás parecía un niño de la calle, vestido con prendas ajadas y con un rostro arañado.
Habían pasado veinticuatros horas sin dormir. Se acercó al guardia del mostrador y le dijo:
— Quiero ir al piso seiscientos.
Leía un grueso libro con un mago en la portada. La fantasía no era lo suyo, pero el libro debía de ser bueno, porque le costó lo suyo levantar la mirada.
— Ese piso no existe, mocoso.
— Necesito una audiencia con Zeus.
Le dedicó una sonrisa vacía.
— ¿Una audiencia con quién?
— Ya me ha oído.
Estaba a punto de decidir que aquel tipo no era más que un mortal normal y corriente, y que mejor se largaba antes de que llamara a los loqueros, cuando dijo:
— Sin cita no hay audiencia, niño. El señor Zeus no ve a nadie que no se haya anunciado.
— Bueno, me parece que hará una excepción. -Me quité la mochila y la abrí.
El guardia miró dentro el cilindro de metal y, por un instante, no comprendió qué era. Después palideció.
— ¿Esa cosa no será…?
— Sí lo es, sí-le dijo Percy-. ¿Quiere que lo saque y…?
— ¡No! ¡No! -Brincó de su asiento, buscó presuroso un pase detrás del mostrador y le tendió la tarjeta-. Insértala en la ranura de seguridad. Asegúrate de que no haya nadie más contigo en el ascensor.
Y así lo hizo. Bueno, eso espero. Pues una sombra lo observaba a sus espaldas.
En cuanto se cerraron las puertas del ascensor, Percy introdujo la tarjeta en la ranura. En la consola se ilumino un botón rojo que ponía 600.
Lo apretó y espero, y espero. Se oía la música ambiental y al final ding.
Las puertas se abrieron. Salió y por poco le dio un infarto. Estaba de pie sobre una pequeña pasarela de piedra en medio del vacío. Debajo de Manhattan, a altura de avión.
Pero entonces, una mano toco su hombro.
—Niño, ¿Qué esperas? no temas aquí estoy- calmo los temores el joven de cabello dorado.
—¿Eres tú?
—¿Quién soy yo? chico cuéntamelo
—La persona que nos salvó…
El cabello dorado asintió, sus ojos luminiscentes chocaron contra el verde marino de Percy, quien no pudo evitar quedar asombrado de ver esos exóticos ojos.
—Entonces, avanzásemos, caminemos hasta el monte.
El Uzumaki desvió la mirada, delante de él, unos escalones de mármol serpenteaban alrededor de una nube hasta el cielo. Percy como el mortal que era, no daba crédito a lo que veía.
Volved a mirar, le decía su cerebro. Ya estamos mirando- insistieron sus ojos-. Esta ahí de verdad.
Desde lo alto de las nubes se alzaba el pico truncado de una montaña, con la cumbre cubierta de nieve. Colgados de una ladera de la montaña había docenas de palacios en varios niveles.
Una ciudad de mansiones: todas con pórticos de columnas, terrazas doradas y braseros de bronce en lo que ardían mil fuegos. Los caminos subían enroscándose hasta el pico, donde el palacio más grande de todos refulgía recortado contra la nieve. En los precarios jardines colgantes florecían olivos y rosales. Ambos vislumbraron un mercadillo al aire libre lleno de tenderetes de colores, un anfiteatro de piedra en una ladera de la montaña, un hipódromo y un coliseo en la otra.
Era una antigua ciudad griega, pero no estaba en ruinas. Era nueva, limpia y llena de colorido como debía de haber sido Atenas dos mil quinientos años atrás.
—Este lugar… es imposible que este aquí- pensó el niño.
¿La cumbre de una montaña colgada encima de Nueva York como un asteroide de mil millones de toneladas? Dulces sueños mortales. ¿Cómo podía estar anclado encima del Empire State, a la vista de millones de personas, y que nadie lo viera? Pero allí estaba.
Y allí junto a su salvador estaba.
Sus caminos a través del olimpo discurrieron en una neblina. Pasaron al lado de unas ninfas del bosque que se reían y le tiraron a Percy olivas desde su jardín, bajo la impasible mirada del rubio.
Los vendedores del mercado ofrecieron ambrosia, un nuevo escudo y una réplica genuina del Vellocino de Oro, en lana de purpurina, como anunciaba Hefestos en la televisión.
—Que hermoso lugar para simples seres- susurro el Uzumaki.
Percy lo miro de vez en cuando. Pero también miro otros lados.
Las nueve musas afinaban sus instrumentos para dar un concierto en el parque mientras se congregaba una pequeña multitud: sátiros, náyades y un puñado de adolescentes guapos que debían ser dioses menores.
Nadie parecía preocupado por una guerra civil inminente. De hecho, todo el mundo parecía estar de fiesta. Varios se volvieron a verlos pasar y susurraron algo que Percy no pudo oír.
Pero si el Uzumaki que simplemente lo ignoro.
—Mira ese niño traidor trayendo a un sucio mortal….
Mas susurros continuaron.
Subieron por la calle principal, hacia el gran palacio de la cumbre. Era una copia inversa del palacio del inframundo. Allí todo era negro y de bronce; aquí, blanco y con destellos argentados.
Fue en esos entonces que el joven Uzumaki entendió las intenciones del dios del inframundo. Creo una imitación de esto. No era bienvenido en el olimpo salvo durante el solsticio de invierno, así que se había construido su propio olimpo bajo tierra.
Percy pensó en sus malas experiencias con Hades, pero lo cierto es que le dio pena.
Que te negaran la entrada a aquel sitio era lo más injusto. Amargaría a cualquiera.
Unos escalones conducían a un patio central. Tras él, la sala del trono. Sala no era una palabra adecuada. Aquel lugar hacia que la estación Grand Central de Nueva York pareciera un armario de escobas.
Columnas descomunales se alzaban hasta un techo abovedado, en el que se desplazaban las constelaciones de oro. Doce tronos, construidos para seres de tamaño gigantescos tal como Hades, estaban dispuestos en forma de U invertida, como las cabañas en el campamento mestizo. Una hoguera enorme ardía en el brasero central. Todos los tronos estaban vacíos salvo dos: el trono principal a la derecha, y el contiguo a su izquierda.
No era necesario que le dijeran al niño quienes eran los dos dioses que estaban allí sentados, esperando que se acercara.
—¿Cómo osas entrar a mi trono, humano? -interrumpió una voz enojada, la voz de Zeus, el señor de los dioses, lucía un traje azul marino de raya diplomática. El suyo era un trono sencillo de platino. Llevaba la barba bien recortada, gris, veteada de negro, como una nube de tormenta. Su rostro era orgulloso, hermoso y sombrío al mismo tiempo, y tenía los ojos de una gris lluvia
Boruto avanzo con normalidad. Miro fijamente su rostro, ignorando esa sensación de cosquilleo que sentía en sus ojos. Esa sensación de que su cuerpo ardían llamas inagotables.
—Usted ya sabe la respuesta- respondió Boruto.
Sin duda el dios sentado a su lado era su hermano, pero vestía de manera muy distinta. A Percy le recordó a uno de esos playeros permanentes de Cayo Hueso. Llevaba sandalias de cuero, pantalones cortos caqui y una camiseta de las Bahamas con estampado de cocos y loros. Estaba muy bronceado y sus manos se veían surcadas de cicatrices, como un viejo pescador. Tenía el pelo negro, como Percy. Su rostro poseía la misma mirada inquietante que siempre me había señalado como rebelde. Pero sus ojos, del verde del mar, estaban rodeados de arrugas provocadas por el sol, lo que sugería que solía reír. Su trono era una silla de pescador. El típico asiento giratorio de cuero negro con una funda acoplada para afirmar la caña. En lugar de una caña, la funda sostenía un tridente de bronce, cuyas puntas despedían una luminiscencia verdosa. Los dioses no se movían ni hablaban, pero había tensión en el aire, como si acabaran de discutir entre ellos.
Mientras Boruto observaba fijamente al rey de los dioses. Percy se acercó al trono de pescador y se arrodillo a sus pies.
—Padre. - no se atrevió a levantar la cabeza. Su corazón latía con angustia. Podía la tensión que había en el ambiente. Si decía alguna palabra incorrecta, lo fulminarían en el acto.
— ¿No deberías dirigirte primero al amo de la casa, chico? -Hablo Zeus.
— Paz, hermano -dijo por fin Poseidón.
El Uzumaki, tan igual de rebelde como su padre y su linaje dio un paso adelante antes las presencias de dos seres divinos.
—Es lindo que padre e hijo se conozcan por primera vez, - expreso con tranquilidad-pero creo que tenemos asuntos que resolver- añadió al final.
Percy se alejó por su propio bien cuando noto que las miradas de ambos dioses, quienes fulminaban a su salvador de una manera amenazante.
—Tu- dijo Zeus, señalando al rubio- no deberías estar aquí, no deberías estar vivo.
—Se supones que debiste ser enterrado bajo las profundidades del océano-continuo Poseidón- humano de una era mitológica incluso para los dioses.
Los ojos azules electrizantes chocaron contra unos ojos que simulaban ser una luna ascendente.
—Lo estaría- respondió Boruto, la marca se extendió por su cuerpo y cuerno surgió-. Tantas cosas han pasado que no puedo explicarles, no a seres como ustedes.
—¡¿Te atreves a llamarnos Falsos dioses?! –gruño el rey de los cielos, mientras Poseidón se iba silenciosamente con Percy.
—Si. Me atrevo. -Fue la respuesta cortes del joven. Un ojo se cerró y dio paso a otra entidad que asusto al propio Zeus y a los demás dioses olímpicos que recién abrieron la compuerta con fiereza.
—Y yo los llamo criaturas inferiores- se presentó el dios conejo con una vaga sonrisa y su mirada expresando burlas.
Zeus no sabía que decir. Por primera vez sintió un temor que arraigo su corazón, un sentimiento que enterró en las profundidades del tártaro.
Miedo.
