LIBRO 1. LA PROMESA ROJA
El lobo no se compadece del
cordero.
Y la tormenta no suplica su
perdón a los ahogados.
Mantra de la Iglesia Roja
Capítulo 1. Perfume
Nada hiede tanto como un cadáver.
Tarda un poco en empezar a apestar de verdad. Si no ensucias las calzas antes de morir, lo más probable es que lo hagas poco después: así funciona vuestro cuerpo humano, me temo. Pero no me refiero a la mundana fetidez de la mierda, gentiles amigos. Hablo del lacrimógeno perfume de la simple mortalidad. Tarda un giro o dos en coger impulso, pero cuando el baile llega a su apogeo, luego cuesta olvidarlo. Se percibe justo antes de que la piel comience a ennegrecerse y los ojos se vuelvan blancos y la tripa se hinche como un globo horrible. Tiene un matiz dulce que se arrastra garganta abajo y te revuelve el estómago como una mantequera. En realidad, creo que apela a algo primigenio en vosotros. A esa parte de los mortales que siente pavor a la oscuridad. A esa parte que sabe sin el menor género de duda que, seas quien seas y hagas lo que hagas, los gusanos van a darse un buen festín contigo y que, cuando llegue el día, tú y todo lo que has amado moriréis. Pero, en fin, los cadáveres tardan un tiempo en estropearse tanto como para que puedan olerse a kilómetros de distancia. Y por eso cuando Bebelágrimas olió el tufillo dulce e intenso de la descomposición en los Susurriales ashkahi, supo al instante que los cuerpos llevaban como mínimo dos giros muertos.
Y que debía de haber muchísimos.
La mujer tiró de las riendas para detener a su camello y alzó el puño en dirección a sus hombres. El carretero de la caravana que la seguía vio la señal y la larga y serpenteante cadena de carros empezó a frenar entre salivazos, gruñidos y pisotones. Hacía un calor inhumano…, dos soles abrasaban en un azul cegador el cielo y en un rojo titilante el desierto que los rodeaba. Bebelágrimas echó mano al odre que tenía en la silla y dio un sorbo templado mientras su segundo al mando se abría paso hasta ella.
—¿Problemas? —preguntó César.
Bebelágrimas señaló hacia el sur por el camino.
—A eso huele.
Al igual que todo su pueblo, la dweymeri era alta, de dos metros sin faltarle un solo centímetro, y todos esos centímetros eran puro músculo. Tenía la piel de color marrón oscuro y los rasgos adornados con los complejos tatuajes faciales que llevaban todos los nativos de las islas Dweym. Una larga cicatriz le dividía en dos el ceño, cruzaba un ojo izquierdo blanco lechoso y descendía por su mejilla. Llevaba ropa de marinera, tricornio y una vieja levita de capitana. Pero los océanos que surcaba de un tiempo a esa parte estaban hechos de arena, y las únicas cubiertas que recorría eran las de los carros de su caravana. Tras un naufragio que acabó con toda su tripulación y su cargamento años antes, Bebelágrimas había decidido que la Madre de los Océanos odiaba su estampa, su culo y cualquier barco en el que navegara.
De modo que se había echado al desierto.
La capitana se hizo sombra en el ojo y escrutó en la lejanía. Los vientos susurrantes raspaban y picaban en torno a ella, y notó cómo se le erizaban los pelillos de la nuca. Todavía estaban a siete giros de distancia de los Jardines Colgantes, y no era raro que los esclavistas hicieran aquel recorrido incluso en pleno verano profundo. Aun así, dos de los tres soles estaban altos en el cielo y, tan cerca de la veroluz, hacía demasiado calor para tratarse de algo muy dramático.
Pero el hedor era inconfundible.
—¡Perrero! —vociferó—. ¡Graco, Luka! Armaos y venid conmigo.
Caminapolvo, que no pare esa canción férrea. Como acabe mordiéndome el culo un kraken de arena, volveré desde el abismo para devorarte yo a ti.
—¡Sí, capitana! —respondió el enorme dweymeri.
Caminapolvo se volvió hacia el artilugio de tubos de hierro clavado al último carro de la caravana, levantó una tubería enorme y empezó a aporrearlo con ella como a un perro desobediente. La melodía discordante de la canción férrea se sumó a los enloquecedores susurros que soplaban desde las tierras yermas del norte.
—¿Y yo? —preguntó César.
Bebelágrimas sonrió a su segundo al mando.
—Tú eres demasiado guapo para ponerte en peligro. Quédate aquí. Y no le quites ojo al ganado.
—Están pasándolo mal con tanto calor.
La mujer asintió con la cabeza.
—Dales agua mientras esperas. Y que estiren un poco las piernas. Pero que no se alejen mucho, este es un mal territorio.
—A la orden, capitana.
César se levantó el sombrero mientras Perrero, Graco y Luka llegaban a lomos de sus camellos para unirse a Bebelágrimas al frente de la caravana. Los tres iban vestidos con gruesos jubones de cuero a pesar del calor abrasador, y Perrero y Graco empuñaban ballestas pesadas. Luka llevaba sus bardiches, como siempre, y de su boca pendía perezoso un cigarrillo. El liisiano consideraba que las flechas eran de cobardes, y tenía la suficiente destreza con los bardiches como para que Bebelágrimas no le pusiera objeciones. Pero, eso sí, cómo soportaba fumar con el calor que hacía no lograría entenderlo en la vida.
—Ojos abiertos, bocas cerradas —ordenó Bebelágrimas—. Vamos para allá.
El cuarteto descendió por las rocosas tierras baldías envuelto en un hedor que crecía por momentos. Los hombres de Bebelágrimas eran los cabrones más duros que pudieran encontrarse bajo los soles, pero hasta los hombres más encallecidos nacían con sentido del olfato. Perrero se llevó un dedo a la nariz y disparó un chorro de moco por cada fosa nasal, sin dejar de maldecir en nombre de Aa y sus Cuatro Hijas. Luka se encendió otro cigarrillo, y Bebelágrimas sintió la tentación de pedirle una calada para quitarse el mal sabor de la boca, aun con aquel dichoso calor.
Encontraron los despojos a unos tres kilómetros camino abajo.
Era una caravana reducida, de dos carros y cuatro camellos que estaban hinchándose bajo la luz de los soles. Bebelágrimas hizo un gesto con la cabeza a sus hombres para que desmontaran y todos se internaron entre los restos con las armas dispuestas. El aire vibraba con el himno de diminutas alas. Tenía toda la pinta de haber sido una carnicería. Había flechas clavadas en la arena y en los carros. Bebelágrimas vio una espada caída. Un escudo roto. Un largo chorro de sangre seca, como el garabato de un demente, y una danza frenética de huellas en torno a una hoguera fría.
—Esclavistas —murmuró—. Hace unos pocos giros.
—Sí —dijo Luka, asintiendo y dando una calada a su cigarrillo—. Eso parece.
—Capitana, me vendría bien un poco de ayuda —llamó Perrero.
Bebelágrimas se acercó entre los animales muertos, acompañada de Luka, espantando una densa nube de moscas. Vio a Perrero con la ballesta en la mano pero apuntando al suelo y su otra mano alzada en señal de súplica. Y aunque era un tipo cuyo mayor reparo a la hora de rajar una garganta era no salpicarse los zapatos, estaba hablando con voz suave, como a una yegua asustada.
—Venga, venga —arrulló—. Tranquila, chica.
Allí había más chorros de sangre en la arena, marrón oscuro sobre rojo intenso. Bebelágrimas vio los reveladores montículos de una docena de tumbas recién excavadas. Y al otro lado de Perrero vio a la persona a quien estaba hablando con tanta dulzura.
—Por la ardiente polla de Aa —murmuró—. Eso sí que no se ve todos los días.
Una chica. De dieciocho años como mucho. Piel clara, algo enrojecida por la luz de los soles. Largo cabello negro con un flequillo a mechones que caía sobre sus ojos verdes, en un rostro manchado de polvo y sangre reseca. Pero Bebelágrimas vio que, por debajo de la mugre, la chica era una belleza de pómulos marcados y labios carnosos. Empuñaba un gladius de doble filo, con muescas recientes. Llevaba los muslos y las costillas envueltos en telas, manchadas de sangre de una cosecha distinta a la de su túnica.
—Eres una florecilla bien bonita —dijo Bebelágrimas.
—No… no os acerquéis a mí —advirtió la joven.
—Tranquila —musitó Bebelágrimas—. Ya no te hace falta ese acero, chica.
—Eso lo decidiré yo, con tu permiso —dijo ella con voz temblorosa.
Luka se había desplazado poco a poco hacia el flanco de la chica y extendió un brazo veloz. Pero ella se volvió, rápida como el rayo, le dio una patada en la rodilla y lo tiró a la arena. El liisiano dio un respingo al encontrarse a la chica detrás de él y la hoja del gladius a apenas un centímetro de su clavícula. El cigarrillo siguió sostenido por unos labios que de pronto estaban secos como el esparto.
«Es rápida.»
Los ojos de la chica brillaron mientras espetaba a Bebelágrimas:
—Apartaos de mí o juro por las Cuatro Hijas que acabaré con él.
—Perrero, relájate, ¿quieres? —ordenó Bebelágrimas—. Graco, aparta esa ballesta. Deja un poco de espacio a la joven dona.
Bebelágrimas vio a sus hombres obedecer, alejarse para dejar que la chica exhalara su pánico. La capitana dio un lento paso hacia delante, sus manos vacías levantadas con las palmas hacia fuera.
—No queremos hacerte daño, florecilla. Solo soy una mercader, y estos son mis hombres. Viajamos a los Jardines Colgantes, hemos olido los cadáveres y hemos venido a ver qué pasaba. Es la pura verdad. Lo juro por Madre Trelene.
La chica observó a la capitana con ojos cautos. Luka esbozó una mueca cuando el gladius le hizo un pequeño corte en el cuello y se acumuló una gota de sangre en el acero.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Bebelágrimas, aunque ya sabía la respuesta.
La chica negó con la cabeza y se le humedecieron los párpados.
—¿Esclavistas? —dijo Bebelágrimas—. Vienen mucho por este camino.
A la chica le tembló el labio y empuñó el arma con más fuerza.
—¿Viajabas con tu familia?
—Con… con mi padre —respondió la joven.
Bebelágrimas estudió a la chica. Era más bien bajita y delgada, pero tenía los músculos trabajados y duros. Se había refugiado bajo los carros y había cortado lona para resguardarse de los vientos susurrantes. A pesar del mal olor, se había quedado cerca de los restos del ataque, donde dispondría de recursos y sería más fácil de encontrar, lo que implicaba que era lista. Y aunque le temblaba la mano, llevaba el acero como quien sabe blandirlo. Luka había caído más deprisa que las bragas de una novia en su nuncanoche de bodas.
—No eres hija de mercader —afirmó la capitana.
—Mi padre era mercenario. Trabajaba con las caravanas que parten de Nuuvash.
—¿Dónde está tu padre, florecilla?
—Ahí —dijo la chica, y se le quebró la voz—. Con los… otros.
Bebelágrimas miró las tumbas recién cavadas. Tendrían un metro de profundidad. Arena seca. Calor desértico. Normal que hubiera aquella peste.
—¿Y los esclavistas?
—Los enterré también.
—¿Y qué es lo que estás esperando aquí fuera?
La chica lanzó una mirada hacia la canción férrea de Caminapolvo. Tan al sur, los krakens de arena no suponían mucho peligro. Pero la canción férrea significaba carros, y los carros significaban ayuda, y quedarse allí con los muertos no parecía ser su intención, por mucho que fuese donde había enterrado a su padre.
—Puedo ofrecerte comida —dijo Bebelágrimas—. Y llevarte a los Jardines Colgantes. Y garantizarte que mis hombres no harán ningún avance indeseado. Pero tendrás que soltar esa espada, florecilla. El joven Luka es nuestro cocinero, además de guardia. —Bebelágrimas aventuró una leve sonrisa—. Y, como te diría mi marido si aún estuviera entre nosotros, no te interesa que prepare yo la comida.
Los ojos de la chica se inundaron de lágrimas cuando volvió a mirar hacia las tumbas.
—Le tallaremos una piedra antes de irnos —prometió Bebelágrimas con voz queda.
Entonces cayeron las lágrimas y la cara de la chica se arrugó como si se la hubieran hundido de un puntapié. Dejó caer la espada y Luka se apartó rodando por la arena y se levantó. La chica se quedó allí plantada, como un retrato encorvado, con la cara tapada por cortinas de pelo apelmazado por la sangre.
A la capitana casi le dio lástima.
Se acercó despacio por la tierra salpicada de entrañas, amortajada por un halo de moscas. Se quitó el guante y extendió una mano encallecida.
—Me llaman Bebelágrimas —dijo—, del clan Lanzademar.
La chica alzó unos dedos temblorosos.
—L…
Bebelágrimas asió la muñeca de la chica, rodó sobre sí misma y la arrojó sin esfuerzo por encima de su hombro. La joven chilló al estrellarse contra la arena. Bebelágrimas le atizó una patada de fuerza intermedia, solo la justa para sacarle el aire y quitarle las ganas de pelea que le quedaran.
—Perrero, ponle los hierros, ¿quieres? —dijo la capitana—. Manos y pies.
El itreyano desenganchó unos grilletes de su cinturón y los cerró en torno a la chica, que se recobró y empezó a aullar y retorcerse mientras Perrero le apretaba los hierros, pero Bebelágrimas le propinó un puntapié tan fuerte en la tripa que la hizo vomitar en la arena. La capitana le soltó otra patada, por si acaso, que estuvo a punto de partirle una costilla. La chica se aovilló con un largo y jadeante gimoteo.
—Levantadla —ordenó la capitana.
Perrero y Graco pusieron a la joven de pie. Bebelágrimas la agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás para poder mirarla a los ojos.
—Te he prometido que no habrá intentos inadecuados por parte de mis hombres y eso lo cumpliré. Pero como sigas revolviéndote, te haré daño de formas que encontrarás pero que muy indeseadas. ¿Me has oído, florecilla?
La chica solo pudo asentir con la cabeza, su pelo largo y negro enganchado en las comisuras de los labios. Bebelágrimas hizo un gesto a Graco, y el hombretón rodeó la caravana destruida con la chica a rastras y la subió al lomo de su camello, entre los gruñidos del animal. Perrero ya estaba saqueando los carros, hurgando en los toneles y los cofres. Luka se palpaba el corte que le habían regalado y miraba de soslayo el gladius de la chica, caído en la arena.
—Si vuelves a dejar que una escuchimizada como esa te la juegue —advirtió Bebelágrimas—, te abandono aquí fuera para que se te coman los putos espectros de polvo, ¿estamos?
—Sí, capitana —murmuró él, avergonzado.
—Ayuda a Perrero con el botín. Llevad toda el agua a nuestra caravana. Todo lo que podáis cargar y merezca la pena, cogedlo. Quemad el resto.
Bebelágrimas escupió a la arena y se espantó las moscas del ojo bueno mientras daba zancadas por el terreno manchado de sangre hacia Graco. Montó en su camello y, tras azuzarlo con los pies, los dos emprendieron el regreso a su caravana. César los esperaba sentado en el pescante, con patente amargura en su bello rostro. Se alegró un poco al ver a la chica, gimiendo semiinconsciente sobre la joroba del animal de Graco.
—¿Es para mí? —preguntó—. No hacía falta, capitana.
—Los esclavistas atacaron una caravana de mercaderes y mordieron más de lo que podían tragar. —Bebelágrimas señaló con la barbilla a la chica—. Ella es la única superviviente. Graco y Perrero están trayendo el agua que llevaban. Ocúpate de distribuirla entre el ganado.
—Ha muerto otro por un golpe de calor. —César hizo un gesto hacia los carros de detrás—. Lo he visto cuando he dejado salir un rato a los demás. Ya va la cuarta parte de nuestras existencias, este viaje.
Bebelágrimas se quitó el tricornio y se pasó la mano por el cuero cabelludo sudado. Observó al ganado que se tambaleaba en sus jaulas, hombres, mujeres y un puñado de niños parpadeando hacia los soles inclementes. Solo había unos pocos encadenados, ya que la mayoría estaban tan debilitados por el calor que no les quedarían fuerzas para correr ni aunque tuvieran donde ir. Y allí, en los Susurriales ashkahi, no había nada que encontrar salvo la muerte.
—No temas —dijo Bebelágrimas, y señaló con un gesto a la florecilla—. Mírala. Una maravilla como esta cubrirá con creces las pérdidas. Nos ha sonreído una de las Hijas. —Se volvió hacia Graco—. Enciérrala con las mujeres. Dadle raciones dobles hasta que lleguemos a los Jardines. Quiero que se vea sana en el mercado. Como la toques para algo más, te corto los putos dedos y te los hago comer, ¿entendido?
Graco asintió.
—Sí, capitana.
—Los demás, a sus jaulas otra vez. Dejad al muerto para los espíritus.
César y Graco se apresuraron a obedecer, dejando sola a Bebelágrimas para que rumiara. La capitana suspiró. El tercer sol tardaría solo unos meses en salir. Con toda probabilidad, aquellos serían sus últimos beneficios hasta después de la veroluz, y las divinidades habían conspirado para joderla viva. Un brote de disentería había acabado con un carro entero de ganado a la semana de partir de Rammahd. El joven Cisco había caído fulminado cuando se apartó de la caravana para mear; tuvo que ser un espectro de polvo, a juzgar por lo que quedó de él. Y aquel calor amenazaba con marchitar el resto de su rebaño antes siquiera de que llegase al mercado. Lo único que necesitaba era viento fresco durante unos pocos giros. Quizá alguna llovizna. Había sacrificado un ternero fuerte y joven en el Altar de las Tormentas de Nuuvash antes de emprender la marcha. Pero ¿acaso la dama Nalipse escuchaba?
Después del naufragio que había estado a punto de acabar con ella años atrás, Bebelágrimas había jurado apartarse del agua. Comerciar con carne en el mar era más peligroso que transportarla por tierra. Pero Bebelágrimas habría jurado que la Madre de los Océanos seguía obstinada en convertir su vida en un suplicio, aunque ello supusiera involucrar a su hermana, la Madre de las Tormentas, en la tortura.
Ni una sola ráfaga de viento.
Ni una sola gota de lluvia.
Aun así, esa florecilla bonita estaba fresca, y unas curvas como las que tenía se venderían a buen precio en el mercado. Había sido un golpe de suerte encontrarla allí fuera, inmaculada entre toda la mierda. Entre los asaltadores, los esclavistas y los krakens de arena, los Susurriales ashkahi no eran lugar para que los recorriera una chica sola. Si la había encontrado Bebelágrimas antes que otra persona, u otra cosa, por fuerza tenía que ser que una de las Hijas estaba sonriéndole. Era casi como si alguien deseara que todo sucediera como había sucedido...
Metieron a la chica en el primer carro, con las otras doncellas y los niños. La jaula de hierro oxidado tenía un metro ochenta de altura. El suelo estaba manchado de inmundicia, y la peste de los cuerpos sudorosos y el olor a podrido de los alientos eran casi tan horribles como lo habían sido los cadáveres de los camellos. El grandullón, llamado Graco, no la había tratado con delicadeza, pero había cumplido las órdenes de su capitana y sus manos no habían hecho más que arrojarla al suelo, cerrar la jaula de un portazo y echar la llave. La chica se acurrucó en el suelo. Sintió las miradas de las mujeres que tenía alrededor y los ojos curiosos de los niños y las niñas. Le dolían las costillas por la tunda que había recibido, y sus lágrimas habían trazado surcos entre la sangre y la mugre de sus mejillas. Se esforzó en tranquilizarse. Ojos cerrados.
Solo respirar.
Al cabo de un tiempo, sintió que unas manos amables la ayudaban a levantarse. La jaula estaba llena, pero quedaba espacio para que pudiera sentarse en una esquina, con la espalda apretada contra los barrotes. Abrió los ojos y vio un rostro joven y bondadoso, muy sucio, de ojos verdes.
—¿Hablas liisiano? —preguntó la mujer.
La chica asintió en silencio.
—¿Cómo te llamas?
La muchacha dejó escapar su nombre entre sus labios hinchados:
—Lexa.
—Por las Cuatro Hijas —dijo contrariada la mujer, echándole el pelo hacia atrás—. ¿Cómo ha terminado una cosa tan bonita como tú en un sitio como este?
Lexa bajó la mirada a la sombra que tenía debajo. La alzó hacia aquellos relucientes ojos verdes.
—Bueno —dijo con un suspiro—. Esa es la cuestión, ¿verdad?
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