Capítulo 2. Misa de fuego
Cuatro meses antes
El rey Francisco XV, gobernante supremo de toda Itreya, ocupó su lugar al borde del escenario. Iba vestido con jubón y calzas del más puro blanco, sus mejillas untadas en pintura de rosa. Las joyas de su corona centelleaban mientras declamaba, con una mano en el pecho.
Desde siempre anhelé que mi reinado
fuese de sabiduría y justicia,
mas el ceño del rey se verá hincado
como el mendigo hinca la...
—¡No! —llegó un grito.
Tiberio el Viejo entró en el escenario por la izquierda, rodeado de sus cómplices republicanos. Una daga de plata brillaba en la mano del anciano, de mandíbula tensa, de ojos brillantes. Sin mediar palabra, se abalanzó por el escenario y hundió su hoja hasta el fondo en el pecho del monarca, una vez, dos, tres. El público ahogó un grito colectivo mientras manaba sangre de un rojo vivo, que salpicó los tablones pulidos a sus pies. El rey Francisco se llevó la mano al corazón herido y cayó de rodillas. Y tras un último estertor (un tanto sobreactuado, se diría más tarde), cerró los ojos y murió.
Tiberio el Viejo sostuvo en alto su daga y declamó sus trascendentales últimos versos:
La sangre real ya se ha derramado
y quién sabe lo que ahora vendrá.
En aras de acabar con el tirano,
ningún precio me negaré a pagar.
Mas debéis saber que el golpe fue dado
no en aras de un ansia de gobernar;
si con su sangre mi hoja he manchado
ha sido en nombre de la libertad.
Tiberio miró al público sosteniendo aún el cuchillo sanguinolento. Y mientras realizaba una profunda reverencia, cayó el telón y un tupido terciopelo rojo cubrió la escena.
Los invitados aplaudieron y vitorearon mientras la música invadía el salón para señalar el final de la obra. Las lámparas de araña arkímicas del techo aumentaron su brillo, desterrando la oscuridad que había acompañado el último acto. Los aplausos recorrieron la sala abarrotada, subieron al entrepiso que la dominaba y salieron por el fondo de la estancia. Y allí encontraron a una chica de largo cabello azabache, piel perfecta y una sombra lo bastante oscura para tres. Lexa Wood se sumó al aplauso de los invitados, aunque en realidad sus ojos se habían posado en todo menos en la obra. Un gélido frescor cruzó raudo su nuca, oculto en las sombras de su pelo. El susurro de Don Majo fue suave como el terciopelo en su oído.
—… ha sido increíblemente espantoso… —dijo el gato-sombra.
Lexa respondió en voz baja mientras se ajustaba la máscara, que no era de su talla, en la cara.
—La sangre de pollo me ha parecido un buen detalle.
—… son treinta minutos de nuestra existencia que ya jamás podremos recuperar, y lo sabes…
—Al menos han vuelto a encender las putas luces.
Tras dejar que el público aplaudiera un poco más, el telón por fin se abrió para revelar al rey Francisco sano y salvo, con la vejiga perforada que había contenido su «sangre real» visible a duras penas bajo la camisa empapada. Entrelazó la mano con la de su asesino, sosteniendo entre ambos la daga de resorte, y Tiberio el Viejo y Francisco XV hicieron juntos una larga inclinación.
—¡Feliz Misa de Fuego, gentiles amigos! —exclamó el rey asesinado.
Los aplausos murieron con parsimonia mientras los actores abandonaban el escenario, y con la obra concluida se retomaron las charlas y las risas. Lexa dio un sorbo a su bebida y miró por todo el salón. Con las luces encendidas de nuevo, podía ver un poco mejor.
—A ver, ¿dónde está? —murmuró.
Había llegado con elegante retraso y el salón de baile estaba atestado, como era de esperar, pues las veladas del senador Alejo Aurelio siempre eran muy populares. Al terminar la obra, la orquesta de cámara se había arrancado con una melodía alegre en el entrepiso bañado en oro del fondo del salón. Lexa observó a los aristócratas nacidos de la médula, ataviados con impecables levitas, salir a la pista de baile del brazo de gráciles donas, el carmesí y la plata y el oro de sus vestidos titilando a la luz de las lámparas arkímicas. Sus rostros estaban ocultos tras una abrumadora variedad de máscaras, de centenares de formas y temáticas distintas. Lexa distinguió los serios voltos, las risueñas polichinelas y los indecisos dominós, todos ellos pintura enjoyada, marfil reluciente y plumas de pavo real extendidas. El diseño más popular entre los asistentes era el triple sol de Aa, seguido por hermosas variantes del Rostro de Tsana. Al fin y al cabo, era la Misa de Fuego, y la gente por lo menos hacía algún intento de venerar a Aquel que Todo lo Ve y su primogénita antes de que el inevitable hedonismo del festín ganara impulso. Lexa lucía un vestido rojo sangre con los hombros descubiertos, compuesto de capas de seda liisiana que caían fluyendo hacia el suelo. Llevaba ceñido el corsé y un collar de oscuros rubíes reposaba en su escote, y aunque apreciaba el efecto del corsé y las joyas a la hora de enfatizar sus atributos, las miradas de admiración que llevaba recibiendo toda la nuncanoche no le facilitaban en nada la condenada tarea de respirar. Sus rasgos estaban cubiertos por un Rostro de Tsana, una máscara que representaba el yelmo de la diosa guerrera, bordeada por plumas de ave de fuego. Dejaba ver los labios y el mentón, por lo que tenía un poco más de soltura para beber. Y fumar. Y maldecir.
—Por el abismo y la puta sangre, ¿dónde está? —dijo entre dientes mientras su mirada recorría la multitud.
Volvió a sentir esa gelidez, el mismo suave susurro en su oreja.
—… los palcos… —dijo Don Majo.
Lexa alzó la mirada sobre la oscilante muchedumbre hacia las paredes de la pista de baile. El salón del senador Aurelio estaba construido como un anfiteatro, con el escenario en un extremo, asientos dispuestos en anillos concéntricos y unos palcos pequeños y privados por encima del nivel principal. Entre el humo y las telas de seda pura que pendían del techo, por fin divisó a un joven alto vestido con una levita larga y blanca, pañuelo negro al cuello, y los caballos gemelos de su familia bordados en hilo de oro al pecho.
—… gayo aurelio…
Lexa alzó su boquilla de marfil y, pensativa, dio una calada al cigarrillo. El rostro del joven estaba semioculto tras un dominó dorado con diseño del triple sol, pero Lexa alcanzó a ver una mandíbula fuerte y la bonita sonrisa con que susurraba algo al oído de la hermosa y elegante joven que estaba a su lado.
—Parece que ha hecho una amiga —bisbiseó Lexa, liberando gris de sus labios.
—… bueno, no deja de ser hijo de un senador. es muy poco probable que pase la nuncanoche solo…
—Al menos, mientras dependa de mí. Eclipse, ve a decir a Palomo que esté preparado. Quizá tengamos que marcharnos con prisas.
Un suave gruñido llegó desde las sombras de debajo de su vestido.
—…PALOMO ES UN IDIOTA…
—Razón de más para asegurarnos de que esté despierto. Creo que voy a saludar al primogénito de nuestro estimado senador. Y a su amiga.
—… dos son compañía, Lexa… —advirtió Don Majo.
—Cierto. Pero en multitud se puede pasar muy buen rato.
Lexa salió de su rincón y flotó por el salón de baile como el humo de sus labios. Sonrió en respuesta a los cumplidos y rechazó con educación las invitaciones a bailar. Pasó con andar despreocupado entre dos guardias con elegantes casacas al pie de la escalera, fingiendo estar en su elemento y, en consecuencia, aparentando estarlo. No había nadie más en el salón que no debiera estar allí, a fin de cuentas. Lexa había tenido que estirar su paciencia durante cinco largas nuncanoches para robar su invitación de casa de la dona Grigorio. Y las máscaras que esos idiotas nacidos de la médula insistían en ponerse para cada festividad le permitían caminar entre ellos sin destacar. Sobre todo, con las curvas estranguladas de tal modo que apartaban las miradas de su cara. Lexa comprobó cómo tenía el maquillaje en un espejo plateado con estuche y se aplicó otra capa de rojo oscuro en los labios. Dio una última calada al cigarrillo, lo aplastó con el talón de la bota y trastabilló a través de la cortina de terciopelo que cerraba el palco de Aurelio.
—Oh, mis disculpas —dijo.
El don Aurelio y su acompañante alzaron la mirada hacia ella, algo sorprendidos. Estaban sentados en un largo diván de terciopelo aplastado, con los vasos medio vacíos y una botella de buen tinto vaaniano en la mesa de delante. Lexa se llevó la mano al pecho, en fingido gesto de bochorno.
—Creía que estaba vacío. Disculpadme, os lo suplico.
El joven don hizo un leve asentimiento. Su bonita sonrisa estaba oscurecida de vino.
—No le deis más importancia, mi dona.
—¿Podría…? —Lexa dio un fuerte suspiro, indecisa. Se quitó la máscara y la usó para abanicarse la cara—. Disculpadme, pero ¿me permitiríais sentarme un momento? Aquí hace más calor que en la veroluz, y con este vestido me cuesta horrores respirar.
Aurelio paseó la mirada por el semblante descubierto de Lexa. Ojos verdes enmarcados por diestras manchas de kohl. Piel blanca como la leche y el mohín de sus labios rojos oscuros, el collar de joyas en su fino cuello, y por último una mirada astuta y fugaz a la piel desnuda de sus pechos cuando Lexa fingió que se ajustaba el corsé.
—Por supuesto, mi dona. —El joven sonrió y le señaló un segundo diván desocupado.
—Que Aa os bendiga —dijo Lexa, hundiéndose en el terciopelo y empezando a abanicarse de nuevo.
—Permitid que me presente. Soy don Gayo Nerao Aurelio, y mi encantadora compinche es Alenna Bosconi.
La acompañante de Aurelio era una belleza liisiana de la edad aproximada de Lexa. Debía de proceder de familia de Administratii, por su aspecto. Tenía el pelo y los iris oscuros, la piel de color aceituna y la gasa dorada de su vestido acentuada por un polvo metálico en los labios y los párpados.
—Por las Cuatro Hijas, me encanta vuestro vestido —dijo Lexa con un respingo—. ¿Es de Albretto?
—Muy buen ojo —respondió Alenna alzando su copa—. Mi enhorabuena.
—Tengo cita con ella la semana que viene —dijo Lexa—. Eso suponiendo que mi tía me deje volver a salir del palazzo. Sospecho que mañana me obligará a ingresar en un convento.
—¿Quién es vuestra tía, mi dona? —preguntó Aurelio.
—La dona Grigorio. Menuda vieja estirada. —Lexa señaló el vino—. ¿Puedo?
Aurelio observó con mirada divertida cómo Lexa se servía una copa y la apuraba en menos tiempo del que había tardado en llenarla.
—Disculpadme, no sabía que la dona tuviera una sobrina.
—Creedme que no me sorprende en absoluto, mi don —repuso Lexa—. Llevo ya casi un mes en Galante y no me deja ni salir del palazzo. He tenido que escaparme para venir aquí. Mi padre me envió a pasar el verano con ella, y no para de repetir que me enseñará a comportarme como debe hacerlo una devota hija de Aa.
—¿Insinuáis que no estáis comportándoos como tal ahora mismo? —Aurelio sonrió.
Lexa hizo una mueca.
—De verdad, cualquiera diría que me acosté con un mozo de cuadra, por cómo se pone.
Aurelio alzó la botella hacia la copa de Lexa con una inclinación interrogativa de cabeza.
—¿Otra?
—Sois muy generoso, señor.
Aurelio sirvió el vino y le entregó la copa llena. Lexa la aceptó con una sonrisa cómplice y dejó que las yemas de sus dedos rozaran la muñeca del joven don, despertando una cosquilleante corriente arkímica entre sus pieles. Alenna se llevó su copa a los labios dorados y dejó que asomara a su voz una leve irritación.
—No queda mucho, Gayo —advirtió, lanzando una mirada a la botella.
Lexa miró a la chica y se recogió un bucle de pelo descarriado detrás de la oreja. Todo el miedo que pudiera haber sentido se lo estaban tragando las sombras de debajo de sus pies. Se levantó con sensual elegancia y se sentó en el otro diván, junto a la belleza dorada. Mirando a los ojos a Alenna, dio un pequeño sorbo al vino. Con cuerpo pero suave como el terciopelo, bailó oscuro sobre su lengua. Y después de apartar la copa vacía de Alenna, Lexa puso la suya en manos de la joven, entrelazó los dedos con los de ella y la alzó hacia aquellos labios de oro. Volvió la cabeza hacia Aurelio y lo vio mirar, embelesado. Lexa sonrió mientras susurraba, lo bastante fuerte para hacerse oír sobre la música de abajo:
—No me importa compartir.
Aurelio estaba de pie pegado a la espalda de Lexa, sus manos merodeando por sus brazos desnudos y acariciándole los pechos por encima del corsé. Lexa notó los labios del joven en la oreja, rozándole la mandíbula, y echó atrás el brazo para enredar los dedos entre su pelo. Se inclinó contra la dureza de su entrepierna y buscó sin éxito la boca del chico, que le provocó un suspiro al dejarle un rastro de besos ardientes cuello abajo, haciéndole cosquillas con la barba de pocos días. Aurelio encontró la cinta de seda que ceñía el corsé por detrás y empezó a aflojarla con una mano lenta y firme. Alenna estaba detrás de él, le quitó la chaqueta y dejó que cayera al suelo. Tenía las mejillas encendidas de algo más que la bebida, y sus largas uñas desgarraron la camisa de seda de Aurelio, desnudando su torso. Lexa llevó la mano a su duro pecho y bajó los dedos por las colinas de su abdomen. Con los labios del chico en la nuca, sintió la presión de sus dientes, suspiró un «sí» mientras él mordía más fuerte y buscó su boca de nuevo. Pero él aferró con su mano libre los largos mechones de Lexa, le echó la cabeza atrás, muy atrás, y un escalofrío recorrió su piel cuando el joven don le quitó el corsé. La música llegaba tenue desde muy arriba, casi perdida bajo el cantar de los suspiros que entonaban. Habían bajado la escalera a toda prisa, Aurelio azuzando a Lexa y Alenna por delante de él a base de juguetonas palmaditas en el trasero. Los guardias de la casa habían fingido no prestar atención mientras el trío pasaba trastabillando, ni tampoco mientras Lexa apretaba los labios contra el cuello de Aurelio cuando este se detuvo a dar un largo beso a la belleza liisiana. El don había empujado a Lexa contra la pared, le había metido la mano entre las piernas y se había puesto a trabajar con dedos hábiles allí mismo, en el pasillo. A duras penas habían logrado llegar a la habitación del joven. Como en la mayoría de los palazzos de nacidos de la médula, los dormitorios eran subterráneos para protegerlos mejor de la incesante luz de los soles. Allí abajo el aire era más fresco, y la luz de los orbes arkímicos, tenue y ahumada. El corsé de Lexa cayó a los tablones del suelo mientras Aurelio dejaba resbalar la mano por el interior de su traje. Lexa suspiró al sentir que le rodeaba un pecho con la mano, ahogó un grito cuando le pellizcó el pezón. El chico le quitó el vestido y lo dejó caer amontonado en torno a los tobillos de Lexa, que bajó las manos por detrás para buscar su cinturón y encontró allí también las de Alenna. Sus dedos se entrelazaron mientras soltaban la hebilla. Lexa notó las manos de Aurelio recorriéndola, y una corriente arkímica bailó en su piel cuando los dedos de él bajaron por su vientre, atravesaron sus suaves rizos y llegaron a los anhelantes labios del otro lado. Gimió mientras los dedos pasaban a la acción y sintió que le flaqueaban las rodillas. Volvió la cabeza y buscó la boca de Aurelio con la suya, pero él se lo impidió con un tirón de pelo que la dejó dando bocanadas y gemidos mientras echaba atrás el culo y lo frotaba contra la entrepierna del chico, al mismo ritmo con que estaba rasgueando él en ella. Por fin se soltó el cinturón, la belleza desabotonó las calzas del joven y Lexa internó en ellas los dedos. Encontró su objetivo al cabo de un momento y sonrió al oír el sonido gutural que provocó al cerrar la mano en torno a aquel calor. Sintió también las manos de Alenna, y entre las dos recorrieron su longitud mientras él metía un dedo dentro de ella y hacía estallar tras sus ojos unas estrellas que casi le arrebataron el control de sus rodillas. Aurelio se volvió, su boca halló la de Alenna y entrelazaron las lenguas. Lexa apartó la mano que le cogía el pelo y apretó sus dedos, desesperada por besarlo. Pero se le erizó la piel al sentir que el joven se apartaba a un lado y, a la vez, notó unos labios cálidos en el hombro, en la nuca, y unas manos que le rodeaban la cintura.
«No son de él.»
Las yemas de los dedos de Alenna ascendieron bailando sobre sus brazos, aletearon mientras remontaban sus pechos. A Lexa se le aceleró la respiración al sentir la mano de la chica en su barbilla, haciéndola girar despacio. Con el corazón atronando, Lexa se vio cara a cara con ella. La chica era muy hermosa, de labios carnosos y ojos oscuros saturados de deseo a la luz brumosa. Su pecho ascendía y descendía entre jadeos mientras se apretaba, aún vestida, contra el cuerpo casi desnudo de Lexa. Aurelio empezó a besar la nuca de Alenna mientras apartaba un rizo de largo pelo negro de la mejilla de Lexa, que notó aletear sus párpados y un estremecimiento que le bajaba hasta los tobillos cuando la belleza se inclinó hacia ella para besarla. Cerca. Más cerca. Ya casi…
—No —dijo Lexa apartándose.
Los ojos de Alenna se nublaron de confusión y giró la cabeza para mirar a Aurelio. El joven don enarcó una ceja interrogativa.
—En la boca no —dijo Lexa.
Los labios dorados de la belleza se curvaron en una sonrisa pícara. Sus ojos oscuros recorrieron el cuerpo desnudo de Lexa, bebiéndosela entera.
—En todo lo demás, pues —susurró.
Alenna bajó las manos por las mejillas de Lexa, por las joyas de su cuello, haciéndola estremecerse. Con una lentitud que rayaba en la agonía, se acercó y apretó los labios contra su cuello. Lexa suspiró, con la piel de gallina, sin miedo en su interior. Echó atrás la cabeza, rindiéndose, y sus párpados tiritaron cuando las manos de Alenna envolvieron sus pechos jadeantes, flotaron sobre sus caderas, le acariciaron el culo. Lo único que sentía Lexa eran esas manos, esos labios, esos dientes que daban mordisquitos, ese aliento cálido en su piel cuando la boca de la belleza descendió por las curvas de sus pechos. Gimió cuando la chica se metió un pezón en la boca y pasó una y otra vez la lengua por la punta, haciendo girar el dormitorio entero. Las uñas de Alenna provocaron un escalofrío en la columna vertebral de Lexa al rozar su piel, guiándola hacia atrás. Notó el bastidor de la cama tras sus rodillas, se combó como un árbol joven ante la tormenta y cayó con un respingo sobre las pieles. Alenna suspiró mientras Aurelio le acariciaba el cuello por detrás con la nariz y soltaba los lazos de su corsé. El joven don le separó el vestido de los hombros y dejó que la gasa dorada cayera a un lado como una ola titilante, seguida de la ropa interior, dejándola desnuda del todo. Lexa recorrió con la mirada el cuerpo de la chica, que subió a la cama a cuatro patas, contoneándose como una gata. Alenna se arrodilló sobre ella y dio un suspiro cuando Aurelio cayó de rodillas tras ella, trazando un surco de besos espalda abajo hasta su culo. Lexa notó las manos de la chica recorrer por dentro sus muslos temblorosos, y se le aceleró la respiración cuando esos dedos rozaron sus labios. Alenna también respiraba deprisa, y gemía con la boca de Aurelio entre sus piernas, con los movimientos de su lengua. Los ojos de la chica brillaron de deseo y se acercó a Lexa, buscando de nuevo su boca. Lexa apartó la cara y puso los dedos sobre los labios de la joven.
—No.
Acarició la piel de Alenna hasta hallar la mano de Aurelio en su cadera. Entrelazó los dedos con los de él y la belleza suspiró contrariada mientras Lexa tiraba de él para apartarlo de su premio. Sus ojos en los de él. Sin aliento.
—Bésame —imploró.
Aurelio sonrió mientras Alenna descendía con besos de hielo y fuego por el cuello de Lexa, por sus pechos, por su vientre. El joven don remontó el colchón mientras la chica bajaba más, lamiendo el ombligo de Lexa y los huecos de sus caderas. Lexa sintió unos dientes delicados en el interior de los muslos, unas manos que recorrían su piel, y gimió mientras Alenna soplaba con suavidad, con los labios a solo un susurro de los suyos. Lexa alzó una mano y bajó la otra para enredar sus dedos en los cabellos de los dos. Tiró de Aurelio hacia ella, suplicante, mientras se acercaba la cara de Alenna al cuerpo. Y la boca del don se cerró sobre la de ella, sofocando el apasionado gemido que Lexa profirió al sentir el contacto de la lengua de la belleza. La pareja se aplicó en Lexa, que se dejó adorar retorciéndose sobre las pieles. Entre sus piernas ardió un fuego hasta entonces desconocido, con Alenna besándola como no lo había hecho ningún hombre. Arqueó la espalda, con los dedos enredados en los mechones de la chica. Notó el sabor de Alenna en la lengua de Aurelio, salado y dulce a la vez. Lo besó feroz, le mordió el labio con la fuerza justa para abrir la piel y el carmín rojo oscuro se mezcló con la sangre en sus bocas. Ahogó con los labios el respingo de dolor que dio el joven don, encontró su lengua con la propia, provocándolo, saboreándolo, danzando en una pálida imitación de lo que estaba haciendo la belleza entre sus piernas. El tiempo dejó de transcurrir, el mundo dejó de girar. El don se apartó de la boca de Lexa y dejó un rastro de besos sangrientos por su cuello. Lexa resopló mientras el joven descendía, lamiendo, chupando, mordiendo; sus párpados se cerraron cuando Alenna empezó a lamerle el hinchado botón.
Aurelio levantó la cabeza.
Lo recorrió un repentino escalofrío.
Un suave gimoteo escapó de entre sus labios.
Y después de aspirar una bocanada entrecortada, el joven don tosió la sangre que le llenaba la boca sobre los pechos de Lexa.
—Cuatro… Cuatro Hijas…
Aurelio miró horrorizado el escarlata que teñía la piel de Lexa y sus propias manos, con el rostro retorcido de dolor. Lexa se incorporó sobre los codos mientras él caía hacia atrás con otra tos roja, llevándose los dedos al cuello. Salpicó de carmesí la cara de Alenna, que por fin se dio cuenta de lo que ocurría. Retrocedió y tomó aire para chillar mientras Lexa se abalanzaba sobre ella en la cama, la asía por el cuello y la giraba en una presa estranguladora.
—Chis, calla —susurró, rozando con los labios la oreja de la belleza.
La chica se revolvió contra la presa de Lexa, pero la asesina era más fuerte, más dura. Cayeron las dos a los tablones del suelo, encima del revoltijo de ropas, mientras Aurelio empezaba a retorcerse, a arañarse el cuello, y tosía otra bocanada.
—Sé que es duro ver esto —susurró Lexa a la belleza—, pero solo dura un momento.
—¿El… el vino?
Lexa negó con la cabeza.
—En la boca no, ¿recuerdas?
Alenna se quedó mirando la brecha que Lexa había abierto en el labio de Aurelio, la pintura roja mezclada con la sangre alrededor de su boca. El joven don saltó en la cama como un pez en la orilla, con todos los músculos agarrotados y las facciones crispadas. Los labios de Alenna se abrieron para chillar cuando una sombra se movió en el cabezal y otra al pie de la cama, dos siluetas recortadas de la mismísima oscuridad. La mano de Lexa se cerró de nuevo sobre la boca de la chica mientras Don Majo y Eclipse cobraban forma para contemplar cautivados los agónicos gimoteos del don, la sangre que burbujeaba entre sus dientes. Y con los ojos como platos y los labios separados en un grito mudo, el primer y único hijo del senador Alejo Aurelio exhaló su último aliento.
—Escúchame, Niah —susurró Lexa—. Escúchame, Madre. Esta carne, tu festín. Esta sangre, tu vino. Esta vida, este final, mi presente para ti. Tenlo cerca.
Don Majo ladeó la cabeza y miró morir al joven don. Su ronroneo sonó casi como un suspiro.
Lexa estaba sedienta.
Esa era la peor parte. La jaula, el calor, la peste… todo eso podía soportarlo. Pero por mucha agua que sus captores le dieran, en aquel desierto de los cojones nunca era suficiente. Cuando Perrero o Graco metían el cucharón entre los barrotes de su jaula, aquella agua tibia parecía un regalo de la misma Madre. Pero entre el calor sofocante, el sudor y las estrecheces del carro, sus labios no tardaron en agrietarse, y su lengua se hinchó y se secó. Los prisioneros estaban amontonados como lonchas de cerdo salado en un tonel, y el olor era enfermizo. Al cabo del primer giro que pasó cociéndose en aquel horno, Lexa empezó a pensar que había cometido un error garrafal.
Piénsalo. Pero no lo temas.
Nunca te encojas.
Nunca temas.
Lexa intentó no hablar mucho. No quería intimar demasiado con las otras cautivas, sabiendo lo que las esperaba en los Jardines Colgantes. Pero observó cómo se cuidaban entre ellas, cómo una anciana reconfortaba a una niña que llamaba entre sollozos a su madre, o cómo una chica daba su escasa ración a un niño que había vomitado su propia comida sobre los harapos que llevaba. Pequeños gestos que revelaban grandes corazones.
Lexa se preguntó dónde estaría el suyo.
«Aquí no hay sitio para él, chica.»
Sus captores eran un grupo variopinto. La capitana, Bebelágrimas, parecía estar acostándose con su segundo, César, aunque Lexa no dudaba quién llevaría las riendas en aquella cabalgada concreta. Ninguna mujer llegaba a liderar una banda de esclavistas desalmados en los eriales ashkahi sin tener los dientes bien afilados. Los itreyanos, Perrero y Graco, parecían los típicos hijos de puta que podían encontrarse en cualquiera de los centenares de grupos de tratantes de carne que operaban en Ashkah. En cumplimiento de las órdenes de la capitana, no ponían ni un dedo encima a las mujeres. Pero por las miradas hambrientas que le dedicaban, Lexa supuso que estarían pero que muy resentidos. Pasaban el tiempo libre jugando a plas con una baraja manoseada, apostando con un puñado de recortes de mendigo. El corpulento dweymeri, Caminapolvo, parecía mejor persona. Tocaba la flauta e interpretaba melodías para los prisioneros cuando no tenía trabajo que hacer. El último de ellos era Luka, el joven liisiano al que Lexa había derribado de una patada. Rizos cortos y una sonrisa con hoyuelos. La bazofia que cocinaba sabía peor que el ojete de un cerdo, pero Lexa lo había visto dar con disimulo un poco de pan de más a los niños con la tardera. Y eso era todo. Seis esclavistas vestidos de cuero y una hilera de barrotes de hierro eran lo único que se interponía entre ella y la libertad que cualquiera de los prisioneros que la rodeaban habría matado por saborear. Todo era sudor y vómitos, mierda y sangre. Por lo menos la mitad de las mujeres de su carro lloraban hasta caer rendidas en el poco sueño que pudieran encontrar.
Pero no Lexa Wood.
La chica se quedaba sentada contra la puerta y esperaba. Un flequillo irregular cubriendo unos ojos profundos y verdes. Era imposible escapar a la pestilencia del sudor y la mugre, y los cuerpos apretujados que la rodeaban le provocaban arcadas. Pero Lexa se tragaba el vómito junto con el orgullo, meaba en el camino cuando se lo ordenaban y mantenía la boca tan cerrada como podía. Y si la sombra que se acumulaba debajo de ella era demasiado oscura —lo bastante oscura para dos, tal vez—, en el carro cubierto había demasiada penumbra para que se notara. Quedaban solo cuatro giros para llegar a los Jardines Colgantes. Cuatro giros más de calor espantoso, de aquel hedor impío, de aquel bamboleo lento y agobiante. Cuatro giros más.
«Paciencia —se decía, susurrando la palabra como una oración—. Si Venganza tiene madre, su nombre es Paciencia.»
Faltaría quizá una hora para el final de la nuncanoche y la caravana estaba apartándose a un lado del largo y polvoriento camino. Mirando a través de una raja en el toldo del carro, Lexa distinguió unos peñascos de arenisca que proyectaban sombra en la arena del desierto. Era un lugar evidente en el que refugiarse, y por tanto peligroso, pero mejor parar allí a la sombra que seguir adelante una hora más y pasar el giro entero asándose bajo los soles. Lexa oyó a Caminapolvo en el carro de abastecimiento, como siempre, tocando de vez en cuando algún compás de la canción férrea para asustar a cualquier kraken lo bastante osado para viajar tan al sur. Entrevió un momento a Graco, explorando los salientes rocosos montado en la máquina de berrear y cagar que tenía por camello. Parecía contrariado, le caía el sudor por la cara y miraba los soles con ojos entrecerrados mientras renegaba llamando hijo de puta a Aquel que Todo lo Ve.
La primera flecha lo alcanzó en el pecho.
Salió zumbando de la luz de los soles y le atravesó el jubón con un golpe seco. Un fruncimiento estúpido oscureció el ceño de Graco, pero las siguientes dos flechas que volaron desde las rocas le quitaron la expresión de la cara y lo derribaron de su montura entre chorros de brillante rojo.
—¡Saqueadores! —vociferó Bebelágrimas.
Las mujeres del carro de Lexa chillaron cuando llovió una andanada de flechas sobre la caravana que atravesaron las lonas. Lexa oyó un quejido y notó desplazarse la carne que la rodeaba. Una chica joven se hundió entre la muchedumbre, con una flecha en el ojo. Otra recibió un flechazo en la pierna, empezó a aullar y la masa de cuerpos a su alrededor se removió como un mar tormentoso y la aplastó contra los barrotes.
—Por el abismo y la sangre.
Lexa oyó unos cascos al galope y el sonido de la lluvia emplumada. En algún lugar lejano, Caminapolvo aullaba de dolor y Bebelágrimas daba órdenes a gritos. El tañido del acero se alzó sobre los bramidos de los camellos heridos y el siseo de la arena levantada. Lexa maldijo de nuevo cuando la gente que la rodeaba empezó a entrar en pánico y la estrelló de cara contra los barrotes.
—Vale, a tomar por culo —escupió.
Lexa se agachó, hizo girar a un lado el talón de una bota y sacó sus fieles ganzúas. Al momento se había liberado de sus grilletes y estaba metiendo las manos entre los barrotes oxidados. Empezó a camelarse la cerradura, con la punta de la lengua fuera delatando su concentración. Una flecha atravesó el toldo y pasó casi rozando su cabeza, otra se clavó en la madera cerca de su mano.
—… deberías darte prisa…
El susurro fue suave como el aliento de un bebé, pronunciado solo para oídos de Lexa.
—No me ayudas —replicó ella en voz baja.
—… te estoy ofreciendo apoyo moral…
—Estás siendo un incordio y un mierda.
—… eso también…
La cerradura se abrió en sus manos y Lexa apartó la puerta de una patada para salir trastabillando a la implacable luz. Rodó bajo el carro mientras las demás mujeres reparaban en que su jaula estaba abierta y tropezaban unas con otras en su intento de escapar. Lexa vio a media docena de asaltantes rodeando la caravana. Iban vestidos de cuero oscuro y colores del desierto, y presentaban una mezcla de sexos y tonos de piel. César estaba muerto, acribillado por flechas de plumas negras. Lexa no vio señales de Luka, pero Perrero estaba agachado tras el carro de cola, con el cadáver de Caminapolvo a su lado. El camello de Bebelágrimas había recibido un flechazo en el cuello y la capitana estaba acuclillada detrás de su cuerpo, ballesta en mano.
—¡Apestosos hijos de puta! —rugió—. ¿Es que no sabéis quién soy?
Los saqueadores se limitaron a burlarse en respuesta. Cabalgaban en un incesante círculo, pastoreando de vuelta a los carros a las mujeres que huían y llevando a los presos de las otras jaulas a un rabioso pánico.
—Los están distrayendo —comprendió Lexa.
—… ¿de qué?…
Perrero salió agachado de detrás del carro y se apresuró a disparar su ballesta. Desde algún punto entre las rocas surgió una flecha de pluma negra que se le clavó en el pecho. Perrero cayó con burbujas escarlata estallando en sus labios.
—De ese francotirador de ahí arriba —murmuró Lexa.
La chica llamó a las sombras de debajo del carro y las reunió como una costurera bobinando hilos. Cuánta luz había allí fuera, qué distinto era de las entrañas del Monte Apacible. Muy despacio, tejió las sombras para unirlas y compuso con ellas una capa. Y debajo de ella, se convirtió en poco más que un manchurrón, como la huella de un dedo grasiento en un retrato del mundo. Por supuesto, bajo la capa no veía tres en un burro. Siempre había considerado una crueldad que la Señora de la Noche le concediera el don de no ser vista pero la volviera casi ciega mientras lo ponía en práctica. Aun así, mejor ciega que hecha trizas. Lexa se acercó poco a poco a la rueda, moviéndose al tacto, preparándose para abandonar la cobertura a la carrera.
—… procura que no te disparen…
—Es un consejo excelente, Don Majo. Muchísimas gracias.
—… apoyo moral, como te decía…
Y Lexa corrió. Agachada, con los brazos extendidos hacia delante, apartándose de los carros y hacia el peñasco de enfrente. El mundo era un borrón en negro café y blanco leche. La oscura silueta de un caballo con jinete emergió de la nada y le dio un fuerte golpe al pasar al galope. Lexa tropezó y se tambaleó a ciegas hasta dar contra un saliente bajo de roca con las espinillas y dejarse caer a su resguardo entre maldiciones.
—¡Ah, joder!
—… ay, pobrecilla, ¿dónde te duele?…
La chica se levantó con una mueca de dolor y se dio una palmada en una nalga.
—¿Un besito, a ver si mejora?
—… diría que antes se impone un baño…
Lexa siguió avanzando, trepando a tientas por la pendiente de roca, orientándose solo por el tacto y el sonido. Aún le llegaba la voz de Bebelágrimas vociferando desafiante, pero lo que ella buscaba era el delator siseo de las flechas, el latigazo de una cuerda de arco. Y ahí llegaba… y ahí otra vez. Lexa dio un rodeo en su ascenso, silenciosa como un lirón al que acabaran de nombrar Maestro del Silencio en el Monasterio del Hierro. Otra flecha. Otro chasquido de la cuerda del arco. Lexa creyó oír unos leves susurros entre disparo y disparo, y se preguntó si habría más de un tirador allí arriba. Ya estaba llegando por detrás, oculta por un grupo de rocas. Echó a un lado sus sombras y asomó la cabeza para ver a cuántos arqueros tendría que asesinar.
Resultó que no había ninguno en absoluto.
Bueno, había alguien disparando, eso sin duda. Pero no era más arquero que Lexa espadachín. Se trataba de una mujer vestida con cueros grises moteados de marrón, rubia con el pelo muy corto. Cuando divisaba un objetivo, se llevaba una flecha a los labios, susurraba una plegaria y la dejaba volar. Fuera cual fuese la divinidad a la que oraba, parecía estar escuchando: cuando Luka echó a correr hacia un camello, la arquera le clavó una flecha en el hombro y luego otra en la canilla mientras se arrastraba para volver a ponerse a cubierto. La piedra aplastó la cabeza de la mujer al primer golpe, pero Lexa le asestó dos más en la coronilla por si acaso. La arquera cayó con un gorgoteo burbujeante y los dedos crispados. Y tras recoger el arco que había soltado, Lexa tiró de la cuerda hasta su boca, apuntó y clavó una flecha de pluma negra en la columna vertebral de una atacante de los de abajo. La mujer giró en su silla de montar y se precipitó al suelo con un grito sangriento. Uno de sus compañeros la vio caer, se volvió hacia los peñascos y un flechazo en la garganta lo derribó del caballo. Otro asaltante advirtió a gritos a los demás:
—¡Cuidado con las rocas! ¡Las rocas!
Un disparo de Lexa le dio en el muslo y el segundo en la tripa. Un bardiche relució al trazar un arco desde la cobertura del carro del centro y estuvo a punto de decapitar al hombre. Los atacantes estaban sumidos en la confusión, su francotiradora muerta y su plan muerto con ella. Bebelágrimas disparó su ballesta, hizo blanco en un caballo y envió a su amazona a la arena con un impacto húmedo. Lexa eliminó a otro jinete con dos flechas en el pecho. Los pocos que quedaban optaron por la huida, recogieron a su compañera descabalgada y salieron al galope a toda la velocidad de la que eran capaces sus corceles.
—… buena puntería…
Lexa miró hacia la sombra sentada sobre el cadáver de la arquera. Era pequeña, tenía la forma de un gato y estaba limpiándose una zarpa traslúcida con una lengua traslúcida.
—Te lo agradezco —dijo Lexa con una reverencia.
—… era sarcasmo... —replicó Don Majo—… has dejado escapar a cuatro…
Lexa hizo una mueca y levantó los nudillos al gato-sombra.
—… ya que aún estamos solos, supongo que debo aprovechar la ocasión para señalar de nuevo lo demencial que es este plan tuyo…
—Ah, claro, no quieran las Hijas que dejes pasar un giro sin darme la paliza con lo mismo.
Lexa se limpió la mano ensangrentada en los bombachos de la arquera muerta y se echó su carcaj de flechas al hombro. Y arco en mano, descendió la cuesta con cuidado hacia la carnicería que rodeaba la caravana. Las mujeres cautivas seguían amontonadas alrededor de su jaula. Graco, Perrero, Caminapolvo y César estaban muertos. Luka, despatarrado cerca del carro del centro, con flechas en el hombro y la pierna. Lexa vio cómo intentaba levantarse y terminaba conformándose con apoyar una rodilla en el suelo. Tenía los ojos fijos en ella y su segundo bardiche en la mano. Bebelágrimas había recibido un flechazo en la pierna en algún momento de la refriega. Tenía la cara salpicada de sangre, pero aun así apuntaba la ballesta hacia Lexa con manos firmes. La chica se detuvo a unos diez metros y alzó el arco. Era de buena factura: cuerno y fresno, tallado con plegarias a la Señora de las Tormentas. A esa distancia, podría atravesar un peto de hierro con una flecha. Y la capitana Bebelágrimas no llevaba nada similar siquiera al hierro.
—Ese padre tuyo te enseñó bien —le dijo la capitana a viva voz—. Buena puntería.
—… puf… —susurró la sombra de Lexa.
Lexa dio un pisotón a la oscuridad reunida en torno a sus pies y chistó para hacerla callar.
—No tengo ningún interés en matarte, capitana —dijo Lexa.
—Vaya, pues sí que estoy de suerte. Yo tampoco tengo ningún puto interés en morir.
La capitana miró los cadáveres a su alrededor, los restos de sus hombres, la flecha en su pierna y el largo camino que aún los separaba de los Jardines Colgantes.
—Supongo que podría decirse que estamos en paz —dijo—. Planeaba sacar un buen precio por ti en el mercado, pero salvarme la vida parece una ofrenda justa. ¿Qué te parecería cabalgar delante conmigo el resto del viaje y llevarnos sanos y salvos a los Jardines? Hasta podría compartir los beneficios. ¿Un veinte por ciento, quizá?
Lexa negó con la cabeza.
—Tampoco quiero eso.
—Entonces, ¿se puede saber qué quieres? —espetó Bebelágrimas, con la mirada fija en el arco que empuñaba Lexa—. Tienes unas cartas decentes, chica. Puedes decidir cómo se juega la mano.
Lexa miró a las otras mujeres, encogidas alrededor del primer carro. Estaban mugrientas y demacradas, vestidas con poco más que harapos. El camino polvoriento se extendía cruzando la arena roja como la sangre, y Lexa sabía muy bien el destino que las esperaba al final de ese camino.
—Quiero volver a la jaula —dijo.
Bebelágrimas parpadeó.
—Pero si acabas de escapar de ella.
—Te escogí sabiendo muy bien lo que hacía, capitana. Tu reputación te precede. No dejas que tus hombres estropeen la mercancía. Y tienes un acuerdo con los Leones de Leónidas, ¿me equivoco?
—¿Leónidas? —La exasperación se insinuó en la voz de Bebelágrimas—. Por la polla ardiente de Aa, ¿qué tiene que ver un establo de gladiatii con todo esto?
—Bueno, ahí está el asunto. —La chica bajó el arco con un asomo de sonrisa—. Quiero que me vendas a ellos.
