Instante

La razón obra con lentitud, y con tantas miras, sobre tantos principios, que a cada momento se adormece o extravía. La pasión obra en un instante.

Blaise Pascal (1623-1662)

.

¿Qué es lo que somos? Pregunta retórica.

No soy un filósofo ni un gran pensador, y puede ser que no exista nadie en el mundo que deteste tanto aquel "noble acto de pensar" como yo. Pero a veces, puede dárseme un poco, y ese brillo de luz que irradia en los virtuosos, llega a mi cabeza como un fulgor inerme y perdido, casi casual, que toca y habla a esta mente revuelta, oscura...

¿Y por qué justo ahora? También me lo pregunto.

Inexplicable. Así es esta vida corta e irracional que nos baña de sorpresas y actos estúpidos...

Como aquel...

Poderoso guardián.

Brioso.

Astuto.

Fuerte y leal como ninguno.

Y... sólo una mujer.

Una simple, nada cautivante, fémina de peculiares proporciones.

Débil.

Eso pensé. Eso pensaría, siempre.

Desde tu aparición…

Entre barullos y discordias, en aquel lejano día de entrenamiento, donde la realidad de la guerra era un juego, un "podría ser" que, de ganarlo, nos convertiría en sublimes criaturas eternas, en prodigiosos seres tocados por su dios. Palabrerías. Y allí, en medio de la disputa entre mis subordinados, un pleito que de pronto se convirtió en una riña imposible de ignorar, un griterío sofocante, tuve que acercarme para tranquilizar al séquito de revoltosos soldados.

"¡¿A quién debo matar por comenzar esto?!" aullé cuando mi presencia bastó para aplacarlo todo y obligarlos a darme su atención.

Temblaron. Cuánto lo disfruté; mis amenazas sobre muerte no son un jueguito que deba disuadirse.

"¿Y bien?", me abrí camino entre ellos, hasta el tumulto más grande donde todo el revoltijo había cobrado mayor fuerza. Alguien avanzó, con ojos temerosos, un valiente que se atrevió a responder.

"Encontramos una mujer".

Tres palabras se volvieron una ley... Con mi desdeño.

Los soldados se apartaron para darle paso a los dos o tres que sostenían aquel objeto, aquel cuerpo que gustaba de dar pataleos, gritos, amenazas...

"Se hacía pasar por un soldado, señor. Apenas pudimos atraparla..."

Bestia enfurecida. Tu mirada... Un reto.

Ojos de malvas oscuras en un rostro joven que con sólo mirarte lo decían todo.

«Voy a matarte».

Ingenua...

"¿Cómo entraste aquí?", interrogué. No era un alma perdida, no era un enemigo, entonces...

¿Qué eras?

Levantaste el rostro. Altiva. Y tu respuesta salió concisa: un escupitajo revuelto entre sangre y barro, directo a mis pies. Junto a tu sonrisa.

Mis hombres reaccionaron. Halaron los cabellos purpuras, azotaron el rostro, gritaron maldiciones para obligar disculpas. Nada funcionó.

Rebelde.

Fuiste el símbolo de la insubordinación para convertirte en...

"Vaya, vaya... Parece que tenemos un perro que olvidó su correa". Mis soldados rieron, asintiendo a mis palabras. Pero tres de ellos continuaban aferrando al curioso e irreverente ser, mientras toda una veintena cuidaba que no escapara. Muy contradictorio. Este perro rebelde, parecía ser más que eso.

"Libérenla", ordené. La conmoción aumentó. Miré a aquellos cinco soldados, los más cercanos en mi posición. "Ustedes: Enfréntenla".

Nadie hizo preguntas, aunque en sus ojos lucieron tan claras. Sólo avanzaron, fieles, mecánicos, mis súbditos programados.

Y empezó así una función que nunca olvidaré. A cinco hombres fuertes, una débil mujer los redujo al polvo entre empujones y puños inmaduros.

Sorprendente.

Aquello se convertiría en un dejá vù constante, a cada nuevo ejército que tú sola derribaste. Como estos patéticos niños que defienden una barca maltrecha. Lloran, gimen de angustia, porque este perro sin correa los está reduciendo a meros añicos con el simple peso de su mirada.

Perro enorme... Mi bestia del abismo, cubierta por una coraza gigantesca que hace honor a tu título.

Que después de tu demostración ante mis súbditos, te atreviste a mirarme y retarme.

«Tú serás el siguiente», no hacían falta palabras. Tu mirada era una mejor, ah, sublime advertencia.

Corriste. Bestia del campo que hace suya la tierra que pisa. Tu puño, una estocada cual cuerno. No era una broma, no era un juego. Venías con todo el peso de aquel cuerpo apenas adolescente, apenas entrenado, con tu brazo saliendo de entre las harapientas ropas para atinarse directo en mi pecho.

Pobre animalito...

Quedaste ahí, sostenida por mi mano, sin moverme un sólo centímetro. Gimiendo, con tus dientes rechinando, avanzando como un toro que osa ir contra un muro inamovible.

Nada mal... Te sonreí, nadie más que tú podrías ver esta mueca curva llamada admiración.

Y al instante, el brazo del que te enorgullecías quedó partido en dos, contigo aullando de dolor en el suelo, revolcándote como un insecto. Un simple, simple insecto. Una mujer...

Tomé tu espalda, la pagué a mi pecho.

"A partir de hoy, te entrenaré yo".

"A partir de hoy, jugarás bajo mis reglas".

"A partir de hoy, conocerás el suplicio de la lealtad".

¿De dónde vienes, qué es lo que quieres, quién eres? Nada de eso importaría. Porque, a partir de hoy, serás mía.

Había encontrado un lindo juguete, y no lo desaprovecharía.

Nos retiramos a mis aposentos, halando conmigo una pierna y al resto del cuerpo entre el fango. Ningún testigo sobrevivió aquella tarde. Nadie diría jamás que una mujer rondaba mis filas. Nadie tendría este secreto. Nadie.

Comenzamos así este entrenamiento insólito.

Sólo quedaste tú, a partir de ese instante, plañendo de dolor y rebeldía los siguientes días.

Tus gritos fueron ecos permanentes, incitantes...

Alaridos de suplicio transformados en aullidos de guerra.

Como hoy.

Te veo, aún, bajo la tierra mortal. A la distancia, quien te oiga, temblará al oír el gutural rugido de un animal embravecido.

¿Qué es eso?, temerán.

Mientras yo disfruto y tiemblo también. ¿Por qué? Entre obtener la respuesta, vienen recuerdos. Malditos e insólitos recuerdos.

No es la primera vez que traes vibraciones a mi cuerpo.

Los días de entrenamiento fueron arduos, sorpresivos experimentos de innovación. No me dirigiste la palabra, ni una sola vez, en los tres meses de preparación. Te limitaste a mis órdenes, romperte el brazo había sido suficiente para conseguirlo. Pero no hubo interacción, tan sólo obediencia.

Excelencia.

La búsqueda de soldados amorosos a su capitán es una pérdida de tiempo. Sólo se requiere de lealtad y la fidelidad absoluta, dispuesta a la muerte, para que un ejército funcione. A ti, acondicionando tus fuerzas bajo mis reglas, ocultando tu sexo bajo corazas de entrenamiento como indiqué, a ti podría dedicarte el título del subordinado fiel.

Tu cabeza siempre inclinada ante mi paso.

Tus oídos siempre atentos a mis órdenes.

La rebeldía se convirtió en la más grande obediencia. Por temor, por conveniencia...

«Orgullo», salió tu voz por primera vez, justo cuando terminabas la aniquilación de una cuadrilla de skelletons para darte paso a un nuevo nivel de entrenamiento.

Me miraste, sin rencor ahora, irradiando aquella palabra recién pronunciada de tus labios:

«Siento orgullo de pertenecer a su ejército».

Misteriosa.

¿Qué significó para ti cada uno de esos noventa días donde no emitiste palabra alguna a tu capitán? Las semanas de entrenamiento, pasando las noches entre selvas de la superficie, los días de alimentarte con hogazas directas a tu boca cuando estabas demasiado exhausta para comer por ti misma.

Sólo fueron cuidados rutinarios. Tediosos y sin sentido... Un pequeño favor por tu brazo cruelmente destruido por mis manos. Intentos por obligarte a venerarme como era debido.

Y tú, bestia desconocida, hablabas de un orgullo que nadie en este seco mundo infernal conocía.

¿Quién eres? Te miré marchar en aquel momento, en pos del nuevo itinerario de ejercicios, resintiendo a mis miembros electrificados al presenciar tu figura alejarse a la distancia.

Temblando...

Tu cuerpo sale impulsado hacia un campo abierto cuando un caballero de mayor rango aparece. Lucharán, justo como lo he planeado. Toda la atención se centrará en ti, distrayéndolos, es mi trampa para avanzar en favor de mi señor Hades.

Pero el temblor persiste.

No puedo dudar ahora. Sé que lo aniquilarás. Hagamos una apuesta con la diosa de la guerra y obtengamos la victoria. Mi bestia poderosa derribará la armadura que irradia rayos de sol. Con sus sombras, con su nombre de Behemot.

«¿Una armadura?».

Fue tu pregunta, incrédula.

Aunque habían pasado tres años ya de riguroso entrenamiento, en los cuales superaste a todos mis súbditos, incluidos los portadores de una surplice, tu sorpresa fue contundente cuando te di la noticia.

¿Una mujer con armadura? Qué risa... Pero, ¿quién mejor que yo para reconocer el llamado de esas corazas lúgubres que nos visten? El murmullo desde las cámaras de Antenora era claro. Para ti también.

"Está reclamándote", afirmé, con el amargo sabor en mi boca al reconocer que alguien más podía poseerte. Pero nada podría hacer para evitarlo, nadie lucha contra un destino como éste.

Sonreíste. Solo a mí me dejabas ver esa mueca curva llamada deseo, honestidad y confianza.

La galería de mi templo aguardó solemne nuestra llegada. Eran sólo dos los armamentos carentes aún de dueño. Tu electora brillo, cimbrando. No era al único al que hacías temblar, al parecer. La coraza se elevó para posarse ante tu presencia. Las sombras te envolverían, pero sólo hasta después de cumplir un rito riguroso, una aburrida ceremonia de purificación. Pero lo sabias. El Behemot era tuyo, y tú eras su posesión.

Orgullo, ¿dijiste?... Tal vez era mutuo.

Tus técnicas son prodigiosas, incluso ante este enemigo que parece hacerte frente.

Clavas los puños, derribas a ese niño insulso que declara ser más hábil que ninguno. Estúpidos hombres terrenales, el sol ha coronado sus cabezas por tantos años que no se han percatado de lo míseras que son realmente sus fuerzas. En la oscuridad, toda su dicha se torna en desgracia. Ciegos, torpes, temerosos.

Así lo conviertes en nada. Las sombras de mi bestia enfurecida dominan al león cubierto de oro. El final declarado, las almas del inframundo suben por tu llamado, van bien con tu estilo taciturno, melancólico. Mi estilo… Aprendiste todo tan bien.

Mi orgullo.

Ocurre lo inesperado. Tu rival se libera, en un momento ha destruido todos tus esfuerzos. Destruye los ropajes que te visten. Te ha descubierto. El mundo mira tu cuerpo, este aire inmundo respira entre tus cabellos. El cielo descubre nuestro secreto. Tu piel llena de surcos recibe las caricias de este sol que no te merece...

Recuerdos.

Acudimos a lo más hondo de nuestro recinto infernal. Allá, donde los ríos regalan sus aguas en un manantial, sitio inaugural de todo espectro que ha de recibir una surplice. Una mezcla de Estigia aguarda en un hondo arrecife, donde se ha de purificar el cuerpo del mortal que tiene la promesa de transformarse en uno de los más poderosos guerreros. Un ritual de iniciación obligatorio que nos somete de olvido y renuevo, pues nadie que se convierta en espectro puede recordar su antigua vida.

Sólo la voluntad más fuerte rompería una maldición así...

Imposible, sin duda.

Como capitán tuyo, debía ser parte del rutinario rito. Sólo sería mirarte en el fluir del agua queda. Un protocolo aburrido que siempre traté de evitar. Pero ahora... Las bazofias que vestían tus miembros fueron cambiadas por la seda blanca, etérea, en donde las curvas de una mujer se descubrieron plenas. Ya no eras la niña rebelde, habías crecido tras los ropajes dentro de los cuales te obligué a envolverte durante meses.

Solo una mujer quedaba ahora. Una mujer que me secó la boca mientras acariciaba el agua que se volvió turbia en su contacto. Entonces, tu mirada se tornó un instante, pudorosa al percatarte de mi presencia, pero continuaste obediente con tu trabajo. El único respaldo que cubría tu ser resbaló de tu cuerpo y quedaste expuesta ante el único testigo.

Una imagen sublime, evocadora de consecuencias inescrutables.

Malditos instintos... Bajas necesidades haciéndose claras entre mis piernas.

Avasallante...

Esta bestia dominante, sumisa sólo ante mí, era cautivante.

Tu existencia se perdería. Todo quedaría atrás luego de esta ceremonia. Tu vida, la razón de haber huido de tu pueblo para venir aquí, todo se iría tras el olvido al que debemos ser reducidos.

¿Qué nos quedaría...? Me pregunté mientras miré a tu cuerpo hundirse en el agua y desaparecer. Una, dos, tres veces. Era el final. Debí decírtelo, pero el tiempo te demostraría que nada es eterno, ni siquiera nosotros, torpes mortales, creyendo que un día seremos retribuidos por un dios al que no le importamos nada.

Sólo existe algo real: el instante.

Y estos deseos apremiantes por no dejar de mirarte, por ser algo más que un capitán y convertirme...

«¿Señor?», me miraste desconcertada cuando me quedé quieto, indispuesto a dejarte pasar cuando terminaste y saliste del agua. Las flores carmesí de tus ojos me respondieron, entendiste a tu señor con nada más mirarme.

Mis dedos desobedecieron y acudieron al toque. A tu hombro, palpando sobre la tela empapada el surco de color corteza. Luego al siguiente, hasta seguir un trayecto fijo que terminó entre tus clavículas. Aquellas cicatrices eran signos de un lenguaje desconocido grabados en tu piel. Un mensaje...

Mi mensajera.

«Son asquerosas... », declaraste. Eran el dejo de tus años como esclava, allá en la superficie, la razón de haber venido a mí para buscar venganza contra tus dictadores, una vida que pronto olvidarías. Una historia investigada por mi propia cuenta hacía meses.

"Son perfectas", corregí, perdiendo todos los tiempos y exigir un instante que perdurara para siempre, un beso del que tú no te negaste.

Ese fue el fin. El río Estigia no había sido suficiente para olvidar lo que éramos...

Todo lo contrario: había sido el motivo para impulsarme a lo más recóndito y dañino. Para hacerte mía en todos los sentidos, en todas las maneras, en todos los espacios. Maldito hipócrita. Fingiendo desprecio a tu bello género durante las mañanas, sólo para perderme en ti cada tarde en mis aposentos. Tendrías que haberlo evitado. Tendrías que haber exigido respeto y haberte negado a todos mis deseos.

Pero, torpe criatura... Eras el más leal de mis súbditos. El más orgulloso por estar en mis filas. ¿Actuabas por mera lealtad? Entonces... ¿por qué parecía que me hacías un favor al acceder a mis suplicas? ¿Por qué te mecías en mis sabanas, sin huir, sin negarte por dignidad o fuerza? Solo había esta sumisión, la perfección de tus viejos alaridos de guerra intercambiados por voces graduales que nos unían en sensaciones tan inefables que sólo pierdo el tiempo con tratar de describirlas.

Allí tendida, debajo de mí, con tu frente pegada a la mía, repitiéndome "solo es mi siervo más fiel", oyendo las carcajadas de las emociones que fluyen desde este pecho hasta mi abdomen, con tu mirada diciéndome "gracias por unirme a usted"... Me despegué de tu cuerpo, abrazándote al mío sin pensarlo, sin evitarlo, contando cada surco que atraviesa tu piel áspera y suave a la vez, repitiendo en cuanto las miro...

"Sor perfectas, son perfectas..."

Te enseñé a enorgullecerte también de ellas.

¿Sabes por qué?

Las cicatrices son un recuerdo de lo que somos. Un atisbo de lo que hemos vivido. Son la huella más evidente de que seguimos siendo humanos.

No estamos tan perdidos...

Quise creerlo.

Ya no te mueves. Ya no actúas. Tu última mirada al cielo, está buscando algo, a alguien... Y luego, tu cuerpo termina inmóvil, en una posición que ha quedado perpetuada.

Sin vida.

El enemigo ganó.

Destruiremos su barco, destruiremos sus esperanzas. Tal vez, Hades gane un día esta pelea absurda de la que me estoy olvidando...

Pero, no hay otra frase.

Perdimos.

Yo perdí.

Mi barco permanece en el aire y yo desciendo. Debo tomar a este objeto inmóvil que permanece con un puño amenazante, como su primer instante. Debo regresarla al seguro refugio a donde pertenece.

Los caballeros de Athena han elevado su arca, consiguieron hacer realidad su sueño. Pronto lo derribaremos. Pronto, ¿no es así? Ya no respondes... Así, quieta, me recuerdas al instante donde dormías junto a mi cuerpo, en ese lecho que grabó tu nombre con mi voz así como tu piel de cicatrices.

Tus parpados cerrados, cansados de la lucha, ocultando a la flor carmesí que me dio vida.

El momento de luchar se acerca, nos aproximamos al barco inútil...

¿Lo oyes? Sus llantos, sus miedos. Lloran por sus camaradas aniquilados por el fuego de mi nave. Lágrimas por haber perdido ese vínculo perfecto que a nosotros se nos ha negado.

Lo llaman Amor...

¿Qué es?

¿Qué somos?

Sólo espectros rendidos ante un hado infranqueable que nos ha forjado, sobajados a la oscuridad del rencor, del desprecio, de todo aquello que no lleve luz ni una mirada elevada a la esperanza de un mañana.

Sólo soldados que reciben órdenes y obedecen.

Como tú...

«Yo los enfrentaré por usted, señor».

Fue tu voz hace tan sólo unos momentos, obediente a mi mandato de enfrentarte al león que te ha derrotado.

«Yo seré su orgullo».

Y aun así no entiendo por qué...

«Yo seré su fiel apoyo».

…Por qué no quise verte marchar.

¿Fiel apoyo?

A veces en un segundo podemos descubrir lo que hemos estado buscando en toda una vida.

¿Los oyes, Violate?

Lloran por la muerte y la crueldad de la vida.

Pero yo... que lo conozco todo por un instante.

Yo ya no tengo una sola lágrima, ni una sola chispa de humanidad. Toda ella se ha ido, en estos ojos cerrados que ya nunca, nunca más, se abrirán.

¿Qué es lo que somos...?

¿Quién puede comprenderlo?

Yo…

Ya no soy nada.


N/A: Devuelvo este oneshot al sitio donde pertenece: con los lectores. Gracias por esperarlo. Gracias por leerlo. Gracias por amar los fanfics.

LiaraPrinceton~