Capítulo 1


Aioria le dio una fuerte palmada en el hombro y le deseó un buen viaje. Milo sabía que no iba a ser un buen viaje. Su destino era una lejana fortaleza perdida en medio de las montañas del norte y, aunque ya estaba por llegar la primavera, sabía que en ese lugar el invierno era más largo que en la capital. Sin embargo, no era solo el clima lo que le generaba rechazo, sino el hecho de trabajar como escudero de Camus, el niño rico que lideraba ese castillo.

Milo había trabajado muy duro toda su vida para ganarse el respeto de sus padres, quienes menospreciaban a la milicia y preferían brindarle a su hijo la comodidad que suponía el trabajo de mercader; y, como nunca obtuvo el visto bueno de su familia, aceptó la primera oferta de trabajo fuera de la ciudad que recibió. Si hubiera sabido quién era su nuevo jefe, habría mandado a Aioria o a alguien más en su reemplazo, aunque ya era demasiado tarde para eso, la carta que envió Saga tenía su nombre escrito.

Le intrigaba saber el porqué Camus le caía mal. Ni siquiera lo conocía pero intuía que no iban a llevarse bien. ¡No podía llevarse bien con alguien frío, serio y que nunca había trabajado por nada en su vida! Así lo había descrito Afrodita cuando Milo lo interrogó sobre su nuevo superior. De todas formas, intentaría formar una buena relación con Camus ya que planeaba quedarse en el norte durante varios años.


Camus ya tenía suficiente con todo el trabajo que le había delegado su padre. No quería tutelar a otro caballero lleno de energía y con sed de sangre, y mucho menos quería preparar la cena de bienvenida de esa persona, pero él era el señor de esas tierras así que también debía ocuparse de esos asuntos. Dejó las directrices generales y el resto de decisiones se las encargó a su sirvienta de mayor confianza, para así liberarse rápidamente de ese problema. Se retiró del gran salón evitando todas las preguntas de los siervos y se encerró en la biblioteca para seguir con su investigación.

En cuanto iniciara la primavera, también iniciarían las guerras que habían quedado inconclusas. Su padre había muerto en la guerra anterior defendiendo con honor sus tierras y Camus no podía ser menos. Pese a que quería terminar de leer el libro que tenía en sus manos cuanto antes, el pensamiento de un nuevo recluta bajo sus órdenes lo ponía nervioso. Tenía a toda su familia materna esperando que cometiera el más mínimo error para poder destituirlo de su cargo, y el hecho de que Milo haya sido recomendado por Afrodita no podía ser coincidencia.

Su primo podría estar enviando un sicario, o bien, una persona lo suficientemente inmanejable para que arruine todas sus estrategias y, por ende, su reputación. Por el bien de su estabilidad mental, quería pensar que las dos opciones eran erróneas y esperaba que todas esas suposiciones desaparecieran al momento de conocerse. Confiaba en muy pocas personas en su castillo y necesitaba tener a alguien leal a su lado. Su trabajo en la biblioteca se vio interrumpido por unos suaves toques en la puerta. Milo había llegado y tenía que bajar a toda prisa para recibirlo en el patio de armas.

Camus le extendió su mano después de la breve bienvenida. Milo correspondió el saludo con su brazo tembloroso ya que no tenía un abrigo apropiado para el clima de la montaña. Luego de ese gesto, Camus regresó por donde había llegado, dejando a Milo en manos de su primo Isaac. Fue el niño quien le proveyó un abrigo, un cuarto en donde descansar y, sobre todo, algo de calidez en ese ambiente desconocido. Por supuesto, no esperaba que el gobernante mismo le diera el recorrido por el lugar, pero sí creía que podría haberle brindado una sonrisa más amigable.


No le importaba tener a Isaac en la puerta esperándolo, Milo no quería salir de las cómodas cobijas. Quería dormir en una cama caliente hasta el día siguiente para solventar el agotamiento que le había provocado el viaje. O así pensaba hasta que el olor de la comida se coló en la habitación e hizo rugir a su estómago. Se vistió con su nuevo abrigo y dejó que el muchacho lo guiara hasta el salón donde se festejaba la fiesta en su nombre.

En la celebración fue abordado por una marea de nobles que venían a presentarse. Ninguno de ellos tenía el cabello rojo como Camus y tampoco compartían la frialdad al hablar, esta gente parecía no tener características comunes a él. El gobernante apareció justo cuando se servía la comida. Milo, que estaba sentado a su lado, lo vio apenas probar algo de la carne que estaba servida frente a él. Las porciones que llegaron a su plato eran mínimas, el vino en su vaso nunca desapareció y habló muy poco con el resto de invitados. Cuando terminó de cenar, si es que a eso se lo podía llamar cenar, se fugó sigilosamente.

Solo a Milo parecía interesarle la ausencia de Camus. Intentó replicar la huida silenciosa pero Isaac descubrió sus intenciones antes de poder cruzar la puerta. El chico lo detuvo y le explicó que su primo estaba trabajando día y noche en asuntos del ejército y que por ninguna razón debía interrumpirlo. Milo pensó que, en efecto, Camus era una persona extremadamente seria. ¿Cómo podría estarse perdiendo de la fiesta? Las fiestas también eran parte del trabajo de los ricos. Para apaciguar esos pensamientos, decidió beber otro vaso de vino e invitar a bailar a alguna de las señoritas que habían hablado con él.


Pasada la celebración, Milo ocupaba la mayor parte de su tiempo entrenando. Aquello significaba un gran desgaste calórico y, por lo tanto, no era raro verlo husmeando en la cocina horas antes de la cena. Generalmente le bastaba con llevarse un pedazo de pan, aunque esta vez el exquisito aroma de la salsa que los cocineros estaban preparando lo invitó a hacer una diminuta travesura. Claro, habría sido diminuta si no se le hubiera volcado la olla, y si la olla no hubiera hecho tanto escándalo al caer, y si no hubiera estado Camus en la puerta justo cuando pasó todo. De todas las personas que tenían que verlo hacer un desastre, él era el menos indicado para hacerlo.

No sabía exactamente qué reacción esperar de él. No parecía ser el tipo de persona que gritaba al enojarse, pero tampoco alguien que se tomaba las cosas a la ligera. Milo se limitó a disculparse mientras buscaba herramientas con las que limpiar la escena.

—La próxima vez que tengas hambre, pedile a una sirvienta que te prepare algo.

—No quiero depender de una sirvienta para un aperitivo— Milo solo se percató del tono con el que respondió cuando ya era demasiado tarde. Los fríos ojos de su superior analizaban qué castigo darle.

—Estamos en invierno, acá estamos faltos de recursos. Que esto no vuelva a ocurrir.

Camus se marchó sin el pan que había ido a buscar y con la tarea de pensar qué castigo le daría a ese muchacho.


Podía escuchar a las sirvientas detrás de él reírse. Esa no era la primera vez que se resbalaba en la nieve mientras intentaba despejar la entrada del castillo. Se estaba congelando y todavía tenía mucha nieve que palear para poder sacarse de encima ese trabajo. Hubiera preferido que su castigo fuera limpiar toda la torre principal u ordenar todos los elementos del almacén, cualquier cosa que se desarrollara dentro de cuatro paredes en las que el frío no penetrara tanto su abrigo.

Estaba seguro de que la zona en la que estaba era una a la que no le era necesario despojarse de la nieve. Lo sabía por las miradas de los caballeros que pasaban por ahí al terminar sus entrenamientos. Solo le quedaba hacer su trabajo de la mejor manera posible para cerrarle la boca a Camus en el momento que él se asomara de la biblioteca, si es que lo hacía en algún momento. No, Camus no saldría de la biblioteca. Sería él quien iría a vanagloriarse de su buen trabajo en su cara.

Se enfrentó a la puerta que lo separaba de su superior. Tocó varias veces pero en ninguno de sus llamados obtuvo una respuesta del otro lado, aún así decidió entrar. Lo primero que vio al adentrarse en la habitación fue la cabellera roja de Camus esparcida por la mesa. Milo, asustado, comenzó a sacudirlo en busca de una señal de consciencia, la cual se hizo presente en el momento en que su jefe abrió los ojos, y fue confirmada segundos después con el rugido que emitió su estómago. Al igual que él, no había comido nada en todo el día. Decidió, entonces, ir a la cocina en busca de una merienda para ambos.

Procuró prestar más atención en cada paso que daba dentro de la cocina, especialmente cuando se acercaba a las ollas con comida. Recolectó algunos frutos secos, miel y un poco de pan. Perfecto. Tenía la merienda pero no tenía manera de transportarla. Analizó las mesadas y en ninguna encontró una bandeja que pudiera usar, así que recurrió al gran mueble que tenía a un lado.

¿Cómo iba a saber que las ollas y utensilios estaban esperando que llegara un pobre iluso como él para desacomodarse y caerse en el instante en el que se abriera la puerta? Se repetía la escena; Camus en la puerta mirándolo con desaprobación mientras que él ponía su mejor cara de perrito mojado. El de cabellos rojizos se apresuró en llegar a la cocina cuando recobró completamente la consciencia y entendió las últimas palabras que Milo dijo antes de retirarse, aunque tampoco así llegó a tiempo para evitar la catástrofe. La mitad de las cosas que deberían estar dentro del mueble se encontraban desparramadas por el suelo. Como sucedió el día anterior, Milo se disculpó inmediatamente y comenzó a ordenar el desastre. Se giró segundos después para enfrentar el nuevo castigo que recibiría, aunque no fue eso lo que recibió.

—Al menos esta vez no fue comida— Camus se posicionó a su lado para ayudarle a recomponer el rompecabezas con una pequeña sonrisa —Es mi culpa por dejarte venir solo.


¡Hola! Acá aparece el firulete cósmico con el prometido spin off de la vida de Milo y Camus. Esta es una pequeña historia complementaria a la que publiqué anteriormente, "La rebelión de los justos", y, salvando el epílogo, no contiene spoilers de la la otra obra, así que pueden leer ambas con tranquilidad en el orden que prefieran (claro, si es que quieren leer las dos historias) ¡Espero que disfruten este nuevo fic!

Nos leemos pronto