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CAPÍTULO 2

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y si fuera tan terrible, sospecho que no me lo dirías. En cuanto a las mujeres, por lo menos cerciórate de que son limpias y no tienen ninguna enfermedad. Aparte de eso, haz todo lo que sea necesario para hacerte soportable este tiempo. Y, por favor, procura que no te maten. A riesgo de parecer sensible, no sé qué haría sin ti.

De una carta del conde de Paradise a su primo Eren Jaeger, Regimiento de Infantería 52, durante las guerras napoleónicas

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Con todos sus defectos, y Mikasa estaba dispuesta a reconocer que Eren Jaeger tenía muchos, era francamente un hombre simpatiquísimo. Era un conquistador terrible (lo había visto en acción, e incluso ella tenía que reconocer que mujeres, por lo demás inteligentes, perdían todo vestigio de sensatez cuando decidía ser encantador), y estaba claro que no abordaba su vida con la seriedad que les habría gustado a ella y a Colt, pero incluso a pesar de todo eso, ella no podía evitar quererlo.

Eren era el mejor amigo que había tenido Colt en su vida, hasta que se casó con ella, por supuesto, y en esos dos años se había convertido también en confidente íntimo de ella. Y eso era extraño. ¿Quién podría pensar que un hombre se convertiría en una de sus amistades más íntimas? Normalmente no se sentía cómoda en presencia de hombres; cuatro hermanos solían eliminar la delicadeza de incluso la más femenina de las criaturas. Pero ella no era como sus hermanas: Mina Carolina y Ilse, y tal vez Hanna también, aunque todavía era muy joven para saberlo. Ellas eran muy francas y alegres; el tipo de mujeres que destacan en cosas como la caza y el tiro con arco, actividades que las definen como «alegres deportistas». Los hombres siempre se sentían cómodos con ellas y el sentimiento era mutuo, como había observado ella.

Ella era distinta. Siempre se había sentido diferente del resto de su familia. Los quería de todo corazón y daría su vida por cualquiera de ellos, pero aunque por fuera era una Ackerman, por dentro siempre se sentía como si al nacer la hubieran cambiado por otra. Mientras el resto de sus hermanos eran extrovertidos, habladores, ella era…, no tímida exactamente, pero sí más reservada, más cuidadosa al elegir las palabras. Se había creado la fama de irónica e ingeniosa y, tenía que reconocerlo, rara vez lograba pasar por alto una oportunidad de pinchar a sus hermanos con algún comentario sarcástico. Eso lo hacía con cariño, por supuesto, y tal vez con algo de la desesperación que viene de haber pasado demasiado tiempo con su familia, pero ellos le gastaban bromas también, así que todo era justo. Esa era la manera de ser de su familia: risas, bromas, piques. Lo que ella aportaba al bullicio en la conversación era simplemente algo más tranquilo que lo de los demás, un poquitín más irónico y subversivo.

Muchas veces pensaba si una parte de su atracción por Colt no habría sido simplemente que él la sacó del caos que solía haber con tanta frecuencia en la familia Ackerman. Y no era que no lo amara; lo amaba; lo adoraba con todas las partículas de su ser, de su cuerpo. Él era su espíritu afín, muy parecido a ella en muchos sentidos. Pero en cierto modo extraño, había sido un alivio dejar la casa de su madre y escapar a una existencia más serena con Colt, cuyo sentido del humor era exactamente igual al de ella.

Él la entendía, contaba con ella, se anticipaba a sus necesidades. La completaba. Cuando lo conoció tuvo una extrañísima sensación, como si ella fuera una pieza mellada de un rompecabezas que por fin encontraba a su pareja. Su primer encuentro no fue uno de amor o pasión avasalladores, sino que más bien sintió que por fin había encontrado a la única persona con la que podía ser totalmente ella misma. Y eso ocurrió en un instante; fue totalmente repentino. No recordaba qué fue lo que le dijo él, pero desde el instante en que salieron las primeras palabras de su boca, ella se sintió a gusto, cómoda con él.

Y con él venía Eren, su primo, aunque, dicha sea la verdad, eran más como hermanos. Se habían criado juntos y eran tan cercanos en edad que lo compartían todo. Bueno, casi todo. Colt era el heredero de un condado y Eren era simplemente su primo, por lo tanto era lo más natural que no trataran igual a los dos niños. Pero por lo que había oído ella, y por lo que ya sabía de la familia Jaeger, los habían amado igual a los dos, y ella tenía la idea de que esa era la clave del buen humor de Eren. Porque aun cuando Colt heredó el título, la riqueza y, bueno, todo, no daba la impresión de que Eren le tuviera envidia. No lo envidiaba. Eso ella lo encontraba pasmoso. Se había criado como hermano de Colt, incluso como su hermano mayor, y sin embargo nunca le había envidiado ninguna de sus ventajas o privilegios.

Y ese era el motivo de que ella lo quisiera tanto. Seguro que Eren se mofaría si ella intentara elogiarlo por eso, y estaba totalmente segura de que él se apresuraría a señalar sus defectos (ninguno de los cuales, temía, sería exagerado) para demostrar que tenía el alma negra y que era un consumado sinvergüenza. Pero la verdad era que Eren Jaeger poseía una generosidad de espíritu y una capacidad de amor que pocos hombres poseían. Y se volvería loca si no le encontraba una esposa pronto.

—¿Qué tiene de malo mi hermana? —le preguntó, muy consciente de que su voz perforaba repentinamente el silencio de la noche.

—Mikasa —dijo él, y ella detectó irritación, aunque también algo de diversión en su voz—, no me voy a casar con tu hermana.

—No he dicho que tengas que casarte con ella.

—No ha hecho falta. Tu cara es un libro abierto.

Ella lo miró, sonriendo.

—Ni siquiera me estabas mirando.

—Pues sí que te estaba mirando, y aunque no lo hubiera estado, no habría importado. Sé qué te propones.

Tenía razón, y eso la asustó. A veces temía que él la entendiera tan bien como Colt.

—Necesitas una esposa.

—¿No acabas de prometerle a tu marido que vas a dejar de acosarme con eso?

—En realidad no se lo prometí —repuso ella, mirándolo con cierto aire de superioridad—. Él me lo pidió, claro…

—Claro —repitió él.

Ella se rió. Él siempre lograba hacerla reír.

—Creía que las esposas debían acatar los deseos de sus maridos —dijo él, arqueando la ceja derecha—. En realidad, estoy bastante seguro de que eso está incluido en las promesas del matrimonio.

—Te haría muy mal servicio si te encontrara una esposa así —dijo ella, subrayando las palabras con un desdeñoso bufido para dar énfasis al sentimiento.

Él giró la cara y la miró con una expresión vagamente paternalista. Debería haber sido un noble, pensó ella. Aunque era tan irresponsable que no cumpliría con los deberes propios de un título, cuando miraba así a alguien, con esa expresión de suficiencia y certeza, parecía todo un duque de sangre real.

—Tus responsabilidades como condesa de Paradise no incluyen el encontrarme esposa —dijo.

—Pues deberían.

Él se echó a reír, lo que le encantó. Siempre lograba hacerlo reír.

—Muy bien —dijo, renunciando por el momento—. Cuéntame algo perverso, entonces. Algo que Colt no aprobaría.

Ese era el juego al que jugaban, incluso delante de Colt, aunque este siempre simulaba intentar desviarlos del tema. Pero ella sospechaba que Colt disfrutaba tanto como ella de las historias de Eren. Una vez que terminaba el sermón obligatorio, siempre era todo oídos. Aunque Eren nunca les contaba mucho, era muy discreto, siempre dejaba caer insinuaciones aquí y allá, y tanto ella como Colt se entretenían muchísimo. No cambiarían por nada su dicha conyugal, pero, ¿a quién no le gusta que le regalen los oídos con picantes historias de seducción y libertinaje?

—Creo que esta semana no he hecho nada perverso —dijo Eren, guiándola para dar la vuelta a la esquina de King Street.

—¿Tú? Imposible.

—Solo es martes.

—Sí, pero descontando el domingo, en el que seguro no pecarías —lo miró con una expresión que decía que estaba muy segura de que ya había pecado de todas las maneras posibles, aunque fuera en domingo—, eso te deja el lunes, y un hombre puede hacer bastantes cosas un lunes.

—No este hombre. Y no este lunes.

—¿Qué has hecho, entonces?

Él lo pensó un momento y contestó: —Nada, en realidad.

—Eso es imposible —bromeó ella—. Estoy segura de que te vi despierto por lo menos una hora.

Él no dijo nada y luego se encogió de hombros de una manera que ella encontró extrañamente perturbadora, y al final dijo:

—No hice nada. Caminé, hablé y comí, pero al final del día, no había hecho nada.

Mikasa le apretó el brazo impulsivamente. —Tendremos que encontrarte algo —dijo, dulcemente.

Él se giró a mirarla a los ojos, con una extraña intensidad en su mirada verde, una intensidad que ella sabía que él no dejaba aflorar a la superficie con frecuencia. Y al instante desapareció esa intensidad y él volvió a ser el mismo de siempre, aunque ella sospechó que Eren Jaeger no era en absoluto el hombre que hacía creer que era. Incluso que lo creyera ella, a veces.

—Tendríamos que volver a casa —dijo él—. Se ha hecho tarde, y Colt querrá mi cabeza si permito que cojas un catarro por enfriamiento.

—Colt le echaría la culpa a mi estupidez, lo sabes bien. Eso es solo tu manera de decirme que hay una mujer esperándote, probablemente con nada encima aparte de la sábana de su cama.

Él la miró y sonrió, con esa sonrisa pícara, diabólica, y ella comprendió por qué la mitad de la aristocracia, es decir, la mitad femenina, estaba enamorada de él, aunque no tuviera título ni fortuna a su nombre.

—Dijiste que querías oír algo perverso, ¿no? —dijo él, entonces—. ¿Querías más detalles? ¿El color de las sábanas, tal vez?

Ella sintió subir el rubor a las mejillas, maldición. Detestaba ruborizarse, pero al menos la oscuridad de la noche ocultaba esa reacción.

—No amarillas, espero —dijo, porque no soportaba que la conversación acabara debido a su azoramiento—. Ese color te apaga.

—No soy yo el que se va a poner las sábanas —dijo él con la voz arrastrada.

—Eso da igual.

Él se rió, y ella comprendió que sabía que había dicho eso solo para tener la última palabra. Y entonces, justo cuando pensó que él le permitiría esa pequeña victoria, y comenzaba a encontrar alivio en el silencio, él dijo:

—Rojas.

—Perdón, ¿qué has dicho? —preguntó, pero claro, sabía a lo que se refería él.

—Sábanas rojas, creo.

—No puedo creer que me hayas dicho eso.

—Tú preguntaste, Mikasa Ackerman de Jaeger. —La miró, y un mechón negro como la noche le cayó sobre la frente—. Tienes suerte de que no te acuse a tu marido.

—Colt jamás se preocuparía por eso.

Por un momento ella pensó que él no iba a contestar, pero entonces dijo:

—Lo sé. —Su voz sonó curiosamente seria, grave—. Ese es el único motivo de que te haga bromas.

Ella iba mirando la acera, por si había grietas o baches, pero encontró tan seria su voz que tuvo que levantar la cabeza para mirarlo.

—Eres la única mujer que conozco que nunca se desviaría en su comportamiento —dijo él entonces, tocándole el mentón—. No tienes idea de cuánto te admiro por eso.

—Amo a tu primo —musitó ella—. Jamás lo traicionaría.

Él bajó la mano hasta el costado. —Lo sé.

Estaba tan guapo, tan atractivo, a la luz de la luna, y se veía tan insoportablemente necesitado de amor que a ella casi se le rompió el corazón. Seguro que ninguna mujer sería capaz de resistírsele, con esa cara perfecta y ese cuerpo alto y musculoso. Y cualquiera que se tomara el tiempo para mirar lo que había debajo de esa belleza llegaría a conocerlo tan bien como ella: como un hombre bueno, amable, leal. Todo eso mezclado con un poquito de picardía diabólica, claro, pero tal vez eso era justamente lo que atraía a las damas.

—¿Nos volvemos? —dijo él de repente, todo encantador, haciendo un gesto hacia la casa.

Suspirando, ella se dio media vuelta. —Gracias por acompañarme —dijo, pasados unos cuantos minutos de agradable y amistoso silencio—. No exageré cuando dije que me iba a volver loca con la lluvia.

—No dijiste eso —dijo él.

Al instante se dio una patada mentalmente. Lo que ella dijo fue que se había sentido algo rara, no que se iba a volver loca, pero solo un intelectual idiota o un tonto enamorado habría notado la diferencia. Ella frunció el ceño.

—¿No lo dije? Bueno, lo pensé. Me sentía algo floja, decaída, si quieres saberlo. El aire fresco me ha hecho muchísimo bien.

—Me alegra haber contribuido a eso —dijo él, galantemente. Ella sonrió.

Ya iban subiendo la escalinata de la casa. Cuando pusieron los pies en el último peldaño, se abrió la puerta; el mayordomo debía haber estado observándolos. Eren esperó en el vestíbulo mientras el mayordomo la ayudaba a quitarse la capa.

—¿Te vas a quedar para otra copa, o tienes que marcharte inmediatamente para tu cita? —le preguntó ella, con los ojos brillantes y traviesos.

Él miró el reloj del final del vestíbulo. Eran las ocho y media, y si bien no tenía que ir a ninguna parte, pues no había ninguna mujer esperándolo, aunque sin duda podría encontrar alguna en un abrir y cerrar de ojos y tenía la idea de que tal vez lo haría, no le apetecía mucho continuar en la casa Paradise.

—Tengo que irme —dijo—. Tengo mucho que hacer.

—No tienes nada que hacer, y bien que lo sabes. Solo deseas portarte mal.

—Es un pasatiempo admirable —masculló él. Ella abrió la boca para replicar, pero justo en ese momento bajó la escalera Simons, el ayuda de cámara de Colt, contratado hacía poco.

—¿Milady?

Mikasa se giró hacia él y le hizo un gesto de asentimiento, indicándole que podía continuar.

—He llamado a la puerta de su señoría, dos veces, pero parece que está durmiendo muy profundamente. ¿Quiere que le despierte de todos modos?

Mikasa asintió. —Sí. Me encantaría dejarlo dormir. Ha trabajado muchísimo estos últimos días —esa información iba dirigida a Eren—, pero sé que esa reunión con lord Liverpool es muy importante. Deberías… No, espera, yo iré a despertarlo. Será mejor así. ¿Te veré mañana? — preguntó a Eren.

—En realidad, si Colt no se ha marchado todavía, esperaré. Vine a pie, así que me iría muy bien servirme de su coche una vez que lo desocupe.

Asintiendo, ella empezó a subir a toda prisa la escalera. No teniendo nada que hacer, aparte de canturrear en voz baja, Eren comenzó a pasearse por el vestíbulo, mirando los cuadros.

Y entonces oyó el grito de ella.

Eren no tenía el menor recuerdo de haber subido corriendo la escalera, pero se encontraba ahí, en el dormitorio de Colt y Mikasa, la única habitación de la casa en la que no entraba jamás.

—¿Mikasa? —exclamó—. Mika, Mika, ¿qué…?

Ella estaba sentada junto a la cama, con una mano aferrada al antebrazo de Colt, que colgaba por el lado.

—Despiértalo, Eren —exclamó—. Despiértalo, por favor. ¡Despiértalo!

Eren sintió que su mundo se desvanecía. La cama estaba al otro lado de la habitación, a unos cuatro metros, pero lo supo. Nadie conocía a Colt tan bien como él. Nadie. Y Colt no estaba en la habitación. No estaba. Lo que estaba en la cama… No era Colt.

—Mikasa —musitó, avanzando lentamente hacia ella. Sentía el cuerpo raro, las piernas pesadas—. Mikasa.

Ella lo miró, con los ojos muy abiertos, afligidos.

—Despiértalo, Eren.

—Mikasa, yo no…

—¡Ahora! —gritó ella, abalanzándose sobre él—. ¡Despiértalo! Tú puedes. ¡Despiértalo! ¡Despiértalo!

Lo único que pudo hacer él fue quedarse inmóvil donde estaba, mientras ella le golpeaba el pecho con los puños, y continuar ahí cuando ella le cogió la corbata y comenzó a tirar de ella, una y otra vez, hasta que comenzó a ahogarse, sin poder respirar. Ni siquiera podía abrazarla, no podía darle ningún consuelo, porque él se sentía tan destrozado, tan confundido como ella.

De pronto a ella la abandonó la energía y se desplomó en sus brazos, mojándole la camisa con sus lágrimas. —Tenía un dolor de cabeza —gimió—. Solo eso. Solo un dolor de cabeza. —Lo miró suplicante, escrutándole la cara, buscando respuestas que él no podría darle jamás—. Solo un dolor de cabeza —repitió. Y se veía destrozada.

—Lo sé —dijo él, sabiendo que eso no era suficiente.

—Oh, Eren —sollozó ella—. ¿Qué voy a hacer?

—No lo sé —contestó él, porque no lo sabía. Entre Eton, Cambridge y el ejército, lo habían formado para todo lo que debe ofrecer la vida de un caballero inglés, pero no lo habían formado para «eso».

—No lo entiendo —dijo ella.

Él pensó que estaba diciendo muchas cosas, pero ninguna con sentido. Ni siquiera tenía fuerzas para continuar de pie, así que juntos se desmoronaron y quedaron sentados sobre la alfombra, apoyados a un lado de la cama. Él se quedó mirando sin ver la pared de enfrente, pensando por qué no lloraba. Estaba atontado, adormecido, sentía todo el cuerpo pesado, y no lograba quitarse la sensación de que le habían arrancado el alma del cuerpo. Colt no. ¿Por qué? ¿Por qué? Y mientras estaba sentado ahí, vagamente consciente de que los criados se habían agrupado justo fuera de la puerta, le pareció que Mikasa estaba gimiendo esas mismas palabras:

—Colt no… ¿Por qué?... ¿Por qué?

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—¿Cree que podría estar embarazada?

Eren miró fijamente a lord Winston, el vehemente hombrecillo, miembro, al parecer recién nombrado, del Comité de Privilegios de la Cámara de los Lores, tratando de encontrarle sentido a sus palabras. Solo hacía un día que había muerto Colt; todavía le resultaba difícil encontrarle sentido a algo. Y venía ese hombrecillo hinchado exigiéndole una audiencia para perorar acerca de unos deberes sacrosantos hacia la Corona.

—Su señoría —explicó lord Winston—. Si está embarazada, eso lo complicará todo.

—No lo sé. No se lo he preguntado.

—Debe preguntárselo. No me cabe duda de que usted está impaciente por asumir el título y el control de sus nuevas propiedades, pero debemos determinar si ella está embarazada. Además, si lo está, un miembro de nuestro comité deberá estar presente en el parto.

Eren sintió que se le aflojaban todos los músculos de la cara.

—Perdón, ¿qué ha dicho? —logró decir.

—Cambio de bebé —dijo lord Winston, lúgubremente—. Ha habido casos…

—Vamos, por el amor de Dios…

—Esto es tanto para protegerle a usted como a cualquier otro —interrumpió lord Winston—. Si su señoría da a luz a una niña y no hay nadie presente para servir de testigo, ¿qué le impediría cambiar a la niña por un niño?

Eren ni siquiera tuvo fuerzas para decir que era indigno contestar a esa pregunta.

—Tiene que enterarse de si está embarazada —insistió lord Winston—. Será necesario tomar medidas, establecer disposiciones.

—Quedó viuda ayer —contestó Eren secamente—. No voy a aumentar su pena molestándola con preguntas tan indiscretas.

—Hay más en juego que los sentimientos de su señoría —replicó lord Winston—. No podemos transferir adecuadamente el condado mientras haya dudas respecto a la línea de sucesión.

—¡Qué el diablo se lleve el condado! —aulló Eren. Lord Winston ahogó una exclamación y retrocedió unos pasos, horrorizado.

—Olvida sus modales, milord.

—No soy su lord. No soy el lord de nadie…

Interrumpió el torrente de palabras que lo ahogaban y se sentó en una silla, esforzándose por contener las lágrimas que amenazaban con brotarle de los ojos. Sentía deseos de echarse a llorar, ahí mismo, en el despacho de Colt, delante de ese maldito hombrecillo que al parecer no entendía que había muerto un hombre, no solo un conde, sino un hombre. Y lloraría, seguro. Tan pronto como se marchara lord Winston y él pudiera cerrar la puerta con llave y asegurarse de que no lo vería nadie, se cubriría la cara con las manos y lloraría.

—Alguien tiene que preguntárselo —dijo lord Winston.

—No seré yo —repuso Eren en voz baja.

—Entonces se lo preguntaré yo.

Eren se levantó de un salto, cogió al hombre por el cuello de la camisa y lo aplastó contra la pared.

—No se va a acercar a lady Paradise —gruñó—. Ni siquiera va a respirar el mismo aire que respira ella. ¿He hablado claro?

—Muy claro —logró decir el hombrecillo, en un gorgoteo. Eren lo soltó, vagamente consciente de que la cara se le estaba poniendo morada.

—Márchese.

—Va a tener que…

—¡Fuera! —rugió.

—Volveré mañana —dijo lord Winston, saliendo a toda prisa por la puerta—. Hablaremos cuando esté más calmado.

Eren se apoyó en la pared, mirando la puerta abierta. Buen Dios. ¿Cómo había ocurrido todo eso? Colt aún no había llegado a los treinta años. Era la imagen misma de la salud. Él podría haber sido el segundo en la línea de sucesión mientras Colt y Mikasa no tuvieran ningún hijo, pero nunca a nadie se le habría ocurrido pensar jamás que él heredaría. Ya había oído decir que, en los clubes, lo consideraban el hombre más afortunado de Gran Bretaña. De la noche a la mañana había pasado de la periferia de la aristocracia a su epicentro mismo.

Por lo visto nadie comprendía que él jamás había deseado eso. Jamás. No deseaba un condado. Deseaba que su primo volviera. Y al parecer nadie entendía eso. A excepción, tal vez, de Mikasa. Pero ella estaba tan inmersa en su propia aflicción que no podía comprender del todo el sufrimiento de él. Y no le pediría que lo comprendiera, lógicamente, estando ella tan sumergida en su sufrimiento. Se cruzó de brazos, pensando en ella. Nunca, en lo que le quedara de vida, olvidaría la expresión en la cara de Mikasa cuando finalmente comprendió la verdad: que Colt no estaba durmiendo; que no despertaría. Y Mikasa Ackerman era, a la tierna edad de veintidós años, la criatura más triste imaginable. Sola. Él entendía su sufrimiento mejor de lo que nadie podría imaginarse. La habían llevado a la cama entre él y la madre de ella, la que llegó corriendo gracias a un mensaje urgente que le envió él.

Y había dormido como un bebé, sin siquiera emitir un gemido, con su cuerpo agotado por toda la conmoción. Pero esa mañana al despertar, ya había adquirido la proverbial cara impasible, resuelta a mantenerse fuerte y firme, para atender a todos los detalles de las actividades que habían caído como lluvia sobre la casa por la muerte de Colt.

El problema era que ninguno de los dos sabía cuáles eran esos detalles. Eran jóvenes; habían vivido libres de preocupaciones. Jamás se les había pasado por la mente que tendrían que afrontar la muerte. ¿Quién sabía, por ejemplo, que intervendría ese dichoso Comité de Privilegios? ¿O que exigirían un asiento de palco en un momento y lugar que debía ser totalmente privado para Mikasa? Si es que estaba embarazada. Pero, infierno y condenación, él no se lo preguntaría.

«Tenemos que comunicárselo a su madre», le había dicho Mikasa esa mañana a primera hora. Y eso fue lo primero que dijo, en realidad. Sin ningún preámbulo, sin saludarlo, simplemente «Tenemos que comunicárselo a su madre». Él asintió, porque, claro, ella tenía razón. «Tenemos que comunicárselo a tu madre también —añadió ella—. Las dos están en Escocia. Todavía no lo saben».

Y él volvió a asentir; fue lo único que consiguió hacer. «Yo escribiré las notas». Y él asintió por tercera vez, pensando qué debía hacer él. Y la respuesta a eso la tuvo con la visita de lord Winston, pero no soportaba pensar en eso en ese momento. Lo encontraba absolutamente horrible, de mal gusto. No quería pensar en todo lo que ganaba con la muerte de Colt.

¿Cómo podía alguien hablar como si de todo eso hubiera resultado algo «bueno»? Se le fue deslizando el cuerpo y fue bajando y bajando por la pared hasta que quedó sentado en el suelo, con las piernas dobladas y la cabeza apoyada en las rodillas. No había deseado eso, ¿verdad? Había deseado a Mikasa. Solo eso. Pero no de esa manera. No a ese precio. Jamás le había envidiado a Colt su buena suerte. Jamás había deseado su título, su dinero o su poder. Solamente había deseado a su mujer. Y ahora estaba destinado a tener su título, a meterse en su piel. Y el sentimiento de culpa le atenazaba sin piedad el corazón como un puño de hierro. ¿Habría deseado eso de alguna manera? No, no habría podido. No lo había deseado. ¿Lo habría deseado?

—¿Eren?

Levantó la cabeza. Era Mikasa, todavía con esa mirada vacía, su cara era una máscara sin expresión que le rompía el corazón más que si estuviera llorando desconsolada.

—Le pedí a Janet que viniera.

Él asintió. La madre de Colt; se sentiría destrozada.

—Y a tu madre también.

También se sentiría destrozada.

—¿Se te ocurre alguna otra persona…?

Él negó con la cabeza, consciente de que debía levantarse, consciente de que la educación dictaminaba que se levantara; pero no lograba encontrar la fuerza. No quería que Mikasa lo viera tan débil, pero no podía evitarlo.

—Deberías sentarte —dijo al fin—. Necesitas descansar.

—No puedo. Necesito… Si paro, aunque sea un momento, me…

No terminó la frase porque se le cortó la voz, pero no tenía importancia. Él lo comprendía. La miró un momento. Llevaba el pelo azabache recogido en una sencilla coleta, y tenía la cara muy pálida. Se veía muy joven, como una niña recién salida del aula, demasiado joven para ese tipo de sufrimiento.

—Mikasa —dijo, no en tono de pregunta, sino más como un suspiro.

Y entonces ella se lo dijo. Lo dijo sin que él tuviera que preguntárselo:

—Si. Estoy embarazada.

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