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CAPÍTULO 3
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… lo amo con locura, ¡con locura! De verdad, me moriría sin él.
De una carta de Mikasa, condesa de Paradise, a su hermana Ilse Ackerman, una semana después de su boda.
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—Tengo que decir, Mikasa, que eres la futura madre más sana que han visto mis ojos en toda mi vida.
Mikasa sonrió a su suegra, que acababa de entrar en el jardín de la mansión en Saint James que ahora compartían. Daba la impresión de que, de la noche a la mañana, la casa Paradise se había convertido en una residencia de mujeres. La primera en llegar había sido Janet, y después Carla, la madre de Eren. Era una casa llena de mujeres Jaeger, o por lo menos de aquellas que habían adquirido el apellido por matrimonio. Y todo lo sentía ella muy diferente. Era extraño. Se habría imaginado que percibiría la presencia de Colt, que lo sentiría en el aire, que lo notaría en el entorno que habían compartido durante dos años. Pero no, él simplemente se había marchado, y la llegada de mujeres a la casa había cambiado totalmente su ambiente. Eso era bueno, suponía; necesitaba el apoyo de mujeres en esos momentos. Pero se sentía rara; le resultaba extraño vivir entre mujeres. Había más flores en la casa, floreros por todas partes. Y ya no quedaba en el aire el olor del cigarro de Colt, ni el de su jabón de sándalo favorito. Ahora la casa Paradise olía a lavanda y a agua de rosas, y cada vez que aspiraba esos olores se le rompía un poco más el corazón.
Incluso Eren había estado extrañamente distante. Ah, sí que venía de visita, varias veces a la semana, si alguien se ocupaba de contarlas, y ella tenía que reconocer que las contaba. Pero no estaba ahí, de la manera como había estado antes de que muriera Colt. No era el mismo, y sabía que no debía castigarlo por eso, ni siquiera para sus adentros. Él también estaba sufriendo. Eso lo sabía. Se lo recordaba cuando lo miraba y veía sus ojos distantes; se lo recordaba cuando no sabía qué decirle, y cuando él no le hacía bromas. Y lo recordaba cuando estaban sentados juntos en el salón y no tenían nada que decirse. Había perdido a Colt, y ahora tenía la impresión de que había perdido a Eren también. E incluso teniendo con ella a dos madres que la mimaban como gallinas a sus polluelos, tres madres, en realidad, si contaba a su propia madre, que venía a verla cada día, se sentía muy sola. Y muy triste. Nadie le había dicho jamás cuánta tristeza sentiría. ¿A quién se le habría ocurrido hablarle de eso? E incluso si alguien, como su madre, que también quedó viuda joven, le hubiera explicado el dolor que sentiría, no lo habría entendido. ¿Cómo podría haberlo entendido?
Esa era una de aquellas cosas que hay que experimentarlas para entenderlas. Y, ay, cómo deseaba no pertenecer a ese triste club. ¿Y dónde estaba Eren? ¿Por qué no la consolaba? ¿Por qué no se daba cuenta de lo mucho que lo necesitaba? A él, no a su madre, ni a la madre de nadie.
Necesitaba a Eren, la única persona que conoció a Colt tal como ella, la única persona que lo había amado totalmente. Eren era su único vínculo con el marido que había perdido, y lo odiaba por mantenerse alejado. Incluso cuando él se encontraba en la casa Paradise, cuando estaba en la misma maldita sala que ella, nada era igual. No hacían bromas, no reñían. Simplemente permanecían allí sentados, los dos tristes, con las caras afligidas, y cuando hablaban, se notaba una incomodidad, una violencia que no existía antes. ¿Es que era imposible que «algo» continuara tal como era antes que muriera Colt? Jamás se le habría ocurrido pensar que su amistad con Eren podría morir también.
—¿Cómo te sientes, cariño?
Mikasa miró a su suegra, cayendo tardíamente en la cuenta de que esta le había hecho una pregunta, o tal vez varias, y ella no se las había contestado, sumida como estaba en sus pensamientos. Era algo que hacía muchísimo últimamente.
—Muy bien —contestó—. No me siento en absoluto diferente a como me he sentido siempre.
—Es extraordinario —comentó Janet, moviendo la cabeza, maravillada—. Jamás había oído cosa semejante.
Mikasa se encogió de hombros. —Si no fuera por las faltas de mis reglas, no sabría que hay algo diferente.
Y era cierto. No sentía náuseas, no tenía hambre a cada momento, no sentía nada distinto. Tal vez se sentía un poco más cansada de lo habitual, pero eso podía deberse a la aflicción también. Su madre decía que se había sentido cansada durante un año después de la muerte de su padre.
Claro que, cuando quedó viuda, su madre tenía ocho hijos para cuidar y atender. Ella solo se tenía a sí misma, y contaba con un pequeño ejército de criados que la trataban como a una reina inválida.
—Tienes mucha suerte —dijo Janet, sentándose en el sillón de enfrente—. Cuando yo estaba embarazada de Colt tenía náuseas todas, todas las mañanas, y muchas veces por la tarde también.
Mikasa asintió y sonrió. Janet ya le había dicho eso antes, y varias veces. La muerte de Colt había convertido a su madre en una cotorra, no paraba de hablar, tratando de llenar el silencio que producía su aflicción. Ella la adoraba por eso, por intentarlo, pero creía que lo único que mitigaría su pena sería el tiempo.
—Me alegra muchísimo que estés embarazada —dijo Janet, inclinándose y apretándole impulsivamente la mano—. Eso lo hace todo un poco más soportable. O tal vez algo menos insoportable —añadió, no sonriendo, pero con el aspecto de intentarlo.
Mikasa se limitó a asentir, por miedo a que si hablaba se le saltaran las lágrimas que tenía contenidas en los ojos.
—Siempre deseé tener más hijos —continuó Janet—. Pero eso no estaba destinado a ser. Y cuando murió Colt…, bueno, limitémonos a decir simplemente que ningún nieto será nunca tan amado como el que ahora llevas en el vientre. —Guardó silencio, simulando que se llevaba el pañuelo a la nariz, cuando en realidad era para los ojos—. No se lo digas a nadie, pero no me importa si es niño o niña. Es un trozo de él. Eso es lo único que importa.
—Lo sé —dijo Mikasa en voz baja, colocándose la mano en el vientre.
Cómo deseaba sentir algo, cualquier cosa, que le indicara que llevaba un bebé dentro. Pero era demasiado pronto para sentir movimientos; aún no llevaba tres meses embarazada, según los cuidadosos cálculos que había hecho. Pero todos los vestidos le entraban perfectamente, la comida le sabía igual que siempre, y sencillamente no experimentaba ninguno de los malestares y achaques de los que hablaban las demás mujeres. Se hubiera sentido más feliz si cada mañana le vinieran náuseas y vomitara todo lo que había comido, si sintiera algo con lo que al menos pudiera imaginarse que el bebé estaba moviendo la mano como si quisiera decirle alegremente «¡Estoy aquí!».
—¿Has visto a Eren estos últimos días? —preguntó Janet.
—Desde el lunes no. Ya no viene de visita con mucha frecuencia.
—Echa de menos a Colt.
—Yo también —replicó Mikasa, y la horrorizó lo chillona que le salió la voz.
—Debe de ser muy difícil para él —musitó Janet. Mikasa se limitó a mirarla, con los labios entreabiertos por la sorpresa. —No quiero decir que no sea difícil para ti —se apresuró a decir Janet—, pero piensa en lo delicado de su posición. No sabrá si va a ser el conde hasta dentro de seis meses.
—Yo no puedo hacer nada respecto a eso.
—No, claro que no, pero eso lo pone en una situación difícil. He oído decir a más de una señora que sencillamente no puede considerarlo un pretendiente posible para su hija hasta que, y a menos que, tú des a luz una niña. Casarse con el conde de Paradise es una cosa; otra muy distinta es casarse con su primo pobre. Y nadie sabe cuál de las dos cosas va a ser él.
—Eren no es pobre —dijo Mikasa, malhumorada—. Además, no se casaría mientras esté de luto por Colt.
—No, me imagino que no, pero espero que comience pronto a buscar esposa. Deseo muchísimo que sea feliz. Y, claro, si va a ser el conde, tendrá que engendrar un heredero. Si no, el título irá a parar a ese odioso lado Debenham de la familia —concluyó Janet, estremeciéndose ante la idea.
—Eren hará lo que debe —dijo Mikasa, aunque no estaba muy segura.
Le resultaba difícil imaginárselo casado. Siempre había sido difícil imaginárselo; Eren no era el tipo de hombre capaz de serle fiel a una mujer durante mucho tiempo; pero en esos momentos simplemente le parecía extraño. Durante esos dos años ella había tenido a Colt, y Eren había sido el acompañante de ambos. ¿Sería capaz de soportarlo si Eren se casaba y entonces ella era la tercera en el grupo? ¿Tenía el corazón lo bastante grande para alegrarse por él mientras ella estaba sola? Se frotó los ojos. Se sentía muy cansada, y un poco débil también. Eso era buena señal, suponía; había oído decir que las embarazadas se sentían mucho más cansadas de lo que se sentía ella.
—Creo que voy a subir a echar una siesta —dijo, mirando a Janet.
—Excelente idea —repuso Janet, aprobadora—. Necesitas descansar.
Asintiendo, Mikasa se levantó, y tuvo que cogerse del brazo del sillón para no caerse, porque se le fue el cuerpo.
—No sé qué me pasa —dijo, intentando esbozar una sonrisa, que le salió trémula—. Me siento algo mareada, inestable. No… —La interrumpió la exclamación de Janet—. ¿Janet? —preguntó, mirando a su suegra preocupada; estaba muy pálida y se había llevado una mano temblorosa a la boca—. ¿Qué te pasa?
Entonces se dio cuenta de que Janet no la estaba mirando a ella; estaba mirando el sillón del que ella acababa de levantarse. Con creciente temor, bajó la vista y se obligó a mirar el asiento que acababa de desocupar. En el medio del cojín había una pequeña mancha roja. Sangre.
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La vida se le haría mucho más fácil si fuera dado a la bebida, estaba pensando Eren, sarcástico. Si había una ocasión para emborracharse, para ahogar las penas en el alcohol, era esa. Pero no, había sido maldecido con una constitución robusta y una maravillosa capacidad para aguantar el licor con dignidad y elegancia. Y eso significaba que si quería emborracharse para obnubilar la mente y olvidar, tendría que beberse toda una botella de whisky ahí sentado ante su escritorio, y tal vez un poco más. Miró por la ventana. Todavía no oscurecía. Y ni siquiera él, que intentaba ser un libertino disoluto, era capaz de beberse toda una botella de whisky antes que se pusiera el sol.
Golpeteó el escritorio con los dedos, deseando saber qué hacer consigo mismo. Habían transcurrido seis semanas desde la muerte de Colt, y él continuaba viviendo en su modesto apartamento en el Albany. No lograba decidirse a tomar residencia en la casa Paradise. Esa era la residencia del conde, y ese no sería él hasta por lo menos seis meses. O tal vez nunca. Según lord Winston, cuyos sermones finalmente se había visto obligado a tolerar, el título estaría en suspenso hasta que Mikasa diera a luz. Y si daba a luz a un varón, él continuaría en la posición en la que había estado siempre: primo del conde. Pero no era esa situación en particular la que lo mantenía alejado.
Aun en el caso de que Mikasa no estuviera embarazada, él se habría resistido a mudarse a la casa Paradise. Ella seguía viviendo allí. Seguía viviendo allí y seguía siendo la condesa de Paradise, y aun en el caso de que él fuera el conde, sin ninguna duda respecto a su derecho al título, ella no sería «su» condesa, y no sabía si sería capaz de soportar esa ironía. Había creído que su aflicción por la muerte de Colt superaría su deseo por ella, que tal vez finalmente podría estar con ella sin desearla, pero no, seguía quedándose sin aliento cada vez que ella entraba en la sala, y se endurecía de deseo cada vez que ella lo rozaba al pasar por su lado, y seguía doliéndole el corazón de amor por ella.
Lo único diferente era que ahora todo eso estaba envuelto en otra capa más de culpabilidad, como si esta no hubiera sido lo bastante intensa cuando Colt estaba vivo. Ella sufría, estaba de duelo, y él debería consolarla, no desearla. Buen Dios, si Colt todavía no se había enfriado en su tumba; ¿qué tipo de monstruo podía desear a su mujer? A su mujer embarazada. Ya había ocupado el lugar de Colt en muchas cosas; no podía completar la traición ocupando su lugar con Mikasa también. Por lo tanto, se mantenía alejado de la casa. No del todo, pues eso sería demasiado evidente. Además, no podía hacer eso, estando su madre y la madre de Colt viviendo en esa casa. Y todo el mundo esperaba que él se ocupara de los asuntos del conde, aun cuando la posibilidad de que el título fuera suyo solo se vería dentro de seis meses. Pero lo hacía. No le importaba ocuparse de los detalles, no le importaba dedicar varias horas al día a la administración de una fortuna que podría ir a otro. Era lo mínimo que podía hacer por Colt. Y por Mikasa. Le resultaba imposible ser amigo de ella de la manera que debía, pero sí podía encargarse de que sus asuntos financieros estuvieran en regla.
Pero era consciente de que ella no entendía eso. Muchas veces ella iba a visitarlo cuando estaba en el despacho de Colt, en la casa Paradise, leyendo los informes de los administradores y abogados de las diversas propiedades, y él se daba cuenta de que lo que buscaba era la antigua camaradería entre ellos, pero no era capaz de ceder en eso. Ya fuera debilidad o falta de carácter, simplemente no podía ser su amigo. No todavía, en todo caso.
—¿Señor Jaeger?
Levantó la vista. En la puerta estaba su ayuda de cámara acompañado por un lacayo que llevaba la inconfundible librea verde y oro de la casa Paradise.
—Un mensaje para usted —dijo el lacayo—, de su madre.
Cuando a un gesto suyo el lacayo entró a entregarle el mensaje, alargó la mano pensando qué sería esta vez. Su madre lo hacía ir a la casa Paradise más o menos cada día.
—Dijo que es urgente —añadió el lacayo cuando le puso el sobre en la mano.
Urgente, ¿eh? Eso era una novedad. Miró fijamente al lacayo y a su ayuda de cámara, con clara expresión de despedida. Cuando los dos salieron y quedó solo, rompió el sello con el abrecartas. El mensaje era breve, decía simplemente: «Ven enseguida. Mikasa ha perdido al bebé».
Eren casi se mató cabalgando a la mayor velocidad posible en dirección a la casa Paradise, ignorando los gritos de indignación de los transeúntes a los que estuvo a punto de atropellar con su prisa. Pero una vez que llegó allí y se encontró en el vestíbulo, no sabía qué hacer. ¿Un aborto espontáneo? Eso era un asunto de mujeres. ¿Qué tenía que hacer él? Era una tragedia, y sentía una pena tremenda por Mikasa, pero, ¿qué esperaban que dijera o hiciera él? ¿Por qué lo necesitaban ahí?
Entonces la comprensión lo golpeó como un rayo. Él era el conde ahora; eso ya era un hecho. Lento pero seguro, se había ido apropiando de la vida de Colt, llenando todos los rincones del mundo que antes pertenecían a su primo.
—Ah, Eren —dijo su madre, entrando a toda prisa en el vestíbulo—. Cuánto me alegra que hayas venido.
Él la abrazó, sintiendo los brazos torpes alrededor de ella. Y tal vez murmuró algo estúpido, sin sentido, algo así como: «Qué tragedia», pero principalmente se quedó ahí inmóvil, sintiéndose tonto y fuera de lugar.
—¿Cómo está? —preguntó al fin, cuando su madre se apartó.
—Conmocionada. Ha estado llorando.
Él tragó saliva, desesperado por soltarse la corbata.
—Bueno, eso es comprensible —dijo—. Esto… eh…
—Parece que no puede parar —interrumpió Carla.
—¿De llorar?
Carla asintió.
—No sé qué hacer.
Eren hizo unas cuantas respiraciones para serenarse. Parejas, lentas. Inspira, espira.
—¿Eren?
Su madre lo estaba mirando, esperando una respuesta. Tal vez esperando un consejo, una orientación. Como si él supiera qué hacer.
—Ha venido su madre —continuó Carla, cuando comprendió que él no iba a decir nada—. Quiere que Mikasa vuelva a la casa Ackerman.
—¿Mikasa desea eso?
Carla se encogió de hombros, con la expresión muy triste.
—No creo que lo sepa. Esto ha sido una tremenda conmoción.
—Sí —dijo él. Volvió a tragar saliva. No deseaba estar ahí. Deseaba marcharse.
—En todo caso, el doctor dijo que no debe moverse durante varios días.
Él asintió. —Naturalmente, te llamamos.
¿Naturalmente? Él no veía nada natural en eso. Jamás se había sentido tan fuera de lugar, tan absolutamente incapaz de encontrar palabras que decir ni de hacer algo.
—Ahora eres el dueño del título Paradise —dijo ella en voz baja.
Él volvió a asentir, y solo una vez. Eso fue lo único que pudo hacer para reconocer ese hecho.
—Debo decir que yo… —Carla se interrumpió y frunció los labios de una manera rara, brusca —. Bueno, una madre desea el mundo para sus hijos, pero yo no… nunca habría…
—No lo digas —interrumpió Eren con la voz ronca.
No estaba preparado para oír decir a nadie que eso era algo bueno. Y por Dios que si alguien se le acercaba a felicitarlo… Bueno, no sería responsable de la violencia.
—Preguntó por ti —dijo ella.
—¿Mikasa? —preguntó él, agrandando los ojos por la sorpresa. Carla asintió.
—Dijo que te necesitaba.
—No puedo.
—Tienes que ir a verla.
—No puedo. —Negó con la cabeza, con movimientos demasiado rápidos, por el terror—. No puedo ir allí.
—No puedes abandonarla.
—Nunca ha sido mía, para hablar de abandono.
—¡Eren! ¿Cómo puedes decir una cosa así?
—Madre —dijo él, desesperado por desviar la conversación—, Mikasa necesita a una mujer. ¿Qué puedo hacer yo?
—Puedes ser su amigo —dijo Carla dulcemente, y él volvió a sentirse un niño de ocho años, regañado por una transgresión desconsiderada.
—No —dijo.
Lo horrorizó el sonido de su voz, que le salió como el gemido de un animal herido, dolido y confundido. Pero había una cosa que sabía con toda certeza: no podía ver a Mikasa. No en ese momento. No todavía.
—Eren —dijo su madre.
—No —repitió él—. La veré… Mañana veré si… —Y se dirigió a la puerta, solo añadiendo antes de salir—: Dale mis recuerdos.
Y echó a correr, huyendo, sintiéndose un cobarde.
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¡Hola!, espero que disfrutarán de estos tres primeros capítulos, hay mucho drama pero, el romance no nos faltara en esta historia. Gracias a todos por acompañarme en esta nueva adaptación, personalmente esta es mi historia favorita (y por mucho) de la serie que mencione anteriormente. Y, seguramente será también de sus favoritas o la disfrutaran mucho, I PROMISE XD
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Gracias por todo, nos leemos pronto.
