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CAPÍTULO 4

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estoy convencida de que no hace ninguna falta dramatizar tanto. No pretendo tener conocimiento o entendimiento del amor romántico entre marido y mujer, pero no creo que su dominio abarque tanto todo, que la muerte de uno destruya al otro. Sobrevivirías muy bien sin él, por discutible que te pueda parecer esto.

De una carta de Ilse Ackerman a su hermana Mikasa, condesa de Paradise, tres semanas después de la boda de Mikasa.

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El mes que siguió al aborto espontáneo fue lo más semejante al infierno en la Tierra que puede experimentar un ser humano. De eso Eren estaba seguro. Cada nueva ceremonia a la que debía someterse, cada vez que debía firmar un documento como conde de Paradise o tenía que soportar que lo llamaran «milord», se sentía como si se empujara más lejos el espíritu de Colt. Muy pronto sería como si Colt no hubiera existido nunca, pensaba, aun tratando de ser objetivo. Incluso había dejado de existir el bebé, el que habría sido el último trocito de Colt que quedara sobre la Tierra. Y todo lo que había sido de Colt ahora era de él. A excepción de Mikasa. Y estaba resuelto a que eso continuara así. No haría, no podría hacerle, ese último insulto a su primo.

Había tenido que verla, por supuesto; le había dicho todo lo mejor que se le ocurrió para consolarla, pero dijera lo que dijera, no era lo adecuado, y ella simplemente desviaba la cara y se quedaba mirando la pared. No sabía qué decir. Francamente, sentía más alivio porque ella estaba sana, porque el aborto espontáneo no había dejado secuelas en su salud, que pena porque perdió a su bebé. Las madres, es decir, la suya, la de Colt y la de Mikasa, se habían sentido obligadas a describir la sangre derramada con todos sus espeluznantes detalles, y una de las criadas había ido corriendo a buscar las sábanas ensangrentadas, las que alguien había guardado para que sirvieran de prueba de que Mikasa había sufrido un aborto espontáneo.

Lord Winston aprobó eso asintiendo, pero luego le explicó que de todos modos él tendría que observar a la condesa, simplemente para cerciorarse de que esas sábanas eran realmente de ella y que no estaba engordando. Esa no sería la primera vez que alguien hubiera intentado burlar las sacrosantas leyes de la primogenitura, añadió. Él sintió el intenso deseo de arrojar por la ventana al parlanchín hombrecillo, pero se limitó a llevarlo a la puerta. Al parecer ya no tenía la energía suficiente para actuar conforme a ese tipo de rabia. Pero no se había mudado a la casa Paradise. No estaba preparado para eso y lo sofocaba la sola idea de vivir ahí con todas esas mujeres. Sabía que tendría que mudarse muy pronto; eso era lo que se esperaba del conde. Pero por el momento estaba bastante contento en su pequeño apartamento. Y ahí estaba, eludiendo su deber, cuando Mikasa fue finalmente a verlo.

El ayuda de cámara la hizo pasar a la pequeña sala de estar.

—¿Eren? —dijo, cuando él entró.

—Mikasa —repuso él, sorprendido por su aparición. Nunca antes había ido a su apartamento, ni siquiera cuando Colt estaba vivo—. ¿Qué haces aquí?

—Quería verte —contestó ella.

El mensaje tácito era: «Me eludes». Y eso era cierto, claro, pero él se limitó a decir:

—Siéntate. —Y pasado un momento añadió—: Por favor.

¿Sería incorrecto eso? ¿Que ella estuviera en su apartamento? No estaba seguro. Las circunstancias en que se encontraban eran tan raras, tan absolutamente inclasificables, que no tenía idea por cuáles reglas de la etiqueta debían regirse.

Ella se sentó, y estuvo un minuto entero sin hacer otra cosa que pasarse las manos por la falda, hasta que al fin levantó la cabeza y lo miró a los ojos, con desgarradora intensidad, y dijo:

—Te echo de menos.

Él se sintió como si las paredes comenzaran a cerrarse en torno a él.

—Mikasa…

—Eras mi amigo —continuó ella, en tono acusador—. Además de serlo de Colt, eras mi más íntimo amigo y ahora ya no sé quién eres.

—Esto…

Ay, Dios, se sentía como un idiota, absolutamente impotente y derribado por un par de ojos grises y una montaña de culpa. Aunque culpa de qué, ya ni siquiera lo sabía bien. Al parecer, el sentimiento de culpa venía de muchas cosas, de muchas direcciones y no era capaz de determinarlas.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella—. ¿Por qué me eludes?

—No lo sé —contestó.

No podía mentirle diciendo que no la eludía. Ella era demasiado inteligente para no captar la mentira. Pero tampoco podía decirle la verdad. A ella le temblaron los labios y de pronto se cogió el inferior entre los dientes. Y él se quedó mirándole la boca, sin poder apartar los ojos, odiándose por la oleada de deseo que lo recorrió todo entero.

—Creía que eras mi amigo también —musitó ella.

—Mikasa, no…

—Te necesitaba —continuó ella en voz baja—, y sigo necesitándote.

—No, no me necesitas. Tienes a las madres, y a todas tus hermanas además.

—No deseo hablar con mis hermanas —dijo ella, en tono más vehemente—. No me entienden.

—Bueno, de esas cosas yo no entiendo nada —replicó él, y la desesperación le dio un tono ligeramente áspero y desagradable a su voz.

Ella se limitó a mirarlo, con una expresión condenatoria en sus ojos. Él deseó abrirle los brazos, pero se los cruzó sobre el pecho.

—Mikasa, sufriste…, sufriste un aborto espontáneo.

—Eso lo sé —dijo ella secamente.

—¿Qué sé yo de esas cosas? Necesitas hablar con una mujer.

—¿No puedes decir que lo sientes?

—¡Te lo dije!

—¿No puedes decirlo en serio?

¿Pero qué quería de él? —Mikasa, te lo dije en serio.

—Estoy muy enfadada —dijo ella, elevando el volumen de la voz—, y triste, y dolida, y te miro y no entiendo por qué tú no lo estás.

Él se quedó un momento inmóvil. —No digas eso nunca —susurró.

A ella le relampaguearon los ojos de furia.

—Bueno, tienes una manera muy rara de demostrarlo. Nunca vas a visitarme, y nunca hablas conmigo, y no entiendes…

—¿Qué quieres que entienda? —estalló él—. ¿Qué puedo entender? Por el amor de…

Se interrumpió, no fuera a soltar una blasfemia. Se giró y fue a apoyarse en el alféizar de la ventana, dándole la espalda. Ella continuó sentada en silencio, inmóvil como una muerta. Pasado un momento dijo:

—No sé por qué he venido. Me marcharé.

—No te vayas —dijo él, con la voz ronca, pero no se giró a mirarla. Ella no dijo nada; no sabía qué quiso decir él. —Acabas de llegar —dijo él, entonces, con la voz algo entrecortada, como si le costara hablar —. Deberías tomar una taza de té por lo menos.

Mikasa asintió, aun cuando él no la estaba mirando. Y así continuaron unos cuantos minutos, hasta que ella ya no pudo soportar el silencio. Solo se oía el tic tac del reloj en el rincón, su única compañía era la espalda de Eren, y lo único que podía hacer era continuar sentada ahí, pensar y preguntarse a qué había ido. ¿Qué deseaba de él? Su vida sería más fácil si lo supiera.

—Eren —dijo ella, antes de darse cuenta de que abría la boca.

Entonces él se giró. No dijo nada, pero sus ojos le dijeron que la escuchaba.

—Quería decirte… —¿Para qué vino a verlo? ¿Qué deseaba?—. Esto…

Él continuó en silencio. Simplemente ahí, esperando que ella ordenara sus pensamientos, y eso le hacía todo mucho más difícil. Y de pronto le salió todo, a borbotones:

—No sé qué debo hacer —dijo, oyendo su vocecita débil—. Y me siento furiosa y…

Dejó de hablar, para respirar, hacer cualquier cosa para contener las lágrimas. Eren abrió la boca, aunque apenas, pero siguió sin decir nada.

—No sé por qué ha ocurrido esto —gimió ella—. ¿Qué hice? ¿Qué hice?

—Nada —la tranquilizó él.

—Él se fue y no va a volver, y me siento tan… tan… —Lo miró, sintiendo que tenía marcadas en la cara la aflicción y la rabia—. No es justo. No es justo que me haya ocurrido a mí y no a otra persona, y no es justo que debiera ser otra persona, y no es justo que haya perdido al…

Entonces se atragantó, las inspiraciones entrecortadas se convirtieron en sollozos y no pudo hacer otra cosa que llorar.

—Mikasa —dijo él, arrodillándose a sus pies—. Lo siento. Lo siento.

—Lo sé —sollozó ella—, pero eso no mejora nada.

—No.

—Y no lo hace justo.

—No —repitió él. —Y no…, y no…

Él no intentó terminarle la frase. Y ella deseaba que la terminara. Después, durante años, deseó que la hubiera terminado, porque tal vez entonces él habría dicho algo inconveniente, y tal vez entonces ella no se habría apoyado en él y tal vez no le habría permitido que la abrazara. Pero, ay, Dios, cuánto echaba en falta que la abrazaran.

—¿Por qué te marchaste? —sollozó—. ¿Por qué no puedes ayudarme?

—Lo deseo… —dijo él—. Tú no… —Al final simplemente dijo—: No sé qué decir.

Le pedía demasiado, se dijo ella. Lo sabía, pero no le importaba. Sencillamente estaba harta de estar sola. Pero en ese momento, aunque fuera solo en ese momento, no estaba sola. Eren estaba con ella, y la tenía abrazada, y se sentía arropada y segura por primera vez en todas esas semanas. Y simplemente lloró. Lloró semanas de lágrimas. Lloró por Colt y lloró por el bebé al que no conocería nunca. Pero principalmente lloró por ella.

—Eren —dijo, cuando ya estaba recuperada lo suficiente para hablar. La voz le salió temblorosa, pero logró decir su nombre, y sabía que tendría que decir más.

—¿Sí?

—No podemos seguir así.

Notó que algo cambiaba en él. Presionó más los brazos, o tal vez los aflojó, pero algo había cambiado.

—¿Así cómo? —le preguntó, con la voz ronca y vacilante.

Ella se apartó para mirarle la cara, y se sintió aliviada cuando él bajó los brazos y así no tuvo que liberarse ella.

—Así —dijo, aunque sabía que él no entendía. O si entendía simulaba no entender—. Que tú te desentiendes de mí —concluyó.

—Mikasa…

—El bebé iba a ser tuyo en cierto modo también —soltó ella.

Él palideció, se puso mortalmente pálido, tanto que por un momento ella no pudo respirar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él en un susurro.

—Habría necesitado un padre —dijo ella, encogiéndose de hombros, desconcertada—. Yo… Tú… Tendrías que haber sido tú.

—Tienes hermanos —dijo él, con la voz ahogada.

—Ellos no conocían a Colt. No como lo conocías tú.

Él se apartó, se incorporó, se quedó ahí inmóvil un momento y luego, como si esa distancia no fuera suficiente, retrocedió todo lo que pudo, hasta que chocó con la ventana. Le relampaguearon ligeramente los ojos y por un momento ella habría jurado que parecía un animal atrapado, arrinconado y aterrado, esperando el golpe de gracia.

—¿Por qué me dices eso? —le preguntó él entonces, con la voz débil y ronca.

—No lo sé —contestó, tragando saliva, incómoda.

Pero sí que lo sabía. Deseaba que él estuviera tan dolido como ella; deseaba que sufriera de todas las maneras que sufría ella. Eso no era justo, no estaba bien, pero no podía evitarlo y no le apetecía pedirle disculpas tampoco.

—Mikasa —dijo él, en un tono raro, hueco, duro, un tono que nunca le había oído. Lo miró, pero desvió lentamente la cabeza hacia un lado, asustada por lo que podría ver en su cara. —No soy Colt —dijo él.

—Eso lo sé.

—No soy Colt —repitió él, más fuerte, y ella pensó que no la había oído.

—Lo sé —repitió. Él entrecerró los ojos y los fijó en ella con una intensidad peligrosa.

—No era mi bebé y no puedo ser lo que necesitas.

Y ella sintió que en su interior comenzaba a morir algo. —Eren, yo…

—No ocuparé su lugar —dijo él, sin gritar, pero como si quisiera gritar.

—No, no podrías. Tú…

Entonces, en un movimiento relámpago, él estaba ante ella; la cogió por los hombros y la puso de pie bruscamente. —¡No haré eso! —gritó. La sacudió y luego la dejó inmóvil, y volvió a sacudirla—. ¡No puedo ser él!. ¡No quiero ser él.!

Ella no pudo hablar, no podía formar palabras. No sabía qué hacer. No sabía quién era él. Él dejó de zarandearla, pero continuó con los dedos enterrados en sus hombros, mirándola, con sus ojos color verde brillantes de algo aterrador y triste.

—No puedes pedirme eso —exclamó—. No puedo hacerlo.

—¿Eren? —susurró ella, detectando algo horrible en su voz: miedo—. Eren, suéltame, por favor. Él no la soltó, pero ella no sabía si la había oído. Tenía los ojos desenfocados y parecía estar muy lejos de ella, inalcanzable. —¡Eren! —repitió, más fuerte, aterrada.

Entonces él la soltó y retrocedió unos pasos, medio tambaleante. Su cara era la imagen de odio a sí mismo. —Perdona, lo siento —musitó, mirándose las manos, como si no fueran de él—. Lo siento mucho.

—Será mejor que me vaya —dijo ella, dirigiéndose a la puerta.

—Sí —asintió él.

—Creo que… —se atragantó con las palabras al coger el pomo, aferrándose a él como si fuera una tabla de salvación—. Creo que será mejor que no nos veamos durante un tiempo.

Él asintió.

—Tal vez… —continuó ella. Pero no logró decir nada más. No sabía qué decir.

Si hubiera comprendido lo que acababa de ocurrir, tal vez habría encontrado las palabras, pero en ese momento se sentía tan desconcertada y asustada, que no las encontró. Asustada, ¿pero de qué? No le tenía miedo a él. Eren jamás le haría daño. Daría su vida por ella, si alguna ocasión se lo exigiera; de eso estaba segura. Tal vez simplemente la asustaba el mañana. Y pasado mañana. Lo había perdido todo y ahora parecía que había perdido a Eren también, y no sabía qué debía hacer para soportarlo todo.

—Me voy —dijo, dándole una última oportunidad de detenerla, de decir algo, de decir cualquier cosa que lo arreglara todo.

Pero él no dijo nada. Ni siquiera hizo un gesto de asentimiento. Se limitó a mirarla, expresando en silencio, con sus ojos, su asentimiento. Entonces ella se marchó. Salió de la sala de estar y salió de la casa.

Una vez fuera subió en su coche y dio la orden de ir a casa. Cuando llegó a la casa, no dijo ni una sola palabra. Simplemente subió la escalera, llegó a su dormitorio y se metió en la cama. Pero no lloró. Pensó y continuó pensando que debería llorar, y continuó sintiéndose como si fuera a llorar. Pero lo único que hizo fue contemplar el techo, el cielo raso. Al cielo raso, por lo menos, no le importaba que lo contemplara.

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De vuelta en su despacho del apartamento en el Albany, Eren cogió su botella de whisky y llenó un vaso grande, aun cuando una mirada al reloj le confirmó que aún no era mediodía. Había descendido varios peldaños, eso estaba muy claro. Pero por mucho que lo intentara, no lograba imaginar qué otra cosa podría haber hecho. No había sido su intención hacerle daño ni herirla; de ninguna manera lo había decidido así: «Ah, sí, creo que voy a portarme como un imbécil». Y aunque su reacción fue rápida y desconsiderada, no veía cómo podría haberlo hecho de otra manera.

Se conocía. No siempre se gustaba, y últimamente se gustaba aún menos, pero se conocía. Y cuando Mikasa lo miró con esos ojos grices insondables y le dijo: «El bebé iba a ser tuyo en cierto modo también», lo destrozó hasta el fondo del alma. Ella no lo sabía. No tenía ni idea. Y mientras ella continuara ignorando sus sentimientos por ella, mientras no comprendiera por qué no tenía otra opción que odiarse cada vez que hacía algo ocupando el lugar de Colt, no podía estar cerca de ella. Porque ella iba a continuar diciendo cosas como esa. Y él sencillamente no sabía cuánto más sería capaz de soportar.

Y así, mientras estaba en su despacho, con el cuerpo tenso por el sufrimiento y la culpa, comprendió dos cosas. La primera fue fácil: el whisky no le servía de nada para aliviar su sufrimiento, y si un whisky de veinticinco años, traído directamente de Speyside, no lograba que se sintiera mejor, nada de las Islas Británicas lo iba a conseguir.

Y eso lo llevó a la segunda, la que no era nada fácil, pero necesaria. Rara vez había sentido una opción tan clara en su vida. Dolorosa, pero clara. Por lo tanto, dejó el vaso en el escritorio, todavía con dos dedos de licor, y salió a toda prisa al pasillo, en dirección a su dormitorio.

—Reivers —dijo, cuando encontró a su ayuda de cámara junto al ropero, doblando cuidadosamente una corbata—, ¿qué te parece si nos vamos a India?...

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Gracias a todos los que se han tomado el tiempo de leer y escribirme, no saben lo feliz que me pone leer lo sus comentarios:3

Prometo que esta historia no los defraudara, solo tengan paciencia, que la cosa avanza poco a poco.

Nos leemos pronto, besooooos:)