SEGUNDA PARTE
Marzo de 1824, Cuatro años después
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CAPÍTULO 5
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…disfrutarías aquí, aunque no del calor, me parece; a nadie le gusta este calor. Pero todo lo demás te encantaría. Los colores, las especias, el aroma del aire; te sumergen los sentidos en un extraño estado de niebla que, a veces, produce desasosiego y, a veces, resulta embriagador. Creo que, por encima de todo, disfrutarías paseando por los jardines. Se parecen bastante a nuestros parques de Londres, aunque aquí son más verdes y exuberantes, llenos de las flores más extraordinarias que hayas visto jamás. Siempre te ha gustado estar al aire libre, en medio de la naturaleza, y aquí esto te encantaría, estoy seguro.
De la carta de Eren Jaeger (nuevo conde de Paradise) a la condesa de Paradise, un mes después de su llegada a India.
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Mikasa deseaba tener un bebé. Llevaba un buen tiempo deseándolo, pero solo esos últimos meses había sido capaz de reconocerlo para sí misma, de poner por fin palabras a ese anhelo que parecía acompañarla dondequiera que fuera.
El anhelo comenzó de una manera bastante inocente, con una ligera punzada en el corazón cuando estaba leyendo una carta de su cuñada Hange, la mujer de su hermano Levi; la carta abundaba en noticias acerca de su hija pequeña Charlotte, que pronto cumpliría los dos años y ya era incorregible.
Pero las punzadas se hicieron más fuertes y más parecidas a verdadero dolor cuando llegó su hermana Mina Carolina a Escocia a visitarla, acompañada por todos sus hijos: tres niñas y un niño. Jamás se le había ocurrido pensar cómo una bandada de niños podían transformar una casa. Los niños Bodt cambiaron la esencia misma de Paradise, llenando la casa de vida y risas, haciéndola comprender que todo eso le había faltado lamentablemente durante años. Y cuando se marcharon, todo quedó en silencio y quietud, pero no en paz. Simplemente vacío.
Desde ese momento, ella cambió, se sentía diferente. Veía a una niñera llevando un coche de bebé y le dolía el corazón. Veía pasar un conejo saltando por un campo y no podía evitar pensar que debería señalárselo a alguien, a alguien pequeño. Durante su estancia en Kent donde fue a pasar la Navidad con su familia, al caer la noche, cuando llevaban a la cama a todos los sobrinos y sobrinas, se sentía muy sola. Y en lo único que podía pensar era en que su vida iba pasando por su lado y que si no hacía algo pronto, se moriría así. Sola. No desgraciada, no, no se sentía desgraciada.
Curiosamente, se había acostumbrado a su viudez y encontrado una forma de vida cómoda y agradable. Eso era algo que no habría creído posible durante los horribles meses siguientes a la muerte de Colt, pero probando y cometiendo errores, había encontrado un lugar para ella en el mundo y, con él, una cierta paz. Le gustaba la vida que llevaba como condesa de Paradise. Puesto que Eren aún no se había casado, ella seguía teniendo las obligaciones anejas al condado y también el título. Le encantaba vivir en Paradise, y administraba la propiedad sin ninguna intervención de Eren; entre las órdenes que él dejó antes de marcharse del país hacía cuatro años, estaba la de que ella administrara el condado como le pareciera conveniente, y una vez que pasó la conmoción por su marcha, comprendió que eso era el regalo más precioso que podría haberle hecho. Le había dado algo que hacer, algo por lo que trabajar. Un motivo para dejar de contemplar el cielo raso. Tenía amistades y tenía familiares, Jaeger y Ackerman, y vivía una vida plena, en Escocia y en Londres, donde pasaba varios meses al año. Por lo tanto, debería sentirse feliz. Y se sentía feliz, la mayor parte del tiempo. Solamente deseaba un bebé.
Le había llevado su buen tiempo reconocer eso. Ese deseo le parecía una especie de deslealtad hacia Colt, porque no sería un bebé de él, e incluso en esos momentos, cuando ya habían pasado cuatro años desde su muerte, le costaba imaginarse a un hijo sin sus rasgos en la cara. Además, eso significaba, en primer y principal lugar, que tendría que volverse a casar. Tendría que cambiar su apellido y comprometerse con otro hombre, prometer ponerlo en primer lugar en su corazón y en sus lealtades, y si bien la idea ya no le dolía tanto en el corazón, la encontraba… bueno, rara.
Pero hay algunas cosas que una mujer simplemente tiene que superar, y un frío día de febrero, cuando estaba mirando por la ventana en Paradise, observando cómo la nieve iba envolviendo lentamente las ramas de los árboles, comprendió que esa era una de esas cosas. Son muchas las cosas en la vida que causan miedo, pero la rareza no debería estar entre ellas. Así pues, decidió hacer su equipaje y marcharse a Londres algo más pronto ese año.
Por lo general pasaba la temporada de fiestas sociales en la ciudad, disfrutando del tiempo con su familia, yendo de compras, asistiendo a veladas musicales, viendo obras de teatro y haciendo todas las cosas que simplemente no se podían hacer en el campo escocés. Pero esta temporada sería diferente. Necesitaba un guardarropa nuevo, para empezar. Ya hacía tiempo que se había quitado el luto, pero no había descartado los vestidos grises y lavanda, de medio luto, y tampoco había prestado atención a la moda, como debería hacer una mujer en su nueva situación. Ya era hora de usar azul, un azul aciano, vivo, hermoso. Ese había sido su color favorito años atrás, y era lo bastante vanidosa para llevarlo y esperar que la gente comentara cómo hacía juego con sus ojos. Se compraría vestidos azules, y sí, también rosas y amarillos, y tal vez incluso, de un color que le estremecía el corazón de expectación solo con pensarlo: carmesí. Esta vez no sería una señorita soltera. Era viuda y un buen partido, y las reglas eran distintas.
Pero las aspiraciones eran las mismas. Iría a Londres a buscarse un marido.
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Ya había pasado demasiado tiempo lejos, pensaba Eren. Sabía que debería haber vuelto a Gran Bretaña hacía tiempo, pero esa era una de las cosas que siempre dejaba para más adelante con tremenda facilidad.
Según le decía su madre en sus cartas, que le llegaban con extraordinaria regularidad, el condado prosperaba bajo la administración de Mikasa. No había nadie que dependiera de él que pudiera acusarlo de negligencia, y, según todos los informes, a todas las personas a las que había dejado les había ido bastante mejor en su ausencia que cuando él estaba ahí para alegrarlas.
Por lo tanto, no tenía nada de qué sentirse culpable. Pero un hombre solo puede huir de su destino durante un tiempo limitado, y cuando estaba a punto de cumplir tres años en el trópico, tuvo que reconocer que se había desvanecido la novedad de vivir en un lugar exótico y, para ser totalmente franco, ya estaba bastante harto del clima. India le había dado una finalidad, un lugar en la vida, algo que hacer que superaba las dos únicas cosas en las que había sobresalido antes: como soldado y como libertino.
Cuando se marchó a India, se limitó a coger un barco, llevando únicamente el nombre de un amigo del ejército que se había trasladado a Madrás tres años atrás. Antes de que transcurriera un mes ya había obtenido un puesto gubernamental y se encontró tomando decisiones importantes, haciendo efectivas las leyes y normas que realmente conformaban la vida de los hombres.
Por primera vez en su vida, comprendió por qué a Colt le gustaba tanto su trabajo en el Parlamento Británico. Pero India no le había procurado felicidad. Le había dado una cierta paz, lo que podía parecer bastante paradójico, puesto que en esos años había estado a punto de encontrar la muerte tres veces, o cuatro, si contaba ese altercado con la princesa india armada con un cuchillo (él seguía convencido de que podría haberla desarmado sin hacerle daño, pero tenía que reconocer que ella tenía una expresión asesina en los ojos, y desde entonces tenía muy claro que nunca hay que subestimar a una mujer que se cree desdeñada, aunque sea erróneamente).
Pero aparte de esos episodios peligrosos, su tiempo en India le había dado una cierta sensación de equilibrio. Por fin había hecho algo por él y algo «de» él. Pero, lo principal, India le había procurado una cierta paz porque no tenía que vivir con el constante conocimiento de que Mikasa estaba cerca. La vida no era necesariamente mejor con miles de millas de distancia entre él y Mikasa, pero era más fácil, sin duda. Sin embargo, ya era hora de enfrentar los rigores de tenerla cerca, por lo tanto, reunió todas sus pertenencias para hacer su equipaje, informó a su aliviado ayuda de cámara de que volverían a Inglaterra, compró pasaje en el Princess Amelia, para viajar en una lujosa suite, y se embarcó rumbo a casa.
Tendría que verla, lógicamente; no había manera de escapar de eso. Tendría que mirar esos ojos grises que lo habían acosado sin piedad todo ese tiempo y tratar de ser su amigo. Eso era lo único que ella había deseado durante aquellos días negros tras la muerte de Colt, y lo único que él había sido incapaz de ofrecerle. Pero tal vez ahora, con la ventaja del tiempo y el poder sanador de la distancia, podría lograrlo. No era tan estúpido esperar que ella hubiera cambiado, tal vez la vería y descubriría que ya no la amaba; aunque eso estaba absolutamente seguro de que no ocurriría jamás.
Pero ya se había acostumbrado a oír decir «conde de Paradise» sin mirar por encima del hombro en busca de su primo. Y tal vez ahora, que la aflicción ya no estaba tan en carne viva, podría estar con Mikasa como amigo sin sentirse un ladrón que máquina para apoderarse de lo que había deseado tanto tiempo. Y era de esperar que ella también hubiera cambiado y no le pidiera que asumiera el papel de Colt en todo menos en una cosa. De todos modos, le alegraba saber que desembarcaría en Londres en marzo, antes de que Mikasa llegara a pasar la temporada. Él era un hombre valiente; eso lo había demostrado incontables veces dentro y fuera del campo de batalla.
Pero también era sincero, lo bastante para reconocer que la perspectiva de encontrarse con Mikasa lo aterraba de una manera que jamás lo había aterrado ningún campo de batalla francés, ni el tigre dientes de sable. Tal vez, si tenía suerte, ella incluso decidiría no ir a Londres a pasar la temporada. Eso sí sería una suerte.
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Estaba oscuro, Mikasa no podía dormir y la casa estaba horrorosamente fría; lo peor de todo era que aquello era culpa suya. Ah, bueno, no todo, la oscuridad no. De eso no podía echarse la culpa; la noche es la noche, al fin y al cabo, y sería ridículo pensar que ella tenía algo que ver con la salida y la puesta del sol. Pero sí era culpa suya que el personal no hubiera tenido tiempo para preparar la casa antes de su llegada. Había olvidado avisar que ese año llegaría a Londres un mes antes de lo habitual.
En consecuencia, la casa Paradise seguía funcionando con el personal más indispensable, y la provisión de carbón y de velas de cera de abeja estaban peligrosamente mermadas. Todo estaría mejor por la mañana, una vez que el ama de llaves y el mayordomo hubieran ido a toda prisa a las tiendas de Bond Street a comprar lo necesario. Pero por el momento, ella estaba tiritando en la cama. Ese día había sido terriblemente gélido y con mucho viento, cosa que contribuía a hacerlo más frío de lo que era normal para comienzos de marzo.
El ama de llaves intentó llevar todo el carbón que quedaba al hogar de su dormitorio, pero, por muy condesa que fuera, no podía permitir que todo el personal se congelara por su culpa. Además, el dormitorio de la condesa era inmenso y siempre había sido difícil caldearlo bien, a no ser que el resto de la casa estuviera también caliente.
La biblioteca, pensó. Esa era la solución. Era pequeña y acogedora, y si cerraba la puerta, el fuego del hogar la mantendría agradable y caliente. Además, había un sofá, en el que podía acostarse. Era pequeño, pero claro, también lo era ella, y no podía haber algo peor que morir congelada en su dormitorio. Tomada la decisión, se bajó de la cama y, se apresuró a coger la bata que había dejado en el respaldo del sillón para no congelarse con el frío aire nocturno. La bata no la abrigaba mucho, no se le había ocurrido que necesitaría algo más grueso, pero era mejor que nada.
Además, pensó estoicamente, los mendigos no pueden ser selectivos, sobre todo cuando tienen los dedos de los pies a punto de desprenderse por el frío. Bajó corriendo la escalera, resbalándose por los pulidos peldaños con sus gruesos calcetines de lana; tropezó al llegar a los últimos dos, pero afortunadamente cayó de pie, y echó a correr por la alfombra del pasillo hacia la biblioteca.
—Fuego, fuego, fuego —iba repitiendo en voz baja.
Llamaría a alguien tan pronto como entrara en la biblioteca. No tardarían nada en prepararle un fuego intenso en el hogar. Recuperaría la sensación en la nariz, las yemas de los dedos dejarían de tener ese asqueroso color azulado y… Abrió la puerta, y le salió un corto y agudo chillido por los labios. El fuego del hogar ya estaba encendido, y había un hombre delante, calentándose ociosamente las manos. Alargó la mano para coger algo, cualquier cosa que pudiera usar como arma.
Y entonces él se giró.
—¿Eren?
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No sabía que ella estaría en Londres. Condenación, ni siquiera se le había ocurrido pensar que podría estar. Saberlo no habría cambiado nada, pero por lo menos habría estado preparado; podría haber controlado la expresión, esbozando una sonrisa triste, por ejemplo, o, como mínimo, habría procurado estar impecablemente vestido e inmerso en su papel de libertino incorregible.
Pero no, ahí estaba, boquiabierto, tratando de no fijarse en que ella solo llevaba encima un camisón y una bata color carmesí oscuro, tan finos y translúcidos que se le veía el contorno de…
Tragó saliva. No mires, no mires.
—¿Eren? —repitió ella.
—Mikasa —dijo, puesto que tenía que decir algo—. ¿Qué haces aquí?
Eso pareció activarle a ella los pensamientos y el movimiento.
—¿Qué hago aquí? —repitió—. No soy yo la que tendría que estar en India. ¿Qué haces tú aquí?
Él se encogió de hombros, despreocupadamente. —Pensé que era hora de volver a casa.
—¿No podías haber escrito?
—¿A ti? —preguntó él, arqueando una ceja.
Eso era y pretendía ser un golpe directo. Ella no le había escrito ni una sola letra durante su ausencia. Él le había enviado tres cartas, pero cuando se le hizo evidente que ella no tenía la menor intención de contestarle, había dirigido toda su correspondencia a su madre y a la madre de Colt.
—A cualquiera —contestó ella—. Alguien habría estado aquí para recibirte.
—Estás tú.
Ella lo miró enfurruñada. —Si hubiéramos sabido que venías, te habríamos preparado la casa.
Él volvió a encogerse de hombros. Ese movimiento parecía encarnar la imagen que tan angustiosamente deseaba dar.
—Está bastante preparada.
Ella se cruzó de brazos, por el frío, dejando bloqueada la vista de sus pechos, lo cual, tuvo que reconocer él, era probablemente lo mejor.
—Bueno, podrías haber escrito —dijo ella entonces, y su voz quedó suspendida en el aire nocturno—. Eso habría sido lo cortés.
—Mikasa —dijo él, girándose un poco para poder continuar frotándose las manos cerca del fuego—, ¿tienes una idea de lo que tarda la correspondencia entre India y Londres?
—Cinco meses —contestó ella al instante—. Cuatro, si los vientos son favorables.
Condenación, tenía razón. —Puede que así sea —dijo entonces, displicente—, pero cuando decidí volver ya era tarde para enviar el aviso. La carta habría viajado en el mismo barco en el que vine yo.
—¿Sí? Creía que los barcos de pasajeros venían más lento que los que traen el correo.
Él exhaló un suspiro y la miró por encima del hombro. —Todos traen correo. Además, ¿tiene alguna importancia eso?
Por un momento pensó que iba a contestar que sí, pero entonces ella dijo en voz baja:
—No, claro que no. Lo importante es que estás en casa. Tu madre estará encantada.
Él le dio la espalda para que no viera su sonrisa sin humor. —Sí, claro —musitó.
—Y a mí —se interrumpió para aclararse la garganta— me encanta tenerte de vuelta.
Daba la impresión de que quería convencerse a sí misma de eso, pero él decidió hacer el papel de caballero por una vez y no comentárselo.
—¿Tienes frío? —le preguntó.
—No mucho.
—Me parece que mientes.
—Solo un poco.
Él se movió hacia un lado para dejarle espacio más cerca del fuego. Al no sentirla acercarse, hizo un gesto con la mano indicándole el espacio desocupado.
—Debería volver a mi habitación —dijo ella.
—Por el amor de Dios, Mikasa, si tienes frío, acércate al fuego. No te voy a morder.
Ella apretó los dientes y fue a ponerse a su lado, pero lo más alejada posible, dejando buena distancia entre ellos.
—Te ves bien.
—Tú también.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Sí, cuatro años, creo.
Mikasa tragó saliva, deseando que eso no fuera tan difícil. Era Eren, por el amor de Dios, no tendría por qué ser difícil. Sí, se separaron de mala manera, pero aquello ocurrió en los días negros que siguieron a la muerte de Colt. Todos estaban sufriendo entonces, como animales heridos, dando coces a cualquiera que se les pusiera en el camino. Ahora tenía que ser diferente. Dios sabía con cuánta frecuencia había pensado en el momento del reencuentro. Eren no podía seguir lejos indefinidamente, todos lo sabían. Y cuando se le pasó la rabia, había esperado que cuando él volviera serían capaces de olvidar todas las cosas desagradables ocurridas entre ellos. Y volverían a ser amigos. Ella necesitaba esa amistad, más de lo que se había imaginado.
—¿Tienes algún plan? —le preguntó, principalmente porque encontraba horrible el silencio.
—Por ahora, en lo único que puedo pensar es en calentarme —masculló él.
Ella sonrió, a su pesar. —Hace un frío excepcional para esta época del año.
—Había olvidado el maldito frío que puede hacer aquí —gruñó él, frotándose enérgicamente las manos.
—Uno pensaría que el recuerdo de los inviernos en Escocia nunca te abandonaría —musitó ella.
Entonces él se giró hacia ella, con una sonrisa sesgada jugueteando en sus labios. Había cambiado, comprendió ella. Ah, había diferencias visibles, esas que todo el mundo vería. Estaba bronceado, escandalosamente bronceado, y en su pelo, siempre marrón, ahora se veían unos cuantos hilos de plata. Pero había más. La expresión de su boca era distinta; le notaba los labios más rígidos, si eso tenía algún sentido, y al parecer había desaparecido esa elegancia desmadejada. Antes siempre se veía tan a gusto, tan cómodo en su piel, pero ahora estaba… tenso. Tirante.
—Eso creerías tú —dijo él, y ella lo miró sin entender, porque había olvidado a qué le contestaba, hasta que añadió—: Me vine a casa porque ya no soportaba el calor, y ahora que estoy aquí, estoy a punto de perecer de frío.
—La primavera no tardará en llegar.
—Ah, sí, la primavera. Con sus vientos simplemente gélidos, que no los helados de invierno.
Ella se rió, ridículamente complacida por tener algo de qué reírse en su presencia.
—La casa estará mejor mañana —dijo—. Yo he llegado esta noche y, como tú, olvidé avisar de mi llegada. La señora Parrish me asegura que la casa estará bien provista mañana. Él asintió y se dio media vuelta para calentarse la espalda.
—¿Qué haces aquí?
—¿Yo? Él indicó con un gesto la sala vacía, como para hacerla comprender.
—Vivo aquí —dijo ella.
—Normalmente no vienes hasta abril.
—¿Sabes eso?
Por un momento él pareció casi azorado.
—Las cartas de mi madre son extraordinariamente detalladas —explicó.
Ella se encogió de hombros y se acercó un poco más al fuego. No debía ponerse muy cerca de él, pero maldición, todavía tenía bastante frío, y la delgada bata la protegía muy poco.
—¿Es eso una respuesta? —preguntó él con la voz arrastrada.
—Simplemente me apeteció —contestó ella, insolente—. ¿No es eso la prerrogativa de una dama?
Él volvió a girarse, tal vez para calentarse el costado, y quedó de cara a ella. Y terriblemente cerca. Ella se apartó, apenas un poquito; no quería que él se diera cuenta de que su cercanía la hacía sentirse incómoda. Tampoco quería reconocer eso para sí misma.
—Creía que la prerrogativa de una dama era cambiar de opinión.
—Es prerrogativa de una dama hacer lo que sea que desee —dijo ella altivamente.
—Tocado —musitó él. Volvió a mirarla, esta vez más atentamente—. No has cambiado.
Ella lo miró casi boquiabierta.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque estás exactamente como te recordaba. —Y entonces hizo un gesto pícaro hacia su revelador conjunto de cama—. Aparte de tu atuendo, claro.
Ella ahogó una exclamación y retrocedió, rodeándose más fuerte con los brazos. Eso fue una broma de mal gusto, se dijo él, pero se sentía satisfecho consigo mismo por haberla ofendido. Necesitaba que ella retrocediera, se pusiera fuera de su alcance. Ella tendría que poner los límites. Porque él no sabía si sería capaz de hacer esa tarea. Le mintió cuando le dijo que no había cambiado. Veía algo diferente en ella, algo totalmente inesperado.
Algo que lo estremecía hasta el fondo del alma. Era una especie de nimbo que la rodeaba; todo estaba en su cabeza, en realidad, pero no por eso era menos aniquilador. Notaba en ella un aire de disponibilidad, un horroroso y torturante conocimiento de que Colt estaba muerto, muerto de verdad, y que lo único que le impedía alargar la mano y acariciarla era su conciencia. Era casi divertido. Casi. Y ahí estaba ella, sin tener ni idea, totalmente inconsciente de que el hombre que estaba a su lado no deseaba otra cosa que despojarla de esas prendas de seda y tumbarla ahí mismo, delante del hogar. Deseaba separarle los muslos, enterrarse en ella y… Se rió tristemente. Al parecer, cuatro años no le habían servido de nada para enfriar ese inapropiado ardor.
—¿Eren?
Él la miró.
—¿Qué es tan divertido?
Su pregunta; eso era lo divertido.
—No lo entenderías.
—Ponme a prueba.
—Ah, creo que no.
—Eren —insistió ella.
Él la miró y le dijo con intencionada frialdad: —Mikasa, hay cosas que no entenderás nunca.
Ella entreabrió los labios y pareció como si la hubieran golpeado. Y él se sintió horroroso, como si la hubiera golpeado.
—Qué terrible decir eso —musitó ella.
Él se encogió de hombros.
—Has cambiado —añadió ella.
Lo más doloroso era que no había cambiado. No había cambiado de ninguna de las maneras que le habrían hecho más fácil soportar su vida. Exhaló un suspiro, odiándose porque no podría soportar que ella lo odiara.
—Perdóname —dijo, pasándose la mano por el pelo—. Estoy cansado, tengo frío y soy un imbécil.
Ella sonrió al oír eso y por un momento retrocedieron en el tiempo.
—No pasa nada —dijo ella amablamente, tocándole el brazo—. Has hecho un largo viaje.
Él retuvo el aliento. Ella solía hacer eso todo el tiempo, tocarle amistosamente el brazo. Nunca en público, por supuesto, y rara vez cuando estaban solos. Colt habría estado ahí; siempre estaba ahí. Y siempre, siempre, lo había estremecido hasta el alma. Pero nunca tanto como en ese momento.
—Necesito acostarme —dijo.
Normalmente era un maestro en ocultar su desasosiego, pero esa noche no había estado preparado para verla, y además, estaba terriblemente cansado. Ella retiró la mano.
—No habrá una habitación preparada para ti. Deberías dormir en la mía. Yo dormiré aquí.
—No —dijo él, con más energía que la que habría querido—. Yo dormiré aquí, o… ¡condenación! —masculló. En tres pasos atravesó la sala y tiró del cordón para llamar.
¿De qué le servía ser el maldito conde de Paradise si no podía tener un dormitorio preparado a cualquier hora de la noche? Además, tirar el cordón para llamar significaba que pasados unos minutos llegaría un criado, y eso significaría que ya no estaría ahí solo con Mikasa. Y no era que nunca hubieran estado solos antes, pero nunca había sido por la noche y estando ella con su bata y… Volvió a tirar el cordón.
—Eren —dijo ella entonces, en un tono casi divertido—. Estoy segura que te oyeron la primera vez.
—Sí, bueno, ha sido un día muy largo. Con tormenta en el Canal y todo eso.
—Pronto tendrás que contarme tus viajes —dijo ella amablemente. Él la miró, arqueando una ceja.
—Te los habría contado en cartas.
Ella permaneció un momento con los labios fruncidos. Era una expresión que él le había visto infinidad de veces. Estaba eligiendo las palabras, decidiendo si pincharlo o no con un dardo de su legendario ingenio. Al parecer decidió no hacerlo, porque dijo:
—Estaba bastante enfadada contigo, por marcharte.
Él retuvo el aliento. Qué típico de Mikasa elegir la sinceridad sobre una réplica hiriente.
—Lo siento —dijo, y lo decía en serio.
De todos modos no habría cambiado nada. Se marchó porque lo necesitaba. Tuvo que marcharse. Tal vez eso significaba que era un cobarde; tal vez significaba que era poco hombre. Pero no estaba preparado para ser el conde. No era Colt; no podía ser Colt. Y eso era lo único que esperaban todos que fuera. Incluso Mikasa, a su indecisa manera. La contempló. Estaba totalmente seguro de que ella no entendía por qué se marchó. Tal vez creía que lo entendía, ¿pero cómo iba a entenderlo? No sabía que él la amaba; de ninguna manera podía entender lo tremendamente culpable que se sentía él por asumir los papeles que configuraban la vida de Colt.
Pero nada de eso era culpa de ella. Y mientras la miraba, frágil y orgullosa mirando el fuego, lo repitió: —Lo siento.
Ella aceptó su disculpa con un ligerísimo gesto de asentimiento.
—Debería haberte escrito —dijo, y entonces se volvió a mirarlo, con una expresión de pena en los ojos, y tal vez de disculpa también—. Pero la verdad es que no me sentía con ánimo. Pensar en ti me hacía pensar en Colt, y supongo que en ese tiempo necesitaba no pensar mucho en él.
Eren no entendió, y ni siquiera lo intentó, pero asintió de todos modos. Ella sonrió tristemente.
—Qué bien lo pasábamos los tres, ¿verdad?
Él volvió a asentir.
—Lo echo de menos —dijo, y lo sorprendió la agradable sensación que le produjo expresar eso. —Siempre me imaginaba que sería fabuloso cuando tú te casaras finalmente —continuó ella—. Habrías elegido a una mujer inteligente, ingeniosa y entretenida, seguro. Lo habríamos pasado en grande los cuatro.
Eren tosió; le pareció que era lo mejor que podía hacer. Ella levantó la vista, despertada de su ensoñación.
—¿Es que has cogido un catarro?
—Es probable. El sábado estaré en las puertas de la muerte, sin duda.
Ella arqueó una ceja. —Supongo que no esperarás que yo te cuide.
Eso era justamente la oportunidad que él necesitaba para desviar la conversación a un tema que le resultaba más cómodo.
—No es necesario —dijo, haciendo un gesto con la mano, como para descartar esa posibilidad —. No necesitaré más de tres días para atraer a una bandada de mujeres de reputación dudosa para que atiendan a todas mis necesidades.
Ella frunció ligeramente los labios, pero era evidente que eso la divertía. —El mismo de siempre, veo. Él esbozó su sonrisa sesgada.
—Nadie cambia nunca realmente, Mikasa.
Ella ladeó la cabeza, haciendo un gesto hacia el pasillo, del que llegaban los sonidos de pasos rápidos de alguien caminando en dirección a ellos. Llegó el lacayo y Mikasa asumió el mando, encargándose de darle las órdenes pertinentes, mientras él continuaba junto al hogar sin hacer otra cosa que calentarse las manos y asentir, en actitud vagamente imperiosa, manifestando su acuerdo.
—Buenas noches, Eren —dijo ella cuando el lacayo ya se alejaba a cumplir las órdenes.
—Buenas noches, Mikasa —contestó él dulcemente.
—Cuánto me alegra volverte a ver —dijo ella, entonces, y luego añadió, como si necesitara convencer de eso a uno de los dos, aunque él no supo a quién—: De verdad.
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