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CAPÍTULO 6

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Lamento no haber escrito. No, eso no es cierto, no lo lamento. No deseo escribir. No deseo pensar en…

De una carta que intentó escribir la condesa de Paradise al nuevo conde de Paradise, hecha pedazos y luego mojada con lágrimas.

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Cuando Eren se levantó a la mañana siguiente, la casa Paradise ya estaba bien provista y funcionando como corresponde a la casa de un conde. El fuego estaba encendido en todos los hogares, y en el comedor informal habían dispuesto un espléndido desayuno: huevos revueltos, jamón, beicon, salchichas, tostadas con mantequilla y mermelada, y su plato favorito: caballa hervida.

Sin embargo, Mikasa no se veía por ninguna parte. Cuando preguntó por ella al mayordomo, este le entregó un papel doblado que ella había dejado para él a primera hora de la mañana. En la nota le decía que pensaba que darían pie a habladurías si vivían juntos y solos en la casa Paradise, por lo que se había mudado a la casa de su madre, en Bruton Street, número 5, hasta que llegara de Escocia Janet o Carla. Pero lo invitaba a visitarla ese día, pues estaba segura de que tenían mucho de qué hablar.

Eren le encontró toda la razón, de modo que tan pronto como terminó de desayunar (descubriendo, con gran sorpresa, que echaba de menos los yogures y las típicas crepes dosa de su desayuno en India), salió a la calle para dirigirse a la casa Número 5, como la llamaban todos.

Decidió ir a pie; la casa no quedaba muy lejos, y el aire estaba bastante más templado sin los gélidos vientos del día anterior. Pero más que nada deseaba contemplar las vistas de la ciudad y recordar los ritmos de Londres. Nunca antes había tomado conciencia de los peculiares olores y sonidos de la capital, nunca había prestado atención a la mezcla del clop-clop de los cascos de los caballos con los festivos reclamos de las floristas y el murmullo más grave de las voces cultas.

Sentía también el sonido de sus pisadas sobre la acera, el aroma de las avellanas y almendras tostadas y la vaga sensación del peso del hollín en el aire, todo combinado para hacer ese algo único que era Londres. Se sentía casi abrumado, y eso lo encontraba raro, porque recordaba haberse sentido exactamente igual cuando desembarcó en India hacía cuatro años.

Allí, el aire húmedo, impregnado de los aromas de las especias y las flores, le había impresionado. Había sido casi como un asalto a sus sentidos, que lo adormecía y desorientaba. Y si bien su reacción a Londres no era en absoluto tan espectacular, de todos modos se sentía un extraño, un forastero, con todos sus sentidos atacados por olores y sonidos que no deberían resultarle tan desconocidos. ¿Se había convertido en extranjero en su propio país? Esa conclusión era casi estrafalaria; sin embargo, caminando por las atiborradas calles del sector comercial más elegante de Londres, no podía evitar pensar que destacaba, que cualquier persona que lo mirara sabría al instante que era diferente, que estaba fuera de lugar, ajeno a la vida y existencia británica. O también podría ser, concedió, al mirar su reflejo en un escaparate, el bronceado.

El color tostado de su piel tardaría semanas en desaparecer, o tal vez meses. Su madre se escandalizaría cuando lo viera. Ese pensamiento lo hizo sonreír. Le gustaba bastante escandalizar a su madre. Nunca se había hecho tan adulto que eso dejara de divertirlo.

Dobló la esquina en Bruton Street y fue dejando atrás las pocas casas hasta llegar al número 5. Había estado ahí antes, por supuesto. La madre de Mikasa siempre definía la palabra «familia» de la manera más amplia posible, de modo que a él siempre lo invitaban, junto con Colt y Mikasa, a todas las fiestas y acontecimientos de la familia Ackerman.

Cuando llegó, lady Ackerman ya estaba en el salón verde y crema, tomando una taza de té sentada ante su escritorio junto a la ventana.

—¡Eren! —exclamó, con evidente afecto, levantándose—. ¡Qué alegría verte!

—Lady Ackerman —saludó él, cogiéndole la mano e inclinándose a besarle galantemente el dorso.

—Nadie hace eso como tú —dijo ella, aprobadora. —Uno tiene que cultivar sus mejores artes. Y no te puedes imaginar cuánto agradecemos que lo hagas las señoras de cierta edad.

Él esbozó su sonrisa pícara, diabólica.

—¿Y una cierta edad es… treinta y uno?

Lady Ackerman era el tipo de mujer a la que la edad hace más hermosa, y la sonrisa que le dirigió fue francamente radiante.

—Siempre eres bienvenido en esta casa, Eren Jaeger.

Él sonrió y se sentó en el sillón de respaldo alto que ella le indicó.

—Ay, Dios —dijo ella, frunciendo el ceño—. Debo pedir disculpas. Supongo que ahora debo llamarte Lord Paradise.

—Eren está muy bien.

—Sé que ya han pasado cuatro años —continuó ella—, pero como no te había visto…

—Puede llamarme como quiera —dijo él afablemente.

Era curioso. Ya se había acostumbrado, por fin, a que lo llamaran Paradise, se había adaptado a que su título reemplazara a su apellido. Pero eso era en India, donde nadie lo había conocido antes como el simple señor Jaeger, y tal vez, más importante aún, nadie había conocido a Colt como el conde. Oír su título en boca de Helen Ackerman le resultaba bastante desconcertante, sobre todo porque ella, como era la costumbre de muchas suegras, normalmente hablaba de Colt como de su hijo. Pero si ella percibió su incomodidad interior, no lo demostró con ningún gesto.

—Si vas a ser tan acomodadizo —dijo—, yo debo serlo también. Llámame Helen, por favor. Ya es hora.

—Ah, no podría —se apresuró a decir él.

Y lo decía en serio. Ella era lady Ackerman. Era… Bueno, no sabía qué era, pero de ninguna manera podría ser «Helen» para él.

—Insisto, Eren, y seguro que ya sabes que normalmente me salgo con la mía. Él no vio manera de ganar en esa discusión, de modo que simplemente suspiró y dijo:

—No sé si sería correcto besarle la mano a una Helen. Sería escandalosamente íntimo, ¿no le parece?

—No te atrevas a dejar de hacerlo.

—Habría habladurías.

—Creo que mi reputación puede soportar eso.

—Ah, ¿pero puede la mía?

Ella se echó a reír. —Eres un pícaro.

—Merecido me lo tengo —dijo él, reclinándose en el respaldo.

—¿Te apetecería un té? —ofreció ella, apuntando hacia la delicada tetera de porcelana que estaba sobre su escritorio al otro lado del salón—. El mío ya se ha enfriado, pero me hará feliz llamar para que traigan más.

—Me encantaría.

—Supongo que te habrás puesto exigente para el té, después de tantos años en India —dijo ella, levantándose para ir a tirar el cordón. Él se apresuró a levantarse también.

—No es lo mismo —dijo—. No sabría explicarlo, pero nada sabe igual al té en Inglaterra.

—¿Crees que será la calidad del agua?

Él sonrió disimuladamente.

—La calidad de la mujer que lo sirve.

Ella se rió. —Tú, milord, necesitas una esposa. Inmediatamente.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

—Porque en tu actual estado eres claramente un peligro para las mujeres solteras de todas partes.

Él no pudo resistirse a una última galantería pícara.

—Espero que te incluyas entre esas mujeres solteras, Helen.

—¿Estás coqueteando con mi madre? —dijo una voz desde la puerta.

Era Mikasa, por supuesto, impecablemente ataviada con un vestido de mañana color lavanda, adornado con una franja bastante intrincada de encaje de Bruselas. Daba la impresión de estar esforzándose en ser severa con él.

Y no lo conseguía del todo. Mientras observaba a las dos damas tomar sus asientos, se tomó el tiempo para curvar los labios en una sonrisa enigmática.

—He viajado por el mundo, Mikasa, y puedo decir, sin la menor duda, que hay pocas mujeres a las que preferiría a tu madre para coquetear.

—Ahora mismo te invito a cenar esta noche —declaró Helen—, y no aceptaré un no.

Eren se rió. —Será un honor.

—Eres incorregible —masculló Mikasa, sentada enfrente de él.

Él se limitó a dirigirle su sonrisa despreocupada. Todo iba bien, pensó. La mañana estaba transcurriendo exactamente como había deseado y esperado: él y Mikasa reasumiendo sus papeles y costumbres. Él volvía a ser el temerario encantador y ella simulaba que lo regañaba, y todo era tal y como había sido antes de que muriera Colt. Esa noche se había dejado vencer por la sorpresa. No había esperado verla. Y no fue capaz de colocar firmemente en su lugar su persona pública. Y no todo era pura representación por su parte. Siempre había sido un poco temerario, y probablemente era un seductor incorregible. A su madre le encantaba decir que hechizaba a las damas desde que tenía cuatro años. Solamente cuando estaba con Mikasa era absolutamente importante que ese aspecto de su personalidad ocupara el primer plano, estuviera en la superficie, para que ella nunca sospechara lo que había debajo.

—¿Qué planes tienes ahora que has vuelto? —le preguntó Helen.

Eren se volvió hacia ella con su muy bien lograda expresión impasible.

—En realidad no lo sé —contestó, avergonzado por tener que reconocer para sí mismo que eso era cierto—. Me imagino que me tomaré un tiempo para comprender qué se espera exactamente de mí en mi nuevo papel.

—Estoy segura de que Mikasa puede ayudarte en ese aspecto —dijo Helen.

—Solo si lo desea —dijo él tranquilamente.

—Claro que sí —exclamó Mikasa, girándose ligeramente al sentir entrar a una criada con la bandeja del té—. Te ayudaré en todo lo que necesites.

—Qué rapidez —comentó Eren.

—Estoy loca por el té —explicó Helen—. Lo bebo todo el día. En la cocina siempre tienen agua a punto de hervir.

—¿Vas a querer una taza, Eren? —preguntó Mikasa, que se había hecho cargo de servirlo.

—Sí, gracias.

—Nadie conoce Paradise como Mikasa —continuó Helen, con todo el orgullo de madre—. Te será muy valiosa.

—No me cabe duda de que tiene toda la razón —dijo Eren, cogiendo la taza que le pasaba Mikasa. Recordaba cómo lo tomaba, observó: con leche y sin azúcar. Se sintió inmensamente complacido por eso—. Ha sido la condesa durante seis años, y durante cuatro ha tenido que ser el conde también.

—Al ver la sorprendida mirada de Mikasa, añadió—. En todo a excepción del título. Ah, vamos, Mikasa, tienes que darte cuenta de que eso es cierto.

—Esto…

—Y de que eso es un cumplido —añadió él—. Mi deuda contigo es mucho mayor de lo que podría pagar. No podría haber estado tanto tiempo ausente si no hubiera sabido que el condado estaba en manos tan capaces.

Mikasa se ruborizó, y eso lo sorprendió. En todos los años que la conocía, podía contar con los dedos de una mano las veces que había visto sus mejillas sonrojadas.

—Gracias —dijo ella—. No ha sido muy difícil, te lo aseguro.

—Tal vez, pero se agradece de todos modos.

Dicho eso se llevó la taza a los labios, permitiendo así que las damas dirigieran la conversación a partir de ese momento. Y eso hicieron. Helen le hizo preguntas acerca de su estancia en India, y antes de darse cuenta les estaba hablando de palacios, princesas, caravanas y platos con curry. Decidió dejar de lado a los merodeadores y a la malaria, considerando que esos no eran temas de conversación apropiados para un salón. Pasado un rato cayó en la cuenta de que estaba disfrutando inmensamente. Tal vez había tomado la decisión correcta al volver, reflexionó, durante el momento en que Helen explicaba algo sobre un baile con tema indio al que había asistido el año anterior. Realmente podría ser muy agradable estar de vuelta en casa.

Una hora después, Mikasa se encontraba caminando por Hyde Park cogida del brazo de Eren. Había aparecido el sol por entre las nubes y cuando ella declaró que no podía resistirse al buen tiempo, Eren no tuvo más remedio que ofrecerse a acompañarla a dar un paseo.

—Es como en los viejos tiempos —comentó, poniendo la cara hacia el sol.

Posiblemente acabaría con un horrible bronceado o, como mínimo, con pecas, pero de todos modos su cara siempre parecería porcelana blanca al lado de la de Eren, cuya piel lo señalaba inmediatamente como un recién retornado del trópico.

—¿Caminar, quieres decir? —preguntó él—. ¿O te refieres a tu experta manipulación para que te acompañara?

—A las dos cosas, por supuesto —dijo ella, tratando de mantener la cara seria—. Solías acompañarme a pasear muchísimo. Siempre que Colt estaba ocupado.

—Cierto. Continuaron caminando en silencio un rato y de pronto él dijo:

—Me sorprendí esta mañana al descubrir que te habías marchado.

—Espero que comprendas por qué tenía que marcharme. No lo deseaba, por supuesto. Volver a la casa de mi madre me hace sentir como si hubiera retrocedido a la infancia. —Frunció los labios, fastidiada—. La adoro, por supuesto, pero me he acostumbrado a tener y llevar mi propia casa.

—¿Quieres que me vaya yo a vivir a otra casa?

—Noo, no, de ninguna manera —se apresuró a decir ella—. Tú eres el conde. La casa Paradise te pertenece a ti. Además, Carla y Janet se iban a venir una semana después que yo; no tardarán en llegar. Y entonces podré volver a la casa.

—Ánimo, Mikasa, estoy seguro de que lo soportarás.

Ella lo miró de reojo.

—Esto no es algo que puedas comprender, ni que pueda comprender ningún hombre, por cierto, pero prefiero mi situación de mujer casada a la de debutante. Cuando estoy en la Número Cinco, con Ilse y Hanna, que viven ahí, me siento como si estuviera nuevamente en mi primera temporada, atada por todas las reglas y reglamentos de etiqueta que la acompañan.

—No todas —observó él—. Si eso fuera así, no se te permitiría estar paseando conmigo en estos momentos.

—Cierto —concedió ella—. En especial contigo, me imagino.

—¿Y qué debo entender con eso?

Ella se rió.

—Ah, vamos, Eren. ¿De veras crees que te ibas a encontrar tu reputación blanqueada simplemente porque has estado cuatro años fuera del país?

—Mikasa…

—Eres una leyenda.

Él pareció horrorizado.

—Es cierto —dijo ella, extrañada de que él se sorprendiera tanto—. Buen Dios, las mujeres siguen hablando de ti.

—No a ti, espero —masculló a él.

—A mí más que a nadie. —Sonrió traviesa—. Todas querían saber cuándo pensabas volver. Y seguro que será peor cuando se propague la noticia de que has vuelto. Debo decir que es un papel bastante extraño el mío, ser la confidente del libertino más notorio de Londres.

—Confidente, ¿eh?

—¿De qué otra manera lo llamarías?

—No, no, confidente es una palabra perfectamente adecuada. Lo que pasa es que si crees que yo te he confiado todo…

Mikasa lo miró fastidiada. Eso era muy típico de él: dejar las frases sin terminar, a propósito, dejándole la imaginación ardiendo de preguntas.

—Deduzco entonces —musitó—, que no nos contaste todo lo que hacías en India.

Él se limitó a sonreír, con esa sonrisa diabólica.

—Muy bien. Permíteme entonces que pase a un tema de conversación más respetable. ¿Qué piensas hacer ahora que has vuelto? ¿Vas a ocupar tu escaño en el Parlamento? Dio la impresión de que él no había considerado eso.

—Eso es lo que habría deseado Colt —añadió ella, a sabiendas de que eso era una manipulación diabólica.

Eren la miró algo enfurruñado, y sus ojos le dijeron que no le gustaban sus tácticas.

—Tendrás que casarte también —continuó.

—¿Y tú piensas hacer el papel de casamentera? —preguntó él, malhumorado.

—Si quieres… —repuso ella, encogiéndose de hombros—. Seguro que no podría hacer el trabajo peor que tú.

—Buen Dios —gruñó él—. Solo llevo un día aquí. ¿Tenemos que hablar de esto ahora?

—Noo, claro que no. Pero ha de ser pronto. No te estás haciendo más joven.

Él la miró horrorizado.

—No logro imaginarme permitiendo que alguien me hable de esa manera.

—No olvides a tu madre —replicó ella, sonriendo satisfecha.

—Tú no eres mi madre —dijo él, en un tono tal vez demasiado enérgico.

—Gracias al cielo por eso. Ya habría muerto de paro cardiaco hace años. No sé cómo lo hace ella.

Él se detuvo.

—No soy tan malo.

Ella se encogió delicadamente de hombros.

—¿No?

Y él se quedó sin habla. Absolutamente mudo. Esa conversación la habían tenido infinitas veces, pero en ese momento había algo diferente. Notaba un filo en el tono de su voz, una especie de intención de pincharlo con sus palabras que no existía antes. O tal vez simplemente nunca lo había notado.

—Vamos, no te horrorices tanto, Eren —dijo ella, pasando el brazo por delante y dándole unas palmaditas en el brazo—. Es cierto que tienes una reputación terrible, pero eres encantador, así que siempre se te perdona.

¿Así era como lo veía ella?, pensó él. ¿Y por qué lo sorprendía tanto? Aquella era justamente la imagen que había intentado crearse.

—Y ahora que eres el conde —continuó ella—, las mamás se van a tropezar entre ellas para lograr casarte con sus preciosas hijas.

—Tengo miedo —dijo él en voz baja—. Mucho miedo.

—Y bien que debes —dijo ella, sin la más mínima compasión—. A mí me van a volver loca pidiéndome información, te lo aseguro. Tienes la suerte de que esta mañana encontré un momento para hablar en privado con mi madre y la hice prometer que no pondría a Ilse ni a Hanna en tu camino. Porque lo haría también —añadió, visiblemente encantada con la conversación.

—Creo recordar que te gustaba poner a tus hermanas en mi camino.

Ella frunció ligeramente los labios. —Eso fue hace años —repuso, agitando las manos como si quisiera echar a volar sus palabras al viento—. Tú no les convienes.

Él nunca había sentido ningún deseo de cortejar a sus hermanas, pero no pudo dejar pasar la oportunidad de darle un pequeño pinchazo con palabras también.

—¿A Ilse o a Hanna? —preguntó.

—A ninguna de las dos —contestó ella, tan irritada que lo hizo sonreír—. Pero yo te encontraré a alguien, así que no te preocupes.

—¿Estaba preocupado?

Mikasa era un libro abierto, igual que lo era hacía años. Siempre había deseado controlar su vida.

—Eren… —murmuró ella, en una especie de suspiro que expresaba más sufrimiento del que tenía derecho a sentir.

—Acabo de volver. Solo he estado un día en la ciudad —dijo él—. Un día. Estoy cansado, y por mucho que haya salido el sol, sigo sintiendo el maldito frío, y ni siquiera han sacado mis cosas de mis baúles. Dame por lo menos una semana antes de empezar a planear mi boda.

—¿Una semana, entonces? —preguntó ella, astutamente.

—Mikasa —dijo él, en tono de advertencia.

—Muy bien —dijo ella, descartando la advertencia—. Pero no vengas después a decirme que no te lo advertí. Cuando aparezcas en sociedad y las jovencitas con sus madres te arrinconen, dispuestas al ataque… Él se estremeció al imaginárselo, y sabía que era probable que ella tuviera razón. —… vendrás a suplicarme que te ayude —terminó ella, mirándolo con una expresión fastidiosamente satisfecha.

—Eso seguro —dijo él, mirándola con una sonrisa paternalista que sabía que ella detestaba—. Y cuando ocurra eso, te prometo que estaré debidamente prostrado por el arrepentimiento, contrición, vergüenza y cualquiera otra emoción que quieras atribuirme.

Entonces ella se echó a reír, lo que le calentó el corazón más de lo que debería. Siempre lograba hacerla reír. Ella se volvió hacia él, le sonrió y le dio una palmadita en el brazo.

—Me alegra que hayas vuelto.

—Es agradable estar de vuelta —dijo él. Y aunque esas palabras le salieron automáticamente, comprendió que las decía en serio. Era agradable estar otra vez allí. Difícil, pero agradable. Aunque ni siquiera valía la pena quejarse de lo difícil; de ninguna manera podía decir que eso fuera algo a lo que no estaba acostumbrado.

—Debería haber traído pan para las aves —musitó ella.

—¿En el Serpentine? —preguntó él, sorprendido.

Había paseado muchas veces con Mikasa por Hyde Park, y siempre trataban de evitar las orillas del Serpentine como a la peste. Siempre había allí muchas niñeras y niños, chillando como salvajes (muchas veces las niñeras gritaban más que los niños), y él tenía por lo menos un conocido que una vez recibió el golpe de una barra de pan en la cabeza. Al parecer nadie le había dicho al pequeño aspirante a jugador de cricket que debía partir la barra de pan en trozos más manejables, y menos peligrosos.

—Me encanta tirarles pan a las aves —dijo Mikasa, algo a la defensiva—. Además, hoy no hay demasiados niños ahí. Todavía hace un poco de frío.

—Eso nunca nos acobardó a Colt ni a mí —comentó él, bravamente.

—Sí, bueno, eres escocés —replicó ella—. Tu sangre circula bastante bien medio congelada.

Él sonrió de oreja a oreja. —Somos gente fuerte los escoceses.

Eso tenía mucho de broma. Con tanta mezcla por matrimonios, la familia era tan inglesa como escocesa, e incluso tal vez más inglesa, pero puesto que Paradise estaba firmemente situado en Escocia entre los condados del margen occidental, los Jaeeger se aferraban a su legado escocés como a una insignia de honor. Encontraron un banco no muy alejado del Serpentine y se sentaron a contemplar ociosamente los patos en el agua.

—Cualquiera diría que podrían buscarse un lugar más cálido —comentó Eren—. En Francia, tal vez.

—¿Y perderse toda la comida que les arrojan los niños? —repuso Mikasa, sonriendo irónica —. No son estúpidos.

Él simplemente se encogió de hombros. Estaba lejos de pretender conocer la conducta de las aves.

—¿Cómo encontraste el clima en India? —preguntó ella—. ¿Hace tanto calor como dicen?

—Más. O tal vez no. No lo sé. Me imagino que las descripciones son perfectamente exactas. El problema es que ningún inglés puede entender realmente lo que significan esas descripciones hasta que llega ahí.

Ella lo miró interrogante.

—Hace más calor del que podrías imaginarte —explicó él.

—Eso me parece… Bueno, no sé qué me parece.

—El calor no es tan difícil de soportar como los insectos.

—Eso lo encuentro horroroso.

—Seguramente no te gustaría. Por un tiempo prolongado, en todo caso.

—Me encantaría viajar —dijo ella, entonces, en voz baja—. Siempre hacía planes.

Dicho eso se quedó callada, asintiendo levemente, como si estuviera distraída. Estuvo tanto rato bajando y levantando el mentón de esa manera que él pensó que se había olvidado de que lo hacía. Y entonces observó que tenía los ojos fijos en un punto en la distancia. Estaba observando algo, pero él no lograba imaginarse qué. No había nada interesante a la vista, aparte de una niñera pálida empujando un coche de bebé.

—¿Qué miras? —preguntó al fin.

Ella no contestó; simplemente continuó mirando.

—¿Mikasa?

Entonces ella se volvió a mirarlo.

—Deseo tener un bebé.

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