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CAPÍTULO 7

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…tenía la esperanza de que por estas fechas ya habría recibido alguna carta tuya, aunque claro, es imposible fiarse del correo cuando tiene que viajar tan lejos. Solo la semana pasada me enteré de la llegada de una saca de correspondencia que tardó dos años enteros en llegar; muchos de los destinatarios ya habían vuelto a Inglaterra. Mi madre me dice que estás bien y totalmente recuperada de tu tragedia; me alegra saberlo. Mi trabajo aquí continúa siendo un buen reto, y muy satisfactorio. Me he ido a vivir a una casa fuera de la ciudad, como hacen la mayoría de los europeos aquí en Madrás. Sin embargo, me encanta visitar la ciudad; tiene una apariencia bastante griega, o, mejor dicho, lo que yo me imagino que es griego puesto que nunca he visitado ese país. El cielo es azul, tan azul que casi es cegador, casi lo más azul que he visto en mi vida.

De la carta del conde de Paradise a la condesa de Paradise, seis meses después de su llegada a India.

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—Perdón, ¿qué has dicho? —preguntó él.

Estaba horrorizado, comprendió ella. Incluso esa pregunta pareció hacerla farfullando. No le había hecho esa declaración con el fin de producirle esa reacción, pero al verlo sentado ahí, boquiabierto, con la mandíbula colgando, no pudo dejar de sentir cierto placer por haber conseguido eso.

—Deseo tener un bebé —repitió, encogiéndose de hombros—. ¿Hay algo sorprendente en eso?

Él estuvo un momento moviendo los labios, pero no le salió ningún sonido.

—Bueno…, no… pero…

—Tengo veintiséis años.

—Sé que edad tienes —dijo él, algo irritado.

—Cumpliré veintisiete a fines de abril —añadió ella—. No creo que sea tan raro que desee tener un hijo.

Los ojos de él seguían vagamente velados, algo vidriosos. —No, claro que no, pero…

—¡Y no tengo por qué darte explicaciones!

—No te las he pedido —repuso él, mirándola como si de pronto le hubiera brotado otra cabeza.

—Lo siento, perdona —balbuceó, contrita—. Mi reacción ha sido exagerada.

Él no dijo nada, y eso la irritó. Como mínimo, podría haber dicho algo para llevarle la contraria. Habría sido una mentira, pero de todos modos habría sido lo amable, lo cortés. Finalmente, dado que el silencio ya se le hacía insoportable, musitó:

—Muchas mujeres desean tener hijos.

—De acuerdo —dijo él, tosiendo—. Sí, claro. Pero…, ¿no te parece que primero podrías necesitar un marido?

—Por supuesto —replicó ella, mirándolo más indignada aún—. ¿Por qué crees que me he venido antes a Londres?

Él la miró como si no entendiera.

—Quiero comprarme un marido —explicó ella, como si le estuviera hablando a un bobo.

—Qué manera más mercenaria de expresarlo.

Ella frunció los labios.

—Es que es así. Y tal vez será mejor que te acostumbres a la idea, por ti mismo. Es exactamente así como van hablar de ti las damas muy pronto.

—¿Tienes pensado algún caballero en particular? —preguntó él, desentendiéndose de la última frase.

Ella negó con la cabeza.

—Todavía no. Aunque me imagino que cuando comience a buscar surgirá alguien. —Intentó decir eso con alegría, pero la voz le fue bajando de tono y volumen—. Seguro que mis hermanos tienen amigos —concluyó en un balbuceo.

Él la miró y luego se echó un poco hacia atrás, y se quedó contemplando el agua.

—Te he horrorizado.

—Pues… sí.

—Normalmente eso me causaría un inmenso placer —dijo ella, sonriendo irónica.

Él no contestó, pero puso los ojos ligeramente en blanco.

—No puedo hacer luto por Colt eternamente —continuó ella—. Es decir, puedo y lo haré, pero… —se interrumpió, al darse cuenta, fastidiada, de que estaba a punto de echarse a llorar—. Y la peor parte de esto es que es posible que ni siquiera pueda tener hijos. Con Colt me llevó dos años concebir, y fíjate cómo estropeé eso.

—Mikasa, no debes echarte la culpa del aborto espontáneo —dijo él enérgicamente.

Ella emitió una risita amargada. —¿Te imaginas? ¿Que me case con alguien para tener un hijo y luego no tenga ninguno?

—Eso ocurre todo el tiempo —dijo él afablemente. Eso era cierto, pero no la hacía sentirse mejor.

Ella tenía opciones. No tenía por qué casarse; si continuaba viuda estaría bien cuidada y mantenida, y sería maravillosamente independiente. Si se casaba, no, «cuando» se casara (tenía que comprometerse mentalmente a la idea) no sería por amor. No tendría un matrimonio como el que tuvo con Colt; una mujer sencillamente no encuentra un amor así dos veces en la vida. Se iba a casar para tener un bebé, y no había ninguna garantía de que lo tuviera.

—¿Mikasa?

Ella no lo miró, continuó en la misma posición, pestañeando, tratando angustiosamente de contener las lágrimas que le hacían arder las comisuras de los ojos. Eren le ofreció un pañuelo, pero ella no quiso darse por enterada de ese solícito gesto. Si cogía el pañuelo tendría que llorar; nada se lo impediría.

—Debo rehacer mi vida —dijo, en tono desafiante—. Debo. Colt ya no está y yo…

Entonces le ocurrió algo de lo más extraño. Aunque «extraño» no era la palabra correcta. Chocante, tal vez, espantoso, vergonzoso, o tal vez no existía una palabra para expresar el tipo de sorpresa que pareció detenerle los latidos del corazón, dejándola inmóvil, incapaz de respirar. Se giró hacia él, lo cual era lo más natural del mundo. Se había vuelto hacia él cientos, no, miles de veces. Él podía haber pasado los cuatro últimos años en India, pero le conocía la cara, y conocía su sonrisa. En realidad, lo sabía todo acerca de él.

Pero esta vez fue diferente. Se volvió hacia él, pero no había esperado que él ya estuviera vuelto hacia ella. Tampoco había esperado que su cara estuviera tan cerca como para verle las pintitas verdes de los ojos. Además de todo eso, lo principal era que tampoco se había imaginado que bajaría la mirada a sus labios. Eran unos labios llenos, exuberantes, bellamente modelados. Y ella conocía la forma de sus labios, por supuesto, tan bien como conocía la forma de los de ella, pero nunca antes los había mirado de verdad, nunca se había fijado en que no tenían un color parejo, ni en que la curva del labio inferior era francamente muy sensual y… Se levantó, tan rápido que casi perdió el equilibrio.

—Tengo que irme —dijo, y la sorprendió que su voz sonara como la de ella y no como la de algún demonio monstruoso—. Tengo una cita. Lo había olvidado.

—Sí, por supuesto —dijo él, levantándose también.

—Con la modista —añadió ella, como si dar detalles fuera a hacer más convincente la mentira —. Todos mis vestidos son de colores de medio luto.

—No te sientan bien —asintió él.

—Muy amable al señalarlo —dijo ella, irritada.

—Deberías usar azul —dijo él.

Ella asintió con un movimiento brusco, todavía bastante desequilibrada.

—¿Te sientes mal?

—Estoy muy bien —contestó entre dientes. Y puesto que no habría engañado a nadie con ese tono, añadió con más suavidad—: Estoy muy bien, te lo aseguro. Simplemente detesto retrasarme.

Eso era cierto, y él lo sabía, así que era de esperar que atribuyera a eso su brusquedad.

—Muy bien —dijo él afablemente.

Durante todo el trayecto de vuelta a la casa Número Cinco, Mikasa no paró de parlotear. Tenía que presentar una buena fachada, decidió, sintiéndose bastante agitada, casi febril. De ninguna manera podía permitir que él adivinara lo que había ocurrido en su interior en ese banco junto al Serpentine. Claro que ya sabía que Eren era guapo, muy guapo, en realidad. Pero eso había sido hasta ahora una especie de conocimiento abstracto.

Pero de repente… En ese momento… Lo miró y vio algo totalmente diferente. Vio a un hombre. Y eso la asustaba de muerte.

Mikasa solía pensar que toda buena conducta implica una acción; por lo tanto, tan pronto como entró en la casa de vuelta del paseo, fue a buscar a su madre para informarla de que necesitaba visitar a la modista inmediatamente. Al fin y al cabo, lo mejor era convertir en verdad la mentira cuanto antes. Su madre se mostró sencillamente encantada de que ella hubiera decidido abandonar los colores oscuros y lavandas de medio luto, de modo que antes que transcurriera una hora, las dos estaban cómodamente instaladas en el elegante coche de Helen, en marcha hacia las selectas tiendas de Bond Street.

Normalmente a Mikasa la habría erizado la intromisión de Helen; ella era muy capaz de elegir su ropa, gracias, pero ese día encontraba curiosamente consoladora la presencia de su madre. Y no era que su madre no fuera siempre un consuelo. Sencillamente ella prefería su independiente con más frecuencia que menos, y no le gustaba nada que la consideraran «una de esas chicas Ackerman». Y en cierto modo muy extraño, la desconcertaba bastante esa inminente visita a la modista. Aunque habría sido necesaria una tortura con todos sus más atroces detalles para que lo reconociera, se sentía simplemente aterrada. Aun en el caso de que no hubiera decidido que ya era hora de volverse a casar, quitarse la ropa de viuda señalaba un inmenso cambio, un cambio para el cual no estaba segura de estar preparada.

Sentada en el coche, se miró la manga; el capote le cubría el vestido, pero sabía que el vestido que llevaba era color lavanda. Y encontraba algo tranquilizador en ese color, algo serio, formal, algo que le inspiraba confianza. Ya hacía tres años que usaba ese color, o gris. Y antes, todo el año anterior, negro. Esos colores de luto habían sido una especie de insignia, comprendió, una especie de uniforme. No había necesidad de preocuparse de qué es uno cuando la ropa lo proclama con tanta fuerza.

—¿Madre? —dijo, antes de darse cuenta de que quería hacer una pregunta.

—¿Sí, cariño? —contestó Helen, girándose a mirarla sonriendo.

—¿Por qué nunca te volviste a casar?

Helen entreabrió ligeramente los labios y Mikasa vio, sorprendida, que se le habían puesto los ojos brillantes.

—¿Sabes que esta es la primera vez que uno de vosotros me hace esa pregunta?

—No puede ser. ¿Estás segura?

Helen asintió. —Ninguno de mis hijos me lo ha preguntado. Lo recordaría.

—No, no, claro que lo recordarías —se apresuró a decir Mikasa.

Pero lo encontraba extraño. Y desconsiderado, en realidad. ¿Por qué ninguno de ellos le había hecho esa pregunta a su madre? Esa era la pregunta más candente imaginable. Y aun en el caso de que a ninguno de ellos le importara la respuesta para satisfacer una curiosidad personal, ¿no comprendían lo importante que era para Helen? ¿Es que no deseaban conocer a su madre? ¿Conocerla de verdad?

—Cuando murió tu padre… —dijo Helen—. Bueno, no sé cuánto recordarás, pero fue muy repentino. Nadie se lo esperaba.

Emitió una risita triste y Mikasa pensó si alguna vez ella sería capaz de reírse al hablar de la muerte de Colt, aun cuando la risa estuviera teñida por la tristeza.

—Por una picadura de abeja —añadió Helen. —¿Quién lo habría creído posible?. No sé cuánto lo recuerdas, pero tu padre era un hombre muy corpulento. Tan alto como tu hermano Phil y tal vez de hombros más anchos. Simplemente no se te ocurriría que una abeja… —se interrumpió, sacó un pañuelo y se cubrió la boca, para aclararse la garganta—. Bueno, fue una muerte inesperada. La verdad es que no sé qué más decir, aparte de… —se giró a mirarla con esos ojos tan dolorosamente sabios—. Aparte de que me imagino que tú lo entiendes mejor que nadie.

Mikasa asintió, sin siquiera intentar frotarse los ojos para aliviar el ardor que sentía detrás de los párpados.

—En todo caso —dijo Helen, como si estuviera impaciente por continuar—, después de su muerte, yo estaba… pasmada, atontada. Me sentía como si fuera caminando por una niebla. No sé cómo me las arreglé para funcionar ese primer año. Ni los años siguientes. Así que no se me podía ni ocurrir pensar en matrimonio.

—Lo sé —dijo Mikasa dulcemente. Y lo sabía.

—Y después… bueno, no sé qué ocurrió. Tal vez simplemente no conocí a ningún hombre con el que me hubiera gustado compartir mi vida. Tal vez amaba demasiado a tu padre. —Se encogió de hombros—. Tal vez nunca vi la necesidad. Después de todo, yo estaba en una posición muy distinta a la tuya. Era mayor, no lo olvides, y ya era madre de ocho hijos. Y tu padre nos dejó en muy buena situación económica. Yo sabía que nunca nos faltaría nada.

—Colt dejó Paradise en muy buena situación —se apresuró a decir Mikasa.

—Claro que sí —dijo Helen, dándole una palmadita en la mano—. Perdona. No quise dar a entender lo contrario. Pero tú no tienes ocho hijos, Mikasa. —El gris de sus ojos pareció intensificarse—. Además, tienes mucho tiempo por delante para pasarlo sola.

—Lo sé, lo sé —dijo Mikasa, asintiendo con movimientos bruscos—. Lo sé, pero no logro… no puedo…

—¿No puedes qué?

—No puedo… —Mikasa bajó la cabeza; no sabía por qué, pero no podía apartar la vista del suelo—. No logro librarme de la sensación de que voy a hacer algo incorrecto, que voy a deshonrar a Colt, deshonrar nuestro matrimonio.

—Colt habría deseado que fueras feliz.

—Lo sé, lo sé. Claro que lo desearía. Pero, ¿no lo ves…? —Levantó la cabeza y miró la cara de su madre, buscando algo, no sabía qué; tal vez aprobación, tal vez simplemente amor, puesto que era consolador buscar algo que ya sabía que encontraría—. Ni siquiera busco eso —continuó —. No voy a encontrar a alguien como Colt. Eso lo he aceptado. Y encuentro incorrecto casarme esperando menos.

—No encontrarás a alguien como Colt, es cierto —dijo Helen—. Pero podrías encontrar un hombre que te vaya igual de bien, solo que de un modo diferente.

—Tú no lo encontraste.

—No, pero yo no lo busqué. No lo busqué en absoluto.

—¿Desearías haberlo buscado?

Helen abrió la boca, pero no le salió ningún sonido, ni siquiera aliento. Al fin dijo:

—No lo sé, Mikasa. Sinceramente, no lo sé. —Y entonces, dado que el momento exigía un poco de risa, añadió—: Ciertamente no deseaba tener más hijos.

Mikasa no pudo evitar sonreír. —Yo sí —dijo en voz baja—. Deseo tener un bebé.

—Eso me pareció.

—¿Por qué no me lo has preguntado?

Helen ladeó la cabeza. —¿Por qué tú nunca me preguntaste por qué no me volví a casar?

Mikasa sintió bajar la mandíbula. No debería sorprenderla tanto la perspicacia de su madre.

—Si fueras Ilse, creo que habrías dicho algo —dijo entonces Helen—. O cualquiera de tus hermanas, si es por eso. Pero tú… —sonrió, nostálgica—. Tú no eres igual. Nunca lo has sido. Ya de niña eras diferente. Y necesitabas poner distancia.

Impulsivamente Mikasa le cogió la mano y se la apretó. —Te quiero, ¿sabías eso?

—Más bien lo sospechaba —dijo Helen, sonriendo.

—¡Madre!

—Muy bien, claro que lo sabía. ¿Cómo podrías no quererme cuando yo te quiero tanto, tanto?

—No te lo he dicho —dijo Mikasa, sintiéndose horrorizada por esa omisión—. Al menos, no últimamente.

—No pasa nada —dijo Helen, apretándole la mano también—. Has tenido otras cosas en la cabeza.

Mikasa no supo bien por qué, pero eso la hizo reír en voz baja.

—Te quedas algo corta, debo decir.

Helen simplemente sonrió.

—Madre, ¿puedo hacerte otra pregunta?

—Por supuesto.

—Si encuentro a alguien, no igual que Colt, claro, pero de todos modos conveniente para mí… Si no encuentro alguien así, y me caso con un hombre que me guste bastante pero al que tal vez no ame… ¿sería correcto eso?

Helen estuvo un buen rato en silencio, pensando la respuesta.

—Creo que solo tú puedes saber la respuesta a eso —dijo al fin—. Yo no diría no, por supuesto. La mitad de los aristócratas, más de la mitad, en realidad, tienen ese tipo de matrimonio, y son muy pocos los que están totalmente contentos. Pero tú tendrás que hacer tus propios juicios cuando surja la oportunidad. Cada persona es diferente, Mikasa. Creo que tú sabes eso mejor que la mayoría. Y cuando un hombre te pida la mano, tendrás que juzgarlo por sus méritos y no por algún criterio arbitrario que te hayas impuesto por adelantado.

Su madre tenía razón, por supuesto, pensó Mikasa, pero estaba tan harta de sentirse liada y complicada que esa no era la respuesta que deseaba. Y nada de eso se refería al problema que tenía en lo más profundo del corazón. ¿Qué ocurriría si realmente conocía a un hombre que la hiciera sentirse como se sentía con Colt? No podía imaginárselo, en realidad, lo encontraba tremendamente improbable. Pero, ¿y si ocurría? ¿Cómo podría vivir consigo misma entonces?

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Eren encontraba algo bastante satisfactorio en sentirse con un humor de perros, por lo que decidió entregarse de lleno a esa emoción. Se fue dando patadas a una piedra todo el camino a casa. Le gruñó a una persona que le dio un codazo al pasar junto a él en la acera. Abrió la puerta de su casa con una ferocidad tal que la estrelló en la pared de piedra. O mejor dicho, la habría estrellado, si su maldito mayordomo no hubiera estado tan atento que la abrió antes de que él alcanzara a tocar la manilla. Pero pensó abrirla de golpe, lo cual ya era una satisfacción. Y entonces subió la escalera pisando fuerte y se dirigió a su habitación, que seguía siendo condenadamente igual a la de Colt, aunque no podía hacer nada para cambiar eso en ese momento, y se quitó bruscamente las botas. Bueno, en realidad, lo intentó. Infierno y condenación.

—¡Reivers! —rugió.

Apareció su ayuda de cámara en la puerta, o en realidad hizo como que aparecía, porque ya estaba ahí.

—¿Sí, milord?

—¿Me ayudas a quitarme las botas? —dijo entre dientes, sintiéndose bastante infantil.

Tres años en el ejército y cuatro en India, ¿y no era capaz de sacarse sus malditas botas? ¿Qué tenía Londres que convertía a un hombre en un idiota llorica? Le pareció recordar que Reivers tuvo que quitarle las botas también la última vez, cuando vivía en Londres. Se miró las botas. Eran distintas. Diferentes estilos para diferentes situaciones, supuso. Reivers siempre ponía un orgullo asombrosamente ridículo al hacer su trabajo. Seguro que quiso vestirlo a la última y mejor moda de Londres. Seguro que…

—Reivers, ¿de dónde has sacado estas botas? —le preguntó con voz grave.

—¿Milord?

—Estas botas. No las reconozco.

—Aun no nos han llegado todos sus baúles del barco, milord. No tenía nada conveniente para Londres, así que localicé estas entre las pertenencias del conde anterior…

—Dios santo.

—¿Milord? Lo siento mucho si estas no le quedan bien. Recordé que los dos gastaban el mismo número y pensé que querría…

—Simplemente quítamelas. Ahora mismo.

Cerrando los ojos, se sentó en el sillón de piel, el sillón de piel de Colt, maravillándose de esa ironía. Su peor pesadilla hecha realidad, en el sentido más literal.

—Sí, milord —dijo Reivers.

Parecía afligido, pero se puso inmediatamente a la tarea de quitarle las botas. Eren se apretó el puente de la nariz entre el pulgar y el índice e hizo una respiración lenta y profunda para poder hablar.

—Preferiría no usar ninguna prenda del guardarropa del conde anterior —dijo, cansinamente.

En realidad, no tenía idea de por qué había ropa de Colt ahí todavía; deberían haberla regalado a los criados o donado a una casa de beneficencia hacía años. Pero suponía que esa era una decisión que debía tomar Mikasa, no él.

—Sí, por supuesto, milord. Me ocuparé de eso inmediatamente.

—Estupendo —gruñó Eren.

—¿Lo guardo todo con llave en otra parte?

¿Con llave? Buen Dios, esas cosas tampoco eran tóxicas.

—Seguro que todo está bien donde está —dijo—. Simplemente no uses ninguna prenda para mí.

—De acuerdo.

Reivers tragó saliva, incómodo, y se le agitó la nuez de la garganta.

—¿Qué pasa ahora, Reivers?

—Pasa que todas las cosas del anterior lord Paradise siguen aquí.

—¿Aquí? —preguntó Eren, sin entender.

—Aquí —confirmó Reivers, mirando alrededor.

Eren se desplomó en el sillón. No era que deseara borrar de la faz de la Tierra hasta el último recordatorio de su primo; nadie echaba de menos a Colt tanto como él, nadie. Bueno, a excepción de Mikasa, concedió, pero eso era distinto. Simplemente no sabía cómo podía llevar su vida totalmente rodeado, y ahogado, por las pertenencias de Colt. Llevaba su título, gastaba su dinero, vivía en su casa. ¿Es que tenía que usar sus malditos zapatos también?

—Guárdalo todo —dijo a Reivers—. Pero mañana. Esta tarde quiero estar tranquilo, sin molestias.

Además, probablemete debía avisar a Mikasa de sus intenciones.

Mikasa.

Suspirando, se levantó una vez que su ayuda de cámara hubo salido. Pardiez, Reivers se había olvidado de llevarse las botas. Las cogió y las dejó fuera de la puerta. Era una reacción exagerada tal vez, pero, demonios, no quería contemplar las botas de Colt las siguientes seis horas. Después de cerrar la puerta con un decidido golpe, empezó a pasearse sin rumbo, hasta que fue a asomarse a la ventana.

El alféizar era ancho, de bastante fondo, así que se apoyó en él para mirar a través del visillo; la calle se veía toda borrosa. Apartó el delgado visillo y no pudo dejar de curvar los labios en una amarga sonrisa al ver a una niñera llevando a un niño pequeño cogido de la mano por la acera.

Mikasa. Deseaba tener un bebé.

No sabía por qué eso lo sorprendió tanto. Si lo pensaba racionalmente, no debería haberse sorprendido. Era una mujer, por el amor de Dios; claro que deseaba tener hijos. ¿No lo deseaban todas? Y aunque nunca se había dicho conscientemente que ella suspiraría por Colt toda la eternidad, tampoco se le había ocurrido nunca que ella podría querer volver a casarse algún día.

Mikasa y Colt. Colt y Mikasa. Eran una unidad, o al menos lo habían sido, y si bien la muerte de Colt había hecho tristemente fácil imaginarse a la una sin el otro, era algo totalmente distinto pensar en uno de ellos con otra persona. Y luego estaba, lógicamente, el asuntito del repelús, que le erizaba la piel; esa era su reacción ante la idea de Mikasa con otro hombre. Se estremeció. ¿O fue un tiritón? Condenación, esperaba que no fuera un tiritón. Bueno, pues, sencillamente tendría que acostumbrarse a la idea. Si Mikasa deseaba tener hijos, Mikasa necesitaba un marido, y él no podía hacer ni una maldita cosa al respecto. Habría sido bastante agradable si ella hubiera tomado la decisión y llevado a cabo todo el odioso asunto el año anterior, ahorrándole las náuseas de ser testigo de todo el maldito proceso de galanteo y noviazgo. Si ella hubiera tenido la amabilidad de ir y casarse el año anterior, ya estaría todo hecho y ya está. Fin de la historia.

Pero ahora iba a tener que observar. Y tal vez, incluso, aconsejar. Infierno y condenación. Volvió a tiritar. Maldición. Tal vez solo era de frío. Era marzo, al fin y al cabo, y un marzo frío además, incluso con el fuego en el hogar. Se tironeó la corbata, que empezaba a parecerle muy apretada. Finalmente se la quitó. Vaya por Dios, se sentía terriblemente mal, con frío y calor, y extrañamente mareado. Se sentó. Le pareció que eso era lo mejor que podía hacer. Entonces, simplemente decidió dejar de fingir que estaba bien, se quitó el resto de la ropa y se metió en la cama. Aquella iba a ser una noche larga.

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