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CAPÍTULO 8
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…ha sido un maravilloso placer saber de ti. Me alegra que te vaya tan bien. Colt se sentiría orgulloso. Te echo de menos. Lo echo de menos. Te echo de menos. Todavía hay flores en el jardín. ¿No es fantástico que todavía haya flores?
De una carta de la condesa de Paradise al conde de Paradise, una semana después de recibir su segunda carta; primer borrador, no terminado ni enviado.
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—¿No dijo Eren que cenaría con nosotras esta noche?
Mikasa miró a su madre, que estaba de pie ante ella con expresión preocupada. En realidad ella había estado pensando lo mismo, extrañada de que no llegara. Se había pasado la mayor parte del día temiendo su llegada, aun cuando él no podía tener la menor idea de que ella hubiera quedado tan perturbada por ese momento en el parque. Santo cielo, probablemente ni siquiera se dio cuenta de lo que había ocurrido. Era la primera vez en su vida que agradecía que los hombres fueran tan obtusos.
—Sí, dijo que vendría —contestó, cambiando ligeramente de posición en el sillón.
Hacía rato que estaba sentada en el salón, con su madre y dos de sus hermanas, esperando ociosamente hasta que llegara el invitado a la cena.
—¿No le dijimos la hora? —preguntó Helen.
Ella asintió. —Se la confirmé cuando me dejó aquí después del paseo por el parque.
Estaba segura de habérselo dicho; recordaba claramente que se le revolvió el estómago cuando se lo dijo. No deseaba volverlo a ver, no tan pronto en todo caso, ¿pero qué podía hacer? Su madre le había invitado.
—Probablemente se retrase —dijo Hanna, la hermana pequeña—. Y no me sorprende. Los hombres de su tipo siempre se retrasan.
Mikasa se giró hacia ella al instante. —¿Qué quieres decir con eso?
—Lo he oído todo acerca de su reputación.
—¿Qué tiene que ver su reputación con nada? —preguntó Mikasa, irritada—. ¿Y que sabes tú de eso, en todo caso? Se marchó de Inglaterra años antes de que tú aprendieras a hacer una reverencia.
Hanna se encogió de hombros y enterró la aguja en su muy sucio bordado.
—La gente sigue hablando de él —dijo despreocupadamente—. Las damas se desmayan como idiotas con solo oír su nombre, deberías saberlo.
—No hay otra manera de desmayarse —terció Ilse, que aunque era un año exacto mayor que Mikasa, seguía soltera.
—Bueno, puede que sea un libertino —dijo Mikasa, astutamente—, pero siempre ha sido puntual, hasta la exageración.
No toleraba que hablaran mal de Eren. Podía suspirar, gemir y criticarle sus defectos, pero encontraba totalmente inaceptable que Hanna, cuyo conocimiento de Eren solo se basaba en rumores e insinuaciones, emitiera un juicio tan tajante sobre él.
—Cree lo que quieras —añadió con dureza, porque de ninguna manera iba a permitir que Hanna tuviera la última palabra—, pero él jamás llegaría tarde a cenar aquí. Tiene un gran respeto por mi madre.
—¿Y cuánto te respeta a ti? —preguntó Hanna.
Mikasa miró indignada a su hermana, que estaba sonriendo satisfecha con la cara casi metida en su bordado.
—Pues…
No, contestar sería una estupidez. No podía quedarse sentada ahí discutiendo con su hermana menor cuando podría estar ocurriendo algún problema. Con todos sus defectos y libertinaje, Eren era educado y considerado hasta la médula, o por lo menos siempre lo había sido en su presencia. Y nunca llegaría a cenar con, miró el reloj de la repisa del hogar, con media hora de retraso. Al menos sin enviar recado. Se levantó y se alisó enérgicamente la falda del vestido gris paloma.
—Iré a la casa Paradise —anunció.
—¿Sola? —preguntó Helen.
—Sola —dijo Mikasa firmemente—. Es mi casa después de todo. No creo que haya habladurías si paso a hacer una visita rápida.
—Sí, sí, por supuesto —dijo su madre—. Pero no te quedes mucho rato.
—Madre, soy viuda. Y no me voy a quedar a pasar la noche. Simplemente quiero ver cómo está Eren, si le pasa algo. No me pasará nada, te lo aseguro.
Helen asintió, pero por la expresión de su cara, Mikasa comprendió que le habría gustado que ella dijera algo más. Durante años había sido así; su madre deseaba reanudar su papel de madre con su joven hija viuda, pero se refrenaba, e intentaba respetar su independencia. No siempre resistía el deseo se entrometerse, pero lo intentaba y ella le agradecía ese esfuerzo.
—¿Quieres que te acompañe? —dijo Hanna, con los ojos relampagueantes.
—¡No! —dijo Mikasa, en un tono más vehemente de lo que habría querido, por la sorpresa —. ¿Por qué querrías acompañarme?
Hanna se encogió de hombros. —Curiosidad. Quiero conocer al Alegre Libertino.
—Le conoces —observó Ilse.
—Sí, pero eso fue hace siglos —dijo Hanna, exhalando un suspiro teatral—, antes de que entendiera lo que es un libertino.
—Eso no lo entiendes ahora —dijo Helen, en tono seco.
—Ah, pero…
—No, no entiendes qué es un libertino —repitió Helen.
—Muy bien —dijo Hanna, mirando a su madre con una sonrisa asquerosamente dulce—. No sé qué es un libertino. Tampoco sé vestirme ni lavarme los dientes.
—Anoche vi a Polly ayudándola a ponerse el vestido de noche —murmuró Ilse desde el sofá.
—Nadie puede ponerse un vestido de noche sola —replicó Hanna.
—Me voy —declaró Mikasa, aun cuando sabía que nadie la estaba escuchando.
—¿Qué haces? —preguntó Hanna. Mikasa se detuvo, y entonces cayó en la cuenta de que Hanna no le hablaba a ella.
—Solo examinarte los dientes —dijo Ilse dulcemente.
—¡Niñas! —exclamó Helen.
Mikasa no logró imaginarse que Ilse aceptara de buena gana esa generalización, teniendo ya veintisiete años. Y en realidad no la aceptó, pero Mikasa aprovechó la irritación de Ilse y la consiguiente riña para salir del salón y pedirle a un lacayo que le trajeran un coche a la puerta. No había mucho tráfico en las calles; aún faltaban una o dos horas para que los aristócratas salieran a fiestas o bailes.
El coche avanzó rápido por las calles de Mayfair y antes de que hubiera pasado un cuarto de hora, Mikasa subía la escalinata de la casa Paradise en Saint James. Como siempre, un lacayo abrió la puerta antes de que ella levantara la aldaba para golpear. Entró a toda prisa.
—¿Está Lord Eren Jaeger? —preguntó.
Sorprendida, se dio cuenta de que era la primera vez que llamaba así a Eren. Era extraño, comprendió, y positivo en realidad, que le hubiera salido con tanta naturalidad el título. Probablemente ya era hora de que todos se acostumbraran al cambio. Él era el conde ahora, y nunca volvería a ser el simple señor Jaeger.
—Creo que sí —contestó el lacayo—. Llegó temprano esta tarde, y no he sabido que haya salido.
Mikasa frunció el ceño, pero enseguida hizo un gesto de asentimiento, para restarle importancia al asunto, y se dirigió a la escalera. Si Eren estaba en casa, debía estar en su habitación. Si estuviera en su despacho, el lacayo sería consciente de su presencia. Al llegar a la primera planta echó a andar por el pasillo en dirección a los aposentos del conde, sin hacer ruido con sus botas por la mullida alfombra de Aubusson.
—¿Eren? —llamó en voz baja cuando iba llegando a su habitación—. ¿Eren?
No hubo respuesta, por lo tanto llegó hasta la puerta, y observó que no estaba del todo cerrada.
—¿Eren? —repitió, algo más fuerte.
No debía gritar su nombre para que la oyeran en toda la casa. Además, si estaba durmiendo, no quería despertarlo. Probablemente seguía cansado por su largo viaje y por orgullo no dijo nada cuando su madre lo invitó a cenar. No hubo respuesta, por lo tanto empujó la puerta y la abrió otro poquito.
—¿Eren?
Oyó algo. Tal vez el sonido de movimiento. Tal vez un gemido.
—¿Eren?
—¿Mika?
Esa era su voz, sin duda, pero nunca había oído ese sonido en sus labios.
—¿Eren? —repitió.
Entró y lo vio acurrucado en la cama, con el aspecto de estar más enfermo de lo que ella había visto a un ser humano en su vida. Colt nunca había estado enfermo. Simplemente una noche se fue a acostar un rato y nunca despertó. Por así decirlo.
—¡Eren! —exclamó—. ¿Qué te pasa?
—Ah, nada grave —graznó él—. Un catarro por enfriamiento, supongo.
Mikasa lo miró dudosa. Tenía mechones de pelo aplastados en la frente, la piel enrojecida y con manchas, y el calor que emanaba de la cama le quitó el aliento. Por no decir que apestaba. De él emanaba un olor horrible, a sudor, una especie de olor a podrido, y si tuviera color seguro que sería verdoso, como de vómito. Alargó la mano y le tocó la frente. Al instante la retiró, horrorizada por el calor.
—Esto no es un catarro —dijo, secamente.
Él estiró los labios formando algo parecido a una horrible sonrisa.
—¿Un catarro francamente grave?
—¡Eren Jaeger!
—Buen Dios, hablas igual que mi madre.
Ella no se sentía en absoluto como su madre, sobre todo después de lo que le había ocurrido en el parque, y casi se sintió aliviada de que él estuviera tan débil y poco atractivo. Eso le quitaba intensidad a lo que había sentido esa tarde.
—Eren, ¿qué te pasa?
Él se encogió de hombros y se metió más abajo en la cama para cubrirse mejor con las mantas, y todo el cuerpo se le estremeció con el esfuerzo.
—¡Eren! —Le cogió el hombro, sin ninguna suavidad—. No te atrevas a probar tus trucos conmigo. Sé cómo actúas. Siempre finges que nada importa, que el agua se desliza por tu espalda.
—Y se desliza por mi espalda —balbuceó él—. Y por la tuya también. Es simple ciencia, en realidad.
—¡Eren! —Lo habría golpeado, si no estuviera tan enfermo—. —No intentes quitarle importancia a esto, ¿entiendes? Insisto en que me digas inmediatamente qué te pasa.
—Mañana estaré mejor.
—Ah, qué bien —dijo ella, con todo el sarcasmo que pudo, que no era poco en realidad.
—De verdad —insistió él, moviéndose inquieto para cambiar de posición, marcando cada movimiento con un gemido—. Estaré bien mañana.
Ella encontró algo muy raro, o en su manera de decir eso o en las propias palabras.
—¿Y pasado mañana? —preguntó, entrecerrando los ojos.
Una risa seca salió de alguna parte bajo las mantas. —Bueno, volveré a estar tan enfermo como un perro.
—Eren —repitió, en voz más baja, por el miedo—, ¿qué tienes?
—¿No lo has adivinado? —sacó la cabeza de debajo de las mantas y se veía tan enfermo que ella deseó llorar—. Tengo la malaria.
—Ay, Dios mío —exclamó ella, retrocediendo un paso—. Ay, pardiez.
—Es la primera vez que te oigo blasfemar —comentó él—. Tal vez debería halagarme que haya sido por mí.
Ella no entendía cómo podía decir algo tan frívolo en un momento como ese.
—Eren… —alargó la mano para tocarlo, pero no lo tocó, sin saber qué hacer.
—No te preocupes —dijo él, acurrucándose más, con todo el cuerpo estremecido por otra racha de tiritones—. No te puedo contagiar.
—¿No? —Pestañeó—. Quiero decir, claro que no.
Y aunque se contagiara, eso no debía impedirle cuidarlo. Él era Eren. Él era… bueno, le costaba definir exactamente qué era él para ella, pero entre ellos había un vínculo irrompible, y le parecía que cuatro años y miles de millas de distancia no habían hecho nada para disminuirlo.
—Es el aire —dijo él, cansinamente—. Tienes que respirar ese aire pútrido para cogerla. Por eso se llama malaria. Si la pudiera contagiar una persona a otra, ya habríamos contagiado a toda Inglaterra.
Ella asintió a su explicación. —¿Te vas a…? ¿Te vas a…?
No pudo preguntarlo; no sabía cómo.
—No —dijo él—. Por lo menos creen que no.
Ella sintió un alivio tan inmenso que se le aflojó el cuerpo y tuvo que sentarse. No podría imaginarse un mundo sin él. Incluso cuando estaba ausente, ella siempre sabía que estaba «ahí», compartiendo el mismo planeta con ella, caminando por la misma Tierra. E incluso en esos días siguientes a la muerte de Colt, cuando lo odiaba por haberla abandonado, cuando estaba tan enfadada con él que deseaba llorar, la consolaba algo saber que él estaba vivo y bien, y que volvería a ella al instante si ella se lo pedía. Estaba ahí. Estaba vivo. Y no estando Colt… Bueno, no sabía cómo alguien podría esperar que ella los perdiera a los dos. Él volvió a tiritar, violentamente.
—¿Necesitas algún remedio? —preguntó ella, alerta otra vez—. ¿Tienes algún remedio?
—Ya lo tomé —contestó él, con los dientes castañeteando.
Pero ella tenía que hacer algo. No se odiaba tanto como para pensar que podría haber hecho algo para evitar la muerte de Colt; ni siquiera en sus peores momentos de aflicción había pasado por ese camino, aunque siempre la había fastidiado que su muerte ocurriera cuando ella no estaba. La verdad, su muerte fue lo más fundamental que Colt hizo sin ella. Y aunque Eren solo estaba enfermo, no muriéndose, ella no le iba a permitir que sufriera solo.
—Déjame que vaya a buscarte otra manta —dijo.
Sin esperar respuesta, abrió la puerta que conectaba con su habitación y fue a sacar la colcha de su cama. Era de color rosa, y lo más seguro era que ofendiera su masculinidad cuando recuperara el sentido, pero eso era su problema, decidió. Cuando volvió a la habitación, él estaba tan inmóvil que pensó que se había quedado dormido, pero se despertó lo suficiente para darle las gracias mientras ella le ponía la colcha encima y le remetía las mantas.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó después, acercando un sillón de madera a la cama y sentándose.
—Nada.
—Tiene que haber algo —insistió ella—. Supongo que no tenemos que esperar simplemente a que se pase.
—Pues eso tenemos que hacer —contestó él, con voz débil—, simplemente esperar que se pase.
—No puedo creer que eso sea cierto.
Él abrió un ojo. —¿Pretendes desafiar a toda la institución médica?
Ella apretó los dientes y se inclinó hacia él.
—¿Estás seguro de que no necesitas más remedio?
—Seguro, hasta dentro de unas horas.
—¿Dónde está?
Si lo único que podía hacer era localizar el medicamento y tenerlo listo para administrárselo, por Dios que por lo menos haría eso. Él movió ligeramente la cabeza hacia la izquierda. Ella siguió el movimiento hacia una mesita al otro lado de la habitación, donde vio un frasco sobre un diario doblado. Al instante se levantó y lo fue a coger, y leyó la etiqueta mientras volvía a su sillón.
—Quinina —musitó—. He oído hablar de esto.
—El remedio milagroso —dijo él—. Al menos eso dicen.
Mikasa lo miró dudosa.
—Mírame —dijo él, esbozando una débil sonrisa sesgada—. Soy prueba concluyente.
Ella volvió a examinar el frasco, observando el movimiento del polvo al ladearlo.
—Sigo sin convencerme.
Él intentó levantar un hombro, en gesto alegre.
—No estoy muerto.
—Esto no es divertido.
—Pues, es lo único divertido —enmendó él—. Tenemos que reírnos cuando podemos. Simplemente piénsalo; si me muriera, el título iría a, ¿cómo dice siempre Janet?, a ese…
—Odioso lado Debenham de la familia —terminaron juntos, y Mikasa no se lo pudo creer, pero sonrió.
Él siempre lograba hacerla sonreír. Le tocó la mano.
—Superaremos esto —dijo.
Él asintió y cerró los ojos. Y justo cuando ella pensaba que se había dormido, él susurró:
—Es mejor contigo aquí.
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A la mañana siguiente Eren se sentía algo recuperado, y si bien no estaba del todo normal, por lo menos estaba muchísimo mejor que la noche anterior. Se horrorizó al comprobar que Mikasa seguía en el sillón de madera al lado de su cama, con la cabeza ladeada; se veía tan incómoda en aquella postura con el cuello y el tronco torcido. Pero estaba durmiendo, roncando incluso, lo que él encontró conmovedor. Nunca se la había imaginado roncando, y por triste que fuera decirlo, se la había imaginado dormida más veces de las que quería contar.
No habría podido ocultarle su enfermedad, eso habría sido esperar un imposible, con lo perspicaz y fisgona que era. Y aun cuando habría preferido que ella no tuviera que preocuparse por él, la verdad era que se había sentido consolado por su presencia esa noche. No debería haberse sentido consolado, o por lo menos no debería habérselo permitido, pero simplemente no pudo evitarlo.
La sintió moverse y se puso de costado para verla mejor. Nunca la había visto despertar, comprendió. Y no sabía por qué encontraba tan raro eso, como si alguna vez hubiera estado presente en sus momentos íntimos. Tal vez se debía a que en todos sus sueños despierto, en todas sus fantasías, nunca se había imaginado eso, el ronco murmullo que le salió de la garganta cuando cambió de posición, el suave sonido parecido a un suspiro que hizo al bostezar, ni el delicado movimiento de sus pestañas al abrir los ojos.
Qué hermosa. Eso ya lo sabía, claro, lo sabía desde hacía años, pero nunca antes lo había sentido tan profundamente, tan hasta el fondo de su alma. No era su pelo, esa exquisita y exuberante melena azabache y lisa que rara vez tenía el privilegio de ver suelta. Y no eran sus ojos, de un gris tan radiante que inducían a los hombres a escribir poemas, muchos de los cuales divertían infinitamente a Colt, recordaba.
Tampoco era la forma de su cara ni su estructura ósea; si fuera eso, él habría estado obsesionado con la belleza de todas las chicas Ackerman, que parecían guisantes en una vaina, al menos exteriormente. Era algo en su forma de moverse. Algo en su manera de respirar. Algo en su manera de ser. Y no creía que alguna vez pudiera dejar de amarla.
—Eren —dijo ella, frotándose los ojos.
—Buenos días —dijo él, esperando que ella atribuyera a agotamiento lo ahogada que le salió la voz.
—Te ves mejor.
—Me siento mejor.
Ella tragó saliva y estuvo un momento en silencio.
—Estás acostumbrado a esto —dijo al fin.
Él asintió. —No llegaría a decir que no me importa la enfermedad, pero sí, estoy acostumbrado a ella. Sé qué hacer.
—¿Cuánto va a durar?
—Es difícil saberlo. Tendré fiebre día sí día no, hasta que un día se habrá acabado. Una semana en total, o tal vez dos. Tres si tengo una suerte endemoniadamente mala.
—¿Y después qué?
—Después queda esperar que nunca vuelva a ocurrirme.
—¿Y puede ser eso? ¿Que no vuelva más?
—Es una enfermedad rara, caprichosa.
—No digas que es como una mujer —dijo ella, entrecerrando los ojos.
—Ni siquiera se me había ocurrido, hasta que tú lo dijiste.
Ella apretó ligeramente los labios, y luego los relajó, para preguntar:
—¿Cuánto tiempo hace desde tu últim…? —pestañeó—. ¿Cómo llamas a estos…?
Él se encogió de hombros. —Los llamo ataques. En realidad se siente como un ataque. Y hace seis meses.
—Bueno, eso está bien. —Se cogió el labio inferior entre los dientes—. ¿Verdad?
—Tomando en cuenta que solo he tenido tres, sí, creo que sí.
—¿Con qué frecuencia los has tenido?
—Este es el tercero. Tomando todo en cuenta, no han sido tan terribles comparados con lo que he visto.
—¿Y yo debo encontrar consuelo en eso?
—Yo lo encuentro. Modelo de virtudes cristianas que soy.
De pronto ella alargó la mano y le tocó la frente.
—Estás mucho más fresco —comentó.
—Sí, y lo estaré. Esta es una enfermedad extraordinariamente invariable; siempre sigue la misma pauta. Bueno, al menos cuando ya estás en medio de ella. Sería estupendo si supiera cuándo esperar un comienzo.
—¿Y de verdad tienes fiebre día sí día no? ¿Así de sencillo?
—Así de sencillo.
Ella pareció pensarlo un momento y luego dijo:
—No podrás ocultarla a tu familia, desde luego.
Él intentó sentarse.
—Por el amor de Dios, Mikasa, no se lo digas a mi madre ni a…
—Llegarán cualquier día —interrumpió ella—. Cuando me vine de Escocia, me dijeron que se vendrían solo una semana después, y conociendo a Janet, eso significa solo tres días. ¿De veras crees que no van a notar que estás convenientemente…?
—Inconvenientemente —interrumpió él, fastidiado.
—Lo que sea. ¿De veras crees que no van a notar que estás enfermo de muerte día sí día no? Por el amor de Dios, Eren, concédeles el mérito de tener un poco de inteligencia.
—Muy bien —dijo él, bajando la cabeza a la almohada—. Pero a nadie más. No tengo el menor deseo de convertirme en el fenómeno de Londres.
—No eres la primera persona que sufre malaria.
—No quiero la lástima de nadie —replicó él, entre dientes—. Y mucho menos la tuya.
Ella se echó hacia atrás, como si la hubiera golpeado. Lógicamente, él se sintió como un burro.
—Perdona. Lo he expresado mal.
Ella lo miró indignada.
—No quiero tu lástima —dijo él, contrito—, pero tus cuidados y tus buenos deseos son muy bienvenidos.
Ella no lo miró a los ojos, pero él vio que estaba intentando decidir si creerle o no.
—Lo digo en serio —añadió, y no tuvo la energía para encubrir su agotamiento en la voz—. Me alegra que estuvieras aquí. He pasado por esto antes.
Ella lo miró fijamente, como si quisiera hacerle una pregunta, pero él no logró imaginar qué podría ser.
—He pasado por esto antes —repitió—, y esta vez ha sido… diferente. Mejor. Más fácil. — Exhaló un largo suspiro, aliviado por haber encontrado las palabras correctas—. Más fácil. Ha sido más fácil.
Ella se revolvió inquieta en el asiento. —Ah. Me alegra.
Él miró hacia la ventana. Las cortinas eran gruesas y estaban cerradas, pero vio rajitas de luz por los lados.
—¿No estará tu madre preocupada por ti?
—¡Ay, no! —exclamó ella, levantándose de un salto, tan rápido que se golpeó la mano en la mesilla de noche—. ¡Aaay!
—¿Te has hecho mucho daño? —preguntó él, por cortesía, puesto que estaba claro que no se había hecho nada grave.
Ella estaba agitando la mano, como para aliviar el dolor.
—Ooh… Había olvidado totalmente a mi madre. Anoche esperaba que volviera a casa.
—¿No le enviaste una nota?
—Sí. Le dije que estabas enfermo, y me contestó que pasaría por aquí esta mañana para ofrecer su ayuda. ¿Qué hora es? ¿Tienes reloj? Claro que tienes reloj.
Diciendo eso se giró impaciente a mirar el pequeño reloj de la repisa del hogar. Esa había sido la habitación de Colt; seguía siéndolo en muchos sentidos. Claro que ella sabía dónde estaba el reloj.
—Solo son las ocho —dijo ella, suspirando aliviada—. Mi madre nunca se levanta antes de las nueve, a no ser que surja una urgencia, y es de esperar que no considere una urgencia esto. En mi nota procuré no parecer aterrada.
Eren sonrió. Conociendo a Mikasa, seguro que había redactado la nota con esa fría calma por la que era famosa. Probablemente mintió diciendo que había contratado a una enfermera.
—No hay ninguna necesidad de aterrarse —dijo.
Ella se giró a mirarlo con expresión inquieta.
—Has dicho que no quieres que nadie sepa que tienes la malaria.
A él se le abrió sola la boca. Nunca había soñado que ella tomara tan en serio sus deseos.
—¿Le ocultarías esto a tu madre? —preguntó en voz baja.
—Por supuesto. A ti te corresponde decidir si decírselo o no. No a mí.
Eso era francamente conmovedor, bastante tierno, incluso.
—Creo que estás loco —añadió ella secamente.
Bueno, tal vez «tierno» no era la palabra correcta.
—Pero respetaré tus deseos —continuó ella. Se puso las manos en las caderas y lo miró con una expresión que solo se podía definir como fastidio o contrariedad—. ¿Cómo se te podría ocurrir que yo haría otra cosa?
—No tengo idea.
—Francamente, Eren —gruñó ella—. No sé qué te pasa.
—¿Aire húmedo? —bromeó él.
Ella le dirigió Esa Mirada, con mayúsculas.
—Volveré a casa de mi madre —dijo ella, poniéndose los botines grises—. Si no, puedes estar seguro de que se presentará aquí seguida por todos los miembros del Colegio Real de Médicos.
Él arqueó una ceja.
—¿Eso es lo que hacía cuando caíais enfermos?
Ella emitió un sonido que pareció medio bufido, medio gruñido y todo irritación.
—Volveré pronto. No vayas a ninguna parte.
Él levantó las manos, haciendo un gesto algo sarcástico a su cama de enfermo.
—Bueno, no me extrañaría si salieras —masculló ella.
—Es conmovedora tu fe en mi fuerza sobrehumana.
—Te juro, Eren —dijo ella, deteniéndose en la puerta—, que eres el paciente más fastidioso que he conocido.
—¡Vivo para entretenerte! —gritó él cuando ella ya iba por el pasillo.
Y estaba seguro de que si ella hubiera tenido algo para arrojar a la puerta, lo habría arrojado. Y con mucha fuerza. Volvió a poner la cabeza en la almohada, sonriendo. Él podía ser un paciente fastidioso, pero ella era una enfermera arisca. Lo cual le iba muy bien.
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