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CAPÍTULO 9
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…es posible que nuestras cartas se hayan cruzado o perdido, pero me parece que lo más probable es que simplemente no deseas escribirme. Eso lo acepto y te deseo todo lo mejor. No volveré a molestarte. Espero que sepas que siempre estoy atento, escuchando, si alguna vez cambias de opinión.
De la carta del conde de Paradise a la condesa de Paradise, ocho meses después de su llegada a India.
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No resultaba fácil ocultar su enfermedad. Con la aristocracia no había ningún problema; Eren simplemente rechazaba las invitaciones y Mikasa hizo correr la voz de que él deseaba instalarse en su nueva casa antes de ocupar su lugar en la sociedad.
Con los criados era más difícil. Estos hablaban, y muchas veces con los criados de otras casas, por lo tanto Mikasa tuvo que procurar que solo los más leales supieran lo que ocurría en la habitación de Eren. Y eso era complicado, puesto que ella no vivía oficialmente en la casa Paradise, y solo se vendría a vivir allí cuando llegaran Janet y Carla, lo que ella deseaba fervientemente que fuera pronto. Pero la parte más difícil para ella, las personas más curiosas y a las que era casi imposible mantener en la ignorancia, eran las de su propia familia. Nunca había sido fácil guardar un secreto en la familia Ackerman, y ocultar algo a todos era, por decirlo en tres palabras, una maldita pesadilla.
—¿Por qué vas allí todos los días? —le preguntó Hanna, cuando estaban desayunando.
—Vivo allí —contestó, hincando el diente en un bollo, lo que cualquier persona racional habría entendido como una señal de que no deseaba conversar.
Pero Hanna no tenía fama de ser muy racional. —Vives aquí —dijo.
Mikasa tragó el bocado, luego bebió un sorbo de té, con la intención de aprovechar ese tiempo para serenarse exteriormente.
—Duermo aquí —contestó tranquilamente.
—¿No es esa la definición de dónde vives?
Mikasa puso más mermelada al bollo. —Estoy comiendo, Hanna.
Hanna se encogió de hombros.
—Yo también, pero eso no me impide tener una conversación inteligente.
—La voy a matar —dijo Mikasa, a nadie en particular, lo cual era lógico pues no había nadie más.
—¿Con quién hablas? —preguntó Hanna.
—Con Dios. Y creo que tengo el permiso divino para asesinarte.
—Psst. Si eso fuera tan fácil yo habría tenido permiso para eliminar a la mitad de los aristócratas hace años.
Entonces Mikasa decidió que no todos los comentarios de Hanna necesitaban contestación. En realidad, muy pocos la necesitaban.
—¡Ah, Mikasa, estás aquí! —exclamó Helen, interrumpiendo, por suerte, la conversación.
Mikasa levantó la vista hacia su madre, que iba entrando en la sala del desayuno, pero antes de que pudiera decir una palabra, Hanna dijo: —Mikasa estaba a punto de matarme.
—Ah, pues, mi llegada ha sido muy oportuna —dijo Helen, sentándose a la mesa—. ¿Pensabas ir a la casa Paradise esta mañana? —preguntó a Mikasa.
—Vivo allí —contestó Mikasa, asintiendo.
—Yo creo que vive aquí —terció Hanna, mientras se echaba azúcar en el té.
Helen no le hizo caso.
—Creo que te acompañaré.
A Mikasa casi se le cayó el tenedor.
—¿Para qué?
Helen encogió delicadamente los hombros. —Me gustaría ver a Eren. Hanna, ¿me pasas los bollos, por favor?
—No sé qué planes tendrá para hoy —se apresuró a decir Mikasa.
Eren había tenido un ataque de fiebre esa noche, el cuarto, para ser exactos, y tenían la esperanza de que fuera el último del ciclo. Pero aunque ya estaba mucho más recuperado, seguía teniendo un aspecto horroroso. Afortunadamente, no se le había puesto amarilla la piel, lo que según él, solía ser un signo de que la enfermedad estaba avanzando a su fase letal, pero de todos modos se veía terriblemente débil y enfermo, y su madre se horrorizaría con solo verlo. Y se enfurecería, claro. A Helen Ackerman no le gustaba que la mantuvieran en la ignorancia. Y mucho menos si se trataba de un asunto para el que se podía emplear la expresión «de vida o muerte», sin que se la considerara exagerada.
—Si no está, simplemente regresaré a casa —dijo Helen—. La mermelada, por favor, Hanna.
—Yo también iré —dijo Hanna.
Ay, Dios. El cuchillo de Mikasa dio un salto por encima de su bollo. Iba a tener que drogar a su hermana. Era la única solución.
—No te importa que yo vaya, ¿verdad? —dijo entonces Hanna a Helen.
—¿No tenías planes con Ilse? —preguntó Mikasa. Hanna lo pensó, pestañeando unas cuantas veces.
—Creo que no.
—¿No ibais a ir de compras? ¿A la sombrerería?
Hanna estuvo otro momento examinando su memoria.
—No, estoy segura de que no. La semana pasada me compré una papalina. Una preciosa, en realidad. Verde, con una franja crema monísima. —Miró su tostada, la contempló un momento y luego alargó la mano hacia la mermelada—. Estoy harta de comprar —añadió.
—Ninguna mujer se harta de comprar jamás —dijo Mikasa, ya algo desesperada. —Esta mujer lo está. Además, el conde… —se interrumpió para mirar a su madre—: ¿Puedo llamarlo Eren?
—Eso tendrás que preguntárselo a él —contestó Helen, tomando un bocado de huevos.
Entonces Hanna se volvió hacia Mikasa.
—Ya lleva toda una semana en Londres y aún no lo he visto. Mis amigas no dejan de preguntarme por él, y no sé qué decirles.
—No es educado cotillear, Hanna —dijo Helen.
—No es cotilleo. Es información detallada.
Mikasa notó que le bajaba la mandíbula.
—Madre —dijo, agitando la cabeza—, deberías haber parado a los siete.
—¿Hijos, quieres decir? —preguntó Helen, bebiendo té—. A veces lo pienso, sí.
—¡Madre! —exclamó Hanna.
Helen se limitó a sonreírle. —¿La sal?
—Le llevó ocho ensayos para que le saliera bien —declaró Hanna, acercándole el salero a su madre con una decidida falta de amabilidad.
—¿Y eso significa que tú también esperas tener ocho hijos? —le preguntó Helen dulcemente.
—¡No, por Dios! —exclamó Hanna, con mucho sentimiento. Y ni ella ni Mikasa pudieron evitar reírse.
—No es educado blasfemar, Hanna —dijo Helen, en el mismo tono que empleó para decirle que no cotilleara. —¿Te parece que vayamos poco después del mediodía? —preguntó Helen a Mikasa, una vez pasado el momento de risas.
Mikasa miró el reloj. Eso le daría escasamente una hora para poner presentable a Eren. Y su madre había dicho: «vamos», plural. Como si pensara llevar a Hanna, que tenía la capacidad de convertir cualquier situación incómoda en una pesadilla.
—Iré enseguida —dijo, levantándose a toda prisa—. A ver si está disponible.
Su madre también se levantó, sorprendiéndola.
—Te acompañaré a la puerta —dijo con firmeza.
—Eh… ¿sí?
—Sí.
Hanna comenzó a levantarse.
—Sola —añadió Helen, sin siquiera mirar a Hanna.
Hanna volvió a sentarse. Incluso ella tenía la sensatez de no discutir cuando su madre combinaba su sonrisa serena con su tono acerado. Mikasa se hizo a un lado para que su madre saliera primero, y juntas caminaron en silencio hasta el vestíbulo, donde esperó que el lacayo le llevara su chaqueta.
—¿Hay algo que desees decirme? —le preguntó Helen.
—No sé qué quieres decir.
—Creo que lo sabes.
—Te aseguro que no —repuso Mikasa, mirándola con una expresión de absoluta inocencia.
—Pasas mucho tiempo en la casa Paradise.
—Vivo allí —dijo Mikasa, por centésima vez, le pareció.
—No, ahora no estás viviendo allí, y temo que la gente hable.
—Nadie ha dicho ni una sola palabra —replicó Mikasa—. No he visto absolutamente nada en las columnas de cotilleo, y si hubiera habladurías, seguro que una de nosotras ya lo habría sabido.
—El que la gente no diga nada hoy no significa que no dirá nada mañana —dijo Helen.
Mikasa exhaló un suspiro de irritación.
—No soy precisamente una virgen que nunca haya estado casada.
—¡Mikasa!
Mikasa se cruzó de brazos.
—Perdona que hable con tanta franqueza, madre, pero es cierto.
Justo en ese momento llegó el lacayo con la chaqueta de Mikasa y la informó de que el coche estaría en la puerta en un momento. Helen esperó a que el lacayo saliera a esperar la llegada del coche, y entonces se giró hacia Mikasa y le preguntó:
—¿Cuál es exactamente tu relación con el conde?
—¡Madre!
—No es una pregunta tonta.
—Es la pregunta más tonta, no, la más estúpida que he oído. ¡Eren es mi primo!
—Era primo de tu marido.
—Y mi primo también. Y mi amigo. Santo cielos, de todas las personas… no me lo puedo ni imaginar… ¡Eren!
Pero la verdad era que sí se lo podía imaginar. La enfermedad de Eren había mantenido todo a raya; había estado tan ocupada cuidándolo y atendiéndolo que se las había arreglado para no pensar en ese estremecedor momento en el parque, cuando lo miró y algo cobró vida en su interior. Algo que había estado muy segura de que había muerto hacía cuatro años. Pero oír a su madre hablar del tema… Buen Dios, era humillante. De ninguna manera posible en la Tierra podía sentir atracción por Eren. Eso estaba mal, verdaderamente mal. Era algo… bueno, malo. No había ninguna otra palabra que lo definiera mejor.
—Madre —dijo, tratando de hablar muy tranquila—. Eren ha estado algo enfermo. Te lo dije.
—Siete días es bastante tiempo para un catarro.
—Es posible que sea algo de lo que se contagió en India. No lo sé. Creo que está casi recuperado. Le he estado ayudando a instalarse aquí en Londres. Ha estado ausente muchísimo tiempo, y como has observado, tiene muchas responsabilidades nuevas como conde. Me pareció que era mi deber ayudarlo en todo eso.
La miró con expresión resuelta, bastante complacida con su discurso.
—Hasta dentro de una hora —dijo simplemente su madre, y se alejó.
Y la dejó sintiéndose muy aterrada.
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Eren estaba disfrutando de un momento de paz y silencio, y no es que le hubiera faltado silencio, pero la malaria no procuraba paz precisamente, cuando irrumpió Mikasa por la puerta, con los ojos agrandados de terror y sin aliento.
—Tienes dos opciones —dijo, o más bien resolló.
—¿Solo dos? —preguntó él, aunque no tenía idea de qué hablaba.
—No hagas bromas.
Él se incorporó hasta quedar sentado.
—Mikasa —dijo, iniciando la pregunta con mucho cuidado, pues ya sabía por experiencia que hay que proceder con suma cautela cuando una mujer está nerviosa—, ¿te encuentras…?
—Va a venir mi madre —dijo ella.
—¿Aquí?
Ella asintió. No era una situación ideal, pero tampoco era algo que justificara esa agitación de Mikasa.
—¿A qué? —preguntó amablemente.
—Cree que… —se interrumpió para recuperar el aliento—. Cree que… Ay, cielos, no te lo vas a creer.
Dado que no procedió a decir nada más, él abrió mucho los ojos y extendió las manos en un gesto de impaciencia, como diciéndole «¿Te importaría continuar?».
—Cree —dijo Mikasa, estremeciéndose y mirándolo—, que estamos liados en un romance.
—Solo hace una semana que regresé a Londres —musitó él, pensativo—. Soy más rápido de lo que imaginaba.
—¿Cómo puedes bromear con eso?
—¿Cómo puedes no hacerlo tú? —replicó él.
Pero claro, ella nunca podría reírse de algo así. Para ella era impensable. Para él era… Bueno, algo totalmente distinto.
—Estoy horrorizada.
Eren se limitó a sonreírle y se encogió de hombros, aunque comenzaba a sentirse algo molesto. Naturalmente, no esperaba que Mikasa lo considerara de esa manera, pero una reacción de horror no hablaba muy bien acerca de su virilidad.
—¿Cuáles son mis dos opciones? —preguntó.
Ella se limitó a mirarlo fijamente.
—Has dicho que tengo dos opciones.
Ella pestañeó, y él la habría encontrado adorablemente desconcertada si no estuviera tan fastidiado con ella como para considerarla merecedora de algo caritativo.
—No lo recuerdo —dijo ella al fin—. Ay, cielos, ¿qué voy a hacer? —gimió.
—Sentarte podría ser un buen comienzo —dijo él, en un tono lo suficientemente brusco para hacer que ella girara la cabeza hacia él—. Párate a pensar, Mika. Somos nosotros. Tu madre comprenderá lo tonta que ha sido cuando se tome el tiempo para pensarlo.
—Eso fue lo que le dije —contestó ella, vehemente—. Es decir, por el amor de Dios. ¿Te lo puedes imaginar?
Él podía, en realidad, lo cual siempre había sido un problemita.
—Es algo inconcebible —masculló ella, paseándose por la habitación—. Como si yo… —se volvió e hizo un gesto hacia él, agitando las manos—. Como si tú… —Se detuvo, se plantó las manos en las caderas y luego al parecer comprendió que no podía estarse quieta, porque reanudó el paseo—. ¿Cómo se le ha podido ocurrir semejante cosa?
—Creo que nunca te había visto tan enfadada —comentó él.
Ella paró en seco y lo miró como si fuera un imbécil. Con dos cabezas. Y tal vez con una cola.
—De verdad, deberías procurar calmarte —dijo.
Y lo dijo sabiendo que sus palabras tendrían el efecto contrario. Según su experiencia, nada fastidia más a una mujer que el que se le diga que se calme, en especial a una mujer como Mikasa.
—¿Calmarme? —repitió ella, volviéndose hacia él como si estuviera poseída por todo un espectro de furias—. ¿Calmarme? Buen Dios, Eren, ¿todavía tienes fiebre?
—No, no tengo nada de fiebre —repuso él, tranquilamente.
—¿Has entendido lo que te he dicho?
—Bastante bien —dijo él, de la manera más amable que puede hablar un hombre al que acaban de atacarle en su masculinidad.
—Es de locos —continuó ella—. Sencillamente de locos. Es decir, mírate. Bueno, en realidad bien podría agarrar un cuchillo y usarlo en tus testículos.
—¿Sabes, Mikasa? —dijo, con estudiada mansedumbre—, hay muchas mujeres en Londres que estarían bastante complacidas por estar… ¿cómo has dicho?, liadas en un romance conmigo.
Ella cerró bruscamente la boca, que le había quedado abierta después de la última parrafada. Él arqueó las cejas y volvió a reclinarse en los almohadones.
—Algunas lo llamarían privilegio —añadió. Ella lo miró indignada. —Algunas mujeres —continuó él, sabiendo muy bien que no debía atormentarla con ese tema—, podrían incluso enzarzarse en un combate a puñetazos solo por la oportunidad de…
—¡Basta! Cielo santo, Eren, esa visión tan inflada de tus proezas no es atractiva.
—Me han dicho que es merecida —repuso él, con una lánguida sonrisa.
Ella se puso muy roja. Y él disfrutó bastante viéndola así. Podía amarla, pero detestaba lo que ella le hacía, y no tenía el corazón tan magnánimo como para no sentir un poco de satisfacción al verla tan atormentada. Al fin y al cabo, eso solo era una fracción de lo que él sentía día tras día.
—No tengo el menor deseo de saber nada sobre tus proezas amorosas —dijo ella secamente.
—Es curioso, solías preguntarme acerca de ellas todo el tiempo. —Guardó silencio, observando cómo se encogía—. ¿Cómo era lo que me pedías siempre?
—No…
—Cuéntame algo perverso —dijo, en un tono que indicaba que acababa de recordarlo, cuando jamás había olvidado nada de lo que ella le decía—. Cuéntame algo perverso —repitió, más lento —. Eso era. Te encantaba cuando yo me portaba mal. Siempre tenías curiosidad por saber de mis proezas.
—Eso era antes de…
—¿Antes de qué, Mikasa?
Ella guardó un extraño silencio y al fin dijo:
—Antes de esto. Antes de ahora, antes de todo.
—¿Y yo debo entender eso?
Ella contestó mirándolo indignada.
—Muy bien. Supongo que debo prepararme para la visita de tu madre. Eso no debería ser un problema.
Ella lo miró dudosa. —Pero tienes un aspecto horrible.
—Ya sabía yo que tenía un motivo para quererte tanto —dijo él, irónico—. Estando contigo no hace falta preocuparse por caer en el pecado de la vanidad.
—Eren, ponte serio.
—Lamentablemente, lo estoy.
Ella lo miró enfurruñada.
—Ahora puedo levantarme solo, y exponerte a partes de mi cuerpo que me imagino preferirías no ver, o puedes marcharte y esperar mi gloriosa presencia abajo.
Ella salió corriendo. Y eso lo dejó perplejo. La Mikasa que conocía no huía de nada. Ni tampoco se habría marchado sin hacer por lo menos el intento de decir la última palabra. Pero lo que más le costaba creer era que lo hubiera dejado salir impune de haberse calificado de glorioso.
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Al final Mikasa no tuvo que soportar la visita de su madre. No habían pasado veinte minutos de su salida del dormitorio de Eren cuando llegó una nota de Helen informándola de que su hermano Luke acababa de llegar a Londres, de regreso de su viaje de meses por el Mediterráneo, y tendría que dejar la visita para después.
Y esa misma tarde, tal y como había predicho ella el día que comenzó el ataque de Eren, llegaron Janet y Carla, lo cual eliminó la preocupación de Helen respecto a que ella estaba sola en la casa con Eren, sin carabinas. Las madres, como las llamaban Mikasa y Eren desde hacía tiempo, se mostraron encantadas por el inesperado regreso de Eren, pero a la primera mirada a su semblante demacrado por la enfermedad, prácticamente se abalanzaron sobre él haciéndole manifestaciones de su preocupación, tanto que él se vio obligado a llamar a Mikasa aparte para suplicarle que no lo dejara solo con ninguna de las dos damas.
En realidad, fue una suerte que hubieran llegado justamente cuando él había pasado uno de esos días intermitentes en que se encontraba relativamente sano, por lo que Mikasa tuvo tiempo para explicarles en privado la naturaleza de la enfermedad. Por lo tanto, cuando vieron la malaria en toda su horrible gloria, ya estaban preparadas. Además, a diferencia de Mikasa, aceptaron con más facilidad, no, en realidad, exigieron, que se guardara en secreto la enfermedad.
Era casi imposible imaginarse que las damitas solteras de Londres no consideraran un excelente partido a un conde rico y guapo, pero la malaria nunca ha sido un factor favorable para un hombre que busca esposa. Y si había algo que Janet y Carla estaban resueltas a conseguir, antes de que terminara el año, era ver a Eren delante de una iglesia y su anillo firmemente puesto en el dedo de una nueva condesa. Mikasa se sentía muy aliviada por poder simplemente sentarse a escuchar cómo las madres arreglaban todo para que se casara. Por lo menos eso les desviaba la atención de ella.
No sabía cómo reaccionarían ante sus propios planes de matrimonio; sí, se imaginaba que se sentirían felices por ella, pero lo último que necesitaba era otras dos madres casamenteras intentando emparejarla con todos los pobres y patéticos solteros que pululaban en el mercado del matrimonio. Cielo santo, ya tendría bastante con soportar a su propia madre, la que seguro no iba a lograr resistir la tentación de entrometerse una vez que ella dejara clara su intención de encontrar marido ese año.
Así las cosas, Mikasa se mudó nuevamente a la casa Paradise y los Jaeger formaron allí un pequeño grupo familiar, puesto que Eren seguía declinando todas las invitaciones, prometiendo salir a sus actividades sociales una vez que estuviera bien instalado y organizado en su casa después de su tan larga ausencia.
Las tres damas salían de tanto en tanto a eventos sociales, y aunque Mikasa ya suponía que le harían preguntas acerca del nuevo conde, no estaba realmente preparada para la cantidad y frecuencia de esas preguntas. Al parecer todas las mujeres estaban locas por el Alegre Libertino, y más especialmente en esos momentos en que estaba envuelto en misterio. Ah, y el condado heredado, por supuesto; no había que olvidar eso; ni las cien mil libras que acompañaban al título.
Pensando en eso, Mikasa movió la cabeza de lado a lado. En realidad, ni siquiera la señora Radcliffe podría haber ideado un héroe más perfecto. La casa se iba a convertir en un manicomio cuando él se recuperara. Y entonces, de repente, él se recuperó. Aunque bueno, tenía que reconocer Mikasa, en realidad la recuperación no fue tan de repente; los episodios de fiebre habían ido disminuyendo paulatinamente en gravedad y duración. Pero sí daba la impresión de que un día estaba demacrado y pálido y al siguiente ya era el hombre sano y vigoroso, paseándose por la casa impaciente por salir a la luz del sol.
—La quinina —explicó Eren cuando ella le comentó ese cambio de apariencia durante el desayuno—. Tomaría esa porquería seis veces al día si no tuviera ese sabor tan condenadamente horroroso.
—Cuida tu lenguaje, Eren, por favor —musitó su madre, enterrando el tenedor en una salchicha.
—¿Has probado la quinina, madre?
—No, claro que no.
—Pruébala, y entonces veremos cómo cuidas tu lenguaje.
Mikasa se rió cubriéndose la boca con la servilleta.
—Yo la probé —declaró Janet. Todos los ojos se volvieron a ella.
—¿Sí? —preguntó Mikasa.
Ni siquiera ella se había atrevido a probarla; el solo olor la inducía a mantener el frasco firmemente tapado con su corcho todo el tiempo.
—Ah, pues sí —contestó Janet—. Tenía curiosidad. Es realmente asquerosa —dijo a Carla.
—¿Peor que ese horrendo brebaje que nos hizo beber la cocinera el año pasado para el… el…? —hizo un gesto a Janet que quería decir «sabes a qué me refiero».
—Mucho peor —contestó Janet.
—¿La diluiste? —preguntó Mikasa.
Había que diluir el polvo en agua destilada, pero ella suponía que Janet simplemente se había puesto un poquito en la lengua.
—Por supuesto, ¿no es eso lo que hay que hacer?
—Algunas personas prefieren mezclarla con gin —dijo Eren.
Carla se estremeció.
—Así no puede ser peor que sola —comentó Janet.
—De todos modos —dijo Carla—, si uno la va a mezclar con licor, por lo menos podría elegir un buen whisky.
—¿Y estropear el whisky? —terció Eren, sirviéndose unas cuantas cucharadas de huevos revueltos en su plato.
—No puede ser tan mala —dijo Carla.
—Lo es —dijeron Eren y Janet al unísono.
—Es cierto —añadió Janet—. No me imagino estropear un buen whisky de esa manera. El gin sería un buen medio.
—¿Has probado el gin? —le preguntó Mikasa. Al fin y al cabo el gin no se consideraba un licor apropiado para la clase alta, y mucho menos para mujeres.
—Una o dos veces —contestó Janet.
—Y yo que creía que lo sabía todo de ti —musitó Mikasa.
—Tengo mis secretos —repuso Janet, con aire satisfecho.
—Esta es una conversación muy rara para el desayuno —comentó Carla.
—Muy cierto —convino Janet. Se volvió a mirar a su sobrino—. Eren, estoy muy contenta de verte en pie, activo y con un aspecto tan bueno y saludable.
Él inclinó la cabeza, agradeciéndole el cumplido. Ella se limpió delicadamente las comisuras de la boca con la servilleta.
—Pero ahora debes atender tus responsabilidades de conde.
Él emitió un gemido.
—No te irrites tanto. Nadie te va a colgar por los pulgares. Lo único que iba a decir es que debes ir al sastre para que te haga ropa apropiada para la noche.
—¿Estás segura de que no puedo donar mis pulgares mejor?
—Son muy bonitos tus pulgares —contestó Janet—, pero creo que servirán mejor a toda la humanidad adheridos a tus manos.
Eren le sostuvo firmemente la mirada.
—Veamos. En mi programa para hoy, que es el primer día que estoy fuera de la cama, podría añadir, tengo una reunión con el primer ministro para hablar del asunto de mi escaño en el Parlamento, una reunión con el abogado de la familia para hablar del estado de nuestras finanzas, y una entrevista con el administrador de nuestra propiedad principal, que, según me han dicho, ha venido a Londres con la expresa finalidad de hablar del estado de las siete propiedades de la familia. ¿Puedo preguntar en qué momento debo meter una visita al sastre?
Las tres damas lo miraron mudas.
—¿Tal vez tengo que informar al primer ministro que debo dejar para el jueves mi reunión con él? —preguntó él mansamente.
—¿Cuándo concertaste todas esas entrevistas? —le preguntó Mikasa, bastante avergonzada de que esa diligencia la hubiera sorprendido.
—¿Creías que he pasado estas dos semanas mirando el techo?
—Bueno, no —contestó ella, aunque en realidad no sabía qué creía que había estado haciendo él.
Leyendo, habría supuesto; eso era lo que habría hecho ella. Puesto que nadie dijo nada más, Eren echó atrás su silla.
—Si me disculpáis, señoras —dijo, dejando en la mesa su servilleta—, creo que hemos establecido que me espera un día muy ocupado.
Pero aún no se había levantado de la silla cuando Janet dijo, tranquilamente:
—¿Eren? El sastre.
Él se quedó inmóvil. Janet le sonrió dulcemente.
—Mañana sería perfectamente aceptable.
Mikasa creyó oírlo rechinando los dientes. Janet se limitó a ladear ligeramente la cabeza.
—Necesitas trajes de noche. No soñarás, supongo, con perderte el baile de celebración del cumpleaños de lady Ackerman.
Mikasa se apresuró a llevarse a la boca un tenedor con huevos revueltos para que él no viera su sonrisa. Janet era tremendamente astuta para manipular. La fiesta de cumpleaños de su madre era el único evento social al que Eren se sentiría obligado a asistir. Cualquier otra invitación la habría declinado sin importarle nada. ¿Pero declinar una invitación de Helen? No, eso nunca.
—¿Cuándo es? —suspiró él.
—El once de abril —contestó Mikasa amablemente—. Asistirá todo el mundo.
—¿Todo el mundo?
—Todos los Ackerman.
A él se le alegró visiblemente la expresión.
—Y todos los demás —añadió ella, encogiéndose de hombros.
Él la miró fijamente. —Define «todos los demás».
Ella le sostuvo la mirada.
—Pues, todo el mundo.
Él se desmoronó en el asiento.
—¿Es que no voy a tener un respiro?
—Pues claro que sí —dijo Carla—. Ya lo has tenido, en realidad. La semana pasada. Lo llamamos malaria.
—Y tanta impaciencia que tenía yo por recuperar la salud.
—No temas —le dijo Janet—. Lo pasarás muy bien, no me cabe duda.
—Y es posible que conozcas a una bella dama —añadió Carla, amablemente.
—Ah, sí —masculló él—, no sea que olvidemos la verdadera finalidad de mi vida.
—No es una finalidad tan terrible —dijo Mikasa, sin poder resistir esa pequeña oportunidad de provocarlo.
—¿Ah, no? —preguntó él, volviendo la cabeza hacia ella.
Clavó la mirada en sus ojos con una fijeza sorprendente, produciéndole la muy desagradable sensación de que tal vez no debería haberlo provocado.
—Pues… no —dijo, puesto que ya no podía retractarse.
—¿Y cuáles son tus finalidades? —le preguntó él, dulcemente.
Por el rabillo del ojo, Mikasa vio que Janet y Carla los estaban observando y oyendo con ávida atención, sin disimular su curiosidad.
—Ah, esto y aquello —dijo, agitando alegremente la mano—. Por el momento, simplemente terminar mi desayuno. Está delicioso, ¿no te parece?
—¿Huevos revueltos con guarnición de madres entrometidas?
—No olvides mencionar a tu prima —dijo ella, dándose una patada bajo la mesa tan pronto como salieron esas palabras de su boca.
Todo en la actitud de él le gritaba que no lo provocara, pero simplemente no podía evitarlo. Había pocas cosas en el mundo que disfrutara más que provocar a Eren Jaeger, y esos momentos eran tan deliciosos que era incapaz de resistirlos.
—¿Y cómo piensas pasar la temporada? —le preguntó él, ladeando ligeramente la cabeza y con una odiosa expresión de paciencia.
—Me imagino que comenzaré por ir a la fiesta de cumpleaños de mi madre.
—¿Y qué harás allí?
—Felicitarle el cumpleaños.
—¿Nada más?
—Bueno, no le preguntaré cuántos años cumple, si es a eso a lo que te refieres.
—Ah, no —exclamó Janet.
—No harás eso —dijo Carla al mismo tiempo.
Entonces las tres lo miraron con expresiones idénticas, de expectación. A él le tocaba hablar, después de todo.
—Me voy —dijo, rascando el suelo con las patas de la silla al levantarse.
Mikasa abrió la boca para decir algo que lo irritara, ya que eso era siempre lo primero que deseaba hacer cuando él estaba en ese estado, pero no encontró las palabras. Eren había cambiado. En realidad, no era que hubiera sido irresponsable antes. Simplemente no tenía ninguna responsabilidad. Y la verdad era que nunca se le había ocurrido pensar cómo las cumpliría cuando volviera a Inglaterra.
—Eren —dijo, y su voz le atrajo inmediatamente la atención a él—, buena suerte con lord Liverpool.
Él captó su mirada y ella vio relampaguear algo en sus ojos. Una insinuación de aprecio, o incluso de gratitud. O tal vez no era algo tan preciso. Tal vez era simplemente un momento de entendimiento sin palabras. El tipo de entendimiento que había tenido con Colt.
Tragó saliva, incómoda, ante esa repentina comprensión. Agarró la taza de té y se la llevó a los labios con un movimiento lento, controlado, como si pudiera extender el dominio de su cuerpo a su mente.
¿Qué acababa de ocurrir? Él era simplemente Eren, ¿no? Solo su amigo, solo su confidente de mucho tiempo. ¿No era eso solamente? ¿No?
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