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CAPÍTULO 10
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Solamente rayitas y puntos que quedaron marcados en el papel con los golpeteos de la pluma de la condesa de Paradise, dos semanas después de recibir la tercera carta del conde de Paradise
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—¿Está aquí?
—No.
—¿Estás segura?
—Totalmente segura.
—¿Pero vendrá?
—Dijo que vendría.
—Ah, ¿pero a qué hora va a venir?
—Eso no lo sé.
—¿No?
—No.
—Ah, muy bien. Bueno… ¡Ah, mira! Ahí veo a mi hija. Encantada de verte, Mikasa.
Mikasa puso los ojos en blanco, gesto de afectación que no hacía nunca, a no ser que fuera una circunstancia tan molesta que lo exigiera.
Desde el momento en que Helen Ackerman anunció que el esquivo conde de Paradise haría su reaparición en sociedad en su fiesta de cumpleaños…, bueno, Mikasa había estado totalmente segura de que no volvería a estar a salvo de interrogatorios nunca más, al menos de cualquier persona que tuviera un tipo de relación de parentesco o amistad con una mujer soltera.
Eren era el mejor partido de la temporada y ya había acaparado todo el interés sin siquiera haber hecho acto de presencia.
—¡Lady Paradise!
Levantó la vista. La condesa de Azumabito venía caminando hacia ella. Nunca una anciana más arisca y franca que ella había honrado con su presencia los salones de baile de Londres, pero a Mikasa le caía bastante bien, de modo que le sonrió cuando se iba acercando, observando de paso que los invitados junto a los cuales pasaba se alejaban precipitadamente.
—Lady Azumabito —la saludó—, cuánto me alegra verla aquí esta noche. ¿Lo está pasando bien?
Lady Azumabito golpeó el suelo con su bastón sin ningún motivo aparente.
—Lo estaría pasando muchísimo mejor si alguien me dijera qué edad tiene tu madre.
—Ah, yo no me atrevería.
—Psst. ¿A qué viene tanto secreto? No es que sea mayor que yo.
—¿Y qué edad tiene usted? —le preguntó, en un tono tan dulce como astuta era su sonrisa.
Lady Azumabito arrugó la cara en una sonrisa.
—Je, je, eres muy lista, ¿eh? No creas que voy a decírtelo.
—Entonces comprenderá que yo tenga esa misma lealtad hacia mi madre.
—Ejem, ejem —gruñó lady Azumabito, golpeando nuevamente el suelo con el bastón, para enfatizar sus palabras—. ¿Para qué dar una fiesta de cumpleaños si nadie sabe qué se celebra?
—¿El milagro de la vida y la longevidad?
Lady Azumabito emitió un bufido, y preguntó:
—¿Y dónde está ese nuevo conde tuyo?
Vaya, sí que era directa.
—No es mi conde.
—Bueno, es más tuyo que de nadie.
Probablemente había algo de verdad en eso, pensó Mikasa, pero no lo iba a admitir, de modo que se limitó a decir:
—Me imagino que su señoría se ofendería si se oyera llamar posesión de cualquiera que no sea él mismo.
—Su señoría, ¿eh? Ese es un trato muy formal, ¿no te parece? Creí que erais amigos.
—Lo somos. Pero eso no implica tratarlo por su nombre de pila en público.
Ciertamente no le convenía dar pie a ningún rumor, puesto que necesitaba mantener prístina su reputación si quería encontrar un marido.
—Era el amigo más íntimo y confidente de mi marido —añadió, intencionadamente—. Eran como hermanos.
Lady Azumabito pareció decepcionada por esa sosa descripción de su relación con Eren, pero simplemente frunció los labios y miró a su alrededor.
—Esta fiesta necesita animación —masculló, volviendo a golpear el suelo con el bastón.
—Procure no decirle eso a mi madre —le dijo Mikasa.
Helen se había pasado semanas organizando esa fiesta, y de verdad nadie podría encontrarle un defecto. La iluminación era suave y romántica, la música, perfección pura, e incluso la comida era buena, una hazaña nada pequeña en un baile de Londres. Ella ya se había comido dos de los deliciosos pastelillos con crema y chocolate, y había estado ideando la manera de volver disimuladamente a la mesa de refrescos a buscar otro sin parecer una absoluta glotona.
Pero claro, en el camino la habían detenido señoras para interrogarla.
—Ah, eso no es culpa de tu madre —dijo lady Azumabito—. Ella no es la culpable de la sobreabundancia de aburridos en nuestra sociedad. Buen Dios, os parió y crió a los ocho, y no hay ningún idiota entre vosotros. —La miró seria—. Eso es un cumplido, por cierto.
—Me ha conmovido.
Lady Azumabito cerró la boca y apretó los labios formando una línea terriblemente seria.
—Voy a tener que hacer algo —dijo.
—¿Respecto a qué?
—A la fiesta.
Mikasa sintió una sensación horrible en el estómago. Nunca había escuchado que la anciana le hubiera estropeado una fiesta a nadie, pero era muy inteligente y capaz de hacer daño si se lo proponía.
—¿Qué piensa hacer? —le preguntó.
—Ah, no me mires como si estuviera a punto de matar a tu gato.
—No tengo gato.
—Bueno, yo sí, y te aseguro que me enfurecería como un demonio si alguien intentara hacerle daño.
—Lady Azumabito, ¿a qué se refiere, por el amor de Dios?
—Ah, no lo sé —dijo la anciana, agitando la mano, irritada—. Puedes estar segura de que si lo supiera, ya habría hecho algo. Pero no voy a armar una escena en la fiesta de tu madre. —Levantó bruscamente el mentón y miró a Mikasa, sorbiendo por la nariz en un gesto desdeñoso—. Como si yo fuera a hacer algo para herir los sentimientos de tu querida mamá.
Eso no tranquilizó mucho a Mikasa.
—Bueno, haga lo que haga, por favor tenga cuidado.
—Mikasa Ackerman —dijo lady Azumabito, sonriendo irónica—, ¿estás preocupada por mí?
—Por usted no tengo la menor preocupación —replicó Mikasa, descaradamente—, es por el resto de nosotros que tiemblo.
Lady Azumabito emitió un cacareo de risa.
—Bien dicho, lady Paradise. Creo que te mereces un descanso. De mí —añadió, por si Mikasa no lo había captado.
—Usted es mi descanso —masculló Mikasa.
Pero lady Azumabito estaba contemplando la muchedumbre y fue evidente que no la oyó, porque dijo en tono resuelto:
—Creo que voy a ir a fastidiar a tu hermano.
—¿A cuál? —preguntó Mikasa, aunque sin preocuparse, puesto que cualquiera de ellos se merecía un poquitín de tortura.
—A ese. —Apuntó hacia Luke—. ¿No acaba de volver de Grecia?
—De Chipre, en realidad.
—Grecia, Chipre, todo es lo mismo para mí.
—Para ellos no, me imagino.
—¿Para quiénes? ¿Para los griegos, quieres decir?
—O para los chipriotas.
—Psst. Bueno, si uno de ellos decide presentarse aquí esta noche, puede sentirse libre para explicar las diferencias. Mientras tanto yo me revolcaré en mi ignorancia. —Dicho eso, Lady Azumabito golpeó el suelo con el bastón una última vez y acto seguido se giró hacia Luke y gritó—: ¡Señor Ackerman!
Mikasa observó divertida cómo su hermano hacía todo lo posible por simular que no había oído a la anciana. Le agradaba bastante que lady Azumabito hubiera decidido torturar un poco a Luke, sin duda se lo merecía, pero al encontrarse nuevamente sola, cayó en la cuenta de que lady Azumabito le había servido de muy eficaz defensa contra la multitud de madres casamenteras que la consideraban su única conexión con Eren. Buen Dios, ya veía a tres acercándosele. Era el momento de escapar. Inmediatamente. Girando sobre sus talones, echó a andar hacia su hermana Ilse, quien era fácil de distinguir por su vestido verde intenso.
La verdad, preferiría pasar de largo junto a Ilse y salir por la puerta, pero si quería tomarse en serio el asunto de su matrimonio, tenía que circular y hacer saber que estaba en el mercado en busca de otro marido. Aunque lo más seguro era que a nadie le importara si ella buscaba o no marido mientras no apareciera Eren. Podría anunciar que pensaba marcharse a África para adoptar el canibalismo, y lo único que le preguntarían sería: «¿La va a acompañar el conde?».
—¡Buenas noches! —dijo al llegar al pequeño grupo.
Todas eran de la familia. Ilse estaba charlando con sus dos cuñadas: Hange y Sophie.
—Ah, hola, Mikasa —saludó Ilse—. ¿Dónde está…?
—No empieces.
—¿Qué te pasa? —preguntó Sophie, mirándola preocupada.
—Si una sola persona más me pregunta por Eren, juro que me va a explotar la cabeza.
—Eso cambiaría el tenor de la fiesta, sin duda —comentó Hange.
—Y no digamos el trabajo del personal para limpiar —añadió Sophie.
Mikasa gruñó.
—Bueno, ¿dónde está? —preguntó Ilse—. Y no me mires como si…
—¿Fuera a matar a tu gato?
—No tengo gato. ¿De qué demonios hablas?
Mikasa exhaló un suspiro.
—No lo sé. Dijo que vendría.
—Si es listo, es probable que esté escondido en el vestíbulo —dijo Sophie.
—Buen Dios, es posible que tengas razón —dijo Mikasa, imaginándoselo pasando de largo e instalándose en el salón para fumar. Es decir, lejos de todas las mujeres.
—Es temprano todavía —dijo Hange amablemente.
—A mí no me lo parece —gruñó Mikasa—. Ojalá ya hubiera llegado, para que la gente deje de preguntarme por él.
Ilse se echó a reír de forma endemoniada.
—Ay, mi pobre Mikasa, cómo te engañas —dijo—, una vez que llegue te harán el doble de preguntas. Simplemente van a cambiar el «¿Dónde está?» por «Cuéntanos más».
—Creo que Ilse tiene razón —dijo Hange.
—Vamos, por Dios —gimió Mikasa, buscando una pared donde apoyarse.
—¿Has blasfemado? —comentó Sophie, pestañeando sorprendida.
Mikasa volvió a suspirar. —Parece que lo hago mucho últimamente.
Sophie la miró afectuosa y de pronto exclamó: —¡Llevas un vestido azul!
Mikasa se miró el vestido de noche nuevo. En realidad se sentía muy complacida por llevarlo, aun cuando nadie se había fijado en él, aparte de Sophie. Ese matiz de azul era uno de sus favoritos, oscuro pero sin llegar a azul marino. El vestido era elegantemente sencillo, con el escote ribeteado por un delgada franja de seda azul más claro. Se sentía como una princesa, o si no como una princesa, al menos no como una viuda intocable.
—¿Has dejado el luto, entonces? —preguntó Sophie.
—Bueno, ya hace unos años que me quité el luto —balbuceó Mikasa.
Ahora que por fin se había despojado de los vestidos grises y lavanda, se sentía tonta por haberse aferrado a ellos tanto tiempo.
—Sabíamos que estabas recuperada —dijo Sophie—, pero seguías usando colores de medio luto y… bueno, no tiene importancia. Simplemente estoy encantada de verte vestida de azul.
—¿Significa eso que vas a considerar la posibilidad de volverte a casar? —preguntó Hange—. Han pasado cuatro años.
Mikasa no pudo evitar un mal gesto. Típico de Hange ir directamente al grano. Pero si quería tener éxito en sus planes no debía tenerlos en secreto eternamente, así que se limitó a contestar:
—Sí.
Las otras tres estuvieron calladas un momento y de pronto, lógicamente, todas hablaron al mismo tiempo, felicitándola, dándole consejos y diciendo otras diversas tonterías que ella de ninguna manera deseaba oír. Pero todo lo decían con la mejor intención y el mayor cariño, así que simplemente sonreía, asentía y agradecía sus buenos deseos.
—Tendremos que organizar esto, por supuesto —dijo Hange de pronto.
Mikasa la miró horrorizada.
—¿Qué quieres decir?
—Tu vestido azul es una excelente proclamación de tus intenciones —explicó Hange—, ¿pero de veras crees que los hombres de Londres son tan perspicaces como para captarlo? De ninguna manera —contestó ella misma—. Yo podría teñirle de negro el pelo a Sophie, y la mayoría de ellos no lo notaría.
—Bueno, Phil lo notaría —observó Sophie lealmente.
—Sí, claro, pero él es tu marido y, además, es pintor. Está formado para notar esas cosas. Pero la mayoría de los hombres… —se interrumpió, al parecer irritada por el giro que había tomado la conversación—. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad?
—Por supuesto —contestó Mikasa.
—La realidad —continuó Hange— es que la mayor parte de la humanidad tiene más pelo que sesos. Si quieres que la gente se dé cuenta de que estás en el mercado del matrimonio, tienes que dejarlo muy claro. O mejor dicho, nosotras debemos dejarlo muy claro.
Mikasa tuvo unas horribles visiones, imaginándose a sus parientas persiguiendo a hombres hasta que los pobres salían corriendo en busca de una puerta.
—¿Qué es exactamente lo que quieres hacer? —preguntó.
—Vamos, por el amor de Dios, no vomites la cena.
—¡Hange! —exclamó Sophie.
—Bueno, tienes que reconocer que parecía a punto de vomitar.
Sophie puso los ojos en blanco. —Bueno, sí, pero no tenías por qué comentarlo.
—A mí me encantó el comentario —terció Ilse amablemente.
Mikasa le arrojó un dardo con la mirada, sentía la necesidad de mirar mal a alguien, y siempre era más fácil hacerlo con una hermana.
—Seremos unas maestras del tacto y la discreción —dijo Hange.
—Fíate de nosotras —añadió Ilse.
—Bueno, está claro que no os lo puedo impedir —dijo Mikasa.
Observó que ni siquiera Sophie la contradecía.
—Muy bien —dijo—. Voy a por el último pastelillo de crema y chocolate.
—Creo que ya no queda ninguno —dijo Sophie, mirándola compasiva.
A Mikasa se le cayó el corazón.
—¿Y galletas de chocolate?
—También desaparecieron.
—¿Qué queda?
—Tarta de almendras.
—¿Esa que sabía a polvo?
—Esa —contestó Ilse—. Fue el único postre que madre no probó a tiempo. Se lo advertí, por supuesto, pero a mí nunca me hace caso nadie.
Mikasa se sintió totalmente desanimada. Patética, lo único que la había mantenido animada era la promesa de un dulce.
—Anímate, Mika —dijo Ilse, levantando un poco el mentón y mirando a su alrededor—. Veo a Eren.
Y pues sí, ahí estaba, al otro lado del salón, pecaminosamente elegante con su traje negro de gala. Estaba rodeado de mujeres, lo que no sorprendió en absoluto a Mikasa. La mitad eran del tipo interesado en conquistarlo para marido, ya fuera para ellas o para sus hijas. La otra mitad, observó, eran jóvenes y casadas, y estaba claro que lo que les interesaba era otra cosa totalmente diferente.
—Había olvidado lo guapo que es —musitó Hange.
Mikasa la miró indignada.
—Está muy bronceado —añadió Sophie.
—Estuvo en India —dijo Mikasa—. Claro que está bronceado.
—Parece que estás de mal genio esta noche —terció Ilse.
Mikasa se apresuró a arreglar la expresión de su cara, con su máscara de impasible indiferencia.
—Simplemente estoy harta de que me pregunten por él. Él no es mi tema favorito de conversación.
—¿Habéis reñido? —le preguntó Sophie.
—Noo, no —contestó Mikasa, comprendiendo tardíamente que había dado una impresión errónea—. Pero no he hecho otra cosa que hablar de él toda la noche. En estos momentos estaría encantada de comentar el tiempo.
—Mmmm.
—Sí.
—Ah, sí, claro.
Mikasa no supo cuál de las tres dijo eso último, y entonces cayó en la cuenta de que las cuatro estaban mirando a Eren con su bandada de mujeres.
—Sí que es guapo —dijo Sophie, suspirando—. Todo ese delicioso pelo marrón.
—¡Sophie! —exclamó Mikasa.
—Bueno, es que es guapo —dijo Sophie, a la defensiva—. Y no le dijiste nada a Hange cuando hizo el mismo comentario.
—Las dos estáis casadas —masculló Mikasa.
—¿Significa eso que yo sí puedo hacer comentarios sobre su belleza? —preguntó Ilse—. Soy una solterona.
Mikasa miró a su hermana incrédula.
—Eren es el último hombre de la Tierra con quien desearías casarte.
—¿Y eso por qué?
Eso lo preguntó Sophie, pero Mikasa observó que Ilse estaba muy interesada en la respuesta.
—Porque es un libertino terrible —dijo.
—Es curioso —musitó Ilse—. Te pusiste furiosa cuando Hanna dijo eso mismo hace dos semanas.
Típico de Ilse recordarlo todo.
—Hanna no sabía de qué hablaba. Nunca lo sabe. Además, estábamos hablando de su puntualidad, no de lo conveniente que es casarse con él.
—¿Y qué lo hace tan inconveniente? —preguntó Ilse.
Mikasa miró muy seria a su hermana mayor. Ilse estaba loca de remate si creía que debía intentar conquistar a Eren.
—¿Y bien?
—No podría serle fiel a una mujer —explicó—, y dudo que estuvieras dispuesta a aceptar infidelidades.
—No, a menos que él esté dispuesto a aceptar graves lesiones corporales.
Las cuatro damas se quedaron calladas y continuaron su desvergonzada contemplación de Eren y sus acompañantes.
Él se inclinó a decirle algo al oído a una de las damas, y dicha dama se ruborizó y se rió disimuladamente cubriéndose la boca con una mano.
—Es un seductor —dijo Hange.
—Tiene un cierto aire —confirmó Sophie—. Esas mujeres no tienen la menor posibilidad.
Entonces él le sonrió a una de sus acompañantes, con una sonrisa perezosa, encantadora, que hizo suspirar incluso a las mujeres Ackerman.
—¿No tenemos algo mejor que hacer que contemplar a Eren? —preguntó Mikasa, fastidiada.
Hange, Sophie y Ilse se miraron entre ellas, pestañeando.
—No.
—No.
—Creo que no —concluyó Hange—. No en este momento, en todo caso.
—Deberías ir a hablar con él —dijo Ilse a Mikasa dándole un codazo.
—¿Por qué?
—Porque está aquí.
—También están aquí otros cien hombres —replicó Mikasa—, con los que podría casarme.
—Yo solo veo a tres a los que consideraría la posibilidad de prometer obediencia —masculló Ilse—y ni siquiera estoy segura de eso.
—Sea como sea —dijo Mikasa, no dispuesta a concederle el punto a Ilse—, mi finalidad aquí es encontrar un marido, así que no veo cómo me beneficiaría ponerme a bailar alrededor de Eren.
—Y yo que creía que estabas aquí para desear un feliz cumpleaños a nuestra madre.
Mikasa la miró furiosa. Ella e Ilse eran las más cercanas en edad de todos los hermanos Ackerman, se llevaban exactamente un año. Ella daría su vida por Ilse, lógicamente, y no había en el mundo ninguna mujer que supiera más de sus secretos y pensamientos que su hermana, pero la mitad del tiempo podría estrangularla alegremente. Incluido ese momento. Especialmente en ese momento.
—Ilse tiene razón —dijo Sophie entonces—. Deberías ir a saludar a Eren. Eso es lo educado y cortés, teniendo en cuenta su larga estancia en el extranjero.
—Hemos estado viviendo en la misma casa más de una semana —replicó Mikasa—. Ya nos hemos dicho mucho más que saludos.
—Sí, pero no en público —insistió Sophie—, y no en la casa de tu familia. Si no vas a hablar con él, todos lo comentarán mañana. Pensarán que hay enemistad entre vosotros. O peor aún, que no lo aceptas como el nuevo conde.
—Pero claro que lo acepto. Y aun en el caso de que no lo aceptara, ¿qué importaría? No había ninguna duda en la línea de sucesión.
—Debes demostrarle a todo el mundo que lo tienes en alta estima —dijo Sophie. Entonces la miró interrogante—. A no ser que no lo tengas, claro.
—Noo, sí que lo tengo —repuso Mikasa, exhalando un suspiro.
Sophie tenía razón. Sophie siempre tenía razón tratándose de asuntos de cortesía y cánones sociales. Debía ir a saludar a Eren. Él se merecía una bienvenida pública y oficial en Londres, por ridículo que lo encontrara ella, después de pasar dos semanas cuidándolo de las fiebres de la malaria. Simplemente no le hacía ninguna gracia tener que abrirse paso entre su multitud de admiradoras. Siempre la había divertido la reputación de Eren; tal vez porque se sentía ajena a ella, o incluso por encima de todo eso. Eso siempre había sido una broma entre ellos tres: ella, John y Eren. Él nunca había tomado en serio a ninguna de las mujeres, y por lo tanto ella tampoco.
Pero en esos momentos no lo estaba observando desde su cómoda posición de feliz señora casada. Y Eren ya no era solamente el Alegre Libertino, el hombre ocioso que mantenía su posición en la sociedad gracias a su ingenio y encanto. Ahora él era conde y ella era viuda, y de pronto se sentía pequeña e impotente. Él no tenía la culpa, lógicamente. Eso lo sabía, lo sabía tan bien como… bueno, tan bien como sabía que él sería un horroroso marido de alguien algún día. Pero en esos momentos, saber eso no le servía de mucho para aplacar del todo su ira, estando él con esa bandada de mujeres alrededor riendo como jovencitas tontas.
—Mikasa, ¿quieres que te acompañe una de nosotras? —le preguntó Sophie.
—¿Qué? Ah, no, no, no es necesario —contestó ella, enderezándose, avergonzada de que sus hermanas la hubieran sorprendido en la luna—. Soy capaz de ocuparme de Eren —dijo firmemente. Avanzó dos pasos en su dirección y se volvió hacia las otras tres. —Después de ocuparme de mí misma —dijo.
Acto seguido se dio media vuelta y se dirigió a la sala de aseo y tocador de señoras. Si tenía que sonreír y ser educada en medio de las bobas que rodeaban a Eren, le iría bien hacerlo sin estar saltando de un pie a otro. Pero alcanzó a oír a Ilse decir en voz baja: «Cobarde». Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no girarse y pinchar a su hermana con una réplica mordaz. Bueno, además de que temía que Ilse tuviera razón. Y la humillaba pensar que podría haberse convertido en una cobarde por Eren, justamente.
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