.
.
.
CAPÍTULO 11
.
…me ha escrito Eren, tres veces en realidad. Todavía no le he contestado. Te sentirías decepcionado de mí, estoy segura. Pero no puedo…
De una carta de la condesa de Paradise a su difunto marido, diez meses después de la marcha de Eren a India, arrugada y tirada al fuego después de mascullar: «Esto es una locura»
.
Eren había visto a Mikasa en el mismo instante en que entró en el salón de baile; estaba en el otro extremo de la sala charlando con sus hermanas, y llevaba un vestido azul y un peinado nuevo. Y también la vio en el instante en que salió por la puerta del lado noroeste, y supuso que iba a la sala de aseo y tocador de señoras, porque sabía que estaba en ese pasillo.
Lo peor de todo era que estaba seguro de que también sabría el momento en el que regresaría al salón, aun cuando estaba conversando con unas doce damas, todas ellas convencidas de que él tenía toda su atención en ellas. Era como una enfermedad en él, un sexto sentido. No podía estar en la misma sala o habitación con Mikasa sin saber dónde estaba. Eso le ocurría desde el momento en que se conocieron, y lo único que se lo hacía soportable era que ella no tenía ni idea. Eso era una de las cosas que más le gustaban de India. Ella no estaba allí; nunca tenía que estar pendiente de ella. Pero, de todos modos, su recuerdo lo acosaba.
De vez en cuando veía a alguien de pelo negro que reflejaba la luz de las velas igual que el de ella y, por una fracción de segundo, le parecía que era el de ella. Se quedaba sin aliento y la buscaba, aun sabiendo que no estaba allí. Era un infierno, y normalmente le aliviaba beber algún licor fuerte. O pasar la noche con su última conquista. O ambas cosas. Pero eso ya había acabado; había regresado a Londres, y le sorprendía lo fácil que le resultaba adoptar su antiguo papel de encantador indolente y despreocupado. No era mucho lo que había cambiado la ciudad; ah, sí, algunas caras habían cambiado, pero en su conjunto, la alta sociedad estaba igual que siempre.
La fiesta de lady Ackerman era tal como se la había imaginado, aunque tenía que reconocer que le asombraba un poco la inmensa curiosidad que había despertado su reaparición en Londres. Al parecer, el Alegre Libertino se había transformado en el Gallardo Conde, y antes del primer cuarto de hora de su llegada ya lo habían abordado nada menos que ocho, no nueve (no debía olvidar a la propia lady Ackerman) señoras de la alta sociedad, impacientes por conquistar su favor y, lógicamente, presentarle a sus hermosas hijas solteras y sin compromiso. No sabía si eso era divertido o un infierno. Divertido, decidió, por el momento al menos. La siguiente semana no dudaba en que le parecería un infierno.
Después de otros quince minutos de presentaciones y más presentaciones, y una proposición ligeramente velada (afortunadamente de una viuda y no de una de las debutantes ni de sus madres), declaró su intención de ir a buscar a su anfitriona, y presentó sus disculpas al grupo. Y entonces ahí estaba ella. Mikasa.
Él estaba a medio salón de distancia, lo que significaba que tendría que abrirse paso por en medio de la multitud si deseaba hablar con ella. Estaba pasmosamente bella con su vestido azul oscuro, y cayó en la cuenta de que con todo lo que ella había hablado de comprarse un guardarropa nuevo, esa era la primera vez que la veía vestida con un color que no era de medio luto. Entonces lo golpeó la comprensión, otra vez. Ella se había quitado el luto. Volvería a casarse.
Reiría, coquetearía, vestiría de azul y encontraría un marido. Y probablemente todo eso ocurriría en el espacio de un mes. Una vez que dejara clara su intención de volverse a casar, los hombres comenzarían a echarle la puerta abajo. ¿Cómo podría alguien no desear casarse con ella? Ya no gozaba de la juventud de las otras mujeres que andaban buscando marido, pero poseía algo de lo que las jovencitas debutantes carecían: chispa, vivacidad y un destello de inteligencia en los ojos que se sumaban a su belleza.
Seguía sola en el umbral de la puerta, advirtió. Era pasmoso que nadie se hubiera fijado en que estaba allí, de modo que decidió atravesar la multitud y abrirse paso hasta ella. Pero ella lo vio antes de que llegara hasta ella, y aun cuando no sonrió, se le curvaron levemente los labios, le destellaron los ojos al reconocerlo, y cuando echó a andar hacia él, se le quedó retenido el aliento.
Eso no tenía por qué sorprenderle, pero le sorprendió. Cada vez que pensaba que lo sabía todo de ella, que sin querer había memorizado todos sus detalles, algo vibraba y cambiaba dentro de ella, y él sentía que todo comenzaba de nuevo.
Nunca escaparía de esa mujer. Jamás escaparía de ella, y jamás podría tenerla.
Aunque ya no estaba Colt, eso era imposible, sencillamente incorrecto. Era muchísimo lo que había que tener en cuenta. Habían ocurrido demasiadas cosas, y él no podría jamás quitarse la sensación de que en cierto modo la había robado. Peor aún, que había deseado que ocurriera; que había deseado que muriera Colt y le dejara libre el camino, que había deseado el título, a Mikasa y todo lo demás.
Fue avanzando, avanzando, y se encontró con ella a medio camino.
—Mikasa —dijo, con su tono más tranquilo y agradable—, qué alegría verte.
—Y la mía al verte a ti —contestó ella.
Entonces sonrió, pero fue como si estuviera divertida, y él tuvo la inesperada sensación de que se burlaba de él; sin embargo, no ganaría nada con echárselo en cara; solo le demostraría lo sintonizado que estaba con todas sus expresiones.
Por lo tanto, se limitó a preguntarle: —¿Lo estás pasando bien?
—Por supuesto. ¿Y tú?
—Por supuesto.
Ella arqueó una ceja.
—¿Incluso en tu actual estado de soledad?
—¿Qué quieres decir?
Ella se encogió de hombros, despreocupadamente.
—La última vez que te vi estabas rodeado de mujeres.
—Si me viste, ¿por qué no acudiste a salvarme? —
¿A salvarte? —dijo ella, riendo—. Cualquiera podía ver que lo estabas pasando muy bien.
—¿Sí?
—Vamos, Eren, por favor —dijo ella, mirándolo intencionadamente—. Vives para coquetear y seducir.
—¿En ese orden?
Ella se encogió de hombros.
—Por algo te llaman el Alegre Libertino.
Él apretó la mandíbula sin poder controlarlo. Eso le dolía, y el hecho de le que le doliera le dolía aún más. Ella le escrutó la cara, con tanta atención que él sintió deseos de retorcerse de incomodidad, y de pronto sonrió.
—No te gusta —dijo al fin, casi sin aliento al comprender eso—. Ay, cielos, no te gusta.
Daba la impresión de que hubiera recibido una revelación de proporciones bíblicas, pero al ser todo a expensas de él, lo único que pudo hacer fue fruncir el ceño. Entonces ella se echó a reír, lo cual lo empeoró todo.
—Ah, caramba —dijo, poniéndose la mano en el vientre, atacada de risa—. Te sientes como un zorro en una cacería, y no te gusta nada. Vamos, esto es sencillamente demasiado. Después de todas las mujeres que has cazado…
Lo entendía todo del revés, lógicamente. A él no le importaba de ninguna manera que a las señoras de la alta sociedad les hubiera dado por llamarlo el mejor partido de la temporada y lo persiguieran por eso. Ese era justamente el tipo de cosas que le resultaba fácil considerar con humor. No le importaba que lo llamaran el Alegre Libertino. No le importaba que lo creyeran un despreciable seductor.
Pero cuando Mikasa decía eso… Era como si le arrojara ácido. Y lo peor era que solo podía culparse a sí mismo. Había cultivado esa reputación durante años, había pasado horas y horas tentando y coqueteando, asegurándose de que Mikasa lo viera, para que nunca adivinara la verdad.
Y tal vez lo había hecho por sí mismo también, porque si era el Alegre Libertino, al menos era algo. La alternativa era no ser otra cosa que un tonto patético, enamorado sin esperanzas de la mujer de otro hombre. Y, demonios, era bueno seduciendo con su sonrisa. Bien podía tener algo en la vida en lo que pudiera tener éxito.
—No puedes decir que no te lo advertí —dijo, Mikasa, con aires de sentirse muy complacida consigo misma.
—Es agradable rodearse de mujeres hermosas —dijo él, principalmente para irritarla—. Sobre todo cuando se logra sin ningún esfuerzo.
Dio resultado, porque a ella se le tensó un poco la mandíbula.
—No me cabe duda de que eso es más que delicioso, pero debes tener cuidado de no propasarte —dijo ella, secamente—. Estas no son tus mujeres habituales.
—No sabía que tenía mujeres habituales.
—Sabes exactamente qué quiero decir, Eren. Otros podrían llamarte un libertino total, pero yo te conozco mejor.
Él casi se rió. Ella creía que lo conocía muy bien, pero no sabía nada de nada. Jamás sabría toda la verdad.
—¿Ah, sí? —dijo.
—Hace cuatro años tenías tus normas —continuó ella—. Jamás seducías a nadie que fuera a quedar irreparablemente dañada por tus actos.
—¿Y qué te hace pensar que voy a comenzar ahora?
—Ah, no creo que vayas a hacer nada de eso a propósito, pero antes nunca te relacionabas con jovencitas que desearan casarse. No existía ni siquiera la posibilidad de que fueras a cometer un desliz y deshonrar por casualidad a una de ellas.
La vaga irritación que había estado hirviendo en él a fuego suave, comenzó a bullir con fuerza.
—¿Quién crees que soy, Mikasa? —le preguntó, con todo el cuerpo tenso por algo que no lograba comprender del todo. Detestaba que ella pensara eso de él; lo detestaba.
—Eren…
—¿De veras me crees tan estúpido como para arruinar la reputación de una jovencita «por casualidad»?
Ella entreabrió los labios y se estremeció ligeramente.
—No estúpido, Eren, claro que no. Pero…
—Insensible, entonces —dijo él, entre dientes. —No, eso tampoco. Simplemente pienso…
—¿Qué, Mikasa? —preguntó él, implacable—. ¿Qué piensas de mí?
—Pienso que eres el hombre más bueno que conozco —dijo ella, dulcemente.
Maldición. Típico de ella desarmar a un hombre con una sola frase. La miró, simplemente la miró, tratando de comprender qué había querido decir con eso.
—Eso pienso —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Pero también pienso que eres tonto, y que eres voluble, y creo que en esta primavera vas a romper más corazones de los que yo podré contar.
—No es asunto tuyo contarlos —dijo él, en voz baja y dura.
—No, no lo es, ¿verdad? —Lo miró, y sonrió irónica—. Pero voy a terminar contándolos de todos modos, ¿verdad?
—¿Y eso por qué?
Pareció que ella no tenía respuesta a eso, pero entonces, justo cuando él creía que no diría nada más, ella susurró:
—Porque no seré capaz de impedírmelo.
Pasaron varios segundos, y continuaron ahí, los dos dando la espalda a la pared, con todo el aspecto de estar simplemente contemplando la fiesta. Finalmente Mikasa rompió el silencio:
—Deberías bailar —dijo.
Él se giró a mirarla.
—¿Contigo?
—Sí, una vez por lo menos. Pero también deberías bailar con alguna joven atractiva, con una con la que podrías casarte.
Con alguien con quien podría casarse, pensó él. Cualquiera, menos ella.
—Eso indicaría a la sociedad que por lo menos estás receptivo a la posibilidad de matrimonio —continuó ella. Al ver que él no hacía ningún comentario, añadió—: ¿No lo estás?
—¿Receptivo a la idea de matrimonio?
—Sí.
—Si tú lo dices —dijo él, en tono bastante frívolo.
Tenía que ser arrogante, desdeñoso; esa era la única manera de ocultar la amargura que se había apoderado de él.
—Petra Ral —dijo Mikasa, haciendo un gesto hacia una joven muy bonita que estaba a unos diez metros—. Sería una excelente elección. Es muy sensata. No se enamoraría de ti.
Él la miró sardónico. —No permita Dios que yo encuentre el amor.
Ella abrió la boca y agrandó los ojos. —¿Es eso lo que deseas? ¿Encontrar el amor?
Parecía encantada por esa perspectiva. Encantada de que él pudiera encontrar a la mujer perfecta. Y ahí estaba, reafirmada su fe en un poder superior. No podía ser que esos momentos de perfecta ironía llegaran por casualidad.
—¿Eren? —dijo ella.
Le brillaban los ojos, y estaba claro que deseaba algo para él, algo maravilloso y bueno.
Y lo único que deseaba él era ponerse a chillar.
—No tengo ni idea —dijo, mordaz—. Ni maldita idea.
—Eren…
Parecía afligida, pero por una vez, a él no le importó.
—Si me disculpas —dijo en tono áspero—, creo que tengo que bailar con una Ral.
—Eren, ¿qué te pasa? ¿Qué dije?
—Nada. Absolutamente nada.
—No seas así.
Cuando se volvió hacia ella sintió cómo algo recorría su cuerpo, una especie de insensibilidad que puso su antigua máscara en la cara, le permitió sonreírle tranquilamente y mirarla con su legendaria mirada de párpados entornados. Volvía a ser el libertino, tal vez no muy alegre, pero sí el seductor cortés de los pies a la cabeza.
—¿Así cómo? —le preguntó, esbozando una sonrisa de inocencia y condescendencia combinadas—. Voy a hacer justamente lo que me has pedido. ¿No me dijiste que bailara con una Ral? Voy a cumplir tus órdenes al pie de la letra.
—Estás enfadado conmigo.
—No, no, claro que no —dijo él, pero los dos sabían que su voz sonó demasiado simpática, demasiado amable—. Simplemente he aceptado que tú, Mikasa, sabes más que yo. He estado escuchando a mi mente y a mi conciencia todo este tiempo, ¿y para qué? Sabe Dios dónde estaría si te hubiera hecho caso hace años.
Ella exhaló un suave suspiro y retrocedió.
—Tengo que irme —dijo.
—Vete, entonces.
Ella levantó un tanto el mentón.
—Hay muchos hombres aquí.
—Muchísimos.
—Necesito encontrar un marido.
—Deberías —convino él.
Ella apretó los labios y añadió:
—Podría encontrar uno esta misma noche.
Él estuvo a punto de sonreírle burlón. Siempre tenía que tener la última palabra.
—Podrías —dijo, en el instante mismo en que captó que ella creía que había terminado la conversación.
Ella ya se había alejado bastante, por lo que no pudo gritarle una última réplica. Pero la vio detenerse y tensar los hombros, y eso le confirmó que lo había oído. Se apoyó en la pared y sonrió. Un hombre tiene que darse esos simples placeres donde y cuando puede.
.
.
.
Al día siguiente Mikasa se sentía francamente fatal. Y peor aún, no lograba acallar un sentimiento de culpa muy molesto, aun cuando había sido Eren quien le había hablado de manera insultante la pasada noche. Porque a ver, de verdad, ¿qué dijo ella para provocar una reacción tan cruel en él? ¿Y qué derecho tenía él para portarse tan mal con ella? Lo único que había hecho ella había sido expresarle su alegría por la posibilidad de que él deseara un matrimonio verdadero, por amor, en lugar de dedicar la vida a frívolas seducciones. Pero al parecer, se había equivocado.
Eren se pasó toda la noche, antes y después de la conversación entre ellos, hechizando a todas las mujeres de la fiesta. Hasta el punto en que ella creyó que se iba a enfermar. Pero lo peor de todo fue que no logró impedirse contar sus conquistas, tal como predijera. «Una, dos tres», musitó cuando lo vio hechizando a un trío de hermanas con su sonrisa. «Cuatro, cinco, seis», continuó, cuando él pasó a dos viudas y una condesa. Fue repugnante, y se sentía fastidiada consigo misma por haber estado tan obsesionada por eso. Y de vez en cuando él la miraba a ella. Simplemente la miraba, con esa mirada burlona, con los párpados entornados, y ella no podía dejar de pensar que él sabía lo que estaba haciendo, que pasaba de una mujer a otra y a otra solo para que ella pudiera seguir contando hasta llegar a la siguiente decena o más.
¿Por qué le dijo que las iba a contar? ¿Cómo se le ocurrió decirle eso? ¿En qué estaba pensando? ¿O tal vez no estaba pensando? Esa parecía ser la única explicación. No había tenido la intención de decirle que no podría impedirse contar los corazones que él dejara rotos. Las palabras le salieron de los labios antes de darse cuenta de que lo estaba pensando.
E incluso en ese momento no sabía qué significaba eso. ¿Por qué le importaba tanto? ¿Por qué demonios le importaba cuántas mujeres caían bajo su hechizo? Antes nunca le había importado. Y eso, además, solo iba a empeorar. Las mujeres estaban locas por Eren. Si se invirtieran las reglas de la sociedad, pensó, irónica, el salón de la casa Paradise estaría a rebosar de flores, todas enviadas al Gallardo Conde. Iba a ser horroroso. Ese día habría inundación de visitas, de eso estaba segura. Todas las mujeres de Londres irían a visitarla con la esperanza de que Eren entrara en el salón. Tendría que soportar infinitas preguntas, ciertas insinuaciones y…
—¡Santo cielo! —Paró en seco y miró el salón sin poder dar crédito a sus ojos—. ¿Qué es esto?
Flores. Flores por todas partes. Era su pesadilla hecha realidad. ¿Es que alguien había cambiado las reglas de la sociedad y olvidado decírselo? violetas, lirios, margaritas, tulipanes importados, orquídeas de invernadero. Y rosas. Rosas portodas partes. De todos los colores. El olor era casi abrumador.
—¡Priestley! —llamó, al ver a su mayordomo poniendo sobre una mesa un florero alto con bocas de león—. ¿Qué son todas estas flores?
Él hizo un último arreglo al florero, girando un tallo para que la flor no quedara hacia la pared y se volvió a mirarla.
—Son para usted, milady.
—¿Para mí?
—Sí. ¿Quiere leer las tarjetas? Las he dejado en los ramos, para que vea quiénes se los envían.
—Ah.
No se le ocurrió qué decir. Se sentía como una idiota, con una mano sobre la boca abierta, moviendo la cabeza de un lado a otro, mirando todas las flores.
—Si quiere —continuó Priestley—, podría sacar cada tarjeta y anotar atrás de qué ramo la saqué. Así podría leerlas todas de una vez. —Al ver que ella no contestaba nada, sugirió—: ¿Preferiría retirarse a su escritorio? Yo tendría mucho gusto en llevarle ahí las tarjetas.
—No, no —dijo, sintiéndose terriblemente inquieta por todo eso.
Era una viuda, por el amor de Dios. Los hombres no debían enviarle flores. ¿Eh que no?
—¿Milady?
—Esto… —Enderezando la espalda, se volvió hacia Priestley, y se obligó a pensar con claridad, o por lo menos a intentarlo—. Creo que voy a, eh… a echarles un vistazo…
Eligió el ramo que tenía más cerca, un delicado arreglo de jacintos nazarenos y jazmines de Madagascar, y leyó la tarjeta.
«Pálida comparación con sus ojos», decía. La firmaba el marqués de Chester.
—¡Oh! —exclamó.
La mujer de lord Chester había muerto hacía dos años. Todo el mundo sabía que él andaba buscando otra esposa. Casi incapaz de contener la extraña sensación de vértigo que empezaba a apoderarse de ella, avanzó hacia un ramo de rosas y sacó la tarjeta, esforzándose por no parecer demasiado ilusionada delante del mayordomo.
—Me gustaría saber de quién es este —dijo, con estudiada indiferencia.
Un soneto. De Shakespeare, si no recordaba mal. Firmado por el vizconde Kirstein. ¿Kirstein? Había estado con él una sola vez, cuando los presentaron. Era joven, muy apuesto, y se rumoreaba que su padre había derrochado la mayor parte de la fortuna de la familia. El nuevo vizconde tendría que casarse con una mujer rica. Al menos eso decían todos.
—¡Santo cielo!
Mikasa se giró y se encontró ante Janet.
—¿Qué es esto?
—Creo que esas fueron exactamente mis palabras cuando entré aquí —contestó Mikasa.
Le pasó las dos tarjetas y le observó atentamente la cara mientras Janet leía las líneas pulcramente escritas. Con la muerte de Colt, Janet había perdido a su único hijo. ¿Cómo reaccionaría al verla a ella cortejada por otros hombres?
—Caramba —dijo Janet al levantar la vista—. Parece que eres la Incomparable de la temporada.
—Vamos, no seas tonta —repuso Mikasa, ruborizándose.
¿Ruborizándose? Buen Dios, ¿pero qué le pasaba? Ella no se ruborizaba. Ni siquiera se ruborizó durante su primera temporada, cuando de verdad fue una Incomparable—. Estoy muy vieja para eso.
—Al parecer, no —dijo Janet.
—Hay más en el vestíbulo —dijo Priestley.
—¿Has visto todas las tarjetas? —preguntó Janet.
—Todavía no, pero me imagino…
—¿Que son más de lo mismo?
Mikasa asintió.
—¿Te molesta eso?
Janet sonrió tristemente, pero con sus ojos amables y sabios. —¿Querría que siguieras casada con mi hijo? Por supuesto. ¿Deseo que pases el resto de tu vida casada con su recuerdo? Por supuesto que no. —Le agarró una mano—. Eres una hija para mí, Mikasa. Deseo que seas feliz.
—Nunca deshonraría el recuerdo de Colt —dijo Mikasa.
—Claro que no. Si fueras el tipo de mujer que hace eso, él no se habría casado contigo, para empezar. O yo no se lo habría permitido— añadió con expresión guasona.
—Quiero tener hijos —explicó Mikasa.
Sentía la necesidad de explicarlo, de lograr que Janet entendiera que lo que realmente deseaba era ser madre, no necesariamente una esposa. Janet asintió y desvió la cara, pasándose las yemas de los dedos por los ojos.
—Deberíamos leer el resto de las tarjetas —dijo en tono enérgico, indicando así que quería cambiar de tema—, y tal vez prepararnos para una tanda de visitas esta tarde.
Mikasa la siguió y se puso a su lado cuando Janet eligió un enorme arreglo de tulipanes y sacó la tarjeta.
—Yo creo que las visitas van a ser de mujeres —dijo Mikasa—, para preguntar por Eren.
—Es posible que tengas razón —contestó Janet. Levantó la tarjeta—. ¿Puedo?
—Por supuesto. Después de leer la tarjeta, Janet levantó la vista y dijo: —Cheshire.
Mikasa ahogó una exclamación.
—¿El duque?
—Él mismo.
Mikasa se colocó la mano sobre el corazón.
—Caramba —exclamó—. El duque de Cheshire.
—Está claro, querida mía, que eres el mejor partido de la temporada.
—Pero yo…
—¿Qué diablos es esto?
Eso lo dijo Eren, cogiendo al vuelo un florero que estuvo a punto de volcar, y con el aspecto de estar muy fastidiado e irritado.
—Buenos días, Eren —lo saludó Janet alegremente.
Él la saludó con una inclinación de cabeza, y luego miró a Mikasa y gruñó:
—Das la impresión de estar a punto de jurar lealtad a tu soberano señor.
—Y ese serías tú, me imagino —replicó ella, bajando rápidamente la mano al costado; no se había dado cuenta de que todavía la tenía sobre el corazón.
—Si tienes suerte —masculló él.
Mikasa se limitó a mirarlo mal. Él sonrió burlón.
—¿Vamos a abrir una floristería?
—No, pero está claro que podríamos —contestó Janet—. Son para Mikasa —añadió amablemente.
—Claro que son para Mikasa —masculló él—, aunque, buen Dios, no sé quién sería tan idiota para enviar rosas.
—Me gustan las rosas —dijo Mikasa.
—Todos envían rosas —dijo él, despectivo—. Son vulgares, trilladas y… —señaló las de Kirstein—, ¿quién envió esas?
—Kirstein —contestó Janet. Él emitió un bufido y se giró a mirar a Mikasa. —No te irás a casar con él, ¿verdad?
—Probablemente no, pero no veo qué…
—No tiene ni dos chelines para frotar.
—¿Cómo lo sabes? No llevas ni un mes aquí.
Eren se encogió de hombros.
—He estado en el club.
—Bueno, puede que eso sea cierto, pero no es culpa suya —rebatió Mikasa.
Se sintió obligada a señalar eso. No sentía una tremenda lealtad hacia lord Kirstein, pero siempre intentaba ser justa. Era de conocimiento público que el joven vizconde se había pasado todo el año tratando de reparar los daños que su derrochador padre había hecho a la fortuna de la familia.
—No te vas a casar con él y eso es concluyente —declaró Eren.
Ella debería haberse sentido molesta por su arrogancia, pero, la verdad, se sentía más que nada divertida.
—Muy bien —dijo, sonriendo—, elegiré a otro.
—Estupendo —gruñó él.
—Tiene muchísimos para elegir —terció Janet.
—Efectivamente —acotó Eren, mordaz.
—Voy a tener que ir a buscar a Carla —dijo Janet—. No querrá perderse esto.
—No creo que las flores vayan a salir volando por la ventana antes de que se levante —dijo Eren.
—No, claro que no —contestó Janet dulcemente, dándole una maternal palmadita en el brazo.
Mikasa se tragó la risa. Eren detestaba que le hicieran eso, y Janet lo sabía.
—Es que le encantan las flores —dijo Janet—. ¿Podría llevarle uno de los ramos a su habitación?
—Por supuesto —contestó Mikasa. Janet alargó las manos para coger las rosas de Kirstein, y de pronto detuvo el movimiento.
—Oh, no, será mejor que no. —Se giró a mirar a Mikasa y a Eren—. Él podría venir y no nos convendría que creyera que despreciamos sus flores poniéndolas en el último rincón de la casa.
—Ah, claro, tienes razón —musitó Mikasa.
—De todos modos, subiré a contárselo —dijo Janet, y salió a toda prisa en dirección a la escalera.
Eren estornudó y se quedó mirando un ramo de gladiolos particularmente inofensivos.
—Vamos a tener que abrir una ventana —gruñó.
—¿Y congelarnos?
—Me pondré un abrigo.
Mikasa sonrió. Deseaba sonreír.
—¿Estás celoso? —le preguntó, traviesa.
Él se giró bruscamente y casi la derribó con su expresión de asombro.
—No por mí —se apresuró a decir ella, casi ruborizándose por esa idea—. No es eso, caramba.
—¿Por qué, entonces? —preguntó él, en tono abrupto.
—Bueno, solo quiero decir… —apuntó a las flores, clara exhibición de su repentina popularidad—. Los dos tenemos más o menos el mismo objetivo esta temporada, ¿no?
Él la miró sin comprender.
—El matrimonio —explicó ella.
Buen Dios, estaba especialmente obtuso esa mañana.
—¿Y quieres decir…?
Ella exhaló un suspiro de impaciencia.
—No sé si lo habías pensado, pero yo naturalmente supuse que tú serías el perseguido sin piedad. Nunca soñé que yo… Bueno…
—¿Surgirías como un premio que hay que ganar?
No era esa la manera más agradable de expresarlo, pensó ella, pero no era totalmente inexacto, de modo que dijo:
—Bueno, sí, supongo.
Él permaneció un momento en silencio, pero mirándola con una expresión extraña, casi sarcástica, y luego dijo, en voz baja:
—Cualquier hombre que no sea un tonto de remate desearía casarse contigo.
Mikasa notó que su boca formaba un óvalo, por la sorpresa.
—Oh —dijo, sin saber qué decir—. Eso es… eso es… lo más amable que podrías haberme dicho en este momento.
Él suspiró y se pasó la mano por la cabeza. Ella decidió no decirle que se había dejado una raya amarilla de polen en el pelo.
—Mikasa —dijo él entonces, con cara de sentirse cansado, agotado y algo más.
¿Arrepentido? No, eso era imposible. Eren no era el tipo de persona que se arrepintiera de algo.
—Jamás te envidiaría esto —continuó él—. Debes… —se aclaró la garganta—. Debes ser feliz.
—Esto… —ese era un momento extrañísimo, sobre todo después de la tensa conversación entre ellos la noche anterior. No sabía qué decirle, qué contestarle, por lo tanto simplemente cambió el tema—. Ya te llegará la hora.
Él la miró perplejo.
—En realidad ya ha llegado —continuó ella—. Anoche. Me asediaron más admiradoras interesadas por tu mano que admiradores míos. Si las mujeres pudieran enviar flores, estaríamos totalmente inundados.
Él sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos. No parecía enfadado sino… vacío. Y la asombró lo extraña que era esa observación.
—Eh, hablando de anoche —dijo él, tironeándose la corbata—. Si te dije algo que te dolió…
Ella le observó la cara. Le era tan querida, y la conocía en todos sus detalles. Al parecer, cuatro años no eran nada para borrar un recuerdo. Pero veía algo diferente. Él había cambiado, pero no sabía en qué. Y no sabía por qué.
—Todo está bien —le aseguró.
—De todos modos, perdona, lo siento —dijo él con voz ronca.
Durante el resto del día, Mikasa no dejó de pensar si él sabría por qué le había pedido disculpas. Y no logró quitarse la sensación de que ella tampoco lo sabía.
.
.
.
