.
.
.
CAPÍTULO 12
.
…bastante ridículo escribirte, pero supongo que después de tantos meses en Oriente mi perspectiva sobre la muerte y la vida después de la muerte se ha transformado en algo que haría correr al párroco MacLeish chillando por las Philas. Tan lejos de Inglaterra, es casi posible simular que todavía estás vivo y puedes recibir esta carta, como recibías las muchas que te enviaba de Francia. Pero entonces alguien me llama y me recuerda que yo soy Paradise, y que tú estás en un lugar al que no llega el Correo Real.
De una carta del conde de Paradise a su difunto primo, el conde anterior, un año y dos meses después de su llegada a India, escrita entera y luego quemada lentamente en la llama de una vela.
.
No era que le gustara sentirse como un imbécil, reflexionaba Eren haciendo girar una copa de coñac sentado a una mesa del salón de su club, pero últimamente parecía que no podía evitar actuar así, al menos cuando estaba con Mikasa. En la fiesta de cumpleaños de su madre, ella estaba tan condenadamente feliz por él, tan encantada de que él hubiera pronunciado la palabra «amor» en su presencia, y él simplemente le ladró.
Porque sabía cómo le funcionaba la mente a ella, y sabía que ya estaba pensando por adelantado, tratando de elegirle la mujer perfecta, y la verdad era… Bueno, la verdad era tan patética que sencillamente no había palabras para expresarla. Pero le pidió disculpas, y aunque podía jurar y rejurar que no volvería a portarse como un idiota, lo más seguro era que tuviera que volver a pedirle disculpas en algún momento del futuro próximo, y casi con toda seguridad ella lo atribuiría todo a su naturaleza rara, por mucho que hubiera sido un modelo de humor y ecuanimidad cuando Colt estaba vivo.
Se bebió todo el coñac. Al cuerno todo. Bueno, pronto acabaría toda esa tontería. Ella encontraría un hombre, se casaría con él y se marcharía de la casa. Continuarían siendo amigos, lógicamente, Mikasa no era el tipo de persona que fuera a permitir otra cosa, pero él no la vería todos los días en la mesa del desayuno. Ni siquiera la vería con la frecuencia con que la veía antes de la muerte de Colt. Su marido no le permitiría pasar mucho tiempo en su compañía, por muy primos que fueran.
—¡Jaeger! —gritó alguien, y a eso siguió una tosecita que precedía a—: Conde Paradise, quiero decir, lo siento.
Eren levantó la vista y vio a sir Geoffrey Fowler, conocido suyo desde su época de Cambridge.
—No tiene importancia —dijo, invitándolo a sentarse en la silla del otro lado de la mesa.
—Espléndido verte —dijo sir Geoffrey, sentándose—. Espero que tu viaje a casa haya sido tranquilo.
Estuvieron unos minutos hablando de trivialidades, hasta que sir Geoffrey fue al grano:
—Entiendo que lady Paradise anda buscando marido.
Eren se sintió como si le hubieran dado un puñetazo. A pesar de la atroz exhibición de flores en su salón, continuaba encontrando de mal gusto ese comentario salido de la boca de un hombre. De un hombre joven, bastante guapo y claramente en el mercado del matrimonio en busca de esposa.
—Eeh, sí —contestó al fin—. Creo que sí.
—Excelente —dijo sir Geoffrey, frotándose las manos, expectante, lo que produjo a Eren un abrumador deseo de romperle la cara.
—Será muy selectiva —dijo, irritado.
Al parecer eso no le importó nada a sir Geoffrey.
—¿La vas a dotar?
—¿Qué? —ladró Eren.
Buen Dios, ahora él era su pariente más cercano, ¿no? Igual tendría que entregarla en la boda. Demonios.
—¿Sí? —insistió sir Geoffrey.
—Por supuesto.
Sir Geoffrey hizo una corta inspiración, encantado.
—Su hermano ha ofrecido dotarla también.
—Los Jaeger nos ocuparemos de ella —repuso Eren, fríamente.
—Parece que los Ackerman también —dijo sir Geoffrey, encogiéndose de hombros.
Eren notó que se estaba moliendo los dientes, de tanto hacerlos rechinar.
—No te irrites tanto, hombre —dijo sir Geoffrey—. Con una doble dote no tardarás nada en quitártela de encima. Seguro que estarás impaciente por librarte de ella.
Eren ladeó la cabeza, tratando de calcular en qué lado de la nariz de aquel hombre encajaría mejor un puñetazo.
—Tiene que ser una carga para ti —continuó, alegremente—. Solo la ropa tiene que costar una fortuna.
Eren pensó cuáles serían las consecuencias judiciales por estrangular a un caballero del reino. Seguro que nada con lo que no pudiera vivir.
—Y cuando te cases —continuó sir Geoffrey, sin darse cuenta de que Eren estaba flexionando los dedos y calculando el grosor de su cuello—, tu condesa no la va a querer en la casa. No puede haber dos gallinas al mando en una casa, ¿verdad?
—Verdad —contestó Eren, entre dientes.
—Muy bien, entonces —dijo sir Geoffrey, levantándose—. Encantado de haber hablado contigo, Paradise. Debo irme. Tengo que darle la noticia a Shively. No es que quiera competidores, lógicamente, pero este es un asunto que no va a continuar en secreto mucho tiempo. Bien puedo ser yo quien se lo diga.
Eren le dirigió una mirada como para congelarlo, pero sir Geoffrey estaba tan entusiamado por el chisme que no se fijó. Entonces Eren miró su copa. Muy bien, entonces. Apuró la copa. Condenación. Le hizo un gesto al camarero para que le trajera otra y se repantigó en la silla para leer el diario que había cogido al entrar, pero antes de que pudiera leer los titulares, oyó su nombre otra vez. Hizo el esfuerzo necesario para ocultar su irritación y levantó la vista.
Kirstein, el de las rosas amarillas. Sintió arrugarse el diario entre sus manos.
—Conde Paradise —dijo el vizconde.
—Kirstein —saludó Eren inclinando la cabeza. Se conocían; no muy bien, pero lo suficiente para que una conversación amistosa no fuera inesperada. Señaló la silla que acababa de desocupar sir Geoffrey—. Toma asiento.
Kirstein se sentó y dejó en la mesa su copa a medio beber.
—¿Cómo estás? —preguntó—. No te he visto mucho desde tu regreso.
—Bastante bien —gruñó Eren.
Bueno, teniendo en cuenta que se veía obligado a estar sentado con un bobo que deseaba casarse con la dote de Mikasa, no, con su doble dote. Sí que se había propagado rápido el chisme; probablemente Kirstein se lo había oído a sir Geoffrey. Kirstein era ligeramente más educado que sir Geoffrey; se las arregló para hablar de trivialidades durante tres minutos enteros, preguntándole por su estancia en India, por el viaje de regreso, etcétera, etcétera. Pero claro, finalmente llegó a su verdadero propósito.
—Fui a visitar a lady Paradise esta tarde —dijo.
—¿Sí? —musitó Eren.
No había vuelto a casa desde que salió esa mañana. Lo último que deseaba era estar presente durante el desfile de pretendientes de Mikasa.
—Sí. Es una mujer encantadora.
—Sí —dijo Eren, contento de que hubiera llegado su copa de coñac.
Al instante se le acabó la alegría al darse cuenta de que había llegado dos minutos antes y ya se la había bebido. Kirstein se aclaró la garganta.
—No me cabe duda de que sabes que tengo la intención de cortejarla.
Eren miró su copa por si quedaban algunas gotas.
—Sin duda ahora lo sé —dijo.
—No sabía si informarte a ti o a su hermano de mis intenciones.
Eren sabía muy bien que Levi Ackerman, el hermano mayor de Mikasa, era muy capaz de eliminar a los pretendientes inconvenientes, pero de todos modos contestó:
—Basta que me lo digas a mí.
—Estupendo, estupendo —musitó Kirstein—. Yo…
—¡Kirstein! —gritó una voz retumbante—. ¡Y Paradise también!
Era el alto y gordinflón lord Hardwick, que aunque no estaba borracho todavía, tampoco estaba lo que se dice sobrio.
—Hardwick —saludaron los dos al unísono.
Hardwick agarró una silla y la llevó arrastrando hasta encontrar un lugar cerca de la mesa, y se sentó.
—Me alegra veros, me alegra veros —bufó—. Una noche fundamental, ¿no os parece? Muy excelente, muy excelente, en efecto.
Eren no tenía idea de qué hablaba, pero asintió de todos modos; eso era mejor que preguntarle qué quería decir. Carecía absolutamente de la paciencia para escuchar una explicación.
—Thistleswaite está ahí animando las apuestas por los perros de la reina y, ¡ah!, me enteré también de lo de lady Paradise. Excelente la conversación esta noche. Detesto cuando todo está en silencio aquí.
—¿Y cómo les ha ido a los perros de la reina? —preguntó Eren.
—Se ha quitado el luto, tengo entendido.
—¿Los perros?
—¡No! ¡Lady Paradise! —exclamó Hardwick, riendo—. Je, je, je. Muy bueno ese, Conde Paradise.
Eren hizo un gesto al camarero para que le trajera otra copa. La iba a necesitar.
—Vestía de azul la otra noche —continuó Hardwick—. Todo el mundo la vio.
—Estaba muy hermosa —añadió Kirstein.
—En efecto, en efecto —dijo Hardwick—. Yo le iría detrás si no estuviera ya encadenado a lady Hardwick.
Los pequeños favores y todo eso, pensó Eren.
—¿Cuánto tiempo llevó luto por el viejo conde? —preguntó Hardwick—. ¿Seis años?
Eren encontró bastante ofensivo el comentario, puesto que el «viejo» conde solo tenía veintiocho años en el momento de su muerte, pero no le vio ningún sentido a intentar cambiar el mal juicio y el mal comportamiento de Hardwick en esa última fase de su vida; a juzgar por su gordura y rubicundez, estaba claro que caería muerto en cualquier momento. En ese mismo instante, en realidad, si había suerte. Lo miró. Seguía vivo. Maldición.
—Cuatro años —dijo—. Mi primo murió hace cuatro años.
—Cuatro, seis, los que sea —dijo Hardwick, encogiéndose de hombros—. De todas maneras es mucho tiempo para ennegrecer las ventanas.
—Creo que llevó medio luto durante un tiempo —terció Kirstein.
—¿Eh? ¿Sí? —Hardwick bebió un buen trago de su licor, y se limpió ruidosamente la boca con un pañuelo—. Eso da igual. No ha buscado marido hasta ahora.
—No —dijo Eren, principalmente porque Hardwick cerró la boca unos segundos.
—Los hombres le van a ir detrás como abejas a la miel —predijo Hardwick, arrastrando tanto la jota que pareció que la palabra tenía cuatro jotas—. Como abejas a la miel, os lo digo. Todo el mundo sabe que estaba consagrada al viejo conde. Todos.
Le trajeron la copa a Eren. Gracias a Dios.
—Y no ha habido ni el más leve soplo de escándalo adherido a su nombre desde que él murió —añadió Hardwick.
—Yo diría que no —dijo Kirstein.
—No como algunas viudas que vemos por ahí —continuó Hardwick, bebiendo otro trago. Se rió lascivamente y le dio un codazo a Eren—. Ya sabes lo que quiero decir.
Eren se limitó a beber.
—Es como… —Hardwick se inclinó, y le colgaron las mejillas al hacerse más salaz su expresión—. Es como…
—Por el amor de Dios, hombre, suéltalo —masculló Eren.
—¿Eh?
Eren lo miró ceñudo.
—Te diré cómo es —dijo Hardwick, sonriendo malicioso—. Es como tener una virgen que sabe qué hacer.
Eren lo miró fijamente.
—¿Qué has dicho? —preguntó, en tono muy tranquilo.
—Yo en tu lugar no lo repetiría —se apresuró a decir Kirstein, echando una temerosa mirada a la sombría cara de Eren.
—¿Eh? No es un insulto —gruñó Hardwick, bebiéndose el resto de su copa—. Ha estado casada, así que sabemos que no está intacta, pero no ha ido y…
—Basta —gruñó Eren.
—¿Eh? Todo el mundo lo dice.
—No en mi presencia —gruñó Eren—, si valoran su salud.
—Bueno, eso es mejor que decir que no es como una virgen —rió Hardwick—. Ya sabes lo que quiero decir.
Eren se abalanzó sobre él.
—¡Buen Dios, hombre! —aulló Hardwick, cayendo de espaldas al suelo—. ¿Qué diantres te pasa?
Eren no supo cómo llegaron sus manos a rodear el cuello de Hardwick, pero notó que le gustaba tenerlas allí.
—Jamás vuelvas a pronunciar su nombre —siseó—. Jamás, ¿entiendes?
Hardwick asintió enérgicamente, desesperado, pero el movimiento le cortó aún más la entrada de aire, y empezaron a ponérsele moradas las mejillas. Eren lo soltó, se enderezó y se frotó las manos, como para limpiárselas de suciedad.
—No permitiré que se hable de esa manera tan irrespetuosa de lady Paradise —dijo entre dientes—. ¿Está claro?
Hardwick asintió. Y también asintieron un buen número de mirones que se habían agrupado allí.
—Estupendo —gruñó Eren, decidiendo que era un buen momento para largarse de allí.
Mikasa ya estaría en la cama cuando llegara a casa. O estaría fuera. Cualquier cosa le iba bien siempre que no tuviera que verla. Se dirigió a la salida, pero cuando iba entrando en el vestíbulo, volvió a oír su nombre.
Se giró, pensando quién podría ser el idiota que se atrevía a importunarlo encontrándose él en este estado. Era Phil Ackerman, el hermano de Mikasa. Condenación.
—Jaeger —dijo Phil, con su bella cara decorada por su habitual media sonrisa.
—Ackerman.
—Eso ha sido todo un espectáculo —comentó Phil, haciendo un leve gesto hacia la mesa que estaba volcada.
Eren guardó silencio. Phil Ackerman siempre lo amilanaba. Los dos tenían el mismo tipo de reputación, la de libertino «a quién diablos le importa». Pero mientras Phil era el chico favorito de las madres de la sociedad, que arrullaban alabando su encantador comportamiento, a él siempre lo habían tratado con más cautela (al menos antes de que entrara en posesión del título).
Pero desde hacía tiempo él sospechaba que había bastante sustancia bajo la superficie siempre jovial de Phil; tal vez eso se debía a que en muchos sentidos eran parecidos, pero él siempre había temido que si alguien era capaz de percibir sus sentimientos por Mikasa, sería ese hermano.
—Estaba bebiendo una copa muy tranquilo cuando oí la conmoción —dijo Phil, invitándolo con un gesto a entrar en un salón privado—. Acompáñame un rato.
Eren no deseaba otra cosa que marcharse corriendo del club, pero Phil era hermano de Mikasa, lo que los hacía parientes en cierto modo y exigía, por lo menos, un simulacro de amabilidad. Por lo tanto apretó los dientes y entró en el salón, con toda la intención de beber una copa y marcharse antes de diez minutos.
—Está agradable la noche, ¿no te parece? —dijo Phil cuando Eren ya aparentaba sentirse cómodo—. Aparte de Hardwick y todo eso. Es un imbécil.
Eren se limitó a asentir, tratando de no fijarse en que el hermano de Mikasa lo estaba observando como hacía siempre, con su aguda mirada encubierta por un aire de encantadora inocencia. Y más encima, pensó Eren amargamente, tenía levemente ladeada la cabeza, como si estuviera buscando un ángulo para mirarle mejor el alma.
—Maldición —masculló en voz baja y tiró del cordón para llamar a un camarero.
—¿Qué pasa? —preguntó Phil.
Eren se volvió lentamente a mirarlo a la cara.
—¿Te apetece otra copa? —le preguntó, con la voz más clara que pudo, puesto que tuvo que hacerla salir por en medio de los dientes apretados.
—Creo que sí —contestó Phil, muy amigable y animado.
Claro que eso no engañó en absoluto a Eren: solo era una fachada.
—¿Tienes algún plan para el resto de la noche? —preguntó entonces Phil.
—No.
—Yo tampoco, da la casualidad. Maldición. Otra vez. ¿Es que era demasiado desear una maldita hora de soledad?
—Gracias por defender el honor de Mikasa —dijo Phil, tranquilamente.
El primer impulso de Eren fue gruñir que no había ningún motivo para darle las gracias, puesto que a él le correspondía defender el honor de Mikasa tanto como a cualquier Ackerman; pero los ojos grises de Phil se veían especialmente penetrantes esa noche, de modo que simplemente asintió.
—Tu hermana se merece que la traten con respeto —dijo al fin, procurando que la voz le saliera tranquila y pareja.
—Por supuesto —dijo Phil, inclinando la cabeza.
Llegaron las bebidas. Eren resistió el deseo de bebérsela de un trago, pero sí bebió uno largo, para que le quemara la garganta. Phil, en cambio, bebió apenas un sorbo, exhaló un suspiro de satisfacción y se reclinó en su sillón.
—Excelente whisky —dijo, con mucho sentimiento—. Es lo mejor de Gran Bretaña, en realidad. O una de las mejores cosas. No se puede conseguir nada parecido en Chipre.
Eren se limitó a contestar con un gruñido; eso fue lo único que le pareció necesario. Phil bebió otro sorbo y estuvo un momento saboreándolo.
—Aahh —exclamó, dejando el vaso en la mesa—. Casi tan bueno como una mujer.
Eren volvió a gruñir y se llevó el vaso a los labios.
—Deberías casarte con ella, ¿sabes? —dijo Phil entonces.
Eren casi se atragantó.
—Perdón, ¿qué has dicho?
—Cásate con ella —repuso Phil, encogiéndose de hombros—. Creo que es algo muy sencillo.
Era demasiado suponer que Phil se refiriera a otra que no fuera Mikasa, pero de todos modos, desesperado, Eren probó, diciendo en el tono más glacial que pudo:
—¿A quién te refieres, si puedo preguntarlo?
Phil arqueó las cejas. —¿De veras tenemos que jugar a esto?
—No puedo casarme con Mikasa —soltó Eren.
—¿Por qué no?
—Porque… —se interrumpió.
Eran cientos los motivos que le impedían casarse con Mikasa, y de ninguno de ellos podía hablar en voz alta, así que se limitó a decir—: Estaba casada con mi primo.
—La última vez que leí las leyes y normas respectivas, no había nada ilegal en eso.
No, pero sería absolutamente inmoral. Deseaba y amaba a Mikasa desde hacía tanto tiempo que le parecía una eternidad, y cuando todavía Colt estaba vivo. Había engañado a su primo de la manera más ruin posible; no podía agravar la traición robándole a su mujer. Eso completaría el horrible círculo que lo había llevado a ser el conde de Paradise, título que no debería haber sido suyo jamás. Nada de eso debería ser suyo. Y a excepción de esas malditas botas que ordenó a Reivers guardar en un ropero, Mikasa era lo único que quedaba de Colt que no había hecho suyo.
La muerte de Colt le había dado una fabulosa riqueza; le había dado poder, prestigio y el título de conde. Si le daba a Mikasa también, ¿cómo podría aferrarse al hilillo de esperanza de que no había deseado nunca, ni siquiera en sueños, que ocurriera todo eso? ¿Cómo podría vivir consigo mismo entonces?
—Tiene que casarse con alguien —dijo Phil.
Eren levantó la cabeza, consciente de que llevaba un rato sumido en sus pensamientos, y de que Phil lo había estado observando todo ese tiempo. Se encogió de hombros, tratando de fingir un aire desdeñoso, despreocupado, aunque estaba casi seguro de que no lograría engañar al hombre que lo estaba observando.
—Hará lo que desee —dijo—. Siempre lo hace.
—Podría casarse con precipitación —musitó Phil—. Desea tener hijos antes de hacerse vieja.
—No es vieja.
—No, pero tal vez ella cree que lo es. También podría pensar que los demás la considerarán vieja. Al fin y al cabo no concibió con tu primo. Bueno, no con éxito.
Eren tuvo que agarrarse del borde de la mesa para no levantarse. Podría tener a Shakespeare a su lado, sirviéndole de intérprete, y ni aún así lograría explicar por qué lo enfurecía tanto ese comentario de Phil.
—Si se precipita al elegir —añadió Phil, con la mayor naturalidad—, podría elegir a un hombre que sería cruel con ella.
—¿Mikasa? —dijo Eren, despectivo.
Tal vez otra mujer sería tan tonta, pero no su Mikasa.
Phil se encogió de hombros. —Podría ocurrir —dijo.
—Aun en el caso de que ocurriera —replicó Eren—, ella no continuaría en ese matrimonio.
—¿Qué opciones tendría?
—Estamos hablando de «Mikasa» —dijo Eren. Y eso debía explicarlo todo.
—Supongo que tienes razón —convino Phil, bebiendo otro sorbo de su whisky—. Siempre encontraría refugio con los Ackerman. Nosotros no la obligaríamos jamás a volver con un marido cruel. —Dejó su vaso en la mesa y se reclinó en su sillón—. En todo caso, no tiene sentido hablar de esto, ¿verdad?
Eren detectó algo raro en el tono de Phil, algo oculto e irritante. Levantó bruscamente la vista, sin poder resistir el deseo de escrutarle la cara, por si adivinaba qué se proponía.
—¿Y eso por qué? —preguntó.
Phil bebió otro sorbo. Eren observó que el volumen del licor en el vaso prácticamente no bajaba. Después Phil estuvo un rato haciendo girar el vaso, hasta que levantó la vista y fijó la mirada en su cara, con una expresión que a cualquiera le parecería sosa, pero en sus ojos había algo que hizo a Eren desear revolverse en el asiento. Sus penetrantes ojos parecían perforarlo y, aunque eran de un color similar al de los ojos de Mikasa, tenían exactamente la misma forma. Era casi espeluznante.
—¿Que por qué no tiene sentido hablarlo? —musitó Phil pensativo—. Bueno, porque está muy claro que no deseas casarte con ella.
Eren abrió la boca para hacer una rápida réplica, y se apresuró a cerrarla al darse cuenta, no sin una tremenda conmoción, de que había estado a punto de decir «Sí que lo deseo».
Y lo deseaba. Deseaba casarse con Mikasa. Simplemente no podría vivir con su conciencia si lo hacía.
—¿Te sientes mal? —le preguntó Phil.
Eren lo miró sorprendido.
—Estoy muy bien, ¿por qué?
Phil ladeó ligeramente la cabeza.
—No sé, por un momento me pareció que estabas… —negó con la cabeza—. No, nada.
—¿Qué, Ackerman? —preguntó Eren, casi ladrando.
—Sorprendido. Me pareció que estabas sorprendido. Lo encontré bastante extraño.
Dios santo, un rato más con Phil Ackerman y el maldito bribón le sacaría todos sus secretos. Echó atrás el sillón.
—Tengo que irme —dijo bruscamente.
—Ah, muy bien —dijo Phil, con tanta afabilidad como si hubieran estado hablando de caballos y del tiempo.
Eren se levantó e inclinó secamente la cabeza. No era una despedida muy cálida, teniendo en cuenta que, en cierto modo, eran parientes, pero fue lo único que logró hacer, dadas las circunstancias.
—Piensa en lo que te he dicho —le dijo Phil, cuando él ya estaba en la puerta.
Se le escapó una risita áspera cuando abrió la puerta y salió al vestíbulo. Como si fuera a ser capaz de pensar en otra cosa. Todo el resto de su vida.
.
.
.
