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CAPÍTULO 13

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todo va bien en casa, todo es agradable, y Paradise prospera con la esmerada administración de Mikasa. Ella continúa lamentando la muerte de Colt, pero claro, todos sentimos lo mismo, como lo sientes tú, sin duda. Podrías ver la posibilidad de escribirle directamente a ella. Sé que te echa de menos. Yo le transmito las historias que me cuentas, pero estoy segura de que a ella se las relatarías de manera distinta a como se las relatas a tu madre.

De una carta de Carla Jaeger a su hijo, el conde de Paradise, dos años después de su marcha a India.

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El resto de la semana transcurrió en medio del fastidioso desfile de una multitud de ramos de flores y bombones, a los que vinieron a sumarse poemas recitados en voz alta en la escalinata de la puerta principal, que Eren recordaba estremeciéndose de consternación. Por lo visto, Mikasa estaba dejando pequeñas a todas las jovencitas debutantes de cara lozana. No se podía decir que cada día se duplicaba el número de hombres que rivalizaban por su mano, aunque eso era lo que le parecía a él, que vivía tropezándose con algún pretendiente enamorado en el vestíbulo.

Era como para vomitar, preferentemente encima del pretendiente. Claro que él tenía sus admiradoras también, pero puesto que no era socialmente aceptable que una dama visitara a un caballero, él se encontraba con ellas cuando le iba bien y no cuando ellas decidían presentarse en su casa sin anunciarse y sin otro motivo aparente que el de comparar sus ojos con… Bueno, con lo que fuera que se pudieran comparar unos ojos del gris más corriente.

Esa era una analogía estúpida, en todo caso, aunque él se había visto obligado a escuchar a más de un hombre cantando las alabanzas de los ojos de Mikasa. Buen Dios, ¿es que ninguno de ellos tenía una sola idea original en su cabeza? Todos, todos, hacían referencia a sus ojos. Bufó de fastidio. Cualquiera que se tomara el tiempo para mirarle los ojos a Mikasa comprendería que tenían su muy propio color. Como si la luna pudiera compararse con ellos.

Además, lo que le hacía aún más difícil soportar el nauseabundo desfile de pretendientes de Mikasa era su total incapacidad para dejar de pensar en la reciente conversación con su hermano. ¿Casarse con Mikasa? Jamás se había permitido siquiera pensar en algo así. Pero ahora la idea lo atenazaba con un ardor y una intensidad que lo hacía tambalearse. Matrimonio con Mikasa. Buen Dios, todo, todo, sería incorrecto. Pero lo deseaba angustiosamente.

Era un infierno mirarla, un infierno hablar con ella, un infierno vivir en la misma casa. Le había resultado difícil amarla antes sabiendo que nunca podría ser de él, pero eso… Eso era cien veces peor. Y Luke lo sabía. Tenía que saberlo. ¿Por qué, si no, le había sugerido el matrimonio? Todos esos años había conseguido conservar la cordura por un solo motivo, solo uno: nadie sabía que estaba enamorado de Mikasa.

Pero ahora lo sabía Luke, o al menos lo sospechaba, condenación, y él no lograba calmar esa creciente sensación de terror que le oprimía el pecho. Luke lo sabía, y él tendría que hacer algo al respecto. Dios santo, ¿y si Luke se lo decía a Mikasa? Esa pregunta estaba siempre en un primer plano de su mente, incluso en esos momentos, cuando estaba en el salón de baile de los Burwick, situado ligeramente alejado del centro, casi una semana después de ese importantísimo encuentro con Luke.

—Está muy hermosa esta noche, ¿verdad? —dijo la voz de su madre en su oído.

Había olvidado simular que no estaba mirando a Mikasa. Se giró y le hizo una ligera inclinación de la cabeza.

—Madre.

—¿Verdad? —insistió Carla.

—Sí —convino al instante, para que ella creyera que solo deseaba ser cortés.

—El verde le sienta muy bien.

Todo le sentaba bien a Mikasa, pero él no le iba a decir eso a su madre, de modo que simplemente asintió y emitió un murmullo para manifestar su acuerdo.

—Deberías bailar con ella —continuó Carla.

—Sí, seguro que bailaré con ella —dijo él, llevándose a los labios la copa de champán y bebiendo un sorbo.

Lo que deseaba era atravesar el salón y sacarla de un solo tirón de ese molesto grupo de admiradores, pero no podía demostrar esa emoción delante de su madre, así que concluyó—: Después de que me haya bebido mi copa.

Carla frunció los labios.

—Entonces ya tendrá llena su tarjeta de baile. Deberías ir ahora.

Él la miró y le sonrió, con esa sonrisa diabólicamente pícara suya destinada a desviarle la mente de lo que fuera aquello en que la tenía fijada.

—¿Pero para qué voy a hacer eso si puedo bailar contigo? —dijo, dejando su copa en una mesa cercana.

—Eres un pícaro —dijo ella, pero no protestó cuando él le tomó de la mano y la llevó a la pista de baile.

Sabía que tendría que pagar eso al día siguiente; ya iban cerrando el círculo alrededor de él las señoras mayores para cazarlo para sus hijas, y no había nada que les gustara más que un libertino que adoraba a su madre. La danza era bastante animada, por lo que no permitía mucha conversación. Entre giros y movimientos, reverencias y venias, no dejaba de mirar a Mikasa, que estaba radiante con su vestido color esmeralda. Al parecer nadie notaba que la miraba, lo que le iba muy bien, pero cuando la música llegó a su crescendo final, se vio obligado a girarse y quedó dándole la espalda. Y cuando volvió a girarse para mirarla, ella ya no estaba.

Frunció el ceño. Algo no iba bien.

Podría suponer que ella había salido para ir al tocador de señoras, pero, patético idiota que era, la había estado observando tan bien que sabía que no hacía veinte minutos que ella había ido allí. Terminó la danza con su madre, la acompañó fuera de la pista y se despidió, y echó a caminar, fingiendo despreocupación, hacia el lado norte del salón, donde había estado Mikasa.

Tenía que caminar rápido, no fuera a detenerlo alguien para conversar. Mantuvo los oídos atentos mientras se abría paso entre el gentío. Al parecer nadie estaba hablando de ella. Cuando llegó al lugar donde había estado ella, vio que había unas puertas cristaleras, que supuso daban al jardín de atrás. Estaban cerradas y con las cortinas corridas, lógicamente; solo era abril, y todavía no hacía tanto calor como para dejar entrar el aire nocturno, aun cuando trescientas personas estuvieran calentando el salón.

Al instante sintió desconfianza; había tentado a muchas mujeres a salir al jardín como para no saber lo que podía ocurrir en la oscuridad de la noche. Abrió la puerta lo justo, discretamente, para no llamar la atención, y salió con el mayor sigilo. Si Mikasa estaba en el jardín con un caballero, lo último que deseaba era que lo siguiera un grupo de mirones. El ruido del salón parecía hacer vibrar las puertas, pero aun así, fuera todo estaba silencioso.

Entonces oyó su voz. Le pareció que le rebanaba las entrañas. Parecía feliz, muy contenta por estar en compañía de cual fuera el hombre que la tentó a salir a la oscuridad. No lograba distinguir las palabras, pero se notaba que se estaba riendo. Era un sonido musical, cristalino, que terminó en un murmullo coqueto como para desgarrarle el alma. Volvió a poner la mano en el pomo de la puerta.

Debería marcharse. Ella no lo querría allí. Pero se quedó como si estuviera clavado en el lugar. Jamás, nunca, la había espiado cuando estaba con Colt. Ni una sola vez había puesto atención para escuchar una conversación entre ellos que no estaba destinada a sus oídos. Si por casualidad oía algo, inmediatamente se alejaba.

Pero en ese momento, la cosa era diferente. No sabía explicarlo, pero era distinto, y no logró obligarse a volver al salón. Un minuto más, se prometió. Solo eso. Un minuto más para asegurarse de que ella no estaba en una situación peligrosa, y…

—No, no.

Era la voz de ella. Alertó más los oídos y avanzó unos cuantos pasos en dirección a su voz. Ella no parecía molesta, pero había dicho no. Claro que podría estar riéndose de un chiste, o tal vez de un trivial cotilleo.

—De verdad, debo… ¡No!

Y eso bastó para que Eren avanzara.

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Mikasa era consciente de que no debería haber salido al jardín con sir Geoffrey Fowler, pero él se había mostrado muy educado y encantador y ella se sentía acalorada en el abarrotado salón. Eso era algo que no habría hecho jamás cuando estaba soltera, pero las viudas no se ceñían a los mismos criterios; además, sir Geoffrey le dijo que dejaría la puerta entreabierta. Todo fue muy agradable los primeros minutos.

Sir Geoffrey la hacía reír y la hacía sentirse hermosa, y era casi doloroso comprender lo mucho que había echado de menos eso. Por lo tanto se reía y coqueteaba, dándose permiso para entregarse al momento. Deseaba volver a sentirse mujer, tal vez no en todo el sentido de la palabra, pero de todos modos, ¿qué tenía de malo disfrutar de la embriaguez de saber que era deseada? Tal vez lo único que deseaban todos era su maldita doble dote, tal vez deseaban emparentarse con dos de las familias más notables de Gran Bretaña; ella era Ackerman y Jaeger después de todo.

Pero por una hermosa noche se permitiría creer que todo era por ella. Pero entonces sir Geoffrey se le acercó más. Ella tuvo que retroceder lo más discretamente que pudo, pero él avanzó un paso, luego otro y antes de darse cuenta se encontró apoyada en el ancho tronco de un árbol y él la dejó encerrada ahí apoyando las manos en el tronco, muy cerca de su cabeza.

—Sir Geoffrey —dijo, tratando de continuar amable mientras pudiera—, creo que ha habido un malentendido. Ahora quiero volver al salón —añadió, en tono amistoso, pues no quería provocarlo a hacer algo que luego ella tuviera que lamentar.

Él acercó más la cara a la de ella.

—Vamos, ¿por qué querría eso? —susurró.

—No, no —dijo, tratando de agacharse para salir de ahí—. Me van a echar de menos.

Maldición, tendría que darle un pisotón o, peor aún, acobardarlo golpeándolo de la manera que le enseñaron sus hermanos cuando todavía era una niña.

—Sir Geoffrey —dijo, haciendo un último intento de ser educada—, de verdad, debo…

Y entonces él le plantó la boca en la de ella, toda mojada, los labios blandengues, asquerosos.

—¡No! —logró gritar.

Pero él estaba resuelto a aplastarle la boca con los labios. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, pero él era más fuerte de lo que se había imaginado y no tenía la menor intención de dejarla escapar. Sin dejar de debatirse, logró poner la pierna en posición para levantar la rodilla y enterrársela entre las ingles, pero antes de que pudiera hacerlo, sir Geoffrey simplemente pareció… desaparecer.

—¡Oh!

El sonido de sorpresa le salió solo de los labios. Sintió agitado el aire, como por una ráfaga de movimientos, un ruido que parecía ser de puños sobre un cuerpo y un muy sentido aullido de dolor. Cuando logró hacerse una idea de lo que ocurría, sir Geoffrey ya estaba tendido de espaldas en el suelo y un hombre corpulento estaba medio inclinado sobre él con una bota firmemente plantada en su pecho.

—¿Eren? —preguntó, sin poder dar crédito a sus ojos.

—Dilo —dijo Eren, con una voz que ella ni habría soñado que oiría salir de sus labios—, y le aplastaré las costillas.

—¡No! —se apresuró a decir.

No se habría sentido en absoluto culpable por darle un rodillazo en la entrepierna a sir Geoffrey, pero no quería que Eren lo matara. Y a juzgar por la expresión que veía en su cara, estaba segura de que él lo haría alegremente.

—Eso no es necesario —dijo, corriendo a su lado. Entonces retrocedió, al ver el feroz brillo de sus ojos—. Eh… ¿tal vez podríamos simplemente pedirle que se marche?

Eren estuvo un momento sin decir nada, simplemente mirándola. Mirándola fijamente, a los ojos, y con una intensidad que a ella casi le quitó la capacidad para respirar. Después enterró otro poco la bota en el pecho de sir Geoffrey. No con mucha fuerza, pero la suficiente para hacer gemir de dolor al hombre.

—¿Estás segura? —preguntó entonces, entre dientes.

—Sí, por favor, no hay ninguna necesidad de hacerle daño —contestó ella.

Cielo santo, sería una pesadilla si alguien los sorprendía así. Su reputación quedaría manchada y a saber qué dirían de Eren, que atacaba así a un muy respetado baronet.

—No debería haber salido aquí con él — añadió.

—No, no debiste salir —dijo él en tono duro—, pero eso no le da permiso para forzarte.

Entonces retiró la bota del pecho del tembloroso sir Geoffrey y de un tirón lo puso de pie; sujetándolo por las solapas de la chaqueta, lo aplastó contra el árbol y se le acercó hasta que estaban nariz con nariz.

—Es desagradable estar atrapado así, ¿verdad? —le dijo. Sir Geoffrey no contestó, simplemente lo miró, aterrado.

—¿Tienes algo que decirle a la dama?

Sir Geoffrey negó enérgicamente con la cabeza. Eren le golpeó la cabeza en el árbol.

—¡Piénsalo mejor! —gruñó.

—¡Lo siento! —chilló el hombre.

Como una niña, pensó Mikasa, objetivamente. Ya sabía que no sería un buen marido, pero eso se lo confirmó. Pero Eren no había acabado con él.

—Si alguna vez te acercas a diez metros de lady Paradise, te arrancaré personalmente las entrañas.

Incluso Mikasa se encogió.

—¿Me has entendido?

Sir Geoffrey emitió otro chillido y dio la impresión de que podría echarse a llorar, tan aterrado estaba.

—Fuera de aquí —gruñó Eren, dándole un fuerte empujón—. Y de paso, arréglatelas para ausentarte de la ciudad un mes o más.

Sir Geoffrey lo miró espantado. Eren se mantuvo inmóvil, peligrosamente inmóvil, y luego encogió un hombro, insolente.

—No se te echará de menos —dijo en voz baja.

Mikasa cayó en la cuenta de que tenía retenido el aliento. Eren era aterrador, pero también magnífico, y la estremecía hasta el fondo del alma comprender que jamás lo había visto así. Jamás se imaginó que él podría ser así.

Sir Geoffrey echó a correr por el jardín de césped, en dirección a la puerta de atrás. Y así Mikasa se quedó a solas con Eren, sola y, por primera vez desde que lo conocía, sin saber qué decir.

—Lo siento —logró decir.

Él se giró a mirarla con una ferocidad que casi la hizo tambalearse.

—No pidas disculpas.

—No, claro que no, pero debería haber tenido más prudencia.

—Él debería haberse comportado —gruñó él, vehemente.

Eso era cierto, y ella no se iba a echar la culpa del ataque, pero pensó que sería mejor no atizarle la furia, por lo menos no en ese momento; jamás lo había visto así; en realidad, nunca había visto a nadie así, tan tenso por la ira que daba la impresión de que podría estallar en trocitos. Ella pensó que estaba descontrolado, pero viéndolo tan inmóvil que casi le daba miedo respirar, comprendió que era todo lo contrario.

Eren estaba tan controlado como si estuviera aferrado por tenazas; si no, sir Geoffrey estaría tendido en el suelo sobre un charco de sangre. Abrió la boca para decir algo más, algo apaciguador, o incluso divertido, pero descubrió que no se le ocurría nada, no tenía capacidad para hacer nada que no fuera mirarlo, mirar a ese hombre que creía conocer tan bien.

El momento le producía una especie de parálisis, un atontamiento; no podía desviar los ojos de él. Él tenía la respiración agitada; era evidente que seguía esforzándose por dominar la rabia y, curiosamente, parecía no estar del todo presente allí; estaba mirando a lo lejos, como hacia el horizonte, con la mirada desenfocada, y daba la impresión de que estaba… Sufriendo.

—¿Eren? —dijo, tímidamente.

Él no reaccionó.

—¿Eren? —repitió, alargando la mano y tocándolo.

Él se encogió, y se giró tan rápido a mirarla que ella casi se cayó de espaldas.

—¿Qué pasa? —preguntó, con la voz ronca.

—Nada —balbuceó ella, sin saber qué debía decir, sin saber siquiera si tenía algo que decirle aparte de su nombre.

Él cerró los ojos y estuvo así un momento, y luego los abrió, como esperando que ella dijera algo más.

—Creo que me iré a casa —dijo ella entonces.

La fiesta ya no tenía ningún atractivo para ella; lo único que deseaba era refugiarse en un lugar seguro y conocido. Porque de repente Eren no le parecía ni seguro ni conocido.

—Yo presentaré tus disculpas en el salón —dijo él fríamente.

—Enviaré el coche de vuelta para que os lleve a ti y a las madres —añadió Mikasa.

La última vez que las vio, Janet y Carla estaban disfrutando inmensamente. No quería acortarles la velada.

—¿Te acompaño a la puerta de atrás, o prefieres pasar por el salón?

—Creo que por la puerta de atrás.

Y él la acompañó hasta el coche, quemándole la espalda con la mano todo el camino. Pero cuando llegaron al coche, en lugar de aceptar su ayuda para subir, se giró hacia él con una repentina pregunta quemándole los labios.

—¿Cómo supiste que yo estaba en el jardín?

Él guardó silencio. O tal vez le habría contestado, aunque no con la rapidez que ella quería.

—¿Me estabas observando?

A él se le curvaron los labios, aunque no en una sonrisa, y ni siquiera en el comienzo de una sonrisa.

—Siempre te estoy observando —dijo tristemente.

Y ella se quedó con esa respuesta para pensar el resto de la noche.

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