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CAPÍTULO 14
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…¿Mikasa te ha dicho que me echa de menos? ¿O tú simplemente lo supones o deduces?.
De una carta del conde de Paradise a su madre, Carla Jaeger, dos años y dos meses después de su llegada a India.
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Tres horas después, Mikasa estaba sentada en su dormitorio cuando oyó volver a Eren. Janet y Carla habían llegado un poco antes, y cuando ella se las encontró en el pasillo (a propósito) le explicaron que Eren había decidido completar esa noche yendo a su club.
Para eludirla a ella, lo más probable, pensó, aun cuando no había ningún motivo para que él supusiera que la iba a ver a esa hora, tan tarde. De todos modos, cuando se marchó del baile esa noche tuvo la clara impresión de que él no deseaba su compañía. Había defendido su honor con todo el valor y la firmeza de un héroe, pero ella no podía evitar pensar que lo había hecho casi a regañadientes, como si fuera algo que debía hacer, no algo que deseara.
Y peor aún, como si ella fuera una persona cuya compañía tenía que soportar, y no la querida amiga que ella siempre decía que era. Y eso, comprendió, le dolía. Se dijo que cuando él volviera a la casa Paradise lo dejaría en paz. No haría nada aparte de escuchar en la puerta cuando él pasara por el pasillo en dirección a su dormitorio (era lo bastante sincera consigo misma para reconocer que no estaba por encima de…, en realidad era incapaz de resistir la tentación de escuchar).
Después iría silenciosamente a pegar la oreja en la maciza puerta de roble que comunicaba sus dormitorios (cerrada con llave por ambos lados desde su regreso de la casa de su madre; no le tenía miedo a Eren, pero el decoro es el decoro) y escucharía unos minutos más. No sabía qué esperaba oír, y ni siquiera sabía por qué sentía la necesidad de oír sus pasos cuando pasara en dirección a su habitación, pero sencillamente tenía que oírlo.
Algo había cambiado esa noche. O tal vez no había cambiado nada, lo cual podría ser peor. ¿Sería posible que Eren nunca hubiera sido el hombre que ella creía que era? ¿Podía ser que ella hubiera sido tan íntima amiga de él tanto tiempo, que lo hubiera contado como uno de sus más queridos amigos, incluso cuando él estaba tan lejos, y así y todo no lo conocía? Jamás se le había ocurrido pensar que él le ocultara secretos. ¡A ella! A todos los demás, tal vez, pero no a ella. Y eso la hacía sentirse bastante desequilibrada, desmañada. Era como si alguien hubiera ido a poner un montón de ladrillos en la pared sur de la casa Paradise, de cualquier manera, dejándole el mundo ladeado.
Hiciera lo que hiciera, pensara lo que pensara, seguía sintiéndose como si se fuera deslizando; hacia dónde, no lo sabía, y no se atrevía a hacer suposiciones. Su dormitorio daba a la fachada de la casa, y cuando todo estaba en silencio oía cerrarse la puerta principal, siempre que la persona la cerrara con bastante fuerza; no era necesario que diera un portazo, pero… Bueno, fuera cual fuera la fuerza necesaria, sin duda Eren la empleó, porque oyó el revelador ruido de la puerta abajo, seguido por un murmullo de voces, posiblemente de Priestley que estaba charlando con él mientras le quitaba la chaqueta.
Eren estaba en casa, lo que significaba que por fin podía irse a la cama y al menos simular que dormía. Él había llegado, y era el momento de declarar oficialmente terminada la velada de esa noche. Debería olvidarlo todo, continuar con su vida y tal vez simular que no había ocurrido nada.
Pero cuando oyó sus pasos por la escalera, hizo lo único que jamás habría esperado hacer… Abrió la puerta y salió precipitadamente al pasillo.
No sabía lo que hacía; no tenía ni idea. Así que cuando sus pies descalzos tocaron la alfombra, ya estaba tan asombrada por lo que acababa de hacer que se quedó inmóvil y sin aliento. Eren se veía agotado. Y sorprendido. Y pasmosamente guapo con su corbata algo suelta y mechones de pelo marrón como el café sobre la frente. Y eso la hizo pensar… ¿en qué momento comenzó a fijarse en lo guapo que era?
Su belleza siempre había sido algo que estaba ahí, que ella conocía en un sentido intelectual pero nunca se había fijado especialmente. Pero en ese momento… Se le quedó atrapado el aliento en la garganta. En ese momento su belleza parecía impregnar el aire, revolotear por su piel, haciéndola estremecerse de frío y calor al mismo tiempo.
—Mikasa —dijo Eren, en un tono de inmenso cansancio.
Y, claro, ella no tenía nada que decirle. Era absolutamente impropio de ella salir corriendo sin pensar en lo que iba hacer, pero esa noche no se sentía ella misma. Se sentía inquieta, desasosegada, desequilibrada, y el único pensamiento que le pasó por la cabeza (si es que le pasó alguno) antes de salir fue que tenía que verlo. Simplemente verlo, y tal vez oír su voz. Si lograba convencerse de que él era realmente la persona que ella creía que era, entonces tal vez ella también sería la misma de antes. Porque no se sentía la misma. Y eso la estremecía hasta el alma.
—Eren —dijo, cuando por fin le salió la voz—. Esto… Buenas noches.
Él se limitó a mirarla, arqueando una ceja ante ese saludo tan sin sentido. Ella se aclaró la garganta.
—Quería asegurarme de que estabas… eh… bien.
El final de la frase sonó algo débil, incluso a sus oídos, pero ese fue el mejor adjetivo que se le ocurrió con tan poco tiempo.
—Estoy bien —repuso él, con voz ronca—. Solo algo cansado.
—Claro —dijo ella—. Claro, claro.
Él sonrió, pero sin humor.
—Claro.
Ella tragó saliva y trató de sonreír, pero la sonrisa le resultó forzada.
—No te he dado las gracias.
—¿De qué?
—Por acudir en mi ayuda —contestó ella, pensando que eso tendría que ser evidente—. Habría… bueno, me habría defendido sola. —Al ver su sonrisa sarcástica, añadió, algo a la defensiva—: Mis hermanos me enseñaron.
Él se cruzó de brazos y la miró de una manera un tanto paternalista. —En ese caso, seguro que lo habrías dejado convertido en soprano al instante.
Ella frunció los labios.
—De todos modos —dijo, resuelta a no comentar su sarcasmo—. Me alegra mucho no haber tenido que… eh…
Se ruborizó. Ay, Dios, detestaba ruborizarse.
—¿Darle un rodillazo en los testículos? —terminó él amablemente, esbozando su sonrisa sesgada.
—Sí —dijo ella entre dientes, convencida de que ya tenía las mejillas de un rojo subido, después de pasar por todos los matices de rosa y fucsia.
—No hay de qué —dijo él, haciendo un gesto de asentimiento que indicaba el final de la conversación—. Ahora, si me disculpas…
Continuó caminando en dirección a su dormitorio, pero ella aún no estaba preparada (solo el diablo sabía por qué) para poner fin a la conversación.
—¡Espera! —exclamó.
Entonces tragó saliva, al darse de cuenta de que tendría que decir algo. Él se giró muy lentamente, como si lo estuviera pensando, y ella tuvo la curiosa impresión de que él quería ser… prudente.
—¿Sí?
—Solo quería… quería…
Él esperó mientras ella buscaba qué decir, y al final dijo: —¿Puede esperar hasta mañana?
—¡No! ¡Espera! —Y le cogió el brazo.
Él se quedó inmóvil. —¿Por qué estás tan enfadado conmigo?
Él movió la cabeza como si no pudiera creer esa pregunta. Pero no apartó la vista de la mano de ella en su brazo.
—¿De qué hablas?
—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? —repitió ella.
Y entonces comprendió que ni siquiera sabía que se sentía así hasta que le salieron las palabras. Pero algo no estaba bien entre ellos y tenía que saber por qué.
—No seas ridícula —dijo él—. No estoy enfadado contigo. Simplemente estoy cansado y deseo acostarme.
—Estás enfadado. Estoy segura de que lo estás —dijo, y la voz se le fue elevando, por la convicción.
Una vez dicho, sabía que era cierto. Él trataba de ocultarlo, y se había convertido en experto para pedir disculpas cuando el enfado salía a la superficie, pero había rabia dentro de él, y dirigida a ella. Eren puso la mano encima de la de ella. Mikasa ahogó una exclamación al sentir el calor del contacto, pero lo único que hizo él fue quitarle la mano de su brazo y soltársela.
—Me voy a la cama —declaró. Diciendo eso le dio la espalda y echó a andar.
—¡No! ¡No puedes irte!
Corrió tras él, sin pensar, sin hacer caso… Y entró en su dormitorio. Si él no estaba enfadado antes, en ese momento sí lo estaba.
—¿Qué haces aquí?
—No puedes echarme —protestó ella. Él la miró fijamente.
—Estás en mi dormitorio —dijo, en voz baja, grave—. Te sugiero que te marches.
—No, mientras no me expliques qué pasa.
Eren se quedó absolutamente inmóvil. Todos sus músculos se inmovilizaron, formando un contorno duro, tieso, y eso fue una ventaja, en realidad, porque si se permitía moverse, si se sintiera capaz de moverse, se abalanzaría sobre ella. Y lo que haría cualquiera lo sabía. Lo habían empujado hasta el límite.
Primero Luke, luego sir Geoffrey y ahora la propia Mikasa, sin tener la menor idea. Su mundo se había vuelto del revés con una simple sugerencia: «¿Por qué no te casas con ella?». La idea estaba colgando ante él como una manzana madura, una perversa posibilidad que no debía agarrar. «Colt», gritó su conciencia. «Colt. Recuerda a Colt».
—Mikasa —dijo, con voz dura, controlada—, es bien pasada la medianoche y estás en el dormitorio de un hombre que no es tu marido. Te recomiendo que te marches.
Pero ella no salió. Condenación, ni siquiera se movió. Continuó donde estaba, a dos palmos de la puerta abierta, mirándolo como si no lo hubiera visto nunca. Trató de no fijarse en que llevaba el pelo suelto. Trató de no ver que solo llevaba el camisón y la bata de seda. Eran prendas recatadas, sí, pero estaban hechas para quitarlas, y al bajar la mirada hasta la orilla, que le rozaba los empeines, tuvo un seductor atisbo de los dedos de sus pies. Buen Dios, le estaba mirando los dedos de los pies. De sus pies. ¿A qué había llegado su vida?
—¿Por qué estás enfadado conmigo? —repitió ella.
—No estoy enfadado —contestó él bruscamente—. Solo quiero que te lar… —se contuvo justo a tiempo—. Sal de mi habitación.
—¿Es porque me voy a volver a casar? —preguntó ella, con la voz embargada por la emoción —. ¿Es por eso?
Él no supo qué contestar, por lo tanto se limitó a mirarla.
—Piensas que voy a traicionar a Colt —continuó ella, en tono acusador—. Crees que debería pasar el resto de mi vida haciendo luto por él.
Eren cerró los ojos.
—No, Mikasa —dijo, cansinamente—. Nunca…
Pero ella no lo escuchaba.
—¿Crees que no lo lamento? ¿Crees que no pienso en él todos los días? ¿Crees que encuentro agradable saber que cuando me case voy a hacer una burla del sacramento?
Él abrió los ojos y la miró. Tenía la respiración agitada, atrapada en su rabia y tal vez en su aflicción.
—Lo que tuve con Colt —continuó ella, temblando toda entera—, no lo voy a encontrar con ninguno de los hombres que me envían flores. Siento que es una profanación, una profanación egoísta el solo considerar la posibilidad de volverme a casar. Si no deseara un bebé tan… condenadamente tanto…
Se interrumpió, tal vez por exceso de emoción, tal vez por la conmoción de haber dicho una palabrota. Se quedó callada, parpadeando, con los labios entreabiertos y temblorosos, con el aspecto de que podría quebrarse con el más leve contacto.
Debería ser más compasivo, pensó él. Debería intentar consolarla. Y habría hecho ambas cosas si hubieran estado en cualquier otra habitación, no en su dormitorio. Pero estando ahí, lo único que podía hacer era controlar su respiración. Y controlarse él. Ella volvió a mirarlo, con los ojos agrandados y pasmosamente grises, incluso a la luz de las velas.
—No lo sabes —dijo, pasando por su lado y echando a caminar. Llegó hasta una cómoda larga y baja, se apoyó en ella y aplastó los dedos en la superficie, dándole la espalda—. No lo sabes — repitió en un susurro.
Y hasta ahí logró soportar él. Ella había irrumpido ahí, exigiendo respuestas cuando ni siquiera entendía las preguntas; había invadido su dormitorio, empujándolo hasta el límite, ¿y ahora simplemente lo descartaba? ¿Le volvía la espalda diciendo que él no sabía?
—¿No sé qué? —preguntó justo antes de atravesar la habitación. Sus pies avanzaron silenciosos pero rápidos y antes de darse cuenta estaba detrás de ella, tan cerca que podía tocarla, tan cerca que podía tomar lo que deseaba y…
—Tú… —dijo ella, girándose. Y se interrumpió, no le salió ningún otro sonido de la boca. No hizo nada aparte de mirarlo a los ojos. —¿Eren? —musitó al fin.
Y él no supo qué quería decir. ¿Era eso una pregunta? ¿Una súplica? Ella continuó así, absolutamente inmóvil, y el único sonido que hacía era el de su respiración. Y no desviaba la vista de su cara. A él le hormiguearon los dedos. Le ardió el cuerpo. Ella estaba cerca. Más cerca de lo que había estado nunca. Y si hubiera sido cualquier otra mujer, habría jurado que deseaba que la besara. Tenía los labios entreabiertos, la mirada desenfocada. Y pareció que levantaba el mentón, como si estuviera esperando, deseando, pensando en qué momento él inclinaría la cabeza por fin y sellaría su destino.
Él se oyó susurrar algo, su nombre tal vez. Se le oprimió el pecho, le retumbó el corazón y, de repente, lo imposible se hizo inevitable; comprendió que esta vez no había forma de parar; ese no era un momento para autodominarse, ni para sacrificarse ni para sentirse culpable. Ese era un momento para él. Y la besaría.
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Cuando lo pensaba después, la única disculpa que se le ocurría era que no sabía que él estaba detrás de ella. La alfombra era gruesa y mullida, y no oyó sus pasos debido a la sangre que sentía rugir en los oídos. No lo sabía, no podría haberlo sabido, porque si lo hubiera sabido no se habría girado con toda la intención de silenciarlo con una réplica mordaz. Le iba a decir algo espantoso e hiriente, con la intención de hacerlo sentirse culpable y horrible, pero cuando se giró… Él estaba ahí. Cerca, muy cerca, a pocos centímetros. Hacía años que nadie estaba tan cerca de ella, y nunca, nunca, Eren. No pudo hablar, no pudo pensar, no pudo hacer nada aparte de respirar y mirarle a la cara, comprendiendo que deseaba, con una horrorosa intensidad, que la besara.
Eren. Buen Dios, deseaba a Eren. Era como si la estuvieran rebanando con un cuchillo. No debía sentir eso; no debía desear a nadie. Pero a Eren…
Debería haberse alejado. Demonios, debería haber salido corriendo. Pero algo, no sabía qué, la dejó clavada en el lugar. No podía apartar los ojos de los de él; no pudo evitar mojarse los labios, y cuando él colocó las manos en sus hombros, no protestó. Ni siquiera se movió. Y tal vez, solo tal vez, incluso se le acercó un poco más, tal vez algo dentro de ella reconoció ese momento, ese sutil baile entre un hombre y una mujer. Hacía muchísimo tiempo que no se mecía así para recibir un beso, pero al parecer hay ciertas cosas que el cuerpo no olvida.
Él le tocó el mentón y le levantó ligeramente la cara. Y ella no dijo no. Simplemente continuó mirándolo, se lamió los labios y esperó… Esperó el momento, el primer contacto, porque por aterrador e incorrecto que fuera, sabía que lo sentiría perfecto. Y fue perfecto.
Él le rozó los labios con los de él en una suavísima caricia. Era el tipo de beso que seduce con sutileza, que le produjo sensaciones en todo el cuerpo haciéndola desesperar por más. En algún nebuloso recoveco de su mente sabía que eso estaba mal, que era más que incorrecto, era una locura. Pero no podría haberse apartado ni aunque las llamas del infierno le estuvieran lamiendo los pies.
Estaba atontada, transportada por su caricia. No se habría atrevido a hacer ningún movimiento, a invitarlo de alguna manera distinta a mecer suavemente el cuerpo, pero tampoco hizo ningún intento de romper el contacto. Simplemente esperó, con el aire atrapado en la garganta, que él hiciera algo más. Y él lo hizo. Deslizó la mano por su cintura y la abrió en su espalda, tentándola con su embriagador calor. No la atrajo hacia él exactamente, pero ella sentía la presión, y disminuyó el espacio entre ellos hasta que ella sintió el roce de su traje de noche a través de la seda de su camisón y bata. Y se calentó, se sintió derretida. Inicua.
Los labios de él exigieron más y ella los abrió, dándole acceso a su boca para que la explorara. Y él lo aprovechó, introduciendo la lengua y moviéndola en un peligroso baile, tentándola, seduciéndola, atizando su deseo hasta que sintió las piernas débiles y tuvo que sujetarse a sus brazos, aferrarse a él, acariciarlo también, reconocer que estaba presente en el beso, participando en él. Que deseaba eso. Él musitó su nombre, con la voz ronca por el deseo, la necesidad, y algo más, algo doloroso, pero ella no pudo hacer otra cosa que aferrarse a él, dejarse besar y, Dios la amparara, corresponderle el beso.
Subió la mano hasta su cuello, disfrutando del suave calor de su piel. Llevaba el pelo largo ese tiempo y gruesos mechones de cabello se le enrollaron en los dedos y… ay, Dios, deseó sumergirse en su pelo. Él subió la mano por su espalda dejándole una estela de fuego. Deslizó la mano por su hombro, acariciándoselo, la bajó por el brazo y la detuvo en su pecho.
Mikasa se quedó inmóvil, paralizada. Pero Eren estaba tan inmerso en el beso que no se fijó; ahuecó la mano en su pecho y se lo apretó suavemente, emitiendo un ronco gemido.
—No —musitó ella.
Eso era demasiado, demasiado íntimo. Era demasiado… Eren.
—Mikasa —musitó él, deslizando los labios por su mejilla hasta la oreja.
—No —repitió ella, apartándose, liberándose de sus brazos—. No puedo.
No quería mirarlo, pero no pudo dejar de mirarlo. Y cuando lo miró, lo lamentó. Él tenía la cabeza gacha y la cara ligeramente desviada, pero seguía mirándola, perforándola con sus ojos penetrantes, intensos. Y ella se sintió quemada.
—No puedo hacer esto —susurró.
Él no dijo nada. Entonces le salieron más rápidas las palabras, a borbotones, aunque las mismas.
—No puedo, no puedo, no puedo. No…
—Entonces vete —dijo él entre dientes—. Ahora mismo.
Ella echó a correr. Huyó hasta su dormitorio y al día siguiente huyó a casa de su madre. Y al día subsiguiente, huyó hasta Escocia.
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