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CAPÍTULO 16
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…pero, como me has escrito, Mikasa lleva los asuntos de Paradise con admirable habilidad. No es mi intención hurtarle el cuerpo a mis obligaciones, y te aseguro que si no tuviera una suplente tan capaz regresaría inmediatamente.
De una carta del conde de Paradise a su madre, Carla Jaeger, dos años y medio después de su llegada a India, escrita luego de mascullar: «Y no contestó mi pregunta».
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A Mikasa no le hacía ninguna gracia considerarse cobarde, pero cuando la única otra opción era ser una tonta, prefería la cobardía. Alegremente. Porque solo una tonta se quedaría en Londres, incluso en la misma casa, con Eren Jaeger, después de experimentar su beso. Ese beso fue… No, no quería pensar en eso.
Cuando lo pensaba no podía evitar sentirse culpable y avergonzada, porque no debería sentir eso por Eren. Por Eren no. No estaba en sus planes sentir deseo por nadie. Realmente, lo más que había esperado sentir por un marido era una moderada sensación de agrado, experimentar besos que le resultaran agradables en los labios pero que no la afectaran para nada en otros sentidos. Eso le habría bastado. Pero ahora… pero eso… Eren la había besado.
La besó y, peor aún, ella le correspondió el beso, y desde ese momento no podía evitar imaginarse sus labios en los de ella, y luego imaginárselos en todas las partes de su cuerpo. Y por la noche, cuando estaba acostada sola en su enorme cama, los sueños se le hacían más vívidos y se le deslizaba la mano por el cuerpo, hasta detenerse justo antes de llegar a su destino final. No. No debía fantasear con Eren. Eso estaba mal. Se habría sentido terriblemente mal por sentir ese tipo de deseo por cualquier hombre, pero por Eren… Era el primo de Colt. Era el mejor amigo de Colt. Y el mejor amigo de ella también. Y no debería haberlo besado. Pero, pensaba, suspirando, fue magnífico. Y por eso había preferido ser una cobarde y no una tonta, y huyó a Escocia. Porque no creía tener la capacidad de resistírsele si volvía a presentarse la situación. Ya llevaba casi una semana en Paradise House, intentando sumergirse de lleno en la vida normal y cotidiana de la sede de la familia.
Había muchísimo que hacer, llevar las cuentas, visitar a los aparceros, pero ya no encontraba la misma satisfacción que sentía antes al hacer esas tareas. La regularidad de sus tareas y obligaciones debería calmarla, tranquilizarla, pero hacía todo lo contrario, la hacía sentirse desasosegada, y no lograba concentrarse, no lograba centrar la mente en nada.
Estaba nerviosa, agitada, distraída, y la mitad del tiempo se sentía como si no supiera qué hacer consigo misma, en el sentido más literal y físico. No lograba estarse quieta sentada, por lo tanto había tomado la costumbre de salir de la casa, con sus botas más cómodas, y caminar durante horas y horas por el campo hasta quedar totalmente agotada. Eso no le servía mucho para dormir mejor por la noche pero, de todos modos, al menos lo intentaba. Y eso era lo que estaba haciendo en ese momento, con mucha energía; acababa de subir a la cima de la colina más alta de Paradise.
Jadeante por el esfuerzo, miró los nubarrones oscuros en el cielo, tratando de calcular la hora y la probabilidad de que lloviera. Era tarde, seguro, pensó, ceñuda. Debería volver a la casa. No era una gran distancia la que tenía que recorrer; simplemente bajar el cerro y atravesar un campo cubierto de hierba. Pero cuando llegó al majestuoso pórtico de la mansión, había comenzado a lloviznar y llevaba la cara ligeramente mojada por diminutas gotitas. Se quitó la papalina y la sacudió, agradeciendo haber recordado ponérsela, pues no siempre era tan diligente. Iba en dirección a la escalera para subir a su dormitorio, donde pensaba que podría disfrutar de un buen chocolate con galletas, cuando apareció Davies, el mayordomo, delante de ella.
—¿Milady? —dijo, claramente deseando su atención.
—¿Sí?
—Tiene una visita.
—¿Una visita? —repitió ella, frunciendo el ceño, pensativa.
La mayoría de las personas que solían ir a visitarla en Paradise ya se habían trasladado a Edimburgo o a Londres para pasar la temporada.
—No es exactamente una visita, milady.
Eren, pensó. Tenía que ser él. Y no podía decir que eso la sorprendiera. Se había imaginado que él podría seguirla, aunque, en ese caso, supuso que sería inmediatamente. Pero al haber transcurrido ya una semana, había comenzado a considerarse a salvo de sus atenciones. A salvo de su reacción a esas atenciones.
—¿Dónde está? —preguntó a Davies.
—¿El conde?
Ella asintió.
—Esperándola en el salón rosa.
—¿Llegó hace mucho rato?
—No, milady.
Mikasa hizo un gesto de asentimiento, indicándole que ya no lo necesitaba, y obligó a sus pies a llevarla por el pasillo hacia el salón rosa. No debería temer tan intensamente ese encuentro.
Solo era Eren, por el amor de Dios. Aunque tenía la deprimente sensación de que ya nunca volvería a ser «solo Eren». De todos modos, había ensayado mentalmente un millón de veces lo que podría decirle. Pero en aquel momento todas las perogrulladas y explicaciones le parecían bastante inadecuadas, cuando estaba a punto de decirlas en voz alta. «Qué alegría verte, Eren», podría decir, simulando que no había ocurrido nada entre ellos. O, «Tienes que comprender que eso no cambiará nada», aun cuando todo había cambiado. O podría dejarse guiar por el buen humor y comenzar con algo trivial, por ejemplo, «¿Te puedes creer qué tontería fue todo eso?». Aunque claro, dudaba que alguno de ellos lo hubiera encontrado tonto.
Por lo tanto, aceptó que simplemente tendría que inventar algo en el momento e improvisar, y entró en el famoso y hermoso salón rosa de Paradise House. Él estaba de pie junto a una ventana (¿observando si ella llegaba, tal vez?) y no se volvió cuando ella entró. Se veía fatigado por el viaje, y tenía la ropa algo arrugada y el pelo revuelto. No habría cabalgado todo el trayecto hasta Escocia, supuso; solo un tonto o un hombre en persecución de alguien hasta Gretna Green haría eso. Pero había viajado con bastante frecuencia con él, por lo que sabía que lo más probable era que hubiera viajado con el cochero en el pescante una buena parte del camino; él siempre había detestado los coches cerrados para viajes largos, y más de una vez había preferido viajar así bajo llovizna y lluvia antes que ir encerrado con el resto de los pasajeros.
No lo llamó, aunque podría haberlo hecho. Con su silencio no iba a ganar mucho tiempo; él se volvería a mirarla muy pronto. Pero por el momento solo deseaba tomarse el tiempo para acostumbrarse a su presencia, para comprobar que tenía la respiración controlada, que no iba a hacer algo realmente estúpido, como echarse a llorar, o a reír, con una risa nerviosa y tonta.
—Mikasa —dijo él sin volverse.
Había percibido su presencia, entonces. Se le abrieron más los ojos, aunque eso no debería sorprenderla. Desde que estuvo en el ejército, él tenía una capacidad casi felina para percibir su entorno. Probablemente eso lo mantuvo vivo durante la guerra. Al parecer, nadie podía atacarlo por detrás.
—Sí —dijo, y luego, pensando que debía decir algo más, añadió—: Espero que hayas tenido un agradable viaje.
—Muy agradable —dijo él, volviéndose.
Ella tragó saliva, tratando de no fijarse en lo guapo que era. Prácticamente la había dejado sin aliento en Londres, pero ahí se veía distinto. Más fiero, más primitivo. Mucho más peligroso para su alma.
—¿Ha ocurrido algo en Londres? —preguntó, con la esperanza de que su visita tuviera algún motivo práctico.
Porque si no lo había, quería decir que había venido por ella, y eso la asustaba de muerte.
—No ha ocurrido nada —contestó él—, aunque sí traigo una noticia.
Ella ladeó la cabeza, esperando que continuara.
—Tu hermano se ha comprometido en matrimonio.
—¿Luke? —exclamó sorprendida.
Su hermano estaba tan comprometido con su vida de soltero que no le extrañaría si él le dijera que era su hermano menor Udo, aun cuando era casi diez años menor que Luke.
Eren asintió.
—Con Amanda Ral.
—¡Con Aman…! Ah, caramba, eso sí es una sorpresa. Pero una maravillosa, he de decir. Creo que ella le conviene tremendamente.
Eren avanzó un paso hacia ella, con las manos en la espalda.
—Pensé que desearías saberlo.
¿Y no podía decírselo por carta?, pensó ella.
—Gracias —dijo—, agradezco tu consideración. Hace mucho tiempo que no hay una boda en la familia. Desde…
Se interrumpió, aunque los dos comprendieron que ella estuvo a punto de decir «la mía». Se hizo el silencio en el salón como un huésped indeseado, que finalmente rompió ella, diciendo:
—Bueno, hace mucho tiempo. Mi madre debe de estar encantada.
—Mucho —confirmó él—. O al menos eso me dijo tu hermano. No tuve la oportunidad de conversar con ella.
Mikasa carraspeó para aclararse la garganta y luego trató de fingir que se sentía muy cómoda en esa extraña situación haciendo un gesto despreocupado con la mano.
—¿Te quedarás un tiempo?
—No lo he decidido —repuso él, avanzando otro paso—. Depende.
Ella tragó saliva.
—¿De qué?
Él redujo a la mitad la distancia entre ellos.
—De ti —contestó dulcemente.
Ella entendió qué quería decir, o al menos creyó que lo entendía, pero lo último que deseaba en ese momento era reconocer lo que ocurrió en Londres, de modo que retrocedió un paso, que era lo más que podía hacer sin salir corriendo de la sala, y simuló que no entendía.
—No seas tonto —dijo—. Esta es tu casa. Puedes entrar y salir como te plazca. No tengo ningún control sobre tus actos.
Él esbozó una sonrisa irónica.
—¿Eso es lo que crees? —musitó.
Y ella vio que había vuelto a reducir la distancia a la mitad.
—Ordenaré que te preparen una habitación —se apresuró a decir—. ¿Cuál quieres?
—No me importa.
—El dormitorio del conde, entonces —dijo ella, muy consciente de que estaba parloteando—. Es lo correcto. Yo me trasladaré a otra habitación del pasillo. O… esto… de otra ala —añadió, tartamudeando.
Él dio otro paso hacia ella. —Eso podría no ser necesario.
Al oír eso, agrandó los ojos. ¿Qué quería sugerir? Seguro que no se creería que un solo beso en Londres le daba permiso para pasar por la puerta que comunicaba los dormitorios del conde y la condesa.
—Cierra la puerta —dijo él, haciendo un gesto hacia la puerta abierta detrás de ella. Ella miró hacia atrás, aun sabiendo qué vería.
—No sé si…
—Yo sí. Ciérrala —añadió, con una voz que era terciopelo sobre acero.
Ella la cerró. Estaba bastante segura de que eso no convenía, pero la cerró de todos modos. Lo que fuera que él quería decirle, no le importaba que lo oyeran todos los criados. Pero cuando soltó el pomo, pasó junto a él y se adentró en el salón, poniendo una distancia más cómoda, y un tresillo entero, entre ellos. A él pareció divertirle eso, pero no se burló; simplemente dijo:
—Lo he pensado muchísimo desde que te marchaste de Londres.
Igual que ella, pero no le veía sentido a decirlo.
—No era mi intención besarte —continuó él.
—¡No! —exclamó ella, demasiado fuerte—. Es decir, no, claro que no.
—Pero ahora que te he… que nos hemos…
Ella se encogió ante su empleo del plural. O sea que no le iba a permitir fingir que no había sido una participante bien dispuesta.
—Ahora que está hecho, sin duda entiendes que todo ha cambiado.
Entonces ella lo miró; había estado mirando resueltamente las flores de lis rosa y crema del tapiz de damasco del sofá.
—Por supuesto —dijo, tratando de desentenderse de la opresión que comenzaba a sentir en la garganta.
Él cerró las manos sobre el borde de caoba de un sillón Hepplewhite. Mikasa le miró las manos; se le habían puesto blancos los nudillos. Estaba nervioso, comprendió, sorprendida. No había esperado eso. No sabía si alguna vez lo había visto nervioso. Siempre era un modelo de elegancia, de tranquilidad, de sereno encanto, y parecía tener en la punta de la lengua alguna broma ingeniosa o perversa. Pero en ese momento estaba distinto; despojado de su máscara. Nervioso. Eso la hacía sentirse…, no mejor exactamente sino tal vez…, no la única persona tonta que estaba en el salón.
—Lo he pensado muchísimo —dijo él.
Bueno, eso era una repetición. Sí que era extraño eso.
—Y he llegado a una conclusión que me sorprende incluso a mí —continuó él—, aunque ahora que he llegado a ella, estoy convencido que es lo mejor.
Con cada palabra de él, ella se iba sintiendo más dueña de sí misma, menos incómoda. Y no era que deseara que él se sintiera mal; bueno, tal vez sí. Era justo, después de cómo había pasado ella esa semana. Pero encontraba un cierto alivio al saber que la incomodidad o violencia no era unilateral; que él había estado tan perturbado y estremecido como ella. O si no, por lo menos no había estado indiferente. Él se aclaró la garganta y levantó ligeramente el mentón, enderezando el cuello. Y de repente sus ojos se clavaron en los de ella con un brillo extrordinario.
—Creo que deberíamos casarnos —dijo.
¿Qué?
Lo miró boquiabierta.
¿Qué?
Entonces lo dijo:
—¿Qué?
No dijo «Perdona, no te he entendido», y ni siquiera «¿Perdón?». Simplemente dijo «¿Qué?»
—Si escuchas mis argumentos, verás que tienen lógica.
—¿Estás loco?
Él se echó ligeramente hacia atrás.
—No, en absoluto.
—No puedo casarme contigo, Eren.
—¿Por qué no?
¿Por qué no? Porque… porque…
—¡Porque no puedo! —exclamó—. Por el amor de Dios, tú, justamente tú, deberías entender lo demencial que es esa sugerencia.
—Reconozco que en una primera reflexión parece irregular, pero si escuchas mis argumentos, verás lo sensato que es.
Ella volvió a mirarlo boquiabierta.
—¿Cómo puede ser sensato? ¡No se me ocurre nada que pueda ser más insensato!
—No tendrás que mudarte de casa —dijo él, comenzando a contar con los dedos—, y conservarás tu título y posición.
Convenientes las dos cosas, pero no motivo suficiente para casarse con Eren, el que… bueno… era Eren.
—Podrás entrar en el matrimonio sabiendo que se te tratará con cariño y respeto —continuó él —. Podría llevarte algunos meses llegar a la misma conclusión con otro hombre, e incluso entonces, ¿podrías estar segura? Después de todo, las primeras impresiones pueden ser engañosas.
Ella le escrutó la cara, tratando de ver si había algo, cualquier cosa, detrás de sus palabras. Tenía que tener algún motivo para decir eso, porque ella no lograba entender que él le estuviera proponiendo matrimonio. Era una locura. Era… Buen Dios, no sabía qué era. ¿Existiría una palabra para definir algo que simplemente le quitaba el suelo que estaba pisando?
—Te daré hijos —dijo él dulcemente—. O al menos lo intentaré.
Ella se ruborizó. Lo notó al instante, le ardían las mejillas, tenían que estar de un rojo subido. No quería imaginarse en la cama con él. Se había pasado toda esa semana desesperada intentando no imaginárselo.
—¿Qué ganarás tú? —preguntó en un susurro.
Él pareció sorprendido por la pregunta, pero se recuperó enseguida.
—Tendré una esposa que ha administrado mis propiedades durante años. Y no soy tan orgulloso como para no aprovechar tu conocimiento superior.
Ella asintió. Solo una vez, pero bastó como señal para que él continuara:
—Ya te conozco y confío en ti. Y estoy seguro de que no te desviarás.
—No puedo pensar en esto ahora —dijo ella, cubriéndose la cara con las manos.
Le giraba la cabeza y tenía la horrible sensación de que no se recuperaría de eso jamás.
—Tiene lógica —dijo Eren—. Solo tienes que considerar…
—No —dijo ella, desesperada por encontrar un tono resuelto—. No resultaría. Lo sabes. —Le dio la espalda, pues no quería mirarlo—. No puedo creer que hayas considerado…
—Yo tampoco lo creía cuando me vino la idea —admitió él—. Pero una vez que la tenía, no pude dejar de pensarla y pronto comprendí que tiene perfecta lógica.
Ella se presionó las sienes. Por el amor de Dios, ¿por qué seguía perorando de lógica? Si volvía a decir esa palabra una sola vez más, chillaría. ¿Y cómo podía estar tan tranquilo? No sabía cómo creía que debía actuar él; ciertamente nunca se había imaginado ese momento. Pero el modo en el que le recitaba aquella proposición le fastidiaba. Estaba tan frío, tan tranquilo. Un poco nervioso, tal vez, pero sin emoción; no tenía comprometidas sus emociones. Mientras que ella se sentía como si su mundo se hubiera salido de su eje. No era justo. Y en ese momento al menos, lo odió por hacerla sentirse así.
—Subiré a mi habitación —dijo bruscamente—. Mañana por la mañana tendré que hablar contigo acerca de esto.
Y casi lo consiguió. Ya iba a más de medio camino hacia la puerta cuando sintió su mano en el brazo, suave pero sujetándola con implacable firmeza.
—Espera —dijo él, y ella no pudo moverse.
—¿Qué quieres? —musitó.
No lo estaba mirando pero veía su cara en la mente, veía su pelo chocolate caído sobre la frente, sus ojos de párpados entornados, enmarcados por pestañas tan largas que podían hacer llorar de envidia a un ángel. Y sus labios. Principalmente veía sus labios, perfectos, bellamente modelados, siempre curvados en esa expresión pícara de él, como si supiera cosas, como si entendiera el mundo de una manera que no podrían entenderlo nunca mortales más inocentes.
Él le subió la mano por el brazo hasta los hombros y se la deslizó suavemente, como una caricia de pluma, por el lado del cuello. Y entonces habló, diciéndole con una voz grave y ronca que le llegó hasta el fondo de su ser:
—¿No deseas otro beso?
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Hola a todos, lamento informar que estoy teniendo problemas con los derechos del autor de la historia, por lo que probablemente no llegue a publicar los últimos capítulos y borre esta obra.
Como sé que les gusto la historia, he publicado los créditos originales en el capítulo 1, ya que si no termino de publicar la obra o es eliminada, sabrán los títulos para que puedan volver a leer esta historia.
Gracias por sus comentarios y todo su apoyo. De igual manera les pido que apoyen a la autora original, gracias.
PD: En ningún momento mencione que la obra fuera mía, mucho menos estoy generando ganancias con esto. Mi único propósito fue el aportar a la comunidad Eremika y fomentar la lectura.
