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CAPÍTULO 17
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…sí, por supuesto. Mikasa es una maravilla. Pero eso tú ya lo sabías, ¿no?
De una carta de Carla Jaeger a su hijo, el conde de Paradise, dos años y nueve meses después de su marcha a India.
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Eren no habría sabido decir en qué momento se le hizo evidente que tendría que seducirla. Había intentado convencerla apelando a su innato sentido práctico y juicio, y no daba resultado. No podía recurrir a la emoción, porque eso era unilateral, solo por parte de él. Así pues, tendría que recurrir a la pasión. La deseaba, ay Dios, cuánto la deseaba, y con una intensidad que nunca se había imaginado antes de besarla hacía una semana en Londres.
Pero aun cuando la sangre le corría alborotada por el deseo y la necesidad y, sí, por el amor, su mente discurría con agudeza y cálculo; sabía que si quería atarla a él, debía hacerlo así; tenía que persuadirla de ser suya de una manera en que ella no pudiera negarse. Debía dejar de intentar convencerla con palabras, pensamientos e ideas. Ella intentaría salir de la situación con palabras, simulando que no había ningún sentimiento implicado. Pero si la hacía suya, si dejaba su marca en ella de la manera más física posible, estaría con ella siempre. Y ella sería de él.
Ella se desprendió de su mano y, girándose, retrocedió hasta dejar unos cuantos pasos de distancia entre ellos.
—¿No quieres otro beso, Mikasa? —musitó, avanzando hacia ella con agilidad felina.
—Fue un error —musitó ella, con la voz trémula.
Retrocedió otro paso y tuvo que detenerse porque chocó con el borde de una mesa.
—No si nos casamos —dijo él, acercándosele.
—No puedo casarme contigo, lo sabes.
Él le cogió la mano y se la acarició suavemente con el pulgar.
—¿Y eso por qué?
—Porque yo… tú… eres tú.
—Cierto —dijo él, llevándose la mano de ella a la boca y besándole la palma. Luego deslizó la lengua por su muñeca, simplemente porque podía—. Y por primera vez en mucho, mucho tiempo —añadió, mirándola a través de las pestañas—, ya no hay ningún otro que yo quiera ser.
—Eren —susurró ella, arqueándose hacia atrás.
Lo deseaba, comprendió él. Lo notaba en su respiración.
—¿Eren, no o Eren, sí? —musitó, besándole el interior del codo.
—No lo sé —gimió ella.
—Muy justo. Fue subiendo los labios hasta mordisquearle suavemente el mentón, hasta que ella no tuvo otra opción que echar atrás la cabeza.
Y él no tuvo otra opción que besarle el cuello. Continuó besándola, deslizando los labios lenta y concienzudamente, sin dejar ni una pulgada de su piel libre del asalto sensual. Subió la boca por el contorno de la mandíbula, le mordisqueó el lóbulo de la oreja y de allí bajó hasta el borde del escote, que cogió entre los dientes. La oyó ahogar una exclamación, pero no le dijo que parara, por lo que fue bajando y bajando el corpiño hasta que quedó libre un pecho. Dios santo, cuánto le gustaba esa nueva moda femenina.
—¿Eren? —susurró ella.
—Chss.
No quería tener que contestar ninguna pregunta; no quería que ella pudiera pensar como para hacer una pregunta. Deslizó la lengua por debajo del pecho, saboreando el aroma salado y dulce de su piel y luego ahuecó la mano en el pecho. Había ahuecado la mano ahí por encima del vestido aquella vez que se besaron, y encontró que eso era el cielo, pero no era nada comparado con la sensación de su pecho cálido y desnudo en su mano.
—Oooh —gimió ella—. Oh…
Él le sopló suavemente el pezón.
—¿Puedo besarte? —le preguntó, mirándola.
Eso era un riesgo, esperar su respuesta. Tal vez no debería haberle hecho esa pregunta, pero aunque toda su intención era seducirla, no lograba resignarse a hacerlo sin recibir por lo menos una respuesta afirmativa suya.
—¿Puedo? —repitió, y endulzó la petición lamiéndole ligeramente el pezón.
—¡Sí! —exclamó ella—. Sí, por el amor de Dios, sí.
Él sonrió, una sonrisa larga, lánguida, saboreando el momento. Y luego, dejándola estremecerse de expectación tal vez un segundo más de lo que era justo, se inclinó y se apoderó de su pecho con la boca, derramando años y años de deseo en ese pecho, centrándolo perversamente en ese inocente pezón. Ella no tenía ni una mínima posibilidad.
—¡Oooh! —exclamó ella, asiéndose al borde de la mesa para afirmarse y arquear todo el cuerpo—. Oh. Oh, Eren. Oh, Dios mío.
Él aprovechó su pasión para sujetarla por las caderas y levantarla hasta dejarla sentada en la mesa, con las piernas separadas para él, y se instaló entre ellas, en esa cuna femenina. Sintió correr la satisfacción por sus venas, aun cuando su cuerpo gritaba, reclamando su propio placer. Le encantaba poder hacerle eso a ella, hacerla exclamar, gemir y gritar de deseo. Ella era muy fuerte, siempre fría y serena, pero en ese momento era simple y puramente de él, esclavizada por sus necesidades, cautiva de sus expertas caricias.
Le besó el pecho, le lamió, mordisqueó y tironeó el pezón. La torturó hasta que creyó que ella iba a estallar. Tenía la respiración agitada y entrecortada, y sus gemidos eran cada vez más intensos. Y mientras tanto, él deslizaba las manos por sus piernas, primero sujetándole los tobillos, luego las pantorrillas, subiéndole más y más la falda y las enaguas, hasta que quedaron arrugadas sobre sus rodillas. Y solo entonces se apartó y le permitió tener una insinuación de alivio. Ella lo estaba mirando con los ojos empañados, los labios rosados y entreabiertos. No dijo nada; él comprendió que era incapaz de decir algo. Pero vio la pregunta en sus ojos. Bien podía estar sin habla, pero aún estaba algo lejos del desquiciamiento total.
—Me pareció que sería cruel torturarte más tiempo —dijo, sosteniendo suavemente su pezón entre el pulgar y el índice.
Ella emitió un gemido.
—Te gusta esto —dijo. Era una afirmación, no muy elegante, pero ella era Mikasa, no una mujer anónima a la que iba a dar un revolcón rápido cerrando los ojos e imaginándose su cara. Y cada vez que ella gemía de placer, el corazón le vibraba de alegría—. Te gusta —repitió, sonriendo satisfecho.
—Sí —musitó ella—. Sí.
Él se inclinó a rozarle la oreja con los labios.
—Esto también te gustará.
—¿Qué? —preguntó ella, sorprendiéndolo.
Había creído que ella estaba tan sumergida en la pasión que no podría hacerle preguntas. Le subió otro poco las faldas, lo suficiente para que no se deslizaran y cayeran hacia abajo.
—Deseas oírlo, ¿verdad? —musitó, subiendo las manos hasta dejarlas apoyadas en sus rodillas —. Le apretó suavemente los muslos, trazándole círculos con los pulgares—. Quieres saber.
Ella asintió. Él se le acercó más otra vez, y le rozó suavemente los labios con los de él, pero dejándose espacio para poder continuar hablando:
—Me hacías muchas preguntas —susurró, deslizando los labios hacia su oreja—. Eren, cuéntame algo pícaro. Cuéntame algo perverso.
Ella se ruborizó. Él no le vio el rubor, pero lo percibió, sintió en su piel cómo le subía la sangre a las mejillas.
—Pero yo nunca te dije lo que deseabas oír, ¿verdad? —continuó mordisqueándole suavemente el lóbulo de la oreja—. Siempre te dejaba fuera de la puerta del dormitorio.
Se interrumpió, no porque deseara oír una respuesta sino porque deseaba oírla respirar.
—¿Te quedabas con la curiosidad? —musitó—. ¿Después te quedabas con la curiosidad de saber lo no te había dicho? —Nuevamente la rozó con los labios, solo para sentirlos deslizándose por su oreja—. ¿Querías saber lo que hacía cuando me portaba mal?
No le exigiría contestar, eso no sería justo, pero no pudo impedir que su mente retrocediera a esos momentos, a las incontables veces que la atormentaba con insinuaciones respecto a sus proezas sexuales. Sin embargo nunca había logrado hablar de eso, aun cuando siempre ella preguntaba.
—¿Quieres que te lo diga? —susurró. Notó que ella se movía ligeramente por la sorpresa y se echó a reír—. No sobre ellas, Mikasa. Sobre ti. Solo de ti.
Ella desvió ligeramente la cara, por lo que sus labios se deslizaron por su mejilla. Se apartó un poco para verle la cara y vio su pregunta claramente en sus ojos. «¿Qué quieres decir?». Él deslizó las manos sobre sus muslos, ejerciendo la presión necesaria para separárselos otro poco.
—¿Quieres que te diga lo que voy a hacer ahora? —Se inclinó y le pasó la lengua por el pezón, que ya estaba duro y tenso con el aire frío de la tarde—. ¿A ti?
Ella tragó saliva, convulsivamente. Él decidió interpretar eso como un sí.
—Hay muchas opciones —dijo, con la voz ronca, subiendo otro poco las manos por sus muslos —. No sé muy bien por dónde empezar.
Se detuvo a mirarla un momento. Ella tenía la respiración agitada, rápida, los labios entreabiertos e hinchados por sus besos. Y estaba como atontada, totalmente bajo su hechizo. Se inclinó nuevamente, hacia la otra oreja, procurando que sus palabras le llegaran ardientes y húmedas hasta el alma:
—Pero creo que debería comenzar por donde más me necesitas. En primer lugar te besaría… — le presionó con los pulgares la blanda piel de la entrepierna— aquí.
Guardó silencio un momento, el suficiente para que ella se estremeciera de deseo.
—¿Te gustaría? —continuó, con toda la intención de atormentarla y seducirla—. Sí, veo que sí. Pero eso no sería suficiente, para ninguno de los dos. —Deslizó los pulgares hasta tocarle la hendidura de la entrepierna y los presionó suavemente, para que ella supiera exactamente a qué se refería—. Creo que te gustaría mucho un beso ahí —añadió—, casi tanto —deslizó hacia abajo los pulgares por los bordes, acercándolos más y más a su centro como un beso en la boca. Ella estaba respirando más rápido.
—Tendría que estar un buen rato ahí —musitó él—, y tal vez cambiar los labios por la lengua, pasarla por este borde. —Empleó la uña para indicar el lugar—. Y mientras tanto te iría abriendo más y más. ¿Así, tal vez?
Se apartó, para examinar su obra. Lo que vio era pasmosamente erótico. Ella estaba sentada en el borde de la mesa, con las piernas abiertas, aunque no tanto para lo que deseaba hacer. La orilla de la falda le seguía colgando entre los muslos, ocultando su abertura, pero en cierto modo eso la hacía más tentadora. No necesitaba verle eso, no todavía en todo caso. Su posición ya era lo bastante seductora, todavía más por su pecho, aún desnudo a su vista, con el pezón duro, suplicando más caricias. Pero nada, nada podría haberle azuzado más el deseo que su cara. Los labios entreabiertos, los ojos oscurecidos a un gris más intenso por la pasión.
Cada respiración de ella parecía decirle: «Tómame». Y eso casi bastó para obligarlo a renunciar a su perversa seducción y enterrarse en ella ahí mismo y en ese instante. Pero no, tenía que hacerlo lento. Tenía que atormentarla, torturarla, llevarla a las alturas del éxtasis y mantenerla ahí todo el tiempo que pudiera. Tenía que asegurar que los dos comprendieran que eso era algo de lo que no podrían prescindir jamás. De todos modos, eso era difícil; no, era difícil para él, pues estaba tan excitado que le resultaba condenadamente difícil contenerse.
—¿Qué te parece, Mikasa? —musitó, apretándole nuevamente los muslos—. Creo que no te hemos abierto mucho, ¿no crees?
Ella emitió un sonido. Él no supo qué era, pero lo encendió.
—Tal vez más de esto —dijo, y se le acercó más hasta que sus piernas quedaron totalmente abiertas. La falda le quedó tirante sobre los muslos.
—Pst, pst, esto tiene que ser muy incómodo. A ver, déjame que te ayude.
Sujetó la orilla del vestido y la tironéo hasta dejarla suelta sobre su cintura. Y esa parte de ella quedó totalmente al descubierto. Él no la veía todavía, teniendo los ojos fijos en su cara. Pero saber en qué posición estaba ella los hizo estremecerse a los dos, a él de deseo y a ella de expectación, y él tuvo que enderezar los hombros y acercarlos para conservar su autodominio. Todavía no era el momento. Lo sería, y pronto, seguro; estaba seguro de que moriría si no la hacía suya esa noche. Pero por el momento, seguía siendo Mikasa. Y lo que él lograra hacerla sentir.
—No tienes frío, ¿verdad? —le susurró con la boca pegada al oído.
Ella solo contestó con una respiración temblorosa. Él puso un dedo en su centro femenino y comenzó a acariciárselo.
—Jamás permitiría que sintieras frío. Eso sería muy poco caballeroso. —Comenzó a acariciarla ahí en círculos, ardientes, lentos—. Si estuviéramos al aire libre, te ofrecería mi chaqueta. Pero aquí —le introdujo un dedo, lo suficiente para hacerla ahogar una exclamación—, solo puedo ofrecerte mi boca.
Ella emitió otro sonido incoherente, que sonó apenas como un gritito ahogado.
—Sí —dijo él, perversamente—, eso es lo que te haría. Te besaría ahí, justo donde sentirías el mayor placer.
Ella no pudo hacer otra cosa que respirar.
—Creo que comenzaría con los labios —continuó él—, pero luego tendría que continuar con la lengua para poder explorarte más en profundidad. —Le introdujo más los dedos para demostrarle lo que pensaba hacer con la lengua—. Más o menos así, creo, pero sería más ardiente. —Le pasó la lengua por el interior de la oreja—. Y más mojado.
—Eren —gimió ella.
Ah, dijo su nombre, y nada más. Estaba acercándose al borde.
—Lo saborearía todo —susurró—. Hasta la última gota de ti. Y entonces, cuando estuviera seguro de que te había explorado totalmente, te abriría más —le abrió los pliegues con los dedos, introduciéndolos y abriéndola de la manera más perversa posible, y luego le atormentó la piel con la uña—. Por si me hubiera dejado algún rincón secreto.
—Eren —volvió a gemir ella.
—¿Quién sabe cuánto tiempo te besaría? —susurró él—. Podría no ser capaz de parar. —Movió un poco la cara para poder mordisquearle el cuello—. Podría ser que tú no quisieras que parara. —Le introdujo otro dedo—. ¿Quieres que pare?
Jugaba con fuego cada vez que le hacía una pregunta, cada vez que le daba la oportunidad de decir no. Si estuviera más frío, más calculador, simplemente continuaría con la seducción y la poseería antes de que ella comenzara a considerar sus actos. Ella estaría tan inmersa en la oleada de pasión que antes de que se diera cuenta él estaría dentro de ella y sería, por fin e indeleblemente suya. Pero había algo en él que no le permitía ser tan implacable; ella era Mikasa, y necesitaba su aprobación aún cuando esta no fuera otra cosa que un gemido o un gesto de asentimiento. Era probable que después lo lamentara, pero él no quería que pudiera decir, ni siquiera para sí misma, que había sido sin pensarlo, que no había dicho sí. Necesitaba el sí de ella. La amaba desde hacía tantos años, había soñado tanto tiempo con acariciarla, y ahora que había llegado el momento, simplemente no sabía si podría soportar que ella no lo deseara. El corazón de un hombre se puede romper de muchas maneras, y no sabía si podría sobrevivir a otra ruptura más.
—¿Quieres que pare? —repitió.
Esta vez sí paró. No retiró las manos, pero dejó de moverlas; se quedó quieto y le dio tiempo para contestar. Y apartó la cabeza, lo justo para que ella le mirara a la cara, o si no eso, lo justo para poder mirarla él.
—No —susurró ella, sin levantar los ojos hacia los de él. A él le dio un vuelco el corazón.
—Entonces será mejor que haga lo que he dicho —musitó.
Y lo hizo. Se arrodilló y la besó ahí. La besó mientras ella se estremecía; siguió besándola mientras ella gemía. Continuó besándola ahí cuando ella le agarró el pelo y se lo tironeó, y continuó cuando ella le soltó el pelo y movió las manos buscando desesperada un lugar para afirmarse.
La besó de todas las maneras que le había prometido, y continuó hasta que ella casi tuvo un orgasmo. Casi. Lo habría hecho, habría continuado, pero no lo consiguió. Tenía que tenerla. Había deseado eso tanto tiempo, había deseado hacerla gritar su nombre y estremecerse de placer en sus brazos… que cuando eso ocurriera, la primera vez al menos, deseaba estar dentro de ella.
Deseaba sentirla alrededor de su miembro, y deseaba… Demonios, simplemente lo deseaba así, y si eso significaba que estaba descontrolado, pues lo estaba. Con las manos temblorosas se desabotonó la bragueta de las calzas y liberó su miembro, por fin.
—¿Eren? —musitó ella.
Había estado con los ojos cerrados, pero cuando él se apartó y la soltó, los abrió. Le miró el miembro y agrandó los ojos. No había forma de equivocarse respecto a lo que iba a ocurrir.
—Te necesito —le dijo él, con la voz ronca. Y al ver que ella no hacía otra cosa que mirarlo, repitió—. Te necesito, ahora mismo. Pero no sobre la mesa.
Ni siquiera él tenía ese talento, de modo que la cogió en los brazos, se estremeció de placer cuando ella lo rodeó con las piernas, y la depositó sobre la mullida alfombra. No era una cama, pero no había manera de hacerlo en una cama y, francamente, no creía que eso importara, ni a él ni a ella. Le subió las faldas hasta la cintura, y se echó encima. Y la penetró. Había pensado introducirse lentamente, pero ella estaba tan mojada y preparada que simplemente la penetró hasta el fondo, aun cuando ella ahogó una exclamación.
—¿Te dolió? —preguntó, en un gruñido.
Ella negó con la cabeza. —No pares —gimió—, por favor.
—Nunca —prometió él—. Jamás.
Él se movió, y ella se movió debajo de él, y los dos estaban tan excitados que al cabo de un momento los dos llegaron al orgasmo, como un estallido.
Y él, que se había acostado con incontables mujeres, de repente comprendió que hasta ese momento solo había sido un niño. Porque jamás había sido así. Todo lo anterior había sido su cuerpo.
Esto era su alma.
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