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CAPÍTULO 18

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lo sabía, sí, absolutamente.

De una carta de Eren Jaeger a su madre, Carla, tres años después de su llegada a India.

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La mañana siguiente fue la peor que Mikasa podía recordar de ese último tiempo. Lo único que deseaba era llorar, pero incluso eso le parecía imposible. Las lágrimas eran para las inocentes, y ese era un adjetivo que no podía volver a emplear nunca más para definirse a sí misma.

Esa mañana se odiaba, se odiaba por haber traicionado a su corazón, haber traicionado hasta su último principio, y todo por un momento de perversa pasión. Detestaba haber sentido deseo de un hombre que no era Colt, y detestaba aún más que ese deseo hubiera superado con creces todo lo que había sentido con su marido.

Su cama de matrimonio había sido de risas y pasión, pero nada, nada de eso podría haberla preparado para la perversa excitación que sentía cuando Eren le susurraba al oído todas las cosas pícaras que deseaba hacer con ella. Ni para la explosión que siguió, cuando él cumplió sus promesas. Detestaba que hubiera ocurrido todo eso, y detestaba que hubiera ocurrido con Eren, porque en cierto modo eso lo hacía triplemente malo. Y por encima de todo, lo odiaba a él por haberle pedido permiso, porque en cada paso, incluso cuando sus manos la seducían sin piedad, se aseguró de que ella estuviera bien dispuesta, y ahora ella no podía alegar que se había dejado llevar, que había sido impotente ante la fuerza de su pasión.

Y en ese momento, a la mañana siguiente, comprendía que ya no sabía diferenciar entre cobarde y tonta, al menos en lo que se refería a ella. Estaba claro que era ambas cosas, y muy posiblemente podía añadir el adjetivo «inmadura» a la definición. Porque lo único que deseaba era huir. Era capaz de afrontar las consecuencias de sus actos. Ciertamente eso era lo que debía hacer. Pero en lugar de hacerlo, igual que antes, huyó. En realidad, no podía marcharse de Paradise House; al fin y al cabo, casi acababa de llegar, y a no ser que estuviera preparada para continuar la huida hasta el norte, pasar por las Órcadas y seguir hasta Noruega, estaba clavada allí. Pero sí podía dejar la casa, y eso fue exactamente lo que hizo a las primeras luces del alba, y eso después de su patética actuación de esa noche, cuando salió tambaleante del salón rosa después de la intimidad compartida con Eren, mascullando frases incoherentes y disculpas, para luego ir a encerrarse en su habitación, de la que no salió el resto de la noche.

No deseaba enfrentarlo todavía. El cielo sabía que no se creía capaz. Ella, que siempre se había enorgullecido inmensamente de su sangre fría, de su serenidad, se había convertido en una idiota tartamuda, mascullando tonterías como una loca de atar, aterrada ante la sola idea de enfrentarse al hombre que, estaba claro, no podía eludir eternamente. Pero si lograba eludirlo un día, se decía, eso ya era algo. Y en cuanto al mañana, bueno, ya se ocuparía del mañana en otro momento. Mañana, tal vez. Por el momento, lo único que deseaba hacer era huir de sus problemas. El valor, ya estaba totalmente segura, era una virtud muy sobrevalorada. No sabía adónde quería ir; a cualquier lugar que se pudiera llamar «fuera», cualquier lugar donde pudiera decirse que las posibilidades de encontrarse con Eren eran mínimas. Y entonces, dado que, como estaba convencida, ningún poder superior se inclinaba a mostrarle benevolencia nunca más, comenzó a llover, cuando solo llevaba una hora caminando.

Comenzó con una suave llovizna, que no tardó en convertirse en un verdadero aguacero. Se cobijó debajo de la frondosa copa de un árbol y se resignó a esperar allí hasta que amainara la lluvia. Cuando ya llevaba veinte minutos pasando el peso de un pie al otro, se sentó en el suelo mojado, mandando al cuerno la limpieza. Puesto que iba a estar allí un buen rato, bien podía estar cómoda, ya que no iba a estar ni seca ni abrigada. Y, lógicamente, allí fue donde la encontró Eren dos horas después. Buen Dios, o sea que la había buscado. ¿Es que no se podía contar con que un hombre se comportara como un canalla cuando importaba?

—¿Hay espacio para mí ahí? —gritó él, para hacerse oír por encima del ruido de la lluvia.

—No para ti y tu caballo —gruñó ella.

—¿Qué has dicho?

—¡No!

Lógicamente él no le hizo caso; puso al caballo debajo del árbol, lo ató flojamente a una rama baja y se apeó de un salto.

—Santo cielo, Mikasa —dijo, sin ningún preámbulo—. ¿Qué haces aquí?

—Y buenos días tengas, también —masculló ella.

—¿Tienes una idea del rato que llevo buscándote?

—Todo el tiempo que he estado refugiada debajo de este árbol, me imagino.

Tal vez debería sentirse contenta de que él hubiera venido a rescatarla, y aunque sus temblorosas piernas le hacían comezón por saltar al caballo y alejarse, el resto de ella seguía de mal humor y muy dispuesto a llevar la contraria, simplemente por las ganas de llevar la contraria. Nada pone a una mujer de peor ánimo que una buena paliza de desprecio por sí misma. Aunque, pensó, bastante irritada, él tenía su parte de culpa en el desastre de esa noche. Y si suponía que toda su letanía de aterrados «Lo siento» de después del desastre significaban que lo eximía de culpa, estaba muy equivocado.

—Vamos, entonces —dijo él enérgicamente, haciendo un gesto hacia el caballo.

Ella no lo miró a la cara, mantuvo la mirada fija en su hombro.

—La lluvia está amainando.

—En China, tal vez.

—Estoy muy bien —mintió ella.

—Vamos, Mikasa, por el amor de Dios —dijo él, en tono abrupto—, ódiame todo que quieras, pero no seas idiota.

—Es demasiado tarde para eso —musitó ella en voz baja.

—Es posible —convino él, lo que demostraba que tenía un oído fastidiosamente bueno—, pero tengo un frío terrible y deseo estar en casa. Cree lo que quieras, pero en este momento siento mucho más deseo por una taza de té que por ti.

Y eso debería haberla tranquilizado, pero lo único que deseó fue arrojarle una piedra a la cabeza. Pero entonces, tal vez solo para demostrar que su alma no iba en dirección inmediata hacia un lugar calentito, la lluvia amainó, no del todo, pero lo suficiente para darle un cariz de verdad a su mentira.

—El sol no tardará en salir —dijo, haciendo un amplio gesto hacia la llovizna.

—¿Y piensas quedarte en el campo seis horas hasta que se seque tu vestido? —preguntó él con la voz arrastrada—. ¿O prefieres una fiebre pulmonar prolongada?

Entonces ella lo miró a los ojos.

—Eres un hombre horrendo.

—Vamos —rió él—, esa es la primera cosa veraz que has dicho esta mañana.

—¿Es posible que no entiendas que deseo estar sola? —replicó ella.

—¿Es posible que tú no entiendas que no deseo que te mueras de neumonía? Sube al caballo, Mikasa —ordenó, en el tono que ella imaginaba que él empleaba con sus soldados en Francia —. Cuando estemos en casa puedes sentirte libre para encerrarte en tu habitación dos semanas completas si se te antoja, pero ahora, ¿no podemos salir de la lluvia?

Era tentador, claro, pero más que eso, era horrorosamente irritante, porque lo que él decía no era otra cosa que de sentido común, y lo último que deseaba ella era que él tuviera razón en algo. Sobre todo porque tenía la deprimente sensación de que necesitaría más de dos semanas para dejar atrás lo ocurrido esa noche. Necesitaría toda una vida.

—Eren —dijo, con la esperanza de apelar a alguna parte de él que se apiadara de las mujeres patéticas y temblorosas—. No puedo estar contigo en estos momentos.

—¿Durante una cabalgada de veinte minutos? —ladró él.

Y antes de que ella tuviera la presencia de ánimo para gritar irritada, él la puso de pie de un tirón, la levantó en vilo y la montó en el caballo.

—¡Eren! —gritó. —Lamentablemente no lo has dicho en los tonos que te oí anoche —dijo él, sarcástico.

Ella lo golpeó.

—Eso es merecido —dijo él, montando detrás de ella, y luego moviéndose diabólicamente hasta que ella se vio obligada, por la forma de la silla, a quedar parcialmente montada en su regazo—, pero no tanto como tú te mereces unos buenos azotes por tu estupidez.

Ella ahogó una exclamación.

—Si querías que me arrodillara a tus pies suplicando tu perdón —continuó él, con los labios escandalosamente cerca de su oído—, no deberías haberte portado como una idiota saliendo con esta lluvia.

—No estaba lloviendo cuando salí —repuso ella, como una niñita, y se le escapó un «¡Oh!» de sorpresa cuando él azuzó al caballo y lo puso en marcha.

Entonces, claro, deseó tener algo distinto a los muslos de él para mantener el equilibrio. O que él no la sujetara tan firme con el brazo, ni lo pusiera tan alto sobre su caja torácica. Buen Dios, sus pechos iban prácticamente apoyados en su antebrazo. Eso sin tener en cuenta que iba sentada entre sus muslos, con el trasero presionándole… Bueno, por lo menos la lluvia servía para algo. Él tenía que estar tiritando de frío, lo cual podría ayudar muchísimo a su imaginación en mantener controlado su traicionero cuerpo. Pero claro, esa noche lo había visto, visto a Eren de una manera que jamás se imaginó que lo vería, en toda su espléndida gloria masculina. Y eso era lo peor de todo. Esa frase «espléndida gloria masculina» debería ser una broma, para decirla con sarcasmo y una sonrisa ladinamente perversa. Pero a Eren le sentaba a la perfección. Él sentaba a la perfección. Y ella había perdido hasta el último vestigio de cordura que le quedaba.

Cabalgaban en silencio, o si no exactamente en silencio, al menos no hablaban. Pero había otros sonidos, mucho más peligrosos y amedrentadores. Ella iba totalmente consciente de cada respiración de él; la sentía pasar suave, susurrante por la oreja, y podía jurar que sentía los latidos de su corazón en la espalda. Además…

—Maldición —exclamó él.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, tratando de girarse para verle la cara.

—Felix va cojeando —masculló él, saltando al suelo.

—¿Está muy mal? —preguntó ella, aceptando la mano que él le ofrecía en silencio para desmontar.

—Se pondrá bien —contestó él, arrodillándose a examinarle la pata izquierda delantera al castrado. Inmediatamente se le hundieron las rodillas en el barro, estropeándose los pantalones de montar—. Pero no nos puede llevar a los dos. Creo que no podría llevarte a ti sola.

Se incorporó y oteó el horizonte, para determinar en qué parte de la propiedad estaban

—Tendremos que buscar cobijo en la antigua casa del jardinero —añadió, quitándose impaciente el pelo mojado de los ojos, que al instante le cayó sobre la frente.

—¿La casa del jardinero? —repitió ella, aunque sabía muy bien a qué se refería.

Era una casa pequeña, de una sola habitación, que estaba deshabitada desde que el actual jardinero se mudó a una casa más grande al otro lado de la propiedad, pues su mujer dio a luz a gemelos.

—¿No podemos irnos a casa? —preguntó algo desesperada.

Lo último que necesitaba era estar a solas con él, atrapada en una acogedora casita que, si no recordaba mal, tenía una cama bastante grande.

—A pie nos llevará más de una hora —dijo él, lúgubremente—, y la tormenta va a empeorar.

Y tenía razón, maldición. El cielo había tomado un curioso tinte gris y las nubes tenían ese extraño resplandor que suele preceder a una tormenta de exquisita violencia.

—Muy bien —dijo, tratando de tragarse la aprensión.

No sabía qué la asustaba más, si estar clavada en un lugar bajo una tormenta o estar atrapada con Eren en una casa de una sola habitación.

—Si corremos podemos llegar en unos minutos. O, mejor dicho, tú puedes correr. Yo tendré que llevar a Felix. No sé cuánto le llevará hacer el trayecto.

Mikasa se giró a mirarlo con los ojos entrecerrados.

—No has hecho esto a propósito, ¿verdad?

Él se volvió hacia ella con una expresión atronadora, igualada de una manera terrible por el relámpago que atravesó el cielo.

—Lo siento —se apresuró a decir, lamentando al instante sus palabras. Había ciertas cosas de las que no se podía de ninguna manera, ni por ningún motivo, acusar jamás a un caballero británico, de las cuales, la primera y principal era lesionar intencionadamente a un animal—. Te pido disculpas —añadió, en el momento en que un trueno hacía estremecer la tierra—. De verdad, disculpa.

—¿Sabes llegar? —gritó él, para hacerse oír por encima de los truenos.

Ella asintió.

—¿Puedes encender el fuego mientras me esperas?

—Puedo intentarlo.

—Ve, entonces —dijo él secamente—. Corre y caliéntate. Yo no tardaré en llegar.

Ella echó a correr, aunque no sabía muy bien si iba corriendo hacia la casita o huyendo de él. Y teniendo en cuenta que él llegaría pocos minutos después que ella, ¿importaba en realidad? Pero mientras corría, con las piernas doloridas y los pulmones a punto de reventar, la respuesta a esa pregunta no le parecía terriblemente importante. Se apoderó de ella el dolor del esfuerzo, solo igualado por los pinchazos de la lluvia en la cara. Pero todo le parecía extrañamente apropiado, como si no se mereciera más. Y probablemente no se lo merecía, pensó tristemente.

Cuando Eren abrió la puerta de la casa del jardinero, estaba empapado hasta los huesos y tiritaba como un loco. Le había llevado mucho más tiempo del que había creído conducir a Felix hasta la casita, y cuando llegó allí, se encontró ante la tarea de encontrarle un lugar apropiado para atarlo, puesto que no podía dejarlo expuesto debajo de un árbol con esa tormenta. Finalmente logró improvisar un corral con techo en el lugar que antes era un gallinero, pero el resultado fue que cuando entró en la casa llevaba las manos ensangrentadas y las botas manchadas con asqueroso lodo que la lluvia, inexplicablemente, no logró quitarle. Mikasa estaba arrodillada junto al hogar, intentando encender el fuego. A juzgar por lo que farfullaba, sin mucho éxito.

—¡Cielo santo! —exclamó al verlo—. ¿Qué te ha pasado?

—Tuve problemas para encontrar un sitio donde atar a Felix —explicó con la voz áspera—. He tenido que construirle un refugio.

—¿Con tus manos?

—No tenía otras herramientas —dijo él, encogiéndose de hombros.

Ella miró nerviosa por la ventana. —¿Estará bien?

—Eso espero —contestó él, sentándose en un taburete de tres patas a quitarse las botas—. No podía darle una palmada en el anca para enviarlo a casa con esa pata lesionada.

—No, claro que no —dijo ella, y entonces apareció en su cara una expresión de horror, y se levantó de un salto, exclamando—: ¿Y tú estarás bien?

Normalmente él habría agradecido su preocupación, pero le habría sido más fácil si supiera de qué hablaba.

—¿A qué te refieres? —preguntó amablemente.

—A la malaria —dijo ella, con cierta urgencia en la voz—. Estás empapado y acabas de tener un ataque. No quiero que te… —se interrumpió, se aclaró la garganta y enderezó los hombros—. Mi preocupación no significa que me sienta más caritativa contigo que hace una hora, pero no quiero que sufras una recaída.

A él le pasó por la mente la idea de mentir para conquistarse su compasión, pero al fin se limitó a decir:

—No funciona así.

—¿Estás seguro?

—Totalmente. Los enfriamientos no producen la enfermedad.

—Ah —dijo ella, y se tomó un momento para asimilar la información—. Bueno, en ese caso… —apretó los labios de modo desagradable—. Continúa, entonces —concluyó.

Eren le hizo una insolente venia y reanudó la tarea de quitarse las botas; se quitó la segunda con un firme tirón y luego puso las dos con sumo cuidado cerca de la puerta.

—No las toques —dijo, distraído, caminando hacia el hogar—. Están asquerosas.

—No he logrado encender el fuego —dijo ella, de pie cerca del hogar, decepcionada de sí misma—. Lo siento. Creo que no tengo mucha experiencia en eso. Pero encontré leña seca en el rincón —explicó indicando el par de leños que había puesto en el hogar.

Él se acuclilló y se puso a la tarea de encender el fuego; todavía le dolían las manos por los arañazos que se había hecho al limpiar de zarzas el gallinero para hacerle un lugar a Felix. Le venía bien el dolor en realidad. Aunque fuera poca cosa, de todos modos le daba algo en qué pensar que no fuera la mujer que estaba de pie detrás de él. Estaba enfadada. Debería haber esperado eso. Y en realidad lo esperaba, pero lo que no había esperado era lo mucho que eso le hería el orgullo y, con toda sinceridad, el corazón.

Ya sabía, lógicamente, que ella no le declararía de repente un amor eterno después de un episodio de loca pasión, pero había sido lo bastante tonto para que una pequeña parte de él hubiera esperado ese resultado de todos modos. ¿Quién habría pensado que después de todos sus años de mala conducta, iba a surgir como un tonto romántico? Pero Mikasa entraría finalmente en razón, estaba bastante seguro. Tendría que aceptarlo. Se había comprometido, y muy a fondo, pensó, sintiendo algo de satisfacción. Y si bien no era virgen, de todos modos eso significaba algo para una mujer de principios como Mikasa. A él le correspondía tomar una decisión: ¿esperaba que se le pasara la rabia o la pinchaba y presionaba hasta que ella aceptara lo inevitable de la situación? Seguro que eso último lo dejaría magullado, pero creía que presentaba una mayor posibilidad de éxito. Si la dejaba en paz, ella pensaría que el problema estaba olvidado, y tal vez encontraría una manera de fingir que no había ocurrido nada.

—¿Lo encendiste? —preguntó ella, desde el otro extremo de la habitación.

Él estuvo unos segundos más soplando una pequeña llamita y exhaló un suspiro de satisfacción cuando varias llamitas comenzaron a lamer los leños.

—Tendré que soplar y atizar un rato más —dijo, girándose a mirarla—. Pero sí, dentro de un momento estará fuerte.

—Estupendo —dijo ella. Retrocedió unos pasos hasta que quedó sentada en la cama—. Yo estaré aquí.

Él no pudo evitar una sonrisa al oírla. La casita solo tenía esa habitación. ¿Dónde creía que podía ir?

—Tú puedes quedarte ahí —continuó ella, en un tono de institutriz antipática.

Él siguió la dirección de su brazo hacia el rincón opuesto.

—¿Sí?

—Creo que es mejor.

—Muy bien —contestó él, encogiéndose de hombros.

—¿Muy bien?

—Muy bien —repitió él y comenzó a quitarse la ropa.

—¿Qué haces? —exclamó ella, arreglándoselas para manifestar horror y altivez al mismo tiempo.

Él sonrió para su adentros, dándole la espalda.

—Te recomiendo que hagas lo mismo —dijo, frunciendo el ceño al ver la mancha de sangre que había en la manga de su camisa. Condenación, tenía las manos hechas un desastre.

—De ninguna manera —dijo ella.

—Ten esto, por favor —dijo él, arrojándole la camisa.

Ella chilló cuando la camisa le cayó en el pecho, y eso le produjo no poca satisfacción a él.

—¡Eren! —exclamó ella, arrojándole la camisa.

—Lo siento —se disculpó él, con la mayor frescura que pudo—. Pensé que te gustaría usarla de toalla para secarte.

—Ponte la camisa —ordenó ella entre dientes.

Él arqueó una ceja, arrogante. —¿Para congelarme? Aunque no me amenace la malaria, no tengo el menor deseo de pillar un catarro. Además, no hay nada que no hayas visto ya. —Al oírla ahogar una exclamación, añadió —: No, espera. Perdona. No me has visto esta parte. Anoche no logré quitarme nada más que los pantalones, ¿verdad?

—Fuera de aquí —dijo ella, furiosa.

Él se echó a reír e hizo un gesto con la cabeza hacia la ventana, que vibraba con el tamborileo de la lluvia sobre el cristal.

—Creo que no, Mikasa. Estás encerrada conmigo hasta que pase la tormenta, me parece.

Como para probar ese punto, la casa tembló hasta los cimientos con la fuerza de los truenos.

—Podría convenirte girar la cabeza hacia el otro lado —continuó él en tono amistoso. Al ver que ella agrandaba ligeramente los ojos, sin comprender, añadió—: Me voy a quitar los pantalones. Ella emitió un gruñido de horror, pero giró la cabeza. —Ah, y quítate de ahí —gritó él, sin dejar de quitarse ropa—. Estás empapando las mantas.

Por un instante pensó que ella iba a plantar más firme el trasero en la cama, solo para llevarle la contraria, pero debió ganar su sentido común, porque se levantó, sacó la colcha y la agitó para que cayeran las gotas que había dejado. Él caminó hasta la cama, le bastaron cuatro pasos largos, y sacó la manta, para cubrirse. No era tan grande como la colcha que tenía ella, pero le iría bien.

—Estoy cubierto —avisó, cuando ya había vuelto a su rincón cerca del hogar.

Ella giró la cabeza, lentamente y con un solo ojo abierto. Eren resistió la tentación de mover la cabeza de lado a lado. La verdad, todo eso lo encontraba exagerado, dado lo ocurrido la noche anterior. Pero si la hacía sentirse mejor aferrarse a los vestigios de su virtud de doncella, él estaba dispuesto a permitírselo, al menos el resto de la mañana.

—Estás tiritando —dijo él.

—Tengo frío.

—Cómo no vas a tener frío. Tienes el vestido empapado.

Ella no dijo nada; simplemente lo miró con una expresión que decía que no pensaba quitarse la ropa.

—Haz lo que quieras, pero por lo menos ven a sentarte cerca del fuego.

Ella pareció vacilar.

—Por el amor de Dios, Mikasa —dijo él, con la paciencia casi agotada—. Te juro que no te voy a violar. Al menos no esta mañana ni sin tu permiso.

Curiosamente, eso le hizo arder las mejillas a ella, con más ferocidad aún, pero todavía debía tenerle cierta consideración a él y a su palabra, porque fue a sentarse en el suelo cerca del hogar.

—¿Sientes más calor ahora? —le preguntó, simplemente para provocarla.

—Sí.

Él dedicó los minutos siguientes a atizar y soplar el fuego, vigilando que las llamas no se apagaran, y de tanto en tanto le miraba disimuladamente el perfil. Pasado un rato, cuando vio que ya se le había suavizado un poco la expresión, decidió probar suerte y le dijo, en tono bastante amable.

—Al final no me contestaste anoche.

Ella no se giró a mirarlo.

—¿A qué pregunta?

—Creo que te pedí que te casaras conmigo.

—No, no me lo pediste —contestó ella, con la voz bastante tranquila—. Me informaste de que creías que deberíamos casarnos y luego explicaste por qué.

—¿Sí? —musitó él—. Qué descuidado soy.

—No interpretes eso como una invitación a hacerme la proposición ahora —dijo ella secamente.

—¿Y me vas a hacer desperdiciar este momento tan romántico? —dijo él con la voz arrastrada.

No pudo estar seguro, pero creyó ver que ella estiraba los labios en una insinuación de sonrisa reprimida.

—Muy bien —dijo, en tono muy magnánimo—. No te pediré que te cases conmigo. Olvidaré que un caballero insistiría después de lo que ocurrió…

—Si fueras un caballero no habría ocurrido —interrumpió ella.

—Éramos dos, Mikasa —dijo él amablemente.

—Lo sé —repuso ella, con tanta amargura que él lamentó haberla provocado.

Por desgracia, al tomar la decisión de no continuar acosándola, se quedó sin nada que decir; eso no hablaba bien de él, pero así era. Así que se quedó callado, arrebujándose más la manta de lana alrededor del cuerpo, y mirándola disimuladamente de tanto en tanto, tratando de determinar si se estaría enfriando demasiado.

Se mordió la lengua, aunque de mala gana, para respetar sus sentimientos, pero si estaba poniendo en peligro su salud… bueno, eso lo anularía todo. Pero no estaba tiritando y tampoco mostraba ningún signo de que sintiera un frío excesivo, aparte de la forma como tenía levantadas varias partes de la falda cerca del fuego, intentando inútilmente que se secara la tela.

De tanto en tanto daba la impresión de que iba a hablar, pero luego cerraba la boca, mojándose los labios y exhalando suaves suspiros. Y entonces, sin siquiera mirarlo, dijo:

—Lo consideraré.

Él arqueó una ceja, esperando que continuara.

—Lo de casarme contigo —aclaró ella, sin dejar de mirar fijamente el fuego—. Pero no te daré la respuesta ahora.

—Podrías estar embarazada —dijo él en voz baja.

—Eso lo sé muy bien. —Se rodeó las rodillas dobladas con los brazos—. Te daré la respuesta cuando tenga esa respuesta.

Eren se enterró las uñas en las palmas. Le había hecho el amor en parte para forzarle la mano, no podía pasar por alto ese desagradable hecho, pero no con la intención de dejarla embarazada. Su intención había sido atarla a él con la pasión, no con un embarazo no planeado. Y ahora ella le decía, en esencia, que solamente se casaría con él por el bien de un bebé.

—Comprendo —dijo, pensando que la voz le salía muy tranquila, si tomaba en cuenta la oleada de furia que le corría por las venas. Furia que tal vez no tenía derecho a sentir, pero la sentía de todas maneras, y no era tan caballero como para no hacerle caso—. Entonces es una lástima que haya prometido no violarte esta mañana —dijo en tono peligroso, sin poder resistirse a esbozar su sonrisa felina.

Ella giró la cabeza para mirarlo.

—Podría…, ¿cómo se dice? —continuó él, rascándose ligeramente el contorno de la mandíbula —, sellar el trato. O por lo menos disfrutar inmensamente intentándolo.

—Eren…

—Pero qué bien para mí que, según mi reloj —interrumpió él sacando el reloj del bolsillo de la chaqueta que había dejado sobre la mesa—, solo faltan cinco minutos para el mediodía.

—No lo harías —susurró ella.

Él no estaba de buen humor, pero sonrió de todas maneras.

—Me dejas poca opción.

—¿Por qué?

Él no supo qué le preguntaba, pero de todos modos contestó, con la única verdad de la que no podía escapar:

—Porque tengo que hacerlo.

Ella agrandó los ojos.

—¿Me das un beso, Mikasa?

Ella negó con la cabeza. Estaba más o menos a metro y medio de distancia, y los dos estaban sentados en el suelo.

Se le acercó arrastrándose, y el corazón se le aceleró al ver que ella no se alejaba.

—¿Me permites que te bese? —musitó.

Ella no se movió.

Él se le acercó más.

—Te dije que no te seduciría sin tu permiso —dijo, con la voz ronca, con los labios a solo unos dedos de los de ella—. ¿Me besas, Mikasa? —repitió.

Ella se movió hacia él.

Y él supo que era de él.

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