.
.
.
CAPÍTULO 20
.
…Eren hará lo que desee. Siempre hace lo que quiere.
De la carta de la condesa de Paradise a Carla Jaeger, tres días después de recibir su carta.
.
El día siguiente no le trajo ninguna paz a Mikasa. Cuando lo pensaba racionalmente, o al menos todo lo racionalmente que era capaz, le parecía que si tenía que encontrar una respuesta debería percibir una cierta lógica en el aire, algo que le indicara qué debía hacer, cómo actuar, qué decisiones necesitaba tomar. Pero no. No percibía nada. Había hecho el amor con él dos veces. Dos veces. Con Eren. Eso solo debería haberle dictado sus decisiones, convencido de aceptar su proposición. Debería hacérselo claro. Se había acostado con él. Podría estar embarazada, aunque esa posibilidad la veía remota, dado que le llevó dos años enteros concebir con Colt. Pero incluso sin esa consecuencia, su decisión debería ser evidente. En su mundo, en su sociedad, ese tipo de intimidades en que había participado solo significaban una cosa. Debía casarse con él. Y sin embargo no lograba llevar el sí a sus labios.
Cada vez que creía haberse convencido de que eso era lo que tenía que hacer, una vocecita interior le aconsejaba cautela, prudencia, y ella paraba, sin poder continuar adelante, con un miedo terrible de llegar al fondo de sus sentimientos e intentar descubrir por qué se sentía tan paralizada. Eren no lo entendía, lógicamente. ¿Cómo podría entenderlo si ni ella se entendía?
La tarde anterior, cuando despertó en la casa del jardinero, estaba sola, y encontró una nota de él en la almohada, en la que le explicaba que llevaría a Felix al establo y no tardaría en volver con otro caballo. Pero cuando llegó, solo traía un caballo, con lo que la obligaba a compartir con él la silla, aunque esta vez ella montó detrás de él. Y mientras la ayudaba a montar el otro caballo fuera de la casita del jardinero, le dijo al oído:
—Iré a ver al párroco mañana por la mañana.
—No estoy preparada —contestó al instante, invadido su pecho por el terror—. No vayas a verle todavía.
A él se le ensombreció la cara, pero controló el genio.
—Ya lo hablaremos —dijo simplemente.
Y cabalgaron hasta la casa en silencio. Tan pronto como entraron en la casa ella trató de escapar a su habitación, alegando que necesitaba bañarse, pero él le agarró la mano, con suavidad pero firmeza al mismo tiempo, y de pronto se encontró sola con él, en el salón rosa, justamente ese, de todos los salones de la casa, con la puerta cerrada.
—¿De qué va esto?
—¿Qué quieres decir? —logró balbucear ella, tratando angustiosamente de no mirar la mesa que estaba detrás de él, la mesa donde la sentó la noche anterior y luego le hizo cosas indecibles. Y el solo recuerdo la hacía estremecerse.
—Sabes qué quiero decir —dijo él, impaciente.
—Eren, yo…
—¿Te casarás conmigo?
Dios santo, ojalá no hubiera dicho eso. Todo le resultaba mucho más fácil de evitar cuando no estaban las palabras ahí, suspendidas entre ellos.
—Yo…
—¿Te casarás conmigo? —repitió él, esta vez en tono duro, con filo.
—No lo sé —contestó ella finalmente—. Necesito más tiempo.
—¿Tiempo para qué? —ladró él—. ¿Para que yo haga otros intentos de dejarte embarazada?
Ella se encogió como si la hubiera golpeado.
—Porque los haré —la advirtió él, acercándosele más—. Te haré el amor aquí mismo ahora, y nuevamente esta noche, y mañana tres veces, si eso es lo que hace falta.
—Eren, basta…
—Me he acostado contigo —continuó él, en tono seco, aunque extrañamente urgente—. Dos veces. No eres una inocente, Mikasa. Sabes qué significa eso.
Y justamente porque no era una inocente, y nadie esperaría que lo fuera, ella pudo decir:
—Lo sé. Pero eso no importa. No importa, si no concibo.
Eren siseó una palabrota que ella jamás se había imaginado que diría en su presencia.
—Necesito tiempo —repitió, rodeándose con los brazos.
—¿Para qué?
—No lo sé. Para pensar. Para decidir qué hacer. No lo sé.
—¿Y qué diablos queda por pensar? —preguntó él, mordaz.
—Bueno, en primer lugar —ladró ella, ya enfurecida—, sobre si vas a ser un buen marido.
Él retrocedió.
—¿Qué diablos debo entender con eso?
—Tu conducta del pasado, para empezar —replicó ella, entrecerrando los ojos—. No has sido lo que se dice un modelo de rectitud cristiana.
—¿Y eso me lo dice la mujer que me ordenó que me quitara la ropa esta tarde?
—No seas horrendo —dijo ella en voz baja.
—Y tú no me incites la furia.
A ella empezó a dolerle la cabeza y tuvo que presionarse las sienes.
—Por el amor de Dios, Eren, ¿no puedes dejarme pensar? ¿No puedes darme un poco de tiempo para pensar?
Pero la verdad era que la aterraba pensar, porque, ¿qué descubriría? ¿Que era una lasciva, una desvergonzada? ¿Que con ese hombre había sentido sensaciones primitivas, sensaciones escandalosas, intensísimas, sensaciones que nunca había sentido con su marido, al que había amado con todo su corazón? Con Colt había sentido placer, pero nada parecido a eso. Jamás había soñado siquiera que eso existiera. Y lo había descubierto con Eren. Con Eren, que era su amigo también. Su confidente. Su amante. Dios santo, ¿en qué la convertía eso?
—Por favor —susurró al fin—. Por favor, necesito estar sola.
Eren la miró un largo rato, tanto que ella sintió deseos de encogerse, pero finalmente soltó una maldición en voz baja y salió pisando fuerte del salón. Entonces ella se desmoronó en el sofá y bajó la cabeza hasta apoyarla en las manos. Pero no lloró. No lloró. No derramó ni una sola lágrima. Y, por su vida, que no entendía por qué no pudo llorar.
.
.
.
Jamás nunca entendería a las mujeres.
Soltando una sarta de maldiciones, Eren se quitó de un tirón las botas y las arrojó con todas sus fuerzas hacia la puerta del ropero.
—¿Milord? —preguntó tímidamente su ayuda de cámara, asomando la cabeza por la puerta abierta del vestidor.
—Ahora no, Reivers.
—Muy bien —se apresuró a decir Reivers, entrando discretamente en el dormitorio a recoger las botas—. Solo me llevaré esto. Las querrá limpias.
Eren volvió a maldecir. Reivers tragó saliva.
—Eh…, o tal vez prefiere que las queme.
Eren se limitó a mirarlo y a gruñir. Reivers salió corriendo, pero, tonto que era, olvidó cerrar la puerta. Eren se levantó y fue a cerrarla de una patada, y soltó otra maldición al no encontrar ninguna satisfacción en el portazo. Por lo visto ahora se le negaban hasta los placeres más pequeños de la vida.
Empezó a pasearse desasosegado por la mullida alfombra color vino, deteniéndose de tanto en tanto ante la ventana. ¿Para qué intentar entender a las mujeres? Jamás había pretendido tener esa capacidad. Aunque había creído que entendía a Mikasa. Por lo menos lo bastante para decirse que se casaría con un hombre con el que se hubiera acostado dos veces. Una vez, tal vez. Una vez podría haberlo considerado un error. Pero dos veces… Jamás permitiría que un hombre le hiciera el amor dos veces a menos que le tuviera un cierto aprecio. Pero por lo visto estaba equivocado, pensó, haciendo una mueca. Al parecer ella estaba dispuesta a utilizarlo para su placer, y lo había utilizado. Santo Dios, lo había utilizado. Asumió el mando, obtuvo de él lo que deseaba y solo renunció al dominio cuando la pasión entre ellos se convirtió en llamas.
Lo utilizó. Y él nunca se habría imaginado que pudiera tener eso en ella. ¿Habría sido así con Colt? ¿Asumía el mando? ¿Lo…? Paró en seco, con los pies inmóviles en la alfombra. Colt. Se había olvidado de Colt. ¿Cómo era posible? Durante años, cada vez que veía a Mikasa, cada vez que se le acercaba para aspirar su embriagador aroma, Colt estaba ahí, primero en sus pensamientos y después en su memoria. Pero desde el momento en que ella entró en el salón rosa la noche anterior, cuando oyó sus pasos detrás de él y susurró para sí mismo las palabras «Cásate conmigo», se olvidó de Colt. Su recuerdo no desaparecería jamás. Era demasiado querido, demasiado importante, para los dos. Pero en algún momento, en algún momento durante su viaje a Escocia, para ser exactos, se había dado permiso para pensar, «Podría casarme con ella; podría pedírselo. Podría». Y cuando se dio el permiso, fue disminuyendo poco a poco la idea de que la iba a robar del recuerdo de su primo. Él nunca aspiró a ocupar ese puesto. Jamás miró al cielo deseando el condado. Jamás deseó verdaderamente a Mikasa; simplemente aceptaba que ella nunca podría ser suya. Pero Colt murió. Murió. Y eso no era culpa de nadie. Colt murió, y a él le cambió la vida en todos los aspectos imaginables a excepción de uno. Seguía amando a Mikasa. Dios santo, cuánto la amaba. No había ningún motivo para que no pudieran casarse. No lo prohibía ninguna ley, ninguna costumbre ni ninguna tradición; nada, aparte de su conciencia, la que muy de repente, guardó silencio sobre el asunto.
Entonces, por fin, se permitió hacerse, por primera vez, la única pregunta que no se había hecho. ¿Qué pensaría Colt de todo esto? Y comprendió que su primo le habría dado su bendición. Así de grande era el corazón de su primo, y así de verdadero su amor por Mikasa, y por él. Habría deseado que Mikasa fuera amada y mimada tal como él la amaba y mimaba. Y habría deseado que él fuera feliz. La única emoción que él nunca había pensado que pudiera aplicarse a él: feliz.
Feliz.
Imagínate.
.
.
.
Mikasa había estado esperando que Eren golpeara la puerta de su dormitorio, pero cuando sonó el golpe, de todos modos pegó un salto, por la sorpresa. La sorpresa fue mucho mayor cuando abrió la puerta y tuvo que bajar considerablemente la vista, a mirar un pie, para ser exactos. Eren no estaba al otro lado de la puerta; solo estaba una de las criadas, con una enorme bandeja para ella. Entrecerrando los ojos, desconfiada, asomó la cabeza y miró a uno y otro lado del pasillo, suponiendo que él estaría al acecho en un rincón oscuro, esperando el momento oportuno para saltar. Pero no estaba.
—Su señoría pensó que podría tener hambre —dijo la criada, dejando la bandeja en el escritorio.
Mikasa examinó atentamente la bandeja en busca de una nota, una flor, en fin, de algo que indicara las intenciones de Eren, pero no encontró nada. Y no hubo nada el resto de la noche, y tampoco nada a la mañana siguiente.
Nada fuera de una bandeja con el desayuno, otra reverencia de la criada y otro: —Su señoría pensó que podría tener hambre.
Ella le había pedido tiempo para pensar y por lo visto eso era exactamente lo que le daba. Y era horrible. De acuerdo, tal vez sería peor si él hubiera hecho caso omiso de sus deseos y no le hubiera permitido estar sola. Estaba claro que no podía fiarse de ella en presencia de él; y no se fiaba particularmente de él tampoco, con su atractivo, sus miradas seductoras y sus preguntas susurradas. «¿Me das un beso, Mikasa? ¿Me permites que te bese?». Y ella era incapaz de negarse, teniéndolo tan cerca, con esos ojos, sus pasmosos ojos plateados de párpados entornados, mirándola con esa intensidad que la derretía. La atontaba, la hechizaba. Tal vez esa era la única explicación. Se puso un práctico vestido de diario que le serviría muy bien para estar al aire libre. No quería quedarse encerrada en su habitación, pero tampoco deseaba vagar por los pasillos de Paradise, reteniendo el aliento al dar la vuelta a cada esquina esperando que Eren apareciera ante ella. Si él se lo proponía, la encontraría, sin duda, pero por lo menos tendría que dedicar tiempo y esfuerzo a eso.
Cuando se tomó el desayuno la sorprendió comprobar que tenía bastante apetito, considerando las circunstancias. Después salió sigilosa y agitó la cabeza regañándose cuando miró furtivamente a lado y lado del pasillo, actuando como un vulgar ladrón, impaciente por escapar sin ser vista. A eso estaba reducida, pensó, malhumorada. Pero no lo vio cuando iba por el pasillo ni tampoco cuando bajó la escalera. Tampoco lo vio en ninguno de los salones ni salas de estar, y cuando llegó a la puerta principal, no pudo evitar fruncir el ceño. ¿Dónde estaría? No deseaba verlo, lógicamente, pero eso lo encontraba bastante decepcionante, después de lo preocupada que había estado. Colocó la mano en el pomo. Debería salir a toda prisa. Debería salir inmediatamente, no había un alma por ninguna parte y podía escapar sin ser vista. Pero se detuvo.
—¿Eren? —susurró.
En realidad, solo moduló la palabra, lo cual no contaba para nada, pero no lograba quitarse la sensación de que él estaba ahí, y la estaba observando.
—¿Eren? —dijo entonces, en voz baja, mirando hacia todos lados.
Nada. Agitó la cabeza. Buen Dios, ¿qué le pasaba? Se estaba poniendo muy fantasiosa, incluso paranoica. Echando una última mirada atrás, abrió la puerta y salió.
Y no lo vio, pues él estaba observándola oculto en el esconce bajo la escalera curva, con una leve y muy franca sonrisa en la cara.
.
.
.
Mikasa perseveró al aire libre todo el tiempo que pudo, hasta que finalmente la derrotó una combinación de cansancio y frío. Había caminado sin rumbo por los campos tal vez unas seis o siete horas, y estaba cansada, tenía hambre y no deseaba otra cosa que una taza de té. Además, no podía continuar fuera de la casa eternamente. Así pues, volvió a la casa y entró con el mismo sigilo con que había salido, con la idea de subir a su dormitorio, donde podría comer algo en privado. Pero aún no había llegado al pie de la escalera cuando oyó su nombre.
—¡Mikasa!
Era Eren. Quién iba a ser si no Eren. No podría haber supuesto que él la dejaría en paz eternamente. Pero lo extraño era que no sabía muy bien si eso la molestaba o la aliviaba.
—Mikasa —repitió él, asomándose a la puerta de la biblioteca—, ven a acompañarme.
Su voz sonaba afable, demasiado afable, si eso era posible. Además, ella sintió desconfianza por su elección de sala. ¿No era más lógico que hubiera deseado atraerla al salón rosa, donde a ella la asaltarían los recuerdos de su tórrida unión sexual? ¿O por lo menos haber elegido el salón verde, que estaba decorado en un lujoso estilo romántico, con divanes acolchados y cojines muy mullidos? ¿Qué pretendía hacer en la biblioteca, que, estaba segura, era la sala de Paradise House que menos se prestaba para una escena de seducción?
—¿Mikasa? —repitió él, como si le divirtiera la indecisión de ella.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó ella, tratando de no parecer desconfiada.
—Tomar té.
—¿Té?
—Hojas de una planta llamada té remojadas en agua hirviendo. Tal vez lo hayas probado.
Ella frunció los labios.
—¿En la biblioteca?
—Me pareció un lugar tan bueno como cualquiera —repuso él, encogiéndose de hombros. Se hizo a un lado y con un amplio gesto con el brazo le indicó que debía entrar—. Un lugar tan inocente como cualquiera —añadió.
Ella trató de no ruborizarse.
—¿Has tenido un paseo agradable? —preguntó él, en tono amable y amistoso.
—Eh… sí.
—El día está precioso para estar fuera.
Ella asintió.
—Aunque me imagino que el suelo todavía está saturado de agua en muchas partes.
¿Qué se proponía?, pensó ella.
—¿Té? —ofreció él.
Ella asintió y agrandó los ojos al verlo servir una taza. Los hombres jamás hacían eso.
—En India tenía que arreglármelas solo de vez en cuando —explicó él, leyéndole el pensamiento—. Ten.
Ella sostuvo la delicada taza de porcelana, se sentó y la rodeó con las manos para calentárselas. Sopló ligeramente el té y tomó un sorbo, para comprobar la temperatura.
—¿Galletas? —ofreció él, presentándole una bandeja llena de todo tipo de exquisiteces horneadas. A ella le rugió el estómago, y eligió una sin decir nada.
—Son muy buenas —comentó él—. Me comí cuatro mientras te esperaba.
—¿Cuánto tiempo has esperado? —preguntó ella, casi sorprendida por el sonido de su voz.
—Una hora más o menos.
Ella bebió otro sorbo.
—Todavía está bastante caliente.
—Hice traer otra tetera hace diez minutos.
—Ah. Esa consideración era, si no exactamente sorprendente, sí inesperada.
Él arqueó una ceja, aunque muy levemente, y ella no supo si lo había hecho a propósito. Él siempre controlaba muy bien sus expresiones; habría sido un excelente jugador si hubiera tenido esa inclinación. Pero su ceja izquierda era diferente; ella había observado hacía años que a veces se le movía sola cuando era evidente que él quería mantener la expresión impasible. Siempre había considerado ese gesto su pequeño secreto, su ventana privada para ver el funcionamiento de la mente de él. Aunque ya no estaba segura de si deseaba una ventana así; entrañaba una intimidad con la que ya no se sentía cómoda. Por no decir que se había engañado al creer que alguna vez había entendido el funcionamiento de su mente. Él cogió una galleta de la bandeja, contempló un momento la pequeña porción de mermelada de frambuesas del centro y se la echó a la boca.
—¿De qué va esto? —preguntó ella al fin, sin poder seguir conteniendo su curiosidad. Se sentía como una presa, bien cebada y lista para matar.
—¿El té? —preguntó él, después de tragar su bocado—. Principalmente de té, si necesitas saberlo.
—Eren.
—Pensé que podrías tener frío —explicó él, encogiéndose de hombros—. Has estado fuera bastante tiempo.
—¿Sabes a qué hora salí?
—Por supuesto —contestó él, mirándola sardónico.
Y ella no se sorprendió. En realidad, lo único que la sorprendió fue no haberse sorprendido.
—Tengo una cosa para ti —dijo él.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Sí?
—¿Es tan extraordinario eso? —musitó él y alargó la mano para agarrar algo que estaba en el sillón del lado.
Ella retuvo el aliento. «No un anillo. Por favor, que no sea un anillo. No todavía». No estaba preparada para decir sí. Y no estaba preparada para decir no.
Pero él dejó sobre la mesa un ramillete de flores, cada flor más delicada que la otra. Ella nunca había sido muy buena para reconocer las flores, no se había tomado el trabajo de aprenderles los nombres, pero había unas absolutamente blancas, otras lila y otras que eran casi azules. Todas estaban elegantemente atadas con una cinta plateada. Se limitó a mirar el ramillete, sin lograr interpretar el significado de ese gesto.
—Puedes tocarlo —dijo él, con un asomo de diversión en la voz—. No te contagiará ninguna enfermedad.
—No, claro que no —se apresuró a decir ella, sosteniendo el ramillete—. Solo que…
Se acercó el ramillete a la cara, aspiró el aroma de las flores y lo dejó sobre la mesa, y rápidamente juntó las manos sobre la falda.
—¿Solo que qué? —preguntó él.
—La verdad es que no lo sé —contestó ella.
Y no lo sabía. No tenía idea de cómo pensaba terminar esa frase ni si había tenido la intención de terminarla. Miró el ramillete, pestañeó varias veces y preguntó—: ¿Qué es esto?
—Yo las llamo flores.
Ella levantó la vista y lo miró a los ojos, profundamente.
—No. ¿Qué es esto?
—¿El gesto, quieres decir? —preguntó él, y sonrió—. Vamos, te estoy cortejando.
Ella entreabrió los labios.
—¿Es tan sorprendente?
¿Después de todo lo que ha ocurrido entre nosotros?, pensó ella. Sí.
—Te lo mereces, como mínimo.
—Creí oírte decir que tenías la intención de…
Se interrumpió, ruborizándose. Él había dicho que le iba a hacer el amor hasta que quedara embarazada. Tres veces ese día, en realidad. Tres veces, había prometido, y todavía estaban en cero, y… Le ardieron las mejillas y no pudo evitar la sensación que le produjo el recuerdo de él entre sus piernas. Santo Dios. Pero, afortunadamente, la expresión de él continuó inocente y solo dijo:
—He repensado mis estrategias.
Ella se llevó la galleta a la boca y le hincó el diente; cualquier pretexto para cubrirse un poco la cara con la mano y ocultar su azoramiento.
—Claro que sigo empeñado en conseguir mi objetivo en ese aspecto —continuó él, inclinándose hacia ella con una seductora mirada—. Solo soy un hombre, después de todo. Y tú, como creo que lo hemos dejado más que claro, eres muy, muy mujer.
Ella se metió bruscamente el resto de la galleta en la boca.
—Pero pensé que te mereces más —concluyó él, echándose hacia atrás con expresión mansa, como si no acabara de enterrarle un dardo con ese insinuante comentario—. ¿No te parece?
Pues no, no se lo parecía. Al menos ya no. Lo cual era su problema. Porque mientras se echaba comida a la boca desesperada, no podía apartar los ojos de sus labios. Esos labios magníficos, que le sonreían lánguidamente. Se oyó suspirar. Esos labios le habían hecho cosas magníficas. A toda ella, palmo a palmo, centímetro a centímetro. Buen Dios, si prácticamente los estaba sintiendo en ese momento. Y la hacían revolverse en el asiento.
—¿Te sientes mal? —preguntó él, solícito.
—Estoy muy bien —logró contestar ella, bebiendo un buen trago de té.
—¿Sientes incómodo el sillón?
Ella negó con la cabeza.
—¿Se te ofrece algo?
—¿Por qué haces esto? —logró preguntar ella al fin.
—¿Hago qué?
—Ser tan amable conmigo.
—¿No debería serlo? —preguntó él, arqueando una ceja, sorprendido.
—¡No!
—No debo ser amable —dijo él, no como pregunta sino como si lo encontrara divertido.
—No es eso lo que quise decir —dijo ella, negando con la cabeza.
La confundía, y eso lo detestaba. No había nada que valorara más que tener la cabeza fría y despejada, y Eren había logrado despojarla de eso con un solo beso. Y luego hizo más. Mucho más. Jamás volvería a ser la misma. Jamás volvería a estar «cuerda».
—Pareces afligida.
Ella deseó estrangularlo. Él ladeó la cabeza y le sonrió. Ella deseó besarlo. Él levantó la tetera.
—¿Más?
Dios santo, sí, y ese era el problema.
—¿Mikasa?
Ella deseó saltar por encima de la mesa y caer en su regazo.
—¿De verdad te sientes bien?
Se le estaba haciendo difícil respirar.
—¿Mika?
vez que él hablaba, cada vez que movía la boca, aunque solo fuera para respirar, a ella se le iban los ojos a sus labios. Y sentía deseos de lamerse los de ella. Y sabía que él sabía exactamente lo que estaba sintiendo, con toda su experiencia, con toda su pericia para seducir. Podría estrecharla en sus brazos en ese momento y ella no lo rechazaría. Podría acariciarla y ella estallaría en llamas.
—Tengo que irme —dijo.
Pero no logró decirlo con firmeza y convicción. Y no la ayudaba nada no poder desviar los ojos de los de él.
—¿Asuntos importantes que atender en tu dormitorio? —musitó él, curvando los labios.
Ella asintió, aun cuando sabía que él se estaba burlando.
—Ve, entonces —dijo él, con la voz suave, que en realidad sonó más como un seductor ronroneo.
Ella consiguió mover las manos y ponerlas sobre la mesa. Se agarró del borde, ordenándose levantarse para salir, hacer algo, moverse. Pero estaba paralizada.
—¿Preferirías quedarte? —musitó él.
Ella negó con la cabeza, o al menos creyó que lo hacía. Él se levantó, fue a ponerse detrás de su sillón y se inclinó a susurrarle al oído:
—¿Te ayudo a levantarte?
Ella volvió a negar con la cabeza y se levantó casi de un salto; paradójicamente su cercanía había roto el hechizo. Con el brusco movimiento, le enterró el hombro en el pecho, y retrocedió, aterrada de que otro contacto la hiciera hacer algo que podría lamentar. Como si ya no hubiera hecho bastante de eso.
—Necesito subir —dijo, a borbotones.
—Sí, claro —dijo él dulcemente.
—Sola —añadió.
—Ni soñaría con obligarte a soportar mi compañía un instante más.
Ella entrecerró los ojos. ¿Qué se proponía él? ¿Y por qué diablos se sentía tan decepcionada?
—Pero tal vez… —musitó él. A ella le dio un vuelco el corazón. —… tal vez debería darte un beso de despedida. En la mano, por supuesto, eso sería lo decoroso.
Como si no hubieran enviado al cuerno el decoro en Londres.
Él le sujetó suavemente la mano.
—Estamos cortejando, después de todo, ¿verdad?
Cuando él se inclinó sobre su mano, ella le miró la cabeza, sin poder apartar los ojos. Él apenas le rozó el dorso de la mano con los labios. Una vez, dos veces, y eso fue todo.
—Sueña conmigo —le dijo, entonces, dulcemente.
A ella se le entreabrieron solos los labios. No podía dejar de mirarle la cara. Él la atontaba, le cautivaba el alma. Y no pudo moverse.
—A no ser que desees algo más que un sueño —dijo él.
Y ella lo deseaba.
—¿Te quedas o te vas? —susurró él.
Ella se quedó.
Dios la amparara, se quedó.
Y Eren le demostró lo romántica que puede ser una biblioteca.
.
.
.
