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CAPÍTULO 21

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unas pocas letras para decirte que he llegado bien a Escocia. Debo decir que me alegra estar aquí. Londres estaba tan estimulante como siempre, pero creo que yo necesitaba un poco de silencio y quietud. Aquí en el campo me siento mucho más centrada y en paz.

De la carta de la condesa de Paradise a su madre, la vizcondesa Ackerman viuda, al día siguiente de su llegada a Paradise House.

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Tres semanas después, Mikasa seguía sin saber qué hacer.

Eren le había planteado el tema del matrimonio otras dos veces, y cada vez ella había logrado evadir la respuesta. Si consideraba su proposición, tendría que pensar, de verdad. Tendría que pensar en él, tendría que pensar en Colt y, lo peor de todo, tendría que pensar en ella. Y tendría que decidir qué hacer.

Vivía diciéndose que solo se casaría con él si quedaba embarazada, pero una y otra vez volvía a la habitación de él y se dejaba seducir cada vez. Aunque en realidad eso último ya no era cierto. Se engañaba si creía que necesitaba que él la sedujera para hacerle espacio en su cama. Ella se había convertido en la mala, por mucho que intentara ocultarse de esa realidad diciéndose que salía a vagar por la noche en camisón y bata porque estaba desasosegada, no porque fuera a buscar la compañía de él. Pero siempre lo encontraba. Y si no lo encontraba, se colocaba en un lugar donde él la encontrara. Y jamás decía no.

Eren se estaba impacientando. Lo disimulaba, pero ella lo conocía bien. Lo conocía mejor de lo que conocía a ninguna otra persona del planeta, y aunque él insistía en que la estaba cortejando, galanteándola con frases y gestos románticos, ella veía las sutiles arruguitas de impaciencia alrededor de su boca. Cuando él comenzaba una conversación que ella sabía que llevaba al tema del matrimonio, siempre cambiaba el tema antes de que él llegara a decir la palabra.

Él la dejaba salirse con la suya, pero le cambiaba la expresión de los ojos, se le ponía rígida la mandíbula y después, cuando le hacía el amor, lo que siempre hacía después de momentos como esos, lo hacía con renovada urgencia e incluso con un asomo de rabia. De todos modos, eso no bastaba para incitarla a actuar. No podía decirle sí. No sabía por qué; simplemente no podía. Pero tampoco podía decirle no. Tal vez era mala, y tal vez era una lujuriosa, pero no deseaba que eso acabara. No quería que acabara la pasión y tampoco quería, se veía obligada a reconocer, quedarse sin su compañía. Y no era solo la relación sexual, eran los momentos posteriores, cuando yacía acurrucada en sus brazos y él le acariciaba suavemente el pelo.

A veces estaban callados, pero a veces hablaban, de cualquier cosa y de todo. Él le explicaba cosas de India y ella le hablaba de su infancia. Ella le daba opiniones sobre los asuntos políticos y él la escuchaba. Y le contaba chistes que los hombres no deben contarle a las mujeres y de los que las mujeres no deben reírse. Y entonces, cuando la cama dejaba de estremecerse por sus risas, él le buscaba la boca, sonriendo. «Me encanta tu risa», le decía y acariciándola la atraía más hacia él. Ella suspiraba, todavía riendo, y se reanudaba la pasión. Y ella, nuevamente, era capaz de mantener a raya el resto del mundo.

Y entonces, le vino la regla.

Comenzó como siempre, unas pocas gotas en su camisola de algodón. No debería haberle sorprendido; aun cuando sus ciclos no eran regulares, siempre le venía la regla finalmente, y ya sabía que el suyo no era un vientre muy fértil. De todos modos, no la había estado esperando. No todavía, en todo caso.

Y eso la hizo llorar.

No fue nada dramático, no fue un llanto que le estremeciera el cuerpo ni le consumiera el alma, pero cuando vio las gotas de sangre retuvo el aliento y antes de darse cuenta de lo que hacía, le bajaron dos lágrimas por las mejillas. Y ni siquiera sabía por qué. ¿Era porque no habría bebé? ¿O era, Dios la amparara, porque no habría matrimonio?

Eren fue a su habitación esa noche, pero ella no lo aceptó, explicándole que no era un momento oportuno. Él le buscó la oreja con los labios y le susurró todas las cosas perversas que podían hacer de todos modos, aunque estuviera con la regla, pero ella se negó y le pidió que se marchara.

Él pareció decepcionado, pero también pareció comprender. Las mujeres tendían a ser delicadas en esas cosas. Pero cuando despertó por la noche, deseó que él la tuviera abrazada. La regla no le duró mucho; nunca le duraba mucho. Y cuando él le preguntó discretamente si el periodo había terminado, ella no le mintió. Él se habría dado cuenta si le hubiera mentido; siempre lo sabía.

—Estupendo —dijo él, con esa sonrisa secreta solo para ella—. Te he echado de menos.

Ella abrió la boca para decirle que también lo había echado de menos, pero volvió a cerrarla porque le dio miedo decirlo. Él la empujó suavemente hacia la cama y cayeron juntos encima, en un enredo de brazos y piernas.

—He soñado contigo —musitó él con la voz ronca, levantándole la falda hasta la cintura—. Cada noche venías a mí en mi sueños. —Con un dedo le buscó el centro femenino y se lo introdujo —. Eran unos sueños fabulosos, muy buenos —concluyó, en tono ardiente e impregnado de picardía.

Ella se mordió el labio con los dientes y se le agitó la respiración cuando él retiró el dedo y le acarició el lugar que sabía que la haría derretirse.

—En mis sueños —continuó él, con sus labios ardientes en el oído—, hacías cosas indecibles.

La sensación la hizo gemir. Él sabía encenderle el cuerpo con un solo contacto, pero ardía en llamas cuando le hablaba así.

—Cosas distintas —musitó él, separándole más las piernas—. Cosas que te voy a enseñar… esta noche, creo.

—Ohhh —resolló ella.

Él le estaba deslizando los labios por el muslo, y sabía lo que vendría.

—Primero un poco de lo probado y seguro —continuó él, deslizando poco a poco los labios hacia su destino—. Tenemos toda la noche para explorar.

Entonces la besó ahí, tal como sabía que le gustaba a ella, manteniéndola inmóvil con sus potentes manos, llevándola con los labios más y más cerca de la cima de la pasión. Pero antes de que ella llegara a la cima, él se apartó y empezó a desabotonarse la bragueta. Soltó una maldición porque se le quedó atascado un botón por el temblor de los dedos. Y eso le dio a Mikasa el tiempo justo para pararse a pensar. Que era lo único que no deseaba hacer. Pero su mente fue implacable y cruel, y antes de darse cuenta de lo que iba a hacer, ya se había bajado de la cama.

—¡Espera! —exclamó.

La palabra le salió sola, al echar a correr alejándose.

—¿Qué?

—No puedo hacerlo.

—¿No puedes… —él tuvo que interrumpirse para respirar, si no no podía terminar la frase— … qué?

Acababa de desabotonarse los pantalones, que cayeron al suelo, dejando a la vista su pasmosa erección. Ella desvió la mirada. No debía mirarlo. No debía mirarle la cara, no debía mirarle su…

—No puedo —dijo, con voz trémula—. No debo. No lo sé.

—Yo sí lo sé —bramó él, acercándosele.

—¡No! —exclamó ella, corriendo hacia la puerta.

Llevaba semanas jugando con fuego, tentando al destino, y se había ganado su suerte. Si había un momento para escapar, era ese. Y por difícil que le resultara marcharse, debía hacerlo. No era ese tipo de mujer. No podía serlo.

—No puedo continuar con esto —dijo, con la espalda apoyada en la dura madera de la puerta —. No puedo. Yo… esto…

Lo deseo, pensó.

Aun sabiendo que no debía, no se le escapaba el hecho de que lo deseaba de todos modos. Pero si le decía eso, ¿la haría él cambiar de decisión? Él era capaz; sabía que él podría. Un beso, una caricia, y perdería toda su resolución.

Él se limitó a subirse los pantalones, mascullando una maldición.

—Ya no sé quién soy —dijo ella—. No soy este tipo de mujer.

—¿Qué tipo de mujer? —ladró él. —Una lujuriosa. Una mujer perdida. —Entonces cásate conmigo —replicó él—. Desde el principio te he ofrecido hacerte respetable, pero tú te has negado.

Ahí sí que la tenía pillada, y lo sabía. Pero al parecer la lógica no tenía ningún lugar en su corazón últimamente, y lo único que lograba pensar era ¿cómo podría casarse con él? ¿Cómo podría casarse con «Eren»?

—No debería sentir esto por ningún otro hombre —dijo, sin poder creer que hubiera pronunciado esas palabras en voz alta.

—¿Sentir qué?

Ella tragó saliva, obligándose a mirarlo a la cara.

—Pasión.

La cara de él mostró una expresión extraña, casi de repugnancia.

—Ah, claro —dijo con la voz arrastrada—. Claro. Es condenadamente conveniente que me tengas aquí para servirte.

—¡No! —exclamó ella, horrorizada por el desprecio que detectó en su voz—. No es eso.

—¿No?

—No —contestó, pero no sabía qué era.

Él hizo una respiración rasposa y le dio la espalda, con el cuerpo rígido de tensión. Ella le miró la espalda con una terrible fascinación, sin poder desviar los ojos. Tenía suelta la camisa, y aunque no le veía la cara, conocía su cuerpo, hasta su última curva. Se veía desolado, endurecido. Agotado.

—¿Por qué te quedas? —le preguntó él en voz baja, apoyando las dos palmas en el borde de la cama.

—¿Qué?

—¿Por qué te quedas? —repitió él, elevando el volumen de la voz pero sin descontrolarse—. Si tanto me odias, ¿por qué te quedas?

—No te odio. Sabes que…

—No sé nada, Mikasa, ni una maldita cosa. Ni siquiera a ti te conozco ya.

Se le tensaron los hombros al enterrar los dedos en el colchón. Ella alcanzaba a verle una mano; tenía los nudillos blancos.

—No te odio —repitió, como si diciendo dos veces las palabras las transformara en algo sólido, palpable y real, como para obligarlo a agarrarse a ellas—. No. No te odio.

Él guardó silencio.

—No es por ti, es por mí —dijo, suplicante.

Aunque suplicándole qué, no lo sabía. Tal vez que no la odiara. Eso era lo único que no se creía capaz de soportar. Pero él simplemente se echó a reír. Una risa horrible, amarga, ronca.

—Ay, Mikasa —dijo, y el matiz desdeñoso pareció hacer frágiles las palabras—, si yo tuviera una libra por cada vez que he dicho «eso»…

Ella apretó los labios. No le gustaba que le recordara a todas las mujeres que habían pasado por su vida antes que ella. No quería saber nada de ellas, no deseaba ni recordar su existencia.

—¿Por qué te quedas? —preguntó él otra vez, girándose a mirarla.

Ella casi se tambaleó al ver el brillo de sus ojos, como fuego.

—Eren, yo…

—¿Por qué? —repitió él, su voz casi un rugido, por la furia.

Tenía la cara endurecida por surcos de furia y ella, por instinto, alargó la mano hacia el pomo de la puerta.

—¿Por qué te quedas, Mikasa? —insistió él, avanzando hacia ella con la gracia felina de un tigre—. No hay nada para ti aquí en Paradise, aparte de «esto».

Ella ahogó una exclamación cuando él le puso las manos en los hombros, y se le escapó un gritito de sorpresa cuando posó los labios en los de ella. Fue un beso violento, inspirado por la rabia y la desesperación, pero de todos modos su traicionero cuerpo no deseó otra cosa que fundirse con él, dejarlo hacer lo que deseara y que concentrara en ella todas sus seductoras atenciones. Lo deseaba, Dios santo, incluso así, lo deseaba. Y temía que jamás aprendería a decir no. Pero él se apartó. Él, no ella.

—¿Es eso lo que deseas? —le preguntó, con la voz ronca, áspera—. ¿Solo eso?

Ella no contestó, ni siquiera se movió, simplemente lo siguió mirando, con los ojos agrandados.

—¿Por qué te quedas? —preguntó nuevamente, y ella comprendió que lo preguntaba por última vez.

No supo qué contestar.

Él le dio unos cuantos segundos.

Esperó que ella dijera algo, hasta que el silencio pareció elevarse entre ellos como un monstruo, pero cada vez que ella abría la boca no le salía ningún sonido, y lo único que podía hacer era mirarle a la cara, temblando. Él masculló una maldición y le dio la espalda.

—Vete. Ahora mismo. Te quiero fuera de la casa.

Ella no lo pudo creer; no podía creer que él la estuviera echando.

—¿Qué?

—Si no puedes estar conmigo —dijo él, sin volverse a mirarla—, si no puedes entregarte a mí toda entera, prefiero que te marches.

—¿Eren? —musitó ella, con la voz apenas en un susurro.

—No soporto esta existencia a medias —continuó él, en voz tan baja que ella no supo si lo había oído bien.

—¿Por qué? —logró decir, fue lo único que se le ocurrió.

Creyó que él no le iba a contestar. Notó que el cuerpo se le ponía terriblemente tenso, y luego le comenzó a temblar. Sin querer se cubrió la boca. ¿Es que él estaba llorando? ¿Podía ser que…? ¿Se estuviera riendo?

—Ay, Dios, Mikasa —dijo él, con la voz interrumpida por una risa burlona—. Vamos, esa sí es una buena pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —repitió, cambiando el tono cada vez, como si quisiera probarla, como si se la hiciera a diferentes personas—. ¿Por qué? —repitió otra vez, girándose a mirarla—. Porque te quiero, maldita sea. Porque siempre te he amado. Porque te amaba cuando estabas con Colt, te amaba cuando estaba en India, y aunque Dios sabe que no te merezco, te amo de todos modos.

Mikasa apoyó la espalda en la puerta, casi desplomada.

—¿Cómo encuentras esa bromita? —se mofó—. Te quiero. Te amo, esposa de mi primo. Te amo a ti, la única mujer a la que no podré tener jamás. Te quiero, Mikasa Ackerman Jaeger, que…

—Para —interrumpió ella con la voz ahogada.

—¿Ahora? ¿Ahora que por fin he comenzado? Ah, no —exclamó en tono grandilocuente, agitando un brazo como un actor—. ¿Ya estás asustada? —preguntó, con una sonrisa aterradora.

—Eren…

—Porque aún no he comenzado —interrumpió él—. ¿Quieres saber lo que pensaba cuando estabas casada con Colt?

—No —contestó ella, desesperada, negando con la cabeza.

Él abrió la boca para continuar, con los ojos todavía relampagueando desdén, pero de pronto le ocurrió algo.

Le cambió la expresión.

Ella lo notó en sus ojos.

Ese fuego, esa furia, esa intensidad, de pronto simplemente… Se apagó. Su expresión se tornó fría. Cansada. Entonces cerró los ojos. Parecía agotado.

—Vete —dijo—. Ahora mismo.

—Eren —susurró ella.

—Vete —repitió él, como si no hubiera oído su súplica—. Si no eres mía, ya no te necesito.

—Pero yo…

Él fue hasta la ventana y apoyó los brazos en el alféizar.

—Si esto ha de terminar, tendrás que ponerle fin tú. Tienes que marcharte, Mikasa. Porque ahora… después de todo lo que ha pasado, no tengo fuerzas para decirte adiós.

Ella se quedó inmóvil un momento, y cuando pensó que la tensión entre ellos era tan enorme que de pronto la partiría en dos, encontró la energía para mover los pies y salió corriendo de la habitación.

Corrió. Corrió y corrió.

Corrió sin ver, sin pensar. Salió corriendo de la casa y se internó en la oscuridad, bajo la lluvia. Corrió hasta que las piernas parecían arderle. Corrió hasta que perdió el equilibrio y comenzó a tropezar y deslizarse por el barro. Corrió hasta que ya no pudo más, y entonces buscó refugio en el mirador y se sentó. Ese mirador lo había hecho construir Colt para ella, después de abrir los brazos impotente y declarar que renunciaba a disuadirla de hacer esas largas caminatas, para que al menos así ella tuviera un lugar fuera de casa al que pudiera llamar suyo. Y allí estuvo sentada horas, tiritando por el frío, pero sin sentir nada. Y lo único que podía pensar era: ¿De qué huía?

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Eren no tenía ningún recuerdo de los momentos que siguieron a la salida de ella de su habitación. Lo único que sabía era que pareció despertar al sentir el impacto cuando casi atravesó la pared con el puño. Y sin embargo apenas notó el dolor.

—¿Milord? —preguntó Reivers, asomando la cabeza, para preguntar qué había sido ese ruido.

—Vete —gruñó Eren.

No quería ver a nadie, no quería oír ni siquiera respirar a alguien.

—Pero tal vez un poco de hielo para…

—¡Fuera! —rugió él, girándose lentamente.

Se sentía como si el cuerpo se le estuviera agrandando, como si se estuviera convirtiendo en un monstruo. Deseaba golpear a alguien; deseaba desgarrar el aire. Reivers desapareció. Eren se enterró las uñas en las palmas hasta que vio que el puño derecho comenzaba a hinchársele. Ese movimiento le parecía la única manera de mantener a raya al demonio interior, de impedirse echar abajo la habitación con sus manos.

Seis años.

Ese era el único pensamiento que tenía en la cabeza al estar ahí, absolutamente inmóvil.

Seis malditos años. Llevaba seis años conteniendo eso dentro de él, evitando escrupulosamente revelar sus sentimientos cuando la miraba, sin decírselo jamás ni a una sola alma. La había amado durante seis años, y todo había llegado a «eso».

Había puesto su corazón sobre la mesa. Prácticamente le había pasado un cuchillo y pedido que se lo abriera. «Ah, no, Mikasa, sabes hacerlo mucho mejor. Mantente ahí firme, no te costará nada hacerme unas cuantas heridas más. Y mientras me las haces, ¿por qué no coges estos trocitos y los haces picadillo?» Quien dijo que es bueno decir la verdad era un burro.

Él daría cualquier cosa, incluso sus malditos pies, por hacer desaparecer todo eso. Pero ese es el problema con las palabras, pensó, riendo tristemente. No se pueden retirar. «Ahora espárcelo por el suelo. Venga, pisotéalo. No, más fuerte. Más fuerte, Mikasa. Sabes hacerlo».

Seis años.

Seis malditos años, y todo perdido en un solo momento. Y todo porque él pensó que realmente podría tener el derecho a ser feliz.

Debería haber sabido que no.

«Y para el grandioso final, préndele fuego, maldita sea. Bravo, Mikasa». Ahí iba su corazón. Se miró las manos. Se había dejado las marcas de las uñas en las palmas. Una se le enterró y le rompió la piel. ¿Qué podía hacer? ¿Qué demonios podía hacer ahora? No podía seguir viviendo sin que ella supiera la verdad. Durante seis años, todos sus pensamientos y actos habían girado en torno a procurar que ella no lo supiera. Todos los hombres tienen un objetivo en la vida, y ese había sido el suyo. Asegurar que ella nunca lo descubriera. Se dejó caer en su sillón, sin poder contener su risa de loco maniático. «Venga, Eren», pensó, haciendo temblar el asiento con los estremecimientos de la risa, y bajando la cabeza hasta apoyar la cara en las manos, «bienvenido al resto de tu vida».

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Resultó que su segundo acto comenzó antes de lo que esperaba, con un suave golpe en la puerta, tres horas después. Él seguía sentado en el sillón, y la única concesión que había hecho al paso del tiempo había sido dejar de apoyar la cara en las manos, enderezarse y apoyar la cabeza en el respaldo. Ya llevaba un buen rato así, con el cuello inmóvil, e incómodo, mirando sin ver un punto elegido al azar de la seda color crema que tapizaba la pared. Se sentía ido, lejos, y cuando oyó el golpe ni siquiera supo que era el sonido de un golpe en la puerta. Pero el golpe volvió a sonar, igual de tímido que el primero, pero insistente.

Quienquiera que estuviese ahí, no se marcharía.

—¡Adelante! —rugió.

Resultó ser ella.

Mikasa.

Debería haberse levantado. Y deseó levantarse; a pesar de todo, no la odiaba, no deseaba faltarle al respeto. Pero ella le había arrancado todo, hasta el último vestigio de fuerza y finalidad, y lo único que logró hacer fue alzar levemente las cejas.

—¿Qué? —preguntó, cansado.

Ella abrió la boca pero no dijo nada. Estaba mojada, observó él, casi perezosamente. Debió salir de casa. Vaya tonta, con el frío que hacía fuera.

—¿Qué pasa, Mikasa?

—Me casaré contigo si todavía quieres —dijo ella, en voz tan baja que más que oírla le entendió el movimiento de los labios.

Cualquiera habría pensado que se levantaría de un salto, o por lo menos se levantaría, sin poder contener la dicha que le iba recorriendo el cuerpo. Cualquiera habría pensado que atravesaría a largos pasos la habitación, todo un hombre resuelto y decidido, la abrazaría, le bañaría de besos la cara y la tumbaría en la cama, donde podría sellar el trato de la manera más primitiva posible. Pero continuó ahí sentado, con el corazón tan agotado que lo único que pudo hacer fue preguntar:

—¿Por qué?

Ella se encogió al detectar desconfianza en su voz, pero en ese momento no se sentía particularmente caritativo. Que sufriera un poco de incomodidad, después de lo que le había hecho.

—No lo sé —dijo ella.

Estaba muy quieta, con los brazos rectos a los costados. No estaba rígida, pero se notaba que le costaba un esfuerzo no moverse. Y si se movía, sospechó él, sería para salir corriendo de la habitación.

—Tendrás que hacerlo mejor —dijo.

Ella se mordió el labio inferior. —No lo sé —musitó—. No me obligues a inventar una explicación. Él arqueó una ceja, sardónico. —No todavía, al menos —añadió ella.

Palabras, pensó él, casi objetivamente. Él había pronunciado sus palabras, y esas eran las de ella.

—Puedes retractarte —dijo, con voz grave.

Ella negó con la cabeza. Entonces él se levantó, lentamente.

—No habrá marcha atrás. Nada de dudas. Nada de cambiar de decisión.

—No. Lo prometo.

Y eso fue lo que por fin le permitió creerle. Mikasa no hacía promesas a la ligera. Y jamás faltaba a sus promesas. En un instante estuvo al otro lado de la habitación, con las manos en su espalda, rodeándola con los brazos, bañándole la cara de besos, como un desesperado.

—Serás mía. Eso es. ¿Entiendes?

Ella asintió, y arqueó el cuello cuando él le deslizó los labios por esa larga columna hasta su hombro.

—Si quiero atarte a la cama y tenerte aquí hasta que estés embarazada, lo harás.

—Sí.

—Y no te quejarás.

Ella negó con la cabeza.

Él le tironeó el vestido, y este cayó al suelo con pasmosa rapidez.

—Y te gustará —gruñó.

—Sí. Ah, sí. La llevó a la cama.

La tumbó sin ninguna suavidad, pero al parecer ella no deseaba suavidad, y se le echó encima como un hombre hambriento.

—Serás mía —repitió, agarrándole las nalgas y apretándola a él—. Mía.

Y ella lo fue.

Por esa noche, se sintió más cerca de ser completamente suya.

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