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CAPÍTULO 22
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No me cabe duda de que lo tienes todo bien organizado. Como siempre.
De la carta de la vizcondesa Ackerman viuda a su hija, la condesa de Paradise, inmediatamente después de recibir su carta.
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La parte más difícil de organizar una boda con Eren, no tardó en comprender Mikasa, era encontrar la manera de comunicarlo a la gente. Con lo difícil que le había resultado aceptar la idea, no lograba imaginarse cómo se lo tomarían los demás. Buen Dios, ¿qué diría Janet? Había apoyado extraordinariamente su decisión de volverse a casar, pero seguro que no habría considerado candidato a Eren.
De todos modos, cuando se encontró sentada ante su escritorio, con la pluma suspendida durante horas sobre el papel, tratando de encontrar las palabras adecuadas, en su interior sabía que iba a hacer lo correcto. Todavía no sabía bien por qué había decidido casarse con él. Y tampoco sabía cómo debería sentirse por su pasmosa declaración de amor, pero sí sabía que deseaba ser su esposa. Pero eso no le hacía más fácil encontrar las palabras para comunicárselo a todos los demás. Estaba sentada en su despacho, escribiendo cartas a sus familiares, o, mejor dicho, arrugando el papel de su último intento fallido y arrojándolo al suelo, cuando entró Eren con la correspondencia.
—Llegó esto de tu madre —dijo, pasándole un sobre color crema escrito con letra muy elegante.
Mikasa lo abrió con el abrecartas, sacó la carta y observó, sorprendida, que constaba de cuatro páginas escritas de arriba abajo. Normalmente su madre se las arreglaba para decir todo lo que tenía que decir en una hoja, o como mucho, dos.
—Buen Dios —exclamó.
—¿Pasa algo? —preguntó Eren, sentándose en el borde del escritorio.
—No, no —contestó ella, distraída—. Solo que… ¡Santo cielo!
Él se inclinó y estiró un poco el cuerpo, intentando leer.
—¿Qué pasa?
Mikasa se limitó a mover la mano indicándole que se callara.
—¿Mika?
Ella pasó a la página siguiente.
—¡Santo cielo!
—Dame eso —dijo él, alargando la mano para agarrar el papel.
Ella se apresuró a girarse hacia un lado, sin soltar el papel.
—Ah, caramba —exclamó. —Mikasa, si no me…
—Luke y Amanda se casaron.
Eren puso los ojos en blanco.
—Ya sabíamos…
—No, quiero decir que adelantaron la boda en, bueno, caramba, tiene que haber sido en más de un mes, diría yo.
—Bien por ellos —dijo él, encogiéndose de hombros.
Mikasa lo miró fastidiada.
—Alguien debería habérmelo dicho.
—Me imagino que no hubo tiempo.
—Pero eso no es lo peor —continuó ella, muy irritada.
—No logro imaginar…
—Ilse también se va a casar.
—¿Ilse? —repitió Eren, sorprendido—. ¿La ha cortejado alguien alguna vez?
—No —repuso Mikasa pasando rápidamente a la tercera página—. Es un hombre al que no ha visto nunca.
—Bueno, supongo que ya lo habrá visto —dijo él, en tono guasón.
—No puedo creer que nadie me lo haya dicho.
—Has estado en Escocia.
—De todos modos —insistió ella, malhumorada.
Eren se limitó a reírse de su fastidio, el maldito.
—Es como si yo no existiera —continuó, tan irritada que lo miró feroz a él.
—Vamos, yo no diría…
—Ah, sí —dijo ella, con mucha energía—. Mikasa.
—Mika —musitó él, y su voz denotaba que se sentía bastante divertido.
—¿Alguien se lo ha dicho a Mikasa? —dijo ella, haciendo como si estuvieran hablando sus familiares—. ¿La recordáis? ¿La sexta de ocho? ¿La de los ojos grices?
—Mika, no seas tonta.
—No soy tonta, solo soy ignorada.
—Yo creía que te gustaba estar algo separada de tu familia.
—Bueno, sí —gruñó ella—, pero eso no viene al caso.
—Ah, no, claro —musitó él.
Ella lo miró indignada por el sarcasmo.
—¿Nos preparamos para ir a la boda? —le preguntó él, entonces.
—Como si pudiera —bufó ella—. Es dentro de tres días.
—Mis felicitaciones —dijo él, admirado.
Ella entrecerró los ojos, desconfiada.
—¿Y qué quieres decir con eso?
—No se puede dejar de sentir un inmenso respeto por cualquier hombre que consigue esa hazaña con tanta rapidez —dijo él, encogiéndose de hombros.
—¡Eren!
—Yo la conseguí —añadió él, mirándola con una sonrisa decididamente maliciosa.
—Aún no me he casado contigo.
—La hazaña a la que me refería no es el matrimonio —repuso él, sonriendo.
Ella sintió subir un intenso rubor a la cara.
—Basta —masculló.
—Ah, pues no —dijo él, deslizándole las yemas de los dedos por el dorso de la mano.
—Eren, este no es el momento —dijo ella, retirando la mano.
—Ya comienza —suspiró él.
—¿Qué significa eso?
—Ah, nada —contestó él, yendo a sentarse en una silla cercana—. Simplemente que aún no estamos casados y ya somos una vieja pareja casada.
Ella lo miró burlona y volvió la atención a la carta de su madre. Sí que hablaban como una pareja casada de mucho tiempo, pero no le daría la satisfacción de mostrarse de acuerdo. Eso se debía tal vez a que, a diferencia de los novios recién comprometidos, se conocían desde hacía años. A pesar de los pasmosos cambios de las últimas semanas, él era su mejor amigo. Se quedó inmóvil al pensar eso.
—¿Pasa algo? —le preguntó Eren.
—No —contestó ella, negando levemente con la cabeza.
En algún momento, en medio de toda su confusión, había perdido de vista eso. Eren era tal vez la última persona con la que hubiera pensado que se casaría, pero eso era por un buen motivo, ¿verdad? ¿Quién habría pensado que ella se casaría con su mejor amigo? Eso tenía que ser un buen presagio para la unión.
—Casémonos —dijo él, de pronto.
Ella lo miró interrogante.
—¿No estaba decidido ya?
—No —dijo él, tomándole la mano—. Quiero decir, casémonos hoy.
—¿Hoy? ¿Estás loco?
—No, en absoluto. Estamos en Escocia. No necesitamos proclamas.
—Bueno, no, pero…
Él hincó una rodilla ante ella, con los ojos brillantes.
—Hagámoslo, Mikasa. Seamos locos, malos y precipitados.
—Nadie lo creerá —dijo ella al fin.
—Nadie lo va a creer de todos modos.
Él tenía parte de razón en eso.
—Pero mi familia…
—Acabas de decir que te dejaron fuera de sus festividades.
—¡Sí, pero no lo hicieron adrede!
Él se encogió de hombros.
—¿Importa eso?
—Bueno, sí, si lo pensamos…
Él se incorporó y de un tirón la puso de pie.
—Vamos.
—Eren…
Y la verdad era que no sabía por qué arrastraba los pies, aunque tal vez solo era porque creía que debía. Al fin y al cabo era una boda, y una precipitación así sería un poco indecorosa. Él arqueó una ceja.
—¿De verdad deseas una gran boda con mucha concurrencia, fiesta y mucho lujo?
—No —respondió ella, sinceramente.
Ya la había tenido una vez; no sería apropiado en la segunda. Él se le acercó y le rozó la oreja con los labios.
—¿Estás dispuesta a correr el riesgo de tener un bebé ochomesino?
—Es evidente que lo estaba —repuso ella, muy fresca.
—Venga, démosle a nuestro bebé los respetables nueve meses de gestación —dijo él, en tono airoso.
Ella tragó saliva, incómoda.
—Eren, tienes que saber que es posible que no conciba. Con Colt me llevó…
—No me importa —interrumpió él.
—Yo creo que te importa —dijo ella dulcemente, preocupada por su respuesta, pero resuelta a entrar en el matrimonio con la conciencia tranquila—. Lo has dicho varias veces y…
—Para lograr que te casaras conmigo —interrumpió él y, acto seguido, con pasmosa rapidez, la apoyó de espaldas en la pared y se apretó a ella, aplastándole el cuerpo a todo lo largo con el de él—. No me importa si eres estéril —le dijo al oído con voz ardiente—. No me importa si das a luz una camada de cachorros. —Le levantó el vestido y le subió la mano por el muslo—. Lo único que me importa —añadió con la voz espesa, moviendo un dedo y acariciándola de modo muy seductor—, es que seas mía.
—¡Ooh! —exclamó ella, sintiendo flaquear las piernas—. Ah, sí.
—¿Sí a esto? —preguntó él, con su sonrisa diabólica, moviendo el dedo justo para volverla loca—. ¿O sí a casarnos hoy?
—A esto. No pares.
—¿Y la boda?
Mikasa tuvo que sujetarse en sus hombros para no desplomarse.
—¿Y la boda? —repitió él, retirando el dedo.
—¡Eren! —gimió ella.
Él estiró los labios en una sonrisa feroz.
—¿Y la boda?
—Sí —gimió ella, suplicante—. Sí a lo que quieras.
—¿Cualquier cosa?
—Cualquier cosa —suspiró ella.
—Estupendo —dijo él y se apartó bruscamente, dejándola boquiabierta y bastante chafada y desarreglada. —¿Voy a buscarte la chaqueta? —se ofreció entonces, arreglándose los puños de la camisa.
Era el cuadro perfecto de la virilidad elegante, sin un pelo fuera de lugar, absolutamente tranquilo y sereno. Ella en cambio, estaba segura, parecía una bruja agorera.
—¿Eren…? —logró decir, tratando de desentenderse de la muy desagradable sensación que le había dejado en las partes bajas.
—Si quieres continuar esto —dijo él, más o menos en el tono que habría empleado para hablar de la caza de perdices—, tendrás que hacerlo como condesa de Paradise.
—Soy la condesa de Paradise —gruñó ella.
Él asintió. —Tendrás que hacerlo como «mi» condesa de Paradise —enmendó—. Le dio un momento para contestar y al no hacerlo ella, volvió a preguntarle—. ¿Voy a buscar tu chaqueta?
Ella asintió.
—Excelente decisión. ¿Esperas aquí o me acompañas al vestíbulo?
Ella tuvo que separar los dientes para decir.
—Te acompañaré al vestíbulo.
Él le agarró el brazo y mientras la llevaba a la puerta se inclinó a susurrarle al oído:
—Estamos impacientes, ¿eh?
—Vamos a buscar mi chaqueta —gruñó ella.
Él se echó a reír, pero con una risa cálida, sonora, y ella notó que empezaba a desvanecerse su irritación.
Él era un pícaro sinvergüenza y tal vez otras cien cosas más, pero era su pícaro sinvergüenza, y sabía que tenía un corazón tan bueno y leal como ningún hombre al que hubiera esperado conocer. Salvo… Se detuvo en seco y le enterró un dedo en el pecho.
—No habrá otras mujeres —dijo con firmeza.
Él la miró con una ceja arqueada.
—Lo digo en serio. Nada de amantes, nada de coqueteos, nada de …
—Pero, buen Dios, Mikasa —interrumpió él—. ¿De verdad crees que podría? No, borra eso.
Ella había estado tan inmersa en dejar claras sus intenciones que no le había mirado la cara, y la sorprendió la expresión que vio en ella. Estaba enfadado, comprendió, fastidiado por lo que le había dicho. Pero no podía descartar así como así diez años de mala conducta, y encontraba que él no tenía derecho a esperar eso de ella, así que dijo en voz un poco más baja:
—No tienes la mejor de las reputaciones.
—Por el amor de Dios —gruñó él, haciéndola salir al vestíbulo—. Todo eso era simplemente para sacarte a ti de mi cabeza.
Mikasa se quedó tan pasmada que guardó silencio y lo siguió casi a tropezones hacia la puerta principal.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó él, volviéndose a mirarla con tanta arrogancia que cualquiera habría pensado que nació heredero del condado y no que el título recayó en él por casualidad.
—Nada —graznó.
—Estupendo. Ahora, vámonos. Tenemos que asistir a una boda.
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Aquella misma noche, Eren no podía por menos que sentirse muy complacido por el giro de los acontecimientos.
—Gracias, Luke —dijo jovialmente, hablando consigo mismo, mientras se desvestía para acostarse—, y gracias a ti también, quienquiera que seas, por no alargar la espera para tu matrimonio con Ilse.
Dudaba bastante que Mikasa hubiera aceptado precipitar la boda si sus dos hermanos no se hubieran casado sin la presencia de ella.
Y ahora era su esposa.
Su mujer.
Le resultaba casi imposible creérselo. Ese había sido su objetivo desde hacía semanas, y por fin la noche anterior ella había aceptado, pero solo lo consideró realidad cuando le puso el antiguo anillo de oro en el dedo. Ella era suya. Hasta que la muerte los separara.
—Gracias, Colt —añadió, desaparecida toda la frivolidad de su voz.
No le daba las gracias por morirse, eso jamás, sino por liberarlo del sentimiento de culpa. No sabía bien cómo había ocurrido todo, pero desde aquella fatídica noche después de hacer el amor en la casa del jardinero, sabía, en su corazón, que Colt lo habría aprobado. Le habría dado su bendición, y en sus momentos más fantasiosos, le gustaba pensar que si Colt hubiera podido elegirle un segundo marido a Mikasa, lo habría elegido a él.
Poniéndose una bata color borgoña, se dirigió a la puerta que comunicaba su dormitorio con el de Mikasa. Aun cuando habían tenido relaciones íntimas desde el día de su llegada a Paradise, solo ese día se había trasladado a la habitación del conde. Era extraño; en Londres no le habían preocupado tanto las apariencias; cada uno ocupaba las habitaciones oficiales del conde y la condesa y simplemente procuraban que todo el personal estuviera bien enterado de que la puerta que las comunicaba estaba cerrada firmemente con llave por ambos lados. Pero en Escocia, donde se comportaban de una manera que sí se merecía habladurías, él había tenido buen cuidado de deshacer su equipaje y alojarse en una habitación lo más alejada de la de Mikasa, en el mismo pasillo. Y aunque tanto él como ella iban y venían de una a otra habitación sigilosamente, todo el tiempo, por lo menos mantenían la apariencia de respetabilidad. Los criados no eran estúpidos; él estaba muy seguro de que todos sabían lo que ocurría, pero todos adoraban a Mikasa, deseaban que fuera feliz, y jamás dirían ni una sola palabra contra ella a nadie. De todos modos, era agradable dejar atrás toda esa tontería.
Cuando llegó a la puerta, no agarró el pomo inmediatamente; se detuvo y trató de escuchar los sonidos de la otra habitación. No se oía mucho. No sabía por qué pensó que podría oír algo. La puerta era maciza y antigua, no dada a revelar secretos. De todos modos, encontraba algo en ese momento que le pedía que lo saboreara. Iba a entrar en el dormitorio de Mikasa. Y tenía todo el derecho de hacerlo. Lo único que podría haber mejorado ese momento era que ella le hubiera dicho que lo amaba.
Esa omisión le producía una persistente inquietud en un pequeño rincón del corazón, la que quedaba más que eclipsada por su recién encontrada dicha. No deseaba que ella dijera palabras que no sentía, y aun en el caso de que nunca lo amara como debe amar una mujer a su marido, sabía que sus sentimientos eran más fuertes y nobles que los que albergaban la mayoría de las mujeres por sus maridos. Sabía que él le importaba, que ella le tenía un profundo cariño como amigo. Y que si le ocurriera algo, ella lo lloraría con todo su corazón. En realidad, no podía pedir más. Deseaba más, pero ya tenía muchísimo más de lo que podría haber esperado jamás. No debía ser codicioso. No debía, cuando, por encima de todo, tenía la pasión.
Y había pasión. Era casi divertido lo mucho que eso la había sorprendido, lo mucho que seguía sorprendiéndola, todos y cada uno de los días. Y él se aprovechaba de eso; eso lo sabía y no lo avergonzaba. Esa misma tarde había aprovechado esa pasión para convencerla de casarse con él inmediatamente. Y había funcionado. Gracias a Dios, había funcionado. Se sentía atolondrado, como un muchacho sin experiencia. Cuando le vino la idea, la de casarse ese día, la sintió como un golpe de electricidad que pasaba por sus venas, y no fue capaz de contenerse. Fue uno de esos momentos en que sabía que tenía que triunfar, hacer cualquier cosa para convencerla.
Y en ese momento, detenido en el umbral de su matrimonio, no pudo dejar de pensar si ahora sería diferente. ¿Sería distinto tenerla en sus brazos como esposa a cómo era tenerla como amante? Cuando le mirara la cara por la mañana, ¿sentiría distinto el aire? Cuando la viera al otro lado de un salón lleno de gente… Agitó ligeramente la cabeza. Se estaba volviendo un tonto sentimental. Su corazón siempre se había saltado un latido cuando la veía en una sala llena de gente. Más de eso y seguro que ese órgano no soportaría el esfuerzo.
Abrió la puerta.
—¿Mikasa? —la llamó, y notó que su voz sonaba suave y ronca en el aire nocturno.
Ella estaba junto a la ventana, ataviada con un camisón de vivo color azul. El corte era recatado, pero la tela se le ceñía al cuerpo y por un momento él no pudo respirar. Y entonces comprendió, no supo cómo, pero lo comprendió, que siempre sería así.
—¿Mika? —musitó, avanzando lentamente hacia ella.
Ella se volvió y él vio vacilación en su cara. No nerviosismo, exactamente, sino más bien una encantadora expresión de aprensión, como si ella también comprendiera que ahora todo era diferente.
—Lo hicimos —dijo él, sin poder dejar de esbozar una sonrisa de idiota.
—Todavía me cuesta creerlo —dijo ella.
—A mí también —reconoció él, acariciándole una mejilla—, pero es cierto.
—Mmm… esto… —comenzó ella y luego negó con la cabeza—. No tiene importancia.
—¿Qué ibas a decir?
—Nada.
Él le sujetó las manos y la acercó a él.
—No era nada. Nunca es nada, tratándose de ti o tratándose de mí.
Ella tragó saliva y las sombras se movieron por el delicado contorno de su garganta.
—Solo quería decir… —dijo al fin—, decir…
Él le apretó las manos, como para transmitirle valor. Deseaba que lo dijera. Había creído que no necesitaba oír las palabras, al menos no todavía, pero, Dios santo, cuánto deseaba oírlas.
—Me alegra mucho haberme casado contigo —terminó ella, su voz tan tímida como la nada típica expresión tímida de su cara—. Fue lo correcto.
Él notó que se le encogían ligeramente los dedos de los pies, atrapando la alfombra, mientras se tragaba la decepción. Aquello era más de lo que habría esperado oírle, pero mucho menos de lo que había deseado. Y sin embargo, aun así, ella seguía en sus brazos, era su esposa, y eso, se prometió enérgicamente, tenía que significar algo.
—A mí también me alegra —dijo dulcemente, estrechándola más.
Acercó los labios a los de ella y sí que fue diferente cuando la besó. Percibía una nueva sensación de pertenencia, y la falta de furtividad y desesperación. La besó larga, largamente, y suave, tomándose el tiempo para explorarla, para disfrutar de cada instante. Deslizó las manos por la seda del camisón, y ella gimió por la sensación de la tela apretujada por sus manos.
—Te amo —musitó— Te quiero.
Ya no tenía ningún sentido guardarse para él esas palabras, aun cuando ella no sintiera la inclinación a decírselas a él. Deslizó los labios por su mejilla hasta la oreja, le mordisqueó suavemente el lóbulo y continuó hacia abajo por el cuello hasta el delicioso hueco en la base de la garganta.
—Eren —suspiró ella, apretándose a él—. Oh, Eren.
Él ahuecó las manos en sus nalgas y la apretó hacia él, y se le escapó un gemido de placer al sentirla tensa y cálida contra su erección. Había creído que la deseaba antes, pero eso… eso era diferente.
—Te necesito —dijo con la voz ronca, arrodillándose y deslizando los labios por su vientre hasta el centro de ella, por encima de la seda—. No sabes cuánto te necesito.
Ella musitó su nombre, y pareció confundida al mirarlo hacia abajo, en esa posición de súplica.
—Mikasa —dijo, sin saber por qué lo decía, tal vez simplemente porque su nombre era lo más importante del mundo en ese momento: su nombre, su cuerpo y la belleza de su alma—. Mikasa —repitió, hundiendo la cara en su vientre.
Ella le puso las manos en la cabeza y enredó los dedos en su pelo. Él podría haber continuado así horas y horas, de rodillas ante ella, pero entonces ella se arrodilló también y arqueó el cuello cuando él la besó.
—Te deseo —dijo—. Por favor.
Eren gimió, la estrechó en sus brazos y luego se incorporó, la levantó y la tironeó hacia la cama. En un instante ya estaban en la cama, y el mullido colchón pareció abrazarlos mientras ellos se abrazaban.
—Mika —musitó él, mientras con los dedos temblorosos le subía el camisón hasta más arriba de la cintura. Ella le puso una mano en la nuca y lo atrajo para otro beso, este ardiente y profundo.
—Te necesito —dijo entonces, casi gimiendo de deseo—. No sabes cuánto te necesito.
—Deseo verte entera —dijo él, prácticamente arrancándole el camisón—. Necesito sentirte, acariciarte toda entera.
Mikasa estaba tan impaciente como él; rápidamente le soltó el lazo al cinturón de su bata y se la abrió, dejando a la vista la ancha extensión de su pecho. Le acarició el suave vello, casi maravillándose al deslizar la mano por su piel.
Jamás se había imaginado en esa situación, en ese momento. Esa no era la primera vez que lo veía de esa manera, que lo acariciaba así, pero en cierto modo era diferente en ese momento. Él era su marido. Era difícil creerlo y sin embargo lo sentía absolutamente perfecto, correcto.
—Eren —musitó, pasándole la bata por encima de los hombros.
—¿Mmmm? —musitó él, ocupado haciéndole algo delicioso en la corva de la rodilla.
Ella dejó caer la cabeza en la almohada, totalmente olvidada de lo que iba a decir, si es que iba a decir algo. Él curvó la mano sobre su muslo y la fue deslizando hacia arriba, por la cadera, por la cintura y finalmente la detuvo en el costado del pecho. Mikasa deseaba participar, ser osada, y acariciarlo mientras él la acariciaba, pero sus caricias la volvían lánguida y perezosa, y lo único que podía hacer era estar tendida ahí disfrutando de sus atenciones, alargando la mano de tanto en tanto para acariciarle la parte de piel a la que le llegara la mano. Se sentía mimada. Se sentía adorada. Amada. Se sentía humilde. Eso era exquisito. Era sagrado y seductor, y la dejaba sin aliento. Él siguió con los labios la huella que iban dejando sus manos, produciéndole hormigueos de deseo al subir por su vientre hasta posarse en la hendidura entre sus pechos.
—Mikasa —musitó, besándole el pecho y avanzando con los labios hasta llegar al pezón.
Primero la atormentó con la lengua y luego lo cogió en la boca, mordisqueándoselo suavemente. La sensación fue intensa e inmediata. Se le estremeció y descontroló el cuerpo, y tuvo que agarrarse a las sábanas para afirmarse pues de repente su mundo se había ladeado, desviándose de su eje.
—Eren —resolló, arqueándose. Él ya le había introducido las manos en la entrepierna, aunque ella no necesitaba más preparación para su penetración. Deseaba eso, lo deseaba a él, y deseaba que durara eternamente.
—Qué exquisita eres —dijo él, con la voz ronca de deseo, con su aliento caliente sobre su piel.
Entonces cambió de posición, montando encima de ella y posicionando el miembro en su entrada. Su cara estaba sobre la de ella, tocándole la nariz con su nariz, y sus ojos brillaban, ardientes e intensos. Ella se movió debajo de él, arqueando las caderas para recibirlo hasta el fondo.
—Ahora —dijo, en una mezcla de orden y súplica.
Él la penetró poco a poco, con seductora lentitud. Ella notó cómo se iba abriendo, ensanchándose para recibirlo hasta que sus cuerpos quedaron tocándose y supo que él la había penetrado hasta el fondo.
—Aahh —gimió él, con la cara tensa de pasión—. No puedo… tengo que…
Ella contestó arqueando las caderas, apretándose a él con más firmeza. Entonces él comenzó a moverse, produciéndole una nueva oleada de sensaciones con cada embate, que se iban propagando y ardiendo por todo su cuerpo. Musitó su nombre y luego ya fue incapaz de hablar, aparte de resollar tratando de hacer entrar aire a sus pulmones, pues sus movimientos se volvieron frenéticos y desesperados. Y entonces le vino el orgasmo como un rayo, en una oleada de placer. Le explotó el cuerpo y gritó, sin poder contener la intensidad de la experiencia. Eren embistió más fuerte, una y otra y otra vez. Gritó su nombre al eyacular, como si fuera una oración y una bendición, y después de las últimas y frenéticas embestidas, se desplomó encima de ella.
—Soy muy pesado —dijo, haciendo un desganado esfuerzo por rodar hacia un lado.
—No —dijo ella, impidiéndoselo con una mano.
No deseaba que se moviera. Pronto le resultaría difícil respirar y él tendría que apartarse, pero por el momento sentía algo fundamental en esa posición entre ellos, algo que no deseaba que acabara.
—No —dijo él, y ella detectó una sonrisa en su voz—. Te estoy aplastando.
Rodó hacia un lado pero sin dejar de abrazarla, y ella se encontró acurrucada junto a él como una cucharilla, con la espalda calentada por su piel y su cuerpo sujeto por su brazo bajo sus pechos. Él musitó algo con la boca apoyada en su nuca, y ella no entendió sus palabras pero no hacía falta; sabía lo que decía. Poco después él se durmió y su respiración fue como una canción de cuna lenta y pareja junto a su oído.
Pero ella no se durmió. Estaba cansada, tenía sueño, se sentía saciada, pero no se durmió.
Esa había sido una noche diferente.
Y se quedó reflexionando por qué.
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