Capítulo 3

Castillo de Sween, Escocia

El día en el impresionante castillo de Sween, propiedad de los Senju y situado en la preciosa península de Knapdale, estaba siendo muy ajetreado.

La fortaleza, una de las más antiguas de Escocia, estaba preparándose para una de sus multitudinarias cenas, que terminaría con una divertida fiesta. Si algo les gustaba a los Senju además de la lucha, para la que siempre estaban listos, eran las celebraciones: adoraban el baile y el bullicio.

Además, aquella fiesta tenía una finalidad. Tanto el laird Hashirama como su sufrida esposa, Mito, buscaban marido para Sakura, su díscola hija menor, una complicada muchacha de carácter afable, pero con unas ideas y una resolución que para muchos, entre ellos sus progenitores, no eran fáciles de sobrellevar.

Sus otros seis hijos, Itama, Tōka, Kurumi, Nawaki, Kawarama y Nao, habían asumido sus responsabilidades llegado el momento, aceptando matrimonios que favorecieran a su clan.

Pero con Sakura no estaba resultando así. Ella traía a sus padres por la calle de la amargura desde el mismo instante en que nació. Lo achacaban a que, mientras sus hermanos vinieron al mundo tranquilamente en el castillo Senju, rodeados de paz y sosiego, ella nació en mitad de una incursión.

A diferencia de sus hermanas, a las que les encantaban sus vidas acomodadas, a Sakura le interesaban otras cosas, y se desvivía por ayudar a quienes lo necesitaran, les gustara o no a sus padres.

Cuando era una niña, a su padre, el laird Hashirama Senju —al que muchos apodaban «el Diablo de Escocia» por su mal carácter—, aquello que la diferenciaba de sus hermanas le hacía gracia. Sakura siempre le había demostrado que era valiente, lista, perspicaz e insistente como un niño, pero con la belleza, la sonrisa y las artimañas de una niña.

No obstante, aquello que en un principio había sido gracioso para él y una incomodidad para su esposa, según fue creciendo la joven se convirtió en una losa. Sakura era desafiante y desobediente, y los pocos incautos que se acercaban a ella salían escaldados para no regresar jamás.

Por suerte para Hashirama y para Mito, todavía quedaban ingenuos que deseaban conocer a su hija y, como les habían enseñado sus progenitores, la esperanza era lo último que debían perder.

Hashirama estaba mirando por la ventana del salón del jardín trasero del castillo mientras pensaba en ello cuando su mujer entró en la estancia y se le acercó.

—Ha llegado Gennō Senju con su mujer y su hijo Hagurama —le dijo con una sonrisa.

—Excelente noticia —afirmó el laird.

Desde que era niño, Hagurama Senju había bebido los vientos por Sakura. Durante años, y a pesar de las trastadas que esta le hacía, intentó conseguir su amor, pero ella nunca se lo concedió. Ambos eran dos titanes con demasiado carácter, pero si algo horrorizaba a la joven era el lado sanguinario de aquel. Hagurama, como antaño había hecho su padre, buscaba la confrontación, la guerra con cualquiera que no se apellidara como él, y eso era algo que Sakura no podía soportar.

—Kurumi y Sai los están recibiendo —declaró Mito—. Siendo Sai sobrino de Gennō, me ha parecido una buena opción.

—Estoy contigo —convino Hashirama.

Ella, al ver entonces a su marido mirar a su alrededor, añadió con coquetería mientras se atusaba el cabello:

—Me consta que tras ellos llegarán Heki, Iō y Jin Senju con sus hijos.

Hashirama asintió y añadió mirando un papel que sostenía en la mano:

—Yo espero al laird Fugaku Uchiha.

Sorprendida al oír ese apellido, pues los Senju y los Uchiha nunca habían sido buenos amigos, Mito preguntó:

—No vendrá a lo mismo que el resto, ¿verdad?

Hashirama se apresuró a negarlo. Ni loco permitiría que uno de esos Uchiha se casara con su hija.

—No, no —repuso—. Solo viene a preguntar por unas tierras.

Ella afirmó con la cabeza y, sin darle mayor importancia, añadió:

—Por la tarde vendrá también Kampu Senju con sus nietos.

Hashirama suspiró esperanzado y a continuación tomó aire.

—Las expectativas son buenas —dijo.

Viendo el gesto de su marido, y segura de lo que aquel pensaba, Mito añadió:

—Sakura seguirá rechazando a Haguruma Senju.

Su esposo la miró. Sabía que la fama de aquel no era buena, pero, consciente de quién era su hija, indicó:

—Querida, te guste o no, ese guerrero es el único que sabría llevar a Sakura.

—¿Acaso pretendes que se maten entre sí?

A Hashirama no le gustó oír eso. Él jamás lo permitiría.

—No presupongas cosas que no sabes —repuso—. También me llaman a mí «Diablo» por mi vena sanguinaria en combate, y nuestra hija Sakura, la mujer más terca y desobediente de Escocia, sigue viva.

—Hashirama...

—El que Haguruma sea un fiero y temido guerrero no significa que con ella vaya a ser igual. Y antes de...

—Hashirama —lo cortó Mito—. Mejor no presupongas tú nada. Y deja de pensar que Sakura y él se casarán, porque eso nunca ocurrirá.

Ambos se miraron. Tenían un buen matrimonio, y siempre habían hablado las cosas; pero en ocasiones Sakura y su particular manera de ser los alejaban.

—Deja de mirarme así, esposo —murmuró ella resoplando—. No me intimidas.

Hashirama maldijo, y Mito, para que la cosa no fuera a más, comentó:

—Anoche hablé muy seriamente con ella.

—¡Como siempre! —afirmó el hombre nada esperanzado.

Ella suspiró. Su hija desconcertaba a todo el mundo con sus actos, y al primero, a su padre. Sakura era una muchacha valiente, desafiante y muy desobediente, pero Mito, como su hijo Itama, sabían que tras aquella fachada de dureza había una joven que deseaba encontrar el amor.

Estaba pensando en ello cuando añadió para contentar a su marido:

—Le hice entender que su actitud ha de cambiar porque su deber es casarse como hicieron anteriormente sus hermanos, y pareció entenderme, pues no rechistó.

Saber eso hizo que Hashirama asintiera, y a continuación la puerta del salón se abrió y entraron sus hijos Nawaki, Kawarama y Nao.

—¿Creéis que esta vez Sakura se comportará? —preguntó Nawaki dirigiéndose a sus padres con mofa.

—Más le vale —terció Nao y, recordando el último episodio vivido entre la chica y el hermano de un amigo, cuchicheó—: No estoy dispuesto a disculparla de nuevo como tuve que hacer con el hermano de Sam.

Mito y su marido se miraron cuando Kawarama preguntó al tiempo que Itama, otro de los hermanos, entraba en la estancia:

—Padre, ¿por qué consientes tanto a Sakura?

—Eso digo yo —afirmó Nawaki.

—Porque es la niñita de padre, madre y Itama —siseó Nao.

—Hijos, no seáis celosos —indicó Mito—. Simplemente Sakura es la pequeña y hay que tratarla como tal.

—Madre —se quejó Nawaki—. Hablas de ella como si aún fuera una niña cuando no es así; es una maleducada a la que le falta disciplina.

Hashirama se aclaró la garganta. Sakura había llegado a sus vidas cuando nadie la esperaba y desde pequeña fue un terremoto inquieto, cariñoso y juguetón. A diferencia de sus hijas Tōka y Kurumi, e incluso de sus hijos varones, Sakura era valiente, intrépida y sagaz, y eso, como el buen guerrero que era, a Hashirama le llamaba la atención, aunque ahora lo llevara por la calle de la amargura. Estaba pensando en ello cuando Itama, el hijo mayor, tras darle un cariñoso beso a su madre en la mejilla, indicó:

—¿Qué tal si os ocupáis de vuestros propios problemas y dejáis en paz a Sakura?

Sus hermanos lo miraron molestos, pero él, ignorándolos, le tendió unos documentos a su padre.

—Luego échale un vistazo a esto —dijo—. Te interesará.

Hashirama asintió y segundos después sus hijos salieron de la estancia para atender sus asuntos. Mito vio entonces el gesto preocupado de su marido y musitó:

—Tarde o temprano Sakura entrará en razón. No hemos de perder la fe.

—¡Y no la pierdo! —exclamó él mirando hacia otro lado.

Su esposa sonrió. En ocasiones era imposible no reír por las trastadas que su hija les hacía a sus pretendientes.

—Todavía no he olvidado cuando en Edimburgo empujó por un barranco al joven Sasori Akasuna —comentó.

—Su padre tampoco lo ha olvidado —gruñó Hashirama.

—¡Ni su madre!

A Mito se le escapó una risotada. Su hija era tremenda. Pero, sintiéndose culpable, cuchicheó:

—Me parece terrible estar riéndome por ello.

—A mí también me lo parece —la regañó Hashirama.

Mito suspiró e, intentando hacerle ver a su marido que estaba de acuerdo con él, a pesar de la infinidad de fechorías que le ocultaba de Sakura, indicó:

—Querido, tarde o temprano todo se solucionará con respecto a ella.

Él calló. Otros en su lugar ya habrían decidido el futuro de su hija sin tantos miramientos.

—Le he pedido a Tōka que suba a la habitación de Sakura y la haga bajar —continuó Mito—. Creo que antes de que lleguen nuestros invitados debemos volver a recordarle juntos las normas de comportamiento y lo importante que sería para nosotros establecer nuevas alianzas con los hombres que vienen a pretenderla.

—Me parece bien —afirmó Hashirama—. Nuestra hija es una joven indisciplinada que se cree indestructible como un guerrero sin pensar en los riesgos que ello conlleva —gruñó a continuación—. ¡Pero es una mujer! Por el amor de Dios, esposa, ¿cómo se lo hacemos entender? Y, sobre todo, ¿qué podemos hacer para que deje de ser tan desafiante?

Mito, que lo comprendía perfectamente, murmuró:

—Entre tú y yo, no entiendo cómo todavía existen hombres que deseen conocerla.

El laird miró a su mujer. Sabía de primera mano en qué se fijaban los hombres.

—El motivo es que es mi hija —indicó—. ¿Quién no querría estar casado con la hija del Diablo? Y, además, es una joven sana y bella. Posee unos preciosos ojos verdes como el brezo y una sonrisa que atonta al guerrero más tenaz. Y eso, querida, se sabe en todas las Highlands y despierta la curiosidad de los hombres.

Mito suspiró. Sabía que el hecho de que Sakura fuera hija del laird Hashirama Senju era un buen reclamo que precisamente su hija odiaba. Pero cuando iba a hablar su marido añadió:

—Sé que no te gusta oír lo que voy a decir, pero Haguruma será nuestra solución.

—Hashirama, ¡no!

—Lo siento, esposa, pero al final veo que voy a tener que elegir yo.

Desesperada, Mito lo miró. Aquel hombre que había mencionado era todo lo opuesto a lo que intuía que su hija deseaba en la vida, y resopló.

—Tú y Itama tenéis gran parte de culpa de que nuestra hija sea así —musitó.

—¡Ya estamos!

—¡Ya estamos, no! Es la verdad.

—Entonces tú también tienes tu parte de culpa —repuso Hashirama—. ¿O acaso crees que soy tonto y no sé los líos en que se mete y que tú me ocultas?

Mito miró hacia la ventana disimulando. Lo último que quería era volver a discutir con su marido a causa de su hija.

—Uis... —dijo—, parece que se oyen más caballos que llegan.

Hashirama refunfuñó.

En ese mismo instante la enorme puerta del salón se abrió y Tōka entró con gesto de enfado.

—¡No está! —exclamó.

—Bendito sea Dios —susurró Mito imaginando de quién hablaba.

Su hija siseó enfadada:

—Sakura se ha marchado aun sabiendo que el castillo se llenará de pretendientes para ella... ¡Su comportamiento es inaceptable, como siempre!

Mito se retorció las manos. Aquello no pintaba bien, y menos viendo el gesto fiero de su marido. Pero, cuando iba a hablar, Tōka, que al igual que casi todos sus hermanos no soportaba a Sakura, agregó:

—Su caballo tampoco está, por lo que imagino que ya sabéis adónde ha ido.

Hashirama bramó furioso y Tōka, deseosa de que su padre castigara a su irreverente hermana, insistió:

—¡Padre! No sé cuándo vas a hacer algo para que deje de avergonzarnos.

El hombre maldijo y Mito indicó dirigiéndose a su hija:

—Tōka, creo que...

Pero no pudo continuar, pues la puerta se abrió de par en par y entró su hija Kurami del brazo de su marido Sai.

—Padre, madre, hermana... —anunció con pomposidad—, Gennō, Eloise y Haguruma Senju están aquí.

Cambiando su preocupado gesto por una esplendorosa sonrisa, Mito los miró y, cogiendo la mano de su marido, se acercó a ellos.

—Bienvenidos a nuestro hogar —les dijo.

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El tiempo pasaba. Los invitados fueron llegando y todos preguntaban por Sakura.

Hashirama, Mito y sus hijos, azorados ante sus insistentes demandas, se miraban entre sí y daban continuamente absurdas explicaciones mientras para sus adentros se prometían matar a Sakura cuando apareciera.