Capítulo 4

En el pueblo, a pocos kilómetros del castillo de Sween, Sakura Senju, vestida como una humilde granjera y con el rostro sucio para no ser reconocida, ajena a todo lo que allí acontecía, visitaba a personas que su padre repudiaba por seguir utilizando el apellido de su clan.

Hashirama era un buen padre y un laird justo con los suyos, pero para Sakura fallaba en algo tan sencillo como tener empatía con los demás y con sus circunstancias.

Ser la hija del laird era un gran privilegio, aunque en ocasiones para ella se convertía en un fastidio. Por desgracia, los Senju siempre habían sido un clan conflictivo para otros clanes, y ese estigma era difícil de eliminar. Y más aún teniendo los hermanos que tenía, que solían meterse en líos con otros clanes cada dos por tres.

Por eso, y dispuesta a no parecerse a ellos, desde hacía tiempo ayudaba a todo el que podía sin hacer caso de la procedencia de su apellido. ¿Qué más daba llamarse Shimura que Senju? El que era buena persona lo era se llamara como se llamase, y eso era lo único que a ella le importaba, aunque para ayudarlos tuviera que camuflarse.

Aquella mañana, tras asistir al parto de Tenten Hyūga, que había tenido un niño precioso, visitó a Shizune y Iruka Umino para llevarles unas hierbas que ayudarían a cicatrizar unas heridas de Iruka. Después de esa visita pasó por el mercadillo, donde compró comida para el anciano Clark Ramsay. Luego se la llevó a su humilde choza y le llenó la chimenea de troncos de madera para que no sufriera el frío del exterior. Como los demás, Clark Ramsay ignoraba que aquella joven era la hija del todopoderoso laird Hashirama Senju, por lo que Sakura podía charlar con él con normalidad.

—Clark, te he traído tocino seco, harina y verduras.

—Gracias, muchachita. Tu generosidad para con un viejo como yo te honra.

Sakura sonrió, y luego él cuchicheó suspirando:

—Ayer volvieron a venir los hombres de Hashirama Senju a la aldea. ¡Maldito Diablo...!

La joven resopló al oír eso.

—Ese hombre no tiene corazón ni piedad —continuó Clark—. ¿Adónde vamos a ir los que vivimos aquí si no tenemos otro sitio?

Ella lo miró. En ocasiones su padre, efectivamente, no tenía corazón. Pero intentando que el anciano no se angustiara más, indicó:

—Tranquilo. Encontraremos una solución.

El hombre cabeceó y Sakura cambió de tema para hacer que olvidara aquello.

—He puesto suficientes troncos en la chimenea para el día de hoy, por lo que durante horas tendrás un fuego muy vivo. Recuerda, no te acerques más de la cuenta.

El anciano asintió gustoso y luego preguntó:

—¿A qué huele?

Contenta porque el olfato le funcionara tan bien, la muchacha sonrió. A ella le encantaban las hierbas y las flores, particularmente las medicinales, y, acercándole el ramo que había recogido en el campo, susurró:

—Son flores silvestres. Las pondré en un jarrón sobre la mesa. Seguro que a tu hija le gustarán.

Durante mucho tiempo Clark había sido vendedor ambulante, un hombre muy querido y respetado por todo el mundo. Pero un año atrás, cuando él y su mujer Fiona regresaban una noche del mercado, el marido de su única hija, Loren, y otros hombres los atacaron para llevarse sus ganancias de ese día: mataron a Fiona y lo dejaron a él muy malherido. El golpe que Clark recibió en la cabeza le afectó parcialmente a la vista, pero eso no impidió que reconociera la voz del que era su yerno. Eso ocasionó un grave problema entre él y su hija, que tuvo que elegir entre Clark y su marido, y al final, aterrada por las amenazas de este último, se decantó por él.

Entre su problema de visión, la terrible pérdida de su mujer y el distanciamiento con su hija, a Clark se le cayó el mundo encima, y más aún cuando después de un tiempo se enteró de que el malhechor de su yerno había muerto y su hija y su nieto, por vergüenza de regresar con el anciano, vivían en las calles de otro pueblo.

Consciente de aquello, Sakura los buscó durante meses. Aquella pobre mujer y su hijo merecían reencontrarse con Clark, y ella los halló tras hacer lo imposible. Habló con la mujer y le hizo entender que su padre la quería, que no la culpaba de lo que su marido había hecho y que los esperaba en casa.

Una vez que Sakura colocó las flores en un jarrón sobre la mesa, preguntó mirando al anciano:

—¿Nervioso por la llegada de Loren?

Clark sonrió. El hecho de que su hija y su nieto regresaran era sin duda la mejor noticia que nadie podría haberle dado.

—Muy nervioso —admitió—. No sé cómo agradecerte todo lo que haces por nosotros.

—No es nada, Clark.

—Tus padres deben de estar muy orgullosos de ti, muchachita.

Al oír eso, ella sonrió. Explicarle la realidad a aquel anciano era complicado...

En ese momento la puerta se abrió y aparecieron Loren y su hijo Brochan.

Por el modo en que iba camuflada Sakura, bajo una piel sucia y raída, nadie podía relacionarla con sus progenitores, y les sonrió gustosa. Loren y Brochan abrazaron al anciano y la muchacha, feliz al saber que su vida cambiaría a mejor, se marchó tras despedirse de ellos. Tenía que regresar al castillo antes de que sus padres se percataran de su ausencia.

Montada en su yegua Mysie , caminaba oculta bajo sus ropajes por una zona complicada del pueblo donde su padre no era muy querido. De pronto vio a Brianela, la mujer que había trabajado durante muchos años en la cocina del castillo y que a su vez era la madre de su mejor amigo. Sin descubrirse, la miró, pero al observar su gesto triste y sus ojos llorosos, apretó el paso para llegar hasta ella.

—¿Qué te ocurre, Brianela?

La mujer la miró.

—Pero, lady Sakura, ¡¿qué hace aquí?! —exclamó al reconocerla.

—Chisssss..., baja la voz.

Consciente de por qué la joven le decía eso, Brianela insistió:

—Como sus padres se enteren de que anda por esta zona, volverá a meterse en otro problema. Eso sin contar con que alguien la reconozca y la apedree...

Sakura sonrió. Lo cierto era que su padre y su familia no eran muy queridos en el lugar donde se encontraba en ese momento, pero, sin pensar en ello, interrogó a la mujer hasta que esta le contó los motivos de su pena. Shin Senju, su hijo y amigo de Sakura, estaba echando a perder su vida tras el fallecimiento de Samui McKay su esposa y la que había sido también la mejor amiga de la joven.

A Sakura le dolió saberlo. Adoraba a Shin, como adoró a Samui cuando él se la presentó y posteriormente se convirtió en su mejor amiga. Junto a él vivió su infancia y su adolescencia, y fue la primera en enterarse de su boda con Samui y, luego, de su paternidad.

Ver el amor y la fuerte conexión que se creó entre la pareja hizo que ella quisiera experimentar algo parecido. Deseaba que un hombre la mirase como Shin miraba a Samui y le dijera bonitas palabras de amor.

Solo habló del tema con Samui, con su madre y con Itama, las únicas personas con las que podía ser realmente ella misma, y se juró que, si alguna vez se casaba, lo haría con un hombre que la respetara y luchara por su amor.

¿Podría encontrar ella esa clase de amor?

A pesar de ser una McKay y no haber tenido una infancia fácil, pues su padre siempre estaba borracho, Samui había intentado vivir la vida con intensidad. Cuando llegó a las tierras de los Senju y conoció a Shin, siempre sonreía, se desvivía por ayudar a todo aquel que lo necesitara, así que su pérdida fue un verdadero mazazo para todos, no solo para él.

Samui estaba embarazada de su primer hijo, su gran ilusión. Pero el parto se complicó al venir el bebé de nalgas, y su vida se apagó junto a la de su pequeño.

Cuando ella murió, Sakura fue la primera en entender la desesperación de Shin. Para ella misma su ausencia estaba siendo terrible. No obstante, ya habían pasado dos años desde entonces. Dos duros años en los que, para intentar honrar a su amiga, siguió caminando hacia delante, como Samui siempre decía, y ayudar a todo el que lo necesitara. Para Shin, en cambio, la vida simplemente se detuvo. Lo único que hacía en todo el día era beber, y con el tiempo la situación se había vuelto insostenible.

Por ello, olvidándose de sus propios asuntos, pensó en su buen amigo y en la angustia que la madre de este sentía al ver cómo su hijo se desvanecía, y Sakura decidió hacer algo. Shin tenía que reaccionar de una vez y volver a ser el hombre resuelto y trabajador que siempre había sido.

Pensó en sus padres. Sabía que tenían invitados para ella, pero, dejando el asunto en un segundo plano, tras hablar con Brianela y enterarse por esta de dónde estaba Shin, optó por ir a por él. Ya lidiaría con la bronca de sus padres más tarde.

Era noviembre y comenzaba a nevar. El frío era intenso, por lo que se cubrió con la capa de piel. De camino, una vez que hubo salido de la zona donde podía tener problemas, decidió dejar a Mysie junto a las tiendas y las tabernas abiertas. Si los guerreros de su padre la buscaban, no quería que la encontraran al ver a su yegua. Así pues, en cuanto se aseguró de que el animal estaba bien sujeto a un madero situado frente a una taberna, se alejó corriendo.

Cuando llegó frente a la casa que había sido la de sus amigos el ánimo se le cayó a los pies. Samui adoraba las plantas, la limpieza, el orden, y solo ver la casa por fuera, supuso cómo estaría por dentro.

Instantes después un perro se dirigió hacia ella. Era Sir Arthur , el precioso perro pastor de color miel de Shin y Samui. Sakura lo saludó agachándose.

Durante varios minutos mimó al perro, que era un encanto, y cuando este se tumbó, ella murmuró al ver su delgadez:

—¡Qué desastre! Estáis los dos iguales.

Tomando aire, tras tocarse las pulseras que llevaba en la muñeca y que ella misma fabricaba con flores secas, hizo que Sir Arthur se quedara en la calle y entró en la desastrosa casa. Vio que la cuna del bebé aún estaba en el salón, lo que la apenó. Sin embargo, de inmediato cogió un cubo vacío, lo llenó de agua helada y, tras entrar en la habitación donde dormía Shin, se lo arrojó encima mientras gritaba:

—¡Se acabó! ¡Levántate de una vez!

El susto que se llevó él se reflejó en su mirada.

—¡Saku! —exclamó.

La confianza que había entre ambos era muy grande, lo que hizo que ella le soltara:

—¡Levántate de una maldita vez porque, como tenga que levantarte yo, lo vas a lamentar!

Con gesto incómodo, él obedeció. Iba a protestar cuando esta, poniéndole la punta de la daga que se había sacado de la bota en la garganta, siseó:

—Has tenido dos años para llorarla como todos los demás..., pero esto debe acabar de una vez. ¡Eres un Senju!

Molesto por aquello, y sin un ápice de miedo, Shin masculló mirándola:

—Preocúpate de tu vida y deja en paz la mía.

Enfadada, la joven apartó la daga de su cuello.

—Tú eres parte de mi vida —gruñó—. Por eso me preocupo por ti.

—¡Déjame en paz!

—No pienso hacerlo —gritó ella.

—¡Saku!

—Puedes decir mi nombre mil veces... ¡He dicho que no!

—¡¿Te vas a callar?! —bramó él.

—Bien sabes que no.

Shin maldijo. Sakura era cabezota, tremendamente cabezota, y no callaba ni debajo del agua.

Durante un buen rato los gritos de ambos resonaron en los alrededores. Lo que se decían el uno al otro era duro, hiriente, hasta tal punto que Sakura, furiosa, dio un manotazo a una mesa, con tan mala suerte que un cuchillo que había sobre ella saltó y le hizo un corte en la mano.

Rápidamente Shin, al ver manar la sangre, se olvidó de todo y corrió a atenderla. Permanecieron unos segundos en silencio, hasta que Sakura musitó mirándose la mano:

—No es nada.

Él no respondió y se la envolvió con un paño limpio de gasa.

—Llámame «entrometida», «charlatana», «indiscreta», «cotilla», «imprudente»... —añadió ella—. ¡Puedes llamarme todo lo que quieras, pero de aquí no salgo hasta saber que tu actitud va a cambiar! Durante meses he intentado no entrometerme en tu vida, pero has ido a peor. Te has convertido en alguien que no es ni la sombra del hombre que Samui y yo conocimos, y, lo siento, ¡pero hasta aquí hemos llegado!

Shin se retiró el sucio pelo del rostro. Aquella era agotadora discutiendo, como en el pasado lo había sido su esposa, y cuando fue a protestar Sakura sentenció sin preocuparse por el vendaje que él acababa de hacerle:

—Debes coger de nuevo las riendas de tu vida y olvidarte de la maldita bebida.

Shin parpadeó agotado.

—Todos los que te queremos hemos respetado tu dolor —prosiguió Sakura sin darle tregua—, pero por desgracia ella no va a regresar. Debes volver a ser el que fuiste y...

No pudo continuar. Shin, que estaba hecho una piltrafa, cayó rendido a sus pies y murmuró tapándose la boca:

—No puedo, Saku... No puedo.

Ella se arrodilló frente a él. La ausencia de Samui tampoco estaba siendo fácil para ella, pero, mirándolo, lo cogió de las manos y dijo:

—Puedes..., ¡claro que puedes! Solo tienes que proponértelo. —Y al observar el modo en que él la miraba susurró apretando los puños—: ¿Cómo crees que vería Samui lo que estás haciendo? ¿Acaso crees que me perdonaría que te dejara como estás sin que yo hiciera nada?

Shin no contestó y ella continuó mientras agarraba una pequeña medalla que él llevaba al cuello y que había pertenecido a Samui:

—Te aseguro que allá donde esté debe de estar furiosa contigo y conmigo, porque, si algo odiaba, era el tipo de hombre en el que te estás convirtiendo, y yo, por no hacer nada, lo estoy permitiendo. Su maldito padre era así: un borracho que solo pensaba en beber y beber. Y sabes tan bien como yo que ella no soportaría que tú fueras igual.

Shin asintió. Y, agarrando también la medallita, cuchicheó:

—Bebo para olvidar.

Sakura negó con la cabeza. Entendía lo que decía, pero como no deseaba dar un paso atrás siseó:

—Samui no querría que la olvidaras. Querría que la recordaras, como querría verte feliz y que Sir Arthur estuviera bien cuidado.

Desesperado, él se retiró el sucio pelo de los ojos.

—Saku —murmuró—, a veces tengo la sensación de que en cualquier momento va a entrar por esa puerta con uno de sus ramos de flores y su preciosa sonrisa. La imagino corriendo con Sir Arthur , o entrando en la tienda de Athol a por semillas y... y... eso no me deja vivir. Los recuerdos me matan.

Ella sonrió con tristeza.

—Entonces —dijo a continuación tomando aire—, si los recuerdos de ella en esta casa o en este pueblo no te permiten seguir adelante, creo que lo que has de hacer es marcharte a un nuevo lugar.

—No es fácil partir.

—Lo sé. —Y, tras un silencio, ella musitó al ver que Shin le daba un beso a la medallita y se la metía por dentro de la sucia camisa—: Si yo dispusiera de la libertad que tú tienes me iría de aquí con Mysie y comenzaría una nueva vida donde pudiera ser simplemente yo, y no la díscola hija del laird Hashirama Senju, que tiene que casarse porque su familia se lo impone.

Shin la miró al oír eso y ella, enseñándole el improvisado vendaje, indicó:

—Por cierto, cuando me vean regresar con la mano vendada pensarán que ya me he metido en otro de mis líos.

Su amigo sonrió. Sabía muy bien por qué decía eso.

—Te aseguro que Samui habría propuesto que te marcharas con Sir Arthur —continuó Sakura—, y aunque solo sea por ella y por honrar el amor que existió entre vosotros, creo que deberías hacerlo.

—No sé...

—Shin, has de vivir la vida que le fue negada a Samui. Tú tienes la oportunidad, ella no.

Él asintió con tristeza. Sabía que, a su manera, ella tenía razón, como sabía que esas palabras habrían sido las mismas que Samui habría empleado.

—Pero... pero ¿adónde ir? —musitó—. Aquí está mi casa, mi gente.

Sakura se encogió de hombros.

—No lo sé, Shin, pero has de hacerlo.

Él afirmó con la cabeza y, sonriendo por primera vez en mucho tiempo, susurró:

—¿Sabes?, cuando te oigo hablar, la veo a ella. Por fuera os parecíais nada, pero debo reconocer que pensáis igual.

Ambos sonrieron; Shin tenía razón.

Y Sakura cuchicheó emocionada:

—Me agrada saber que lo que te he dicho te lo habría dicho también ella.

Él asintió, no le cabía la menor duda. Y, levantándose del suelo, se abrazaron hasta que, al separarse, Sakura arrugó la nariz y murmuró:

—Por todos los diablos, Cow, ¡hueles a cerdo podrido!

Ambos rieron. «Cow» , que significaba «vaca» en inglés, era el curioso apodo con el que Sakura lo había llamado desde que eran unos niños.

—Pequeñaja, ¡no me llames así! —replicó él.

Se miraron divertidos hasta que ella dio un paso atrás y dijo:

—He de irme. Mis padres han organizado un encuentro con pretendientes...

—¡¿Otro?! —Sakura asintió con desgana, y él, que sabía lo que su amiga ansiaba, y no porque ella se lo hubiera dicho, sino porque en su momento su mujer se lo había contado, añadió en voz baja—: Quizá encuentres lo que buscas.

—Lo dudo —resopló convencida. Pero, sin querer perder más tiempo, indicó—: Debo regresar, imagino que me estarán buscando.

Shin sonrió y Sakura, guiñándole un ojo, antes de salir de la estancia se sacó de una taleguilla que llevaba colgada una bolsita con hierbas.

—Cuécelas y tómatelas —dijo—. Te vendrán bien. Y dale de comer a Sir Arthur .

Él rio de nuevo.

—Tú y tus hierbas.

Ella suspiró divertida.

—Piensa en lo que te he dicho. Dentro de un par de días, si mi padre no me ha matado, regresaré y hablaremos.

Una vez que salió de la casa, el frío la hizo tiritar, pero corrió hacia el lugar donde estaban las tiendas en busca de su yegua. Tenía que llegar al castillo cuanto antes.