Capítulo 6

Como siempre que desaparecía sin avisar, una vez que dejó a Mysie en las caballerizas, Sakura corrió como alma que lleva el diablo hacia la parte de atrás del castillo para no ser vista por nadie.

Con habilidad, y a pesar del frío y de los copos de nieve que caían, se recogió la vieja falda para no pisársela y escaló el muro de la fortaleza hasta llegar a una ventana situada a más de cinco metros de altura que daba al pie de la escalera que conducía a las habitaciones. Sin embargo, en cuanto entró por ella y se disponía a continuar su camino, oyó que alguien decía:

—Sabía que entrarías por aquí.

La joven se detuvo y cerró los ojos. Era la voz de su madre. Y, volviéndose para mirarla, dijo con picardía abriendo los brazos:

—Mamita linda, ¿me das un abracito?

Mito negó con la cabeza y gruñó:

—Sakura Senju, ¡déjate de abracitos! Pero, por Dios, ¡si pareces un pollo recién salido de una cazuela!

La joven sonrió. Estaba congelada y empapada.

—¡Exijo una explicación! —exclamó su madre.

Ella tomó aire, pero entonces aquella, fijándose en el vendaje de su mano, cuchicheó sin darle tiempo para explicarse:

—Por todos los santos... ¿Con quién te has peleado hoy?

Inevitablemente Sakura sonrió. Su familia pensaba que estaba siempre metida en líos, y, cuando iba a responder, su progenitora soltó muy alterada:

—Por el amor de Dios, hija de mi vida, ¿cuándo vas a comportarte como una mujer? ¡Eres una Senju!

—Mamita..., mamita linda y preciosa..., ¿me vas a dejar hablar en algún momento? —Rio.

La mujer, que era una madre protectora y sobre todo cariñosa con sus hijos, al oírla decir eso replicó:

—¡Sakura! En este instante no me gusta que te pongas zalamera.

—Pero, mamita...

—¡Sakura!

Sin poder evitar sonreír, la joven se quitó una de las pulseras que se había hecho esa misma mañana con unas flores.

—Mira qué pulsera tan bonita he traído para ti.

Mito, mirando lo que su hija le tendía, finalmente la cogió.

—¡Qué preciosidad, hija! —murmuró.

La joven, viendo que ya se había tranquilizado un poco, musitó intentando no volver a sonreír:

—A ver, mamaíta...

—No, Sakura, no —indicó su madre guardándose la pulsera en el bolsillo de la falda—. Hablé contigo muy seriamente anoche sobre tus responsabilidades y me hiciste creer que me habías entendido.

—Y te entendí...

Mito Senju resopló al oírla. Adoraba a esa niña, ella y sus otros hijos eran su vida entera. Y, meneando la cabeza, retiró con cariño los copos de nieve de su cabello.

—Tu padre está muy enfadado contigo —cuchicheó—. ¡Que lo sepas!

—No será para tanto.
—Cuando se pone en plan «Diablo», ya sabes cómo es —replicó Mito.

—Lo aplacaré.

—Por el amor de Dios, Sakura... Ser la hija de tu padre conlleva unas obligaciones.

—Lo sé. Lo sé...

—Y si lo sabes, ¿por qué tengo la impresión de que no es así?

—Mamita...

Horrorizada por las pintas y el olor que su hija llevaba, Mito prosiguió:

—Por lo mal que hueles, sé que vienes del sitio adonde tienes prohibido ir.

Sakura suspiró, y su madre, entendiendo su silencio, insistió:

—Por todos los santos..., ¡eres una Senju!

—Y también soy Sakura —afirmó.

Enfadada, Mito maldijo por lo bajo. Le molestaba que su hija se saltara las normas sin pensar en su seguridad para echar una mano a personas a quienes su marido se negaba a ayudar, pero al mismo tiempo le agradaba su empatía y su piedad. No obstante, intentando parecer dura, siseó:

—¡Hueles a podredumbre y a fetidez!

—¡Qué exagerada, mamita linda!

—¡Por Dios, hija, ¿qué vamos a hacer contigo?!

—No empecemos...

—Sakura Senju, ¡te vas a callar y me vas a respetar! —gruñó su madre.

La joven no contestó. Esa misma conversación la habían tenido demasiadas veces ya.

—Pero ¿cómo se te ocurre escalar por la fortaleza como un vulgar ladronzuelo cuando tenemos el castillo lleno de pretendientes para ti? —continuó su madre—. ¿Qué pensarían si te hubieran visto?

A Sakura le hizo gracia oír eso. Lo que pensaran de ella poco le importaba, y antes de que pudiera contestar, Mito sentenció:

—Sakura Senju, borra esa puñetera sonrisita de tu rostro, porque estoy tan enfadada que te juro que no sé qué te voy a hacer...

—¡Mamita bella y graciosa! ¿Te he dicho lo guapa que estás hoy?

Mito negó con la cabeza, no podía con su hija, y sonrió.

—Eres incorregible —cuchicheó.

—Pero me quieres, ¿a que sí, mamaíta guapa?

Esa parte zalamera de Sakura le encantaba. Su hija era cariñosa, maravillosa, aunque en ocasiones su comportamiento no fuera el más apropiado.

—No sé qué voy a hacer contigo...

La joven sonreía divertida por la expresión de su madre cuando de pronto apareció su padre por la escalera y bramó mirándola:

—¡Te voy a matar!

—Ya será menos, padre...

Hashirama blasfemó. Pero ¿acaso su hija nunca tenía miedo? Mito rápidamente miró a su hija y la reprendió:

—Sakura Senju, ¡contén esa lengua!

En silencio, padre e hija se retaron con la mirada como rivales.

—¿De dónde vienes así vestida? —gruñó él.

Retirándose el empapado pelo del rostro, la joven iba a contestarle cuando su madre terció para disculparla:

—Estaba dando un paseíto con su yegua. Ya sabes lo mucho que le gusta pasear a nuestra hija.

Oír eso hizo que su marido la mirara. Como siempre, Mito volvía a encubrirla.

—Mentirme no es una buena opción, esposa —siseó, y, clavando la mirada en su irreverente hija, indicó—: ¿Acaso crees que no sé que has ido a donde tienes prohibido ir?

La muchacha suspiró y, pestañeándole como solo ella sabía, abrió los brazos y cuchicheó con mimo:

—¿Un abrazo, papaíto?

—¡No! —bramó el guerrero.

—Papaíto...

Según oyó eso, Hashirama negó con la cabeza, su hija ya estaba en plan zalamero, y siseó encolerizado:

—No me llames «papaíto» cuando estoy tan enfadado, ¡no te lo consiento!

—Pero, papaíto…

—¡Sakura!

—Pero, papaíto guapo y bonito...

—¡Me estás enfadando más! —gritó molesto.

Ella ni siquiera pestañeó. Solía utilizar el diminutivo «papaíto» cuando quería conseguir algo de él o aplacarlo, pero estaba claro que en esa ocasión estaba muy enfadado, por lo que susurró:

—De acuerdo, padre.

Mito levantó desesperada las manos al cielo. ¿Por qué su hija se empeñaba en ayudar a aquellos que no daban prioridad al hecho de llamarse Senju? Y, viendo el gesto de su marido, terció:

—Esposo, creo que deberías regresar al salón y...

—Madre, tranquila, sé defenderme sola —la interrumpió Sakura—. Y, padre, siento llevarte la contraria, pero seguiré yendo a donde yo crea que me necesitan.

—¡Esa gente no te necesita! —exclamó Hashirama.

—Te equivocas —lo desafió apretando los puños—. Esa gente que vive cerca del castillo necesita ayuda. Me da igual que sean Akimichi, Tsuchi o Futami. Por cierto, ¿cómo se te ocurre mandar a los guerreros para amedrentarlos?

—¡Cierra la boca! —gruñó Hashirama enfadadísimo—. Esa gente no es de fiar. Y si quieren que yo me fíe de ellos y recibir la ayuda que les puedo proporcionar, solo tienen que hacer el juramento de los Senju y rechazar a su anterior clan. Si no lo han hecho es porque...

—Pero, padre, ¡eso que dices es arcaico!

—¡¿Te vas a callar?! —bramó él.

—¡No!

—¡Sakura! —espetó su madre.

Pero la joven, que era incapaz de quedarse de brazos cruzados ante las injusticias, prosiguió:

—Padre, ahí fuera hay buenas familias de otros clanes que han luchado junto a los Senju siempre que los hemos necesitado. Pero no por ello han de renunciar a sus raíces ni a su pasado.

—¿Me estás cuestionando? —preguntó Hashirama molesto.

—Si creo que no llevas la razón, ¡por supuesto que sí! Y más cuando me acabo de enterar de que mandaste a guerreros para decirles que tienen que marcharse. Pero, padre, ¿cómo puedes pedirles algo así cuando sabes que no tienen adónde ir?

Hashirama miró asombrado a su hija, era una indisciplinada que no callaba ni aun viendo venir el peligro, por lo que siseó:

—A partir de este instante estás castigada. Si sales del castillo, cargarás con las consecuencias.

—¡Padre!

—Y por tu bien, más vale que obedezcas o...

—¿O qué, Diablo? —lo retó ella.

—¡Sakura Senju! A tu padre no le hables así —la regañó Mito.

Hashirama, cada vez más nervioso, hizo grandes esfuerzos para contener su furia. ¿Por qué Sakura era tan desafiante? Y, viendo cómo el enfado de su marido aumentaba por segundos, Mito indicó para poner paz:

—¡Sakura, cállate de una vez y no contradigas más a tu padre!

Pero ella era incapaz de callar, e insistió:

—Escocia es muy grande y en ella hay infinidad de clanes. El hecho de que vivan en nuestras tierras y confraternicen con nosotros no tiene que significar que deban renunciar a su procedencia por tu vanidad.

—¡Sakura! —musitó Mito horrorizada.

Hashirama, a quien solo le faltaba sacar humo por las orejas, gruñó al oír eso:

—No solo me retas, sino que encima ¿también me llamas «vanidoso»?

Sin dudarlo, y aun sabiendo que aquello lo enfadaría más aún, la joven afirmó:

—Sí, padre. Con todas las letras.

Hashirama cerró los párpados con fuerza. Su hija era la mujer más imposible, conflictiva y retadora que había conocido en la vida. Y, abriendo los ojos de nuevo, vio su mano vendada y siseó:

—Y como esa gente es tan buena, por eso te han herido, ¿verdad?

—¡Te equivocas! ¡No me han herido! Esto es una tontería que me he hecho yo misma sin darme cuenta.

Pero Hashirama negó con la cabeza. No pensaba creer nada de lo que aquella dijera, y, tras tomar aire por la nariz, susurró mirándola:

—Nada cambia. Los años pasan y tú sigues igual de desafiante.

—En eso dicen que soy igualita que mi padre... —Lo retó con los nudillos de las manos blancos de tanto apretarlas.

—¡Sakuuuuraaaaa! —bramó el hombre.

Cansado de luchar con su hija todos los días, y dejando de lado el cariño que pudiera sentir hacia ella, Hashirama la agarró del brazo y siseó:

—Mi paciencia contigo ha llegado a su fin. Nunca vas a cambiar, por tanto mi decisión está tomada. En el salón hay al menos veinte hombres que desean desposarse contigo y que han venido a conocerte. Elige uno, el que quieras, o seré yo quien lo haga por ti.

—¡Padre! ¿Qué dices? —gruñó ella horrorizada.

—¡Oh, cielo santo! —musitó Mito.

Pero Hashirama, que era tan cabezón como su hija, insistió:

—Te vas a casar y tu actitud va a cambiar.

—¡Ni hablar!

—¡Sakura! —rogó su madre.

—Mamita —respondió ella mirándola—, me da igual. No voy a casarme.

—Te vas a casar —aseguró Hashirama, cada vez más furioso por su actitud insolente—. No hay vuelta atrás.

—¡No pienso aceptar!

Mito, que no daba crédito, terció para intentar ayudar a su hija:

—Hashirama, estás muy nervioso. Creo que lo mejor es...

—Lo mejor, esposa, es que te calles —sentenció él mirándola—. Estoy tan enfadado con la actitud y la desobediencia de Sakura que, como sigas hablando, ordenaré que te marches con tu hija y su marido una vez que se case.

La mujer parpadeó. Él nunca le había hablado así. Y, acobardada, y mirando a Sakura, que la observaba, decidió callar. Su marido era el dueño y señor de todo y ella no era nadie para replicarle. Su hija tampoco.

Durante unos momentos los tres guardaron silencio, hasta que Hashirama levantó el mentón y, dispuesto a darle una lección a su díscola hija, añadió:

—Me da igual el hombre que elijas, como me da igual dónde vivas, porque en este instante solo deseo perderte de vista.

—¡Hashirama! —protestó su mujer escandalizada.

—¿Quieres perderme de vista? —dijo Sakura sorprendida.

Sin un ápice de piedad, él asintió e indicó tremendamente enfadado:

—Eres mi obligación y quiero dejar de tenerla. Deseo dejar de padecer por una hija que no hace más que avergonzarnos a mí y a sus hermanos. Y ya que el apellido Senju no corre por tus venas con la fuerza que debería, espero...

—¡Claro que el apellido Senju corre por mis venas! Pero ¿qué dices, padre?

—Digo lo que me demuestras —respondió él.

¿En serio su padre la quería lejos y le acababa de dar un ultimátum?

—Recuerda: estás castigada. No puedes salir del castillo y tienes hasta mañana por la tarde para elegir a un candidato. Si no lo haces, desde ahora mismo te indico que mi elegido es el hijo de mi amigo Gennō Senju.

—¡¿Haguruma?!

El patriarca asintió.

—Él siempre ha querido casarse contigo, pero yo, como un tonto, he buscado tu felicidad. No obstante, en vista de que nunca vas a cambiar, mi elección es Haguruma.

Saku negó con la cabeza. Aquel hombre era todo lo opuesto a lo que ella imaginaba como un compañero de vida.

—Ni loca me casaré con él —siseó.

Hashirama apretó los puños; su hija seguía retándolo.

—Lo que tú pienses ha comenzado a darme igual —insistió—. Vuestra unión proporcionará beneficios a la familia, entre ellos, que te llevará a Stirling con él y, con suerte, ¡te domará!

—¡Hashirama..., ni que nuestra hija fuera un caballo! —protestó Mito.

El highlander, enfadado con su indisciplinada hija, miró a su mujer y sentenció:

—Mito, mejor cállate...

Sakura negó con la cabeza. Que le hablaran de Haguruma la enfermaba. Y siseó con los puños apretados:

—Nunca me casaré con él.

—Te pongas como te pongas, así será. Y, por tu propio bien, no desobedecerás —sentenció su padre.

Mito no sabía qué decir. Su marido no era así. Pero la actitud desafiante de Sakura lo había llevado hasta ese extremo y, deseosa de que no se liara aún más, indicó:

—Sakura, sube a tu habitación enseguida.

—Pero, madre...

—¡Sakura, por favor! —insistió—. Aséate y deshazte de ese olor pestilente. Una vez que te hayas puesto un bonito vestido, baja al salón y compórtate como la Senju que tu padre y yo deseamos que seas. Ah..., y dirás que llegas tarde porque estabas terminando de bordar un precioso mantel para tu ajuar, ¿entendido?

Sakura, que odiaba bordar, asintió conmocionada y, cuando sus padres se dieron la vuelta para regresar junto a sus invitados, subió a grandes zancadas a su habitación.

Pero ¿cómo podían haber llegado a eso?

¡Ni loca se casaría con Haguruma!

Desganada y enfadada por el teatrillo absurdo que se le venía encima y por lo que su padre la forzaba a hacer, se miró en el espejo. Aquella joven de ojos verdes, pinta desastrosa y actitud guerrera era ella.

¿Tan terrible era como hija?

¿Tan horroroso era ayudar a los demás para que su padre la quisiera lejos porque se avergonzaba de ella?

Pensó en desobedecerlo. Nadie podía obligarla a casarse con quien no quería, pero rápidamente desechó el pensamiento. Hacerlo supondría enfadarlo y avergonzarlo mucho más; por ello, quitándose el paño que le vendaba la mano y la ropa, se aseó, se peinó, se vistió y, tras ponerse un bonito vestido, tomó aire y bajó al salón dispuesta a ganarse a su padre y hacerlo cambiar de opinión.