Dos Jinetes vienen...

—Así que ya vienen... —su pequeña mano se paseaba en el borde de la copa. Mantenía su otra mano arriba, con el índice y el pulgar unidos. Su ancho sombrero ensombrecía su cabeza—. Espero que no se pierdan...

Y el Viento sopla…

La canoa atravesaba silenciosa aquel lago oscuro. Serra en la punta remaba mientras entonaba, quedito, una canción viejita:

...En el patio de un convento...

El pueblo madrileño...

Fundó el Quinto Regimiento...

León y Ashley estaban frente a frente, en el ángulo de los pelotones de fusilamiento, contemplando con ocasión las estalactitas. Pudo Ashley notar en el vago mirar de su rescatador la tenue sombra café de ojos insomnes. Y León, entre las imprecaciones de destellos inconscientes, descubrió el dorado en los ojos de la indomable. El beso de una densa y salada bruma los distrajo. Finalmente alcanzaron la boca de la cueva, saliendo a un ancho lago de aguas turbias. El horizonte se veía borroso, como un engaño. El lago le trajo a Luis demasiados y desagradables recuerdos.

—Debemos apresurarnos —insistió Luis, subiendo el ritmo.

—¿Por qué? Es relajante —dijo Ashley, asomando la cabeza y acariciando la superficie del lago con los dedos.

—¡Ashley, saca la mano! —le gritó León, y Ashley reaccionó por reflejo, solo para darse cuenta que una sanguijuela se había adherido a su muñeca.

—¡León! —gritó Ashley, pero rápido el agente fue a cubrirle la boca, desenfundó su cuchillo y aplicando presión con el filo y el pulgar, retiró al bicho apenas con un gesto de dolor en el rostro de la chica y una marca sangrienta. De inmediato, León empezó a chupar la herida, potente succión hizo, y conteniendo un gasapo casi flemático, escupió al lago—, ay…

—Sigue haciendo eso cada 20 segundos —le dijo.

Ashley sobó su herida. Le había quedado una marca, se pondría morado luego. Entonces se dio cuenta, en ella había quedado impregnada la saliva de León. Si acaso ella cumplía con lo ordenado, entonces era como…

Una turbulencia la distrajo. Aparecieron de grutas lejanas algunos botes pesqueros, impulsados por motores que rugían terribles, colmados de hombres viejos y jóvenes, canosos o morenos, blandiendo arpones y garfios.

—Mierda —Luis soltó los remos.

—¡León!

—Ya lo sé.

Se puso de pie, los botes empezaron a rodearlos, con el arma intentó mantenerlos a raya, cosa inútil contra aquellos que actúan sin pensar y no temen a la muerte. Ellos lanzaron ganchos, incrustándose en la madera, y empezaron a halar el bote, con fuerzas y risas sobrehumanas. Ashley se tumbó, cubriéndose la cabeza. León tentó la distancia, con el cuchillo cortó la más tensa de las sogas, que latigueó el rostro del ganado, haciéndolo gritar de dolor. Se meneaban los maderos y ya agitaban rastrillos demasiado cerca de su peinado. Uno intentó abordar, todo piratuelo, pero resbaló y se golpeó la quijada con la madera y se hundió para desaparecer. Otro saltó, un disparo de la Red 9 lo frenó sobre el agua. Otros alcanzaban con las manos, tendiéndose como puentes, pero León y Serra les empujaban y pateaban, les rompían los dedos.

—¡Serra, el motor! —exclamó León—, ¡sácanos de aquí!

—Un poco menos brusco, ¿no? —dijo él, descubriendo el motor bajo la lona.

De los botes más alejados, se prepararon con arcos, disparando flechas de madera torcida que se desviaban, pero terminaban clavándose en el bote, o perdiéndose en el agua, hasta que uno dio en el hombro de Serra.

—¡Ah, carajo! —exclamó, arrancándose la flecha, y disparó de vuelta.

—¡Míralo, está herido! —gritó el ganado, con una risa bobalicona, pero recibió de vuelta un tiro en toda la chirimoya, cayendo como saco de arena hasta el fondo del lago.

—¿Estás bien? —preguntó León, a cubierto, con las flechas peinándole el copete, y disparando cuando podía.

—Sobreviviré —le dijo, sosteniéndose el rio sangriento que bajaba por su brazo.

Frente a Ashley, se formaba un pequeño charco.

—¡Ashley! —gritó León—, ¡enciende ese motor!

—Pero yo…

—¡No hay tiempo! —gritó León y pegó un brinco hacia el boque enemigo—. Yo me encargo de estos —dijo, marcado de determinación.

León buscó algo de su bolsillo trasero. Ashley se extrañó, más que ilusionarse o desilusionarse, al verlo sacar un pescado de tamaño considerable.

—Ahora sí, te tocó el Omega 3 —decretó León y comenzó a hacerlo girar entre sus brazos y tras su cabeza, como Nunchaku, imitando los gritillos del famoso Fei Long, a quien León admiraba tal vez mucho y demasiado. Y así le fue dando a varios que lo iban rodeando, un solapazo en las caras que sonaba y tenía un eco como disparador, y los arrojaba al agua y los dejaba fuera de combate.

—¡Eso! ¡Dales de huachinangazos! —animó Ashley.

—Ashley… —dijo Luis—, el motor, rápido…

—Eh… Yo no… —Ashley temió.

—¡Vamos!

Ashley cogió la cadena del motor y haló. No era una simple pita, la fuerza de su tracción no le permitió sacar más de un metro y de golpe su brazo se vio halado hacia adentro. Otra vez, apenas un poco más lejos, el rugido ahogado de la maquinaria. Una tercera, pero ahora sintió su brazo caer. Nunca se había dado cuenta de lo realmente débil que era.

—¡No puedo! —gritó.

Finalmente, un enemigo llegó: tenía el rostro envuelto en un trapo viejo y manchado, traía combas en ambas manos y balbuceaba algo como buga, buga, buga.

Ashley cayó para atrás, paralizada de miedo. El hombre levantó las armas sobre su cabeza, pero un arpón ballenero atravesó su torso y se lo llevó varios metros en el aire antes de tirarlo al agua. Había sido Luis, disparando la potente arma del bote, y de inmediato se fue de costado, donde Ashley lo recibió para que se apoyara.

—¡Gracias!

—¿Y el motor?

—Eh… Bueno…

Entonces el bote empezó a temblar. El agua bajo ellos, alrededor de todos, empezó a remecerse, agitándose con violencia y sacudiendo los botes. Incluso León, que se estaba agarrando a piñas con los ganados que se la quisieran rifar con él, se percató el secreto temblor que iba creciendo ante ellos. León, rápido y avispado, se dio cuenta que, lo que sea fuera, del tamaño que sea que tuviera, se dirigía precisamente hacia ellos, así que, ni corto ni perezoso, se liberó de todos y se arrojó hacia el agua. En ese preciso instante, del agua emergió con un salto un enorme lagarto de fauces divididas y piel grumosa e hinchada, que destrozó la embarcación y mandó a volar como muñecos de pajas a los ganados, que cayeron como ratas ahogadas cuando no fueron directamente desgarrados por las docenas de dientes pequeños y puntiagudos de la bestia, que los devoraba al completo.

—¡Es el Monstruo del Lago! —exclamaron algunos, mostrando así aún tener ese primitivo y natural terror a las criaturas divinas—, ¡vámonos, rápido! ¡No, no puede matar a la chica! ¡El Maestro la quiere viva! ¡Protéjanla! ¡Maten al Monstruo!

La criatura, de lomo brioso, grasiento y espermático, se movía inmensa, como una isla viviente, y con sus ondulaciones empujaba el bote donde estaba Ashley. Los ganados empezaron a arponearlo y tirarle flechas, atravesando apenas su gruesa piel, pero lo suficiente para llamar su atención. Se sumergió, generando una fuerte succión que casi se traga los botes cercanos, incluyendo el de nuestros protagonistas. Hubo calma unos instantes, terrible calma. De golpe, con una inmensa y grácil pirueta, el monstruo saltó sobre las cabezas de Ashley y Luis, enormes y cercanos metros, y cayó del otro lado, con un splash contundente que empujó el bote hacia el otro lado. La criatura atacó los otros botes, cuyos tripulantes opusieron una humana y patética resistencia, ante la mirada casi enloquecida de la muchacha, que veía hombres que eran arrojados y devorados como las orcas juegan con las focas.

—¡Capitán! —gritó algún mozalbete, antes de que su bote fuera volcado y reventado en mil pedazos, y él quedase a la húmeda merced del monstruo que se temó toda la malintencionada premeditación para darle la más mínima esperanza antes de devorarlo al completo. Las aguas, asentadas y de un color putrefacto, se llenaban de manchones rojizos. Pronto, solo quedaron dos botes. El de Ashley y Luis, y otro en el que solo quedaba un muchacho de rulos sucios. Él era Santiago, y solía tocar la guitarra cuando Don Diego, su padre, no podía. Una vez, durante su cautiverio en la Iglesia, le dio un dulce de leche a Ashley, aunque ella ahora no lo recordaba, ya que en su mente solo había espacio para un único y enorme pensamiento: mejor él que yo. Así que se abalanzó contra el motor y empezó a tirar frenéticamente, una y otra vez, de este. En su rostro, una inmensa desesperación. Santiago, en su bote, se mantenía asustado pero ecuánime. Ashley no perdía el tiempo, le dolía el brazo, le ardían todos los músculos desde el hombro hasta la muñeca, pero no podía detenerse, no ahora. Los intentos de rugido del motor agitaban levemente las aguas.

—Ashley —intentó decirle Luis, no muy alto—, ¡Ashley! —gritó, al ver su desespero, pero ella como hipnotizada—, ¡Ashley, alto!

—¡Ya casi lo tengo! —gritó ella, tirando largo la cadena, pero su muñeca fue detenida firmemente. Era León, empapado y con algas enredadas en su tobillo—, Le… —soltó la cadena, esta vez encendiendo el motor con un rugido terrible—, León… Lo hice.

—Felicidades. Ahora sabe dónde estamos —dijo León.

Ashley se dio cuenta, a la hora. El Monstruo del Lago les había atacado, a los aldeanos en botes, porque habían llegado usando los motores. Por eso ellos iban remando.

Las aguas empezaron a agitarse bajo ellos. León puso a Ashley tras de sí, y Luis, vendándose la herida con un trozo de manga, se posición a un lado, los tres a la punta del bote, esperando, esperando quizás la muerte, esperando quizás lo inevitable, el horror.

Y el horror llegó. El Monstruo del Lago emergió, sus fauces enormes, y Ashley pudo ver al fin sus pequeños y oscuros ojos, como aceitunas brillantes, y engulló el motor del bote, tragándose las hélices y cortándose la garganta, numerosas, casi innumerables veces, volando sus pequeños dientes, salpicando su aceitosa sangre sobre nuestro trio acorralado, que disparaba por si algo pegaba, y usaba el remo como frontera infranqueable. El Monstruo, herido, pero no vencido, se retiró, dejando tras de sí una estela de sangre espesa y restos de bote. León, Luis y Ashley apenas se mantenían sobre el trozo de madera que había quedado.

—¿Se fue? —preguntó Ashley.

—Sigue aquí —dijo León—, solo tiene que esperar.

—¿Cuánto tiempo?

—El que haga falta. Tiene todo el tiempo que quiera.

—Pero, entonces… —Ashley se doblaba de rodillas, temblando, pero no podía moverse demasiado, el espacio era demasiado pequeño.

León tenía que pensar, intentar pensar en algo, lo que fuera, siempre se le ocurría algo, una manera de salir de esta, solo tenía que pensar, siempre había una manera. Entonces escuchó la cadena de otro motor. Era Santiago, en su propio bote, que intentaba encender su motor.

—¿Qué demonios está haciendo?

Ashley, entonces, quizás por un solo instante, lo reconoció.

El motor se encendió, rugía siniestro.

El Monstruo, identificando las vibraciones del agua, direccionó su nado.

Santiago buscó de su bolsa. Eran cartuchos de dinamita. Por suerte, no toda se había mojado. Tomó algunos, encendió un cerillo usando la suela de sus zapatos, y con este la mecha. León, sin palabras, entendió perfectamente lo que pretendía. Santiago, con una última mirada, como de quien sabe lo que hace, casi levantó la mano, como para despedirse, y Ashley, a lo mejor, tal vez, pudiera ser que se le vino a mente quién era ese andrajoso estúpido, justo antes de que el Monstruo lo engullera a él, su motor, su bote y sus dinamitas todos juntos, solo explotar en mitad de su salto, generando una gruesa lluvia de trozos chamuscados de pescado mutante.

—Ese cabrón acaba de… —dijo Luis, casi igual de incrédulo que los demás.

—Sí. Lo hizo —dijo León, y cogiendo el otro remo que quedaba, empezó a remar—, no hay tiempo que perder.

Cuando el bote, o lo que quedaba de él, arribó, sus tripulantes se abalanzaron a tierra.

Ashley cayó en la ensenada fangosa y se desesperó, empezando a patalear, pero cuando se dio cuenta, León ya cargaba con su peso y ya la ponía a buen recaudo en una orilla negra. Se giró, las patas frías, y vio a León observando el fondo ensombrecido.

—¡León! —se puso de pie la señorita Graham, y tras un breve e incierto silencio, empezó a simular elegancia—. ¿Viste que no tuve miedo? Ni por un instante.

—Qué suerte la nuestra —dijo León al retirarse, sin mayor detalle, siguiendo el camino cavernoso junto a Serra que aún se sujetaba el hombro adolorido.