Sobre una pequeña mesilla de cristal dejaban una nueva copa dorada.

Temblaba, rebalsando su venenoso contenido por el borde perlado.

—¡¿Qué?! —el pequeño hombre interrogó, indignado y furioso—, oh, esos malditos campesinos, ¡mi bello monstruo! Pero ya verán, ese Bítores responderá por ello, oh sí, los haré pagar, todos pagarán ¡penitencia! —y soltó un espantoso alarido, y luego comenzó a reír todo cómodo, juntando sus pequeños deditos grasosos—, Ahora, esperemos que nuestros turistas disfruten de su...

Lindo Recorrido.

Ashley mantenía una expresión desconfiada. No parecía segura esa góndola vieja, casi toda destartalada, anclada al teleférico de rieles oxidados que, suspendido de una estructura metálica endeble, cruzaba de un extremo a otro la oscuridad y al que Luis les daba pase. Era el final de un desfiladero de angosta angustia, y daba a un precipicio hondo, lleno de pequeñas cuevas circulares, iluminadas con fuegos extraños. El fondo tampoco parecía confiable.

—No pretenderás que suba en eso ¿verdad? —Ashley se cruzó de brazos.

—El carruaje se retrasó, mi lady —dijo León empujándola dentro de la cabina. Luego él y Serra entraron. Ashley, con cierto resentimiento, se acomodó detrás de los hombres.

Una bala movió la palanca.

La góndola se disparó.

Los cuerpos se pegaron hacia atrás.

Ashley se sujetó a uno de los barrotes de fierro, sintiendo un leve pinchazo en la palma.

—Ay, cielos… —Ashley se miró la gota de sangre en la mano—, voy a tener que ponerme todas las vacunas que pueda.

De pronto, ante la misma Ashley, el traslado a ritmo de trote de pronto echó carrera y la oscuridad se convirtió en un túnel de colores espasmódicos y destellos fugaces. La oscuridad, estirada a toda su capacidad, liberó estrellas fatuas y estas dieron a luz galaxias casi imposibles. El viento cálido de la gruta se convirtió en un azote frío en toda la cara de Ashley, casi enceguecida, llena de una misteriosa escarcha. Se mecía de un lado a otro, violentamente, pero León y Luis apenas se inmutaban, ni siquiera se despeinaban.

—Izquierda —dice Luis y León jala el manubrio. La góndola opta por un camino en un pequeño instante, en un giro anguloso y chispeante. Ashley se tira todo para la derecha.

—Derecha —dice ahora y León gira de nuevo. Ashley se pega a la izquierda.

Era un camino exagerada e innecesariamente enrevesado, con cruces, subidas agudas y caídas empinadas, era un camino demasiado desdibujado para ojos poco entrenados. Ashley, consumida por el espectáculo de luces estroboscópicas producido por los minerales ocultos, mucho más real y aterrador que la apabullante artificialidad de las atracciones de feria. "Yo no soy un súper agente" pensó, colérica, enojona.

Finalmente, el camino se hizo recto y la oscuridad le cedió paso a la iluminación del fuego primerizo. Eran enormes cuevas, de techos inmensos y grandes estaciones de piedra y madera, rieles y vagones, agujeros gaseosos y periquitos muertos. Bajo ellos, cientos de diminutas personas laburaban condenados, sin casco ni cerebro, cargando y picando las piedras, cargando y discriminando la piedra negra de la piedra blanca, mezclando el cobre con el estaño, y llevándolo todo a través de una inmensa red de vías férreas que envolvían el lugar y sorteaban los pilares roídos de civilizaciones perdidas. Entre ellos, gigantes desnudos cargaban enormes rocas sedimentarias, divididas en colores rojizos, para partirlas sobre plataformas de hierro donde brazos mecánicos rascaban los secretos de sus siglos, y todo era vigilado desde torres bien armadas por soldados como gárgolas de piedra ígnea, de mirada endemoniada, ansiosos por lanzar su escupitajo de fuego sobre el primer pobre diablo que desfalleciera en la línea de producción. A veces, algún gigante aplastaba algún minero, y los demás simplemente seguían y aumentaban el ritmo, esperando cubrir su cuota. A veces, una pala chueca salvaba una vieja ruina del olvido. Una tumba, una máscara de plata, una vieja pipa, no levantaban ningún tipo de interés, y yacían ahí abandonadas entre los trabajos.

—¿Qué es eso? —preguntó Ashley, con rudo y tímido interés, y un asombro gravitatorio.

—Es el infierno —le confirmó Luis.

—¿No crees que ya es hora de ir preparando los juegos? —dijo el pequeño con sonrisa enferma y amarilla.

—Haz lo que quieras, no me importa —le respondió Krauser, revisando el ángulo de su cuchillo de supervivencia.

El pequeño rio como reiría una ratilla. Uno de sus hombres, monje, guardaespaldas, enorme ser oculto tras un hábito rojo como la sangre, lo cargó con delicadeza para bajarlo del condecorado trono.

La góndola se detuvo de golpe. Ashley se pegó de frente contra la barra de acero. No le dieron importancia y bajaron. Era una pequeña estación en lo alto de un risco nebuloso, rodeado por un bosque gris. Ante ellos, coronado por la gorda Luna, se erguía el monumental Castillo de Veltormenta, la histórica morada de los Salazar, una de las 12 Antiguas Familias que llevaron la fe cristiana a todos los rincones del reino. Poder es lo que desprendían las inmensas torres, la efectiva forma, las infinitas ventanas. Desprendía a su vez una sensación de vacío, o más bien de presencias vacías, a través del intrincado laberinto que contenía y cuya impresión impactaba en los ojos de los veedores. También desprendía un olor pesado.

Los tres desdoblaron sus cuellos, con un pesado pero acelerado ritmo en el corazón, el cántico casi religioso que provenía de las puertas los hacía temblar aun sin miedo. En el pequeño campo, una guarnición de vigilantes marchaba firmemente a través de dos columnas paralelas, de adentro hacia afuera. Traían túnicas negras, hábitos de retiro, y cabezas calvas y extremadamente blancas. Sus pasos, León quiso pensar, parecían los de los muertos vivos carentes de alma o voluntad, que viene a ser lo mismo.

—Impresionante ¿verdad? —sonrió Luis—, ese Castillo está lleno de tesoros.

—¿Y qué? —soltó Ashley, con una mueca extraña—, ¿acaso quieren robarlos?

—Bien, tenemos que entrar —dijo León, claro en su objetivo.

—¿Qué? ¿Y eso para qué? —interrogó Ashley, confundida.

—Ay, Ashley, cómo eres tonta, debemos estar a salvo —respondió León.

—Sí, Ashley, ¿qué pasa contigo? —dijo también Serra, sorprendido por la obviedad.

—Eh, ¿qué les pasa? Eso no tiene ningún sentido —intentó decir ella, pero la decisión ya estaba tomada y ella no tenía ni voz ni voto.

No tuvieron que pensar mucho para nada más. Pillaron a los tres últimos con facilidad, no gritaron, apenas se defendieron, y una vez inconscientes —suponiendo que tuvieran algún estado que se pudiera llamar consciencia— se vistieron con sus ropajes encima. Así, volvieron a la fila y consiguieron entrar cuando las campanas sonaron.

—Las historias antiguas dicen que este Castillo fue construido sobre la tumba de un viejo gigante —relataba el pequeño hombre caminando por su gran salón.

—Ya, ¿y yo qué chucha hago? —dice Krauser.

—¿Alguna vez te he contado quién es la persona a la que más admiro? —dijo, casi ensoñado.

—Supongo que me lo vas a decir —responde Krauser.

—Napoleón Bonaparte —enalteció su nombre, deteniéndose ante la inmensa pintura de Napoleón Cruzando los Alpes—. Nacido en una buena familia, gran estudiante, político directo, estratega brillante, luchó toda su vida para alcanzar el ideal de un mundo unificado, regido por la razón. A pesar de su tamaño, él era un verdadero gigante. Un verdadero Iluminado. Y su ideal se hubiera cumplido, pero fue derrotado por esos podridos esclavistas... —apretaba sus manitas—, sabes, se suele decir que, para mirar más allá de nuestro tiempo, debemos pararnos en los hombros de gigantes.

—Si tú lo dices... —nada más dice Krauser.

—Oh, ya están aquí... —señalaba el pequeño al mirar a través del gran ventanal, hacia el gran salón donde se congregaban los fanáticos de su culto, en solemne himno, en perfecta formación, y por donde entraban 3 bultos ligeramente reconocibles.

—No se separen —susurró León. Su paso se hizo más lento. Sobre ellos, un órgano gigantesco formado de osamentas daba magnificencia al aire con su inmortal canto. Las sombras y los bultos se distribuían lenta, silenciosamente, los unos a los otros, con las cabezas agachadas, todos hermanados, bajo los fuegos extraños.

Ashley osó levantar un poco su mirada. Sobre ellos, una enorme pintura de un demonio raquítico, de extremidades retorcidas, de colores ocres y rojizos, con cabeza de carnero y alas de murciélago. Estaba sentando sobre un círculo de sangre que contenía una estrella de 6 puntas. Sobre ellos, una cruz negra de 4 brazos, rotos y cruzados.

—No hagan nada que llame la atención —les susurra León y de pronto se encuentra él en medio del gran salón, rodeado de rostros secos. Luis y Ashley retroceden sin llamar la atención. León mira a su alrededor, ahora todo lado está demasiado lejos.

—¡Bienvenido, hermano! —exclamó el Líder de los fanáticos, un hombre de túnicas rojas como la sangre y una cabeza dorada de carnero de grandes cuernos. El fuego a su lado lo dota de mayores dimensiones. La altura desde la que habla le permite imponerse.

León intenta mantenerse ecuánime.

—Por favor, acérquese —le pide el Líder.

León no se mueve.

—¿Yo? —pregunta como si quedara duda.

—Sí, usted, hermano —le responde—. Acérquese, déjese ver, y acepte nuestro "regalo".

—...No.

—¿No?

Un murmullo recorrió al séquito.

—¿Por qué no?

—Bueno... ¿Por qué yo?

—Porque se lo dice un superior —declara con voz ronca.

—... Yo creo que mejor no.

Los demás fanáticos ya están acercándose. León no se mueve.

—¿Y se puede saber por qué carajos no? —preguntó, todo vulgar, el carnero enojado.

—No sería conveniente —respondió León, ecuánime.

—¿Y eso exactamente qué significa? —el carnero alzó los brazos.

—Significa mucho dolor.

—Hermanos, descubran a ese hereje —ordenó con su uña larga—. Veamos su rostro para prohibirlo.

Cuando uno de los fanáticos intentó quitarle la capucha, León respondió con un golpe conciso en el rostro, y uno más para el siguiente más cercano.

—¿Lo ven? Les dije que habría dolor.

—¡Agárrenlo! —exclamó el carnero, avivando las llamas.

Los fanáticos se lanzaron sobre él. Dos fueron recibidos son sendas patadas elevadas. Luis y Ashley retrocedieron lentamente, pegados, mientras los desquiciados se convertían en una bola de fajos negros que iba tambaleándose de un lado a otro soltando vestigios. León les empujó y se libró, y empezó a repartir golpes en sus rostros, iguales y muertos, excepto por uno que era metálico y duro. Ese le dolió. El fanático rio sórdidamente, pero León lo calló con un poderoso puntapié en la entrepierna. Quisieron reducir su movilidad aferrándose a sus piernas, pero León les pegó buenos codazos en las nucas que los puso a retorcerse como picarones. Alguno le ganó la espalda, pero no fue difícil tirarse para atrás y estrellarlo contra un pequeño mueble de bordes dorados cuya fina madera barnizada quedó hecha trizas. Rápido, cogió uno de los candelabros largos bañado en oro y amenazó con su punta de velas llameantes. Algún caído intentaba incorporarse, solo para que Ashley le pegara con un viejo jarrón en la cabeza.

Cuando los demás volvían a la carga, y León les esperaba con ansias, agitando el rango de su arma, una voz detuvo todas las actividades.

¡Wellcome, Mr. Kennedy! —era una elegante voz chillona la que resonó en toda la estancia. Al girarse, un pequeño hombre apareció al final de las escaleras. Tenía una piel blanca y débil, y viste un empolvado traje napoleónico, el sombrero incluido. No podía ser más de metro y medio de repugnante presencia—. Lle estábamos esperando. Ojalá nuestra recepción le haya resultado... cálida. Mi nombre es Ramón Salazar.

—¿Quién eres, niño? —preguntó León.

—¡Yo no soy un niño! —gritó chillón.

Al verlo de lleno, a Serra finalmente regresaron todos los rencores de esas largas jornadas de encierro, sufriendo torturas indecibles, obligado a trabajar para ellos, como un perro con correa, deformando sus investigaciones para complacer, dando los resultados que ellos querían escuchar, inventando tonterías y aberraciones, entre noches de azotes y azotes y azotes y risas y risas y risas de niño. Empezó a caminar. Ashley intentó detenerle, sin éxito alguno, ni mayores esfuerzos.

—¡Serra! —exclamó feliz Salazar. León giró extrañado, no tanto de que le reconocieran, dentro de todo no era imposible y lo sospechaba en parte, sino que se mostrara y tanto, capucha abajo, mirada alzada—. Viejo amigo, qué bueno que haya decidido volver. No hay tiempo que perder, sabe. Empezaba a pensar que...

Serra desenfundó su Red 9 y disparó certero en la palma levantada de Salazar. La bala rompió el silencio subordinado, e hizo un agujero en la carne del pequeño. Al vérselo, la sangre empezó a brotar con un color demasiado oscuro. Gritó aterrado.

—Bien... —dijo casi sin pensar Ashley.

Serra realizó otros disparos, menos certeros, retrocediendo junto a León, que movía de lado a lado el candelabro revelando los aterrados rostros pálidos de los ocultistas, y Ashley fue a darles el alcance, posicionándose entre las espaldas de ambos hombres. El mayordomo monje guardaespaldas de rojo se apresuró a bajar la palanca que el tonto de Salazar no había usado. Bajo León y compañía se abrió una trampilla que les dejó sin piso, y, sin apenas darse cuenta, cayeron a través de una rampa curva, larga, y el único esfuerzo por salvarse, de León, el lanzar un gancho hacia alguna de las hendiduras del irregular camino, fue impedido por el peso de Ashley sujetándose a su pierna y de Luis sujetándose a su cintura.

Que al final cayeron los tres.

—¡León!

No es necesario decir quién gritó.