Marcha fúnebre

Cerca del final de la tarde, Regina llevó a Emma de vuelta a casa. Tras tantos días ausentes, la vieja casa de la familia Swan había cogido olor a polvo apoderándose de las esquinas y de los muebles. Emma pasó uno de los dedos por encima de la cómoda de fotos de la sala y su punta cambió de color. Regina miraba todo, todas las esquinas con cautela de escritora, minuciosamente, observando los detalles. Sabía cómo era la casa, aquella sala, pero era la primera vez que veía el lugar con la mirada con la que la veía hoy. Algún día, en la época en que la abuela de Emma vivía, la casa debió haber sido muy bonita. No es que ahora no lo fuera, sin embargo, todo alrededor había perdido el brillo con el pasar del tiempo. La mujer sabía ver cuando el barniz de la madera pierde su brillo por la humedad, y en una ciudad como Mary Way Village, donde la temperatura castigaba incluso a quien se preparaba durante todo un año para un invierno riguroso, no había barniz que lo soportara. En realidad, sabía que la joven se sentía decepcionada por no poder encargarse de su propia casa, y era lo que estaba demostrando en esos momentos, abriendo las cortinas y mirando hacia el jardín, que no había muerto solo porque David siempre iba a salvarlo de los descuidos de Emma.

Regina se acercó, tocó los hombros de la muchacha, apartó los cabellos largos de su nuca para dejar un cálido beso en su piel. La joven se estremeció, sintió un escalofrío, pero agarró las manos de Regina que pretendían descender por su cuerpo con segundas intenciones. Emma aún se sentía mareada por los efectos del acto sexual mantenido esa mañana. No tenía una amplia experiencia, pero sentía que su pasión era retribuida, y Regina estaba enamorada de ella. Emma había dejado marcas en Regina, así como Regina había dejado las de ella en Emma aquella mañana y de una manera que la joven no lograría olvidar. No se perdonaría si perdiera a la mujer de su vida otra vez, aunque hubiera dicho que no quería ser la amante. Se preguntaba, con irritación, por qué había encontrado la hoja perdida en el cuarto del hotel, cuando todo lo que estaba viviendo podría nunca haber sucedido. ¿Acaso se lo merecía? ¿Sería prudente que una mujer como Regina se tirara a sus pies y aceptara una aventura con una desconocida? A la vez que la vida comenzaba a tener sentido para ambas, Emma tenía miedo de que esa felicidad gratuita fuera una trampa.

En otros momentos, sentía vergüenza por haber sido tan incisiva con Regina. Daba miedo de lo natural que era. En sus libros, las mujeres se enamoraban de otras después de haber descubierto una traición. Percibía en ella misma ese esquema de los personajes de la sra. Mills, muchacha más joven que la protagonista, sin familia, que se obnubilaba con las promesas de amor de la mujer de más edad de voz aterciopelada.

De cualquier modo, Mills no era la protagonista de un libro, era real, desgraciadamente hermosa y seductora. Sería imposible no entregarse.

‒ Sé cómo te sientes‒ dijo Regina‒ Pero vamos a encargarnos de esta casa, quiero ayudar.

Emma se giró hacia ella.

‒ No, no me ayudes en algo que solo yo puedo hacer. Huí, dejando esta casa abandonada y no podía esperar menos que moho y polvo. Debería tener más cuidado con las cosas de mi abuela, solo me estoy agarrando al hecho de que un día vuelva Ingrid y vea cómo está de sucia la casa y se decepcione para marcharse de una vez para siempre.

‒ Aunque eso suceda, este lugar, esta casa, es tuya también, Emma. Incluso hasta más que de tu madre. A tu abuela le gustaría que la cuiadases mientras estés aquí.

‒ ¿Crees que mi abuela estaría triste conmigo por ser tan descuidada?‒ preguntó Emma

‒ Allí donde esté, quizás. Pero sigue amándote y protegiéndote, con seguridad. Y algo me dice que ella quiere que yo te proteja desde aquí.

Eso consoló el corazón preocupado de Emma. La muchacha encontraba razón en las palabras de Regina, y no podía negar que quería ser protegida por ella. Dejó las dudas sobre la mujer de lado y volvió a entregarse a aquel sentimiento que brotaba de las dos.

Se abrazaron y se quedaron mirando cómo el atardecer caía sobre las plantas del jardín hasta oscurecer por completo.

Regina pasó la noche con Emma. Y no solo la noche, sino mitad del día siguiente, olvidándose completamente de Daniel. Ella y la muchacha se encargaron de la casa, se prepararon para almorzar cualquier cosa con lo que había en los armarios, y más tarde la escritora buscó inspiración para escribir algo. Hacía mucho tiempo, días, que no tocaba las teclas del ordenador para seguir con Íntimamente. Algo comprensible después de la desaparición de Emma, pero ahora sentía la necesidad y la falta de expresarse aunque fuera en un trozo cualquiera de papel. Encontró un cuaderno viejo en el mueble de la sala y un bolígrafo, que de poco uso estaba casi seco.

Consiguió que volviera a pintar tras garabatear varias veces en círculos en la última hoja del cuaderno, mientras echa de vez en cuando una ojeada a la bella durmiente en el sofá. Y, mirando hacia ella, durmiendo un sueño tranquilo y sin culpas, tapada con los colores del cobertor, Regina finalmente encontró la inspiración.

Hay un lugar en mi alma solo para ella, donde busco incesantemente encontrarla cuando estoy perdida. Si no la encuentro, la vida suena vacía, el gusto es amargo y la tristeza colorea mis días con nubes negras. Es como absorber todas las desgracias del mundo, y vivir condenada para siempre sin un día de paz. Sin embargo, cuando la encuentro, el sol vuelve a brillar, lo dulce vuelve a apoderarse de la saliva y escucho palabras de amor.

Mi búsqueda por ella nunca terminará. Ella está dentro de mí, ora en silencio, escondiéndose, ora sonriendo y viviendo, enseñando la belleza de los detalles, amándome como si fuera sencillo.

‒ ¿Qué escribes?‒ preguntó Emma

Regina se dio cuenta de que la observaba.

‒ Algo sobre ti‒ alzó los ojos del papel.

Emma se sentó, recolocándose la manga de lana sobre el hombro.

‒ ¿Quieres leérmelo?

‒ Sí, pero que sepas que aún no está acabado.

Entonces, sencillamente, ella me enseña a amar y a sentir sensaciones sin nombre. Y por sentirla tan mía, la guardo en el fondo del pecho y vuelvo a buscarla siempre que quiero amarla.

La muchacha necesitó aire, contuvo una sonrisa bobalicona y llamó a Regina con la mano para que se acercara.

La mujer soltó las hojas sobre la mecedora y se arrodilló frente a Emma, envolviendo a la joven en un abrazo nostálgico. Emma sabía que había llegado el momento.

‒ Bésame. Necesito sentir tu boca en la mía antes de que te vayas.

‒ Prometo estar de vuelta antes de que te dés cuenta‒ subió la mano por su nuca, la pasó por debajo del pelo e introdujo los dedos dentro de los mechones. Podía ver la delicada silueta de su boca, ahí cerca, pidiendo ansiosamente un regalo de despedida. Pegó la suya a la de la joven y sus lenguas se enlazaron. Solo se detuvieron cuando faltó el aliento.

‒ No quiero que prometas, quiero que vengas‒ Emma jadeaba.

El "hasta luego" era su mayor enemigo, por eso no hablaban nada mientras Regina se quitaba el viejo vestido de Emma y se ponía sus ropas elegantes. Emma sentía los ojos de la mujer posarse en ella como una caricia antes de que esta cruzara la puerta y volviera a la mansión, cinco casas antes. Sabía lo que ella diría si hablaran antes de salir, y la respuesta estaba en la punta de su lengua.


Completamente destrozado, Daniel punteaba las teclas del piano que hacía años que no tocaba. Se lo debía a la enfermedad. Se olvidó de los objetos más valiosos que tenía a disposición, incluso del piano que su esposa le había regalado ocho años atrás. También se había olvidado del motivo por el que se lo había regalado, y hoy, sentado en la banqueta, mirando las bellas teclas de marfil, había encontrado la manera de recordar. El sonido de la marcha fúnebre se escuchaba desde la calle, y por un momento Regina pensó que aún estaba escuchando algunos de sus cds de música clásica. Pero era el propio Daniel siguiendo los recuerdos de lo que sabía tocar. Música triste, fuerte, de aquella que intrigaba a hasta los más duros. Poco a poco, halló el ritmo y los dedos saltaban de una nota a otra con la misma habilidad de otros tiempos. Se paró cuando se dio cuenta de que la esposa estaba allí.

‒ ¿Es bonita, no, querida?‒ preguntó, sin mirar hacia atrás

‒ No has terminado de tocarla‒ balbuceó ella

Él se giró lentamente, ofreció a la mujer una sonrisa febril que Regina solo entendió cuando vio la botella de vino sobre la mesa.

‒ Una pausa para ver a la mujer de mi vida‒ otra vez la sonrisa, y ya parecía flaquear ‒ Marcha fúnebre para una vida que se acaba.

Regina sacudió la cabeza.

‒ Lo siento mucho, Daniel

Él fijó su mirada en un punto cualquiera, pensativo

‒ Marcha fúnebre par aquel que está muriendo‒ volvió a mirar hacia ella

Regina se acercó a él, siempre muy seria y entendiendo que había bebido un poco más de la cuenta, debía estar decepcionado con ella después de la conversación y las verdades dichas.

Ella no quería, pero tocó su hombro, apretándolo. Daniel tomó su mano entre las de él y miró los finos dedos, ella ya no llevaba puesta la alianza de boda.

Regina retiró, temblorosa, la mano, y vio una lágrima resbalando por el rostro del marido.

‒ Lo siento mucho…‒ susurró

‒ Solo me gustaría entender por qué ahora. ¿Por qué esto pasó justamente cuando siento que la vida me ha sido devuelta? De ahora en adelante no hay razón para vivir. No parece justo.

‒ Si hubiera pasado antes, te habrías muerto de disgusto. Juro que no ha sido intencionadamente, ha habido muchos momentos en que he intentado volver a amarte como al comienzo. Pero, me di cuenta de que ya no me gustaba a mí misma, no me gustaba la mujer en que me había convertido. A ti te puede parecer que me he pasado este tiempo solo esperando tu recuperación para sentirme libre de decirte todas las verdades, sin embargo, Dani, llegó el momento en que no podía ser deshonesta conmigo misma.

Daniel quedó desolado. Entonces era verdad que su mujer ya no lo amaba. Había perdido lo que más sagrado tenía en la vida. Ella, su trofeo más hermoso, mayor que cualquier premio por sus cuadros y reconocimiento.

Con un suspiro, él asintió, volviendo a pensar en sus deseos de morir, pero creyó, por breves segundos, que todo eso no era más que un castigo por el pasado que venía a cobrar su precio. Y quizás, se lo merecía. Algo en la mirada de ella se mantenía firme, un brasa encendida en su brillo, una marca de alguien dentro de ella. Sabía que había alguien.

‒ ¿Quién es él, querida? ¿Puedo, al menos, saber cómo se llama?‒ Daniel preguntó, preparado para el golpe, en caso de que ella lo confirmase.

Regina se asustó.

‒ ¿Él quién?‒ frunció el ceño

‒ El hombre a quien amas. Hay otro, ¿no? Alguien mejor que yo, más joven, más interesante…‒ decía, frío

Ella intentó cambiar de tema.

‒ Daniel, no pienses tonterías, ¿ok? Has bebido demasiado. Tengo la impresión de que hoy no te has tomado la medicación.

Él la atrapó antes de que se alejara.

‒ No te hagas la tonta. Hay alguien, lo sé, en caso contrario no habrías pasado un día entero fuera de casa. No sirve de nada decir que has pasado la noche en casa de la vecina del final de la calle a causa de la lluvia, tu mirada, tus maneras, todo dice otra cosa.

Regina apretó los labios, encontrando un aliado en el miedo que sintió del marido en esos instantes. Él se levantó delante de ella. Se miraban cara a cara, muy cerca, serios, pero Regina comenzaba a flaquear, y su rostro expresaba confusión.

‒ Perdón‒ dijo ella, soltando el aire por la boca.

Daniel miró fijamente su boca abierta, la echaba de menos , así como sus besos llenos de deseo escondido de la época en que eran novios. Cerró los ojos y recordó cómo la había conocido: ella aún tenía el pelo largo, la sonrisa ancha y el cuerpo ardiente. Entonces, cambió de escena y recordó la boda, la iglesia, ella, acercándose al altar con el vestido tan deslumbrante y los juramentos de amor antes del tan temido "sí". Después, la noche de bodas, todo el champán, la calma desabotonando el vestido y verla desnuda, hermosa, fragante, ardiente. El tiempo voló de nuevo en su cabeza, ahora estaban cinco años después de la boda, había abierto una carta recibida de algún lugar de Maine y buscó a Regina que se estaba preparando para meterse en la cama con un camisón de seda y la sonrisa apetecible de aquella hora de la noche. ¿Cuándo había perdido a aquella Regina? Cuando abrió los ojos, ella aún estaba frente a él, amedrentada, lo notaba.

Descendió su boca hacia la de ella y la abrió un poco, ofreciendo un beso.

Fue la vez de Regina para cerrar los ojos, pero sin embargo lo que veía no eran escenas de su matrimonio, o del pasado, era a Emma, el último beso que se habían dado. Y Regina intentó esconder el alivio al recordar a la muchacha antes de besar al marido. Abrió los ojos, sintió los labios de él pegados a los suyos, pero no devolvió el beso. Respetuosa, apartó su barbilla de la suya, y lo dejó.

Se detuvo antes de salir, recordando un detalle importante.

‒ A partir de hoy, dormiré en el cuarto de invitados. Será mejor para los dos de momento‒ dijo, sin esperar respuesta de él. En realidad no era necesario.

Y Daniel se quedó allí, viendo cómo ella desaparecía, escuchando de fondo el ruido seco de sus tacones subiendo por las escaleras.


Regina subió a su cuarto para buscar ropa en el armario y en las cómodas. Llevó todo lo recogido al cuarto de invitados, que ahora sería el suyo mientras la situación con Daniel se resolvía. El cuarto de invitados no era tan cómodo. El sol no daba mucho en la ventana, no había cortina, y la cama no era de matrimonio. Sin embargo, Regina se conformaría en pasar las noches allí cuando estuviera en la mansión y no con Emma. De esa manera, no le daría oportunidades a Daniel para intentar una acercamiento, para buscarla en la cama, y que ella acabara cediendo. Aquella noche se acostó tarde, reflexionando sobre su matrimonio. ¿Qué habría sido de ella si nunca se hubiera casado con Daniel? Quizás fuera la profesora de literatura que tanto había soñado, pero en cambio jamás habría sido la escritora de best-sellers que era hoy, no habría ido a parar a Mary Way Village ni conocido a Emma.

Se quedó dormida poco después de decidir que solo pensaría en la muchacha, imaginando las escenas de su libro, Íntimamente, volviéndose reales con ella.


Dispuesta a regalarle a Emma algo sencillo, pero al mismo tiempo simbólico, Regina se acercó a la joyería a la tarde siguiente. Había pasado todo el día alejada de Daniel en su propia casa, y avisó a Belle de que le dijera que no la esperara para cenar esa noche. Al llegar a la joyería, fue atendida por una señora que enseguida reconoció del evento en el centro cultural días antes. Pero, la escritora evitó el tema, y se centró en su objetivo, pidió una sugerencia de regalo para una persona joven.

Escogió una cadena de plata, lo más simple que podía encontrar en la tienda, y que sabía que Emma aceptaría con brillo en sus ojos. Sacó la tarjeta de crédito, y notó la sombra de alguien detrás de ella en esos momentos.

‒ ¿Renovando el equipamiento de su belleza, sra. Colter?

Allí estaba el alcalde de la ciudad, el señor Leopold White, realmente encantado al haberse encontrado a Regina. Mera coincidencia.

‒ Oh, ciertamente, señor alcalde. ¿Cómo está?‒ella se giró, para saludarlo con un apretón de manos, sonriendo cordialmente.

‒ Ahora mejor‒ él apretó la mano de ella, pero su gesto fue un poco más elegante, al alzar su mano hacia su boca y dejar en ella un beso.

Regina se sonrojó, sin saber qué hacer. Retiró lentamente la mano.

‒ ¿Cómo se siente tras lo sucedido la noche de la exposición? No tuve noticias tras lo ocurrido‒ sus palabras sonaban exageradamente cordiales en su opinión. Había un interés enorme en su mirada, ella se había dado cuenta de eso desde el día en que lo había conocido en su despacho.

‒ Muy bien, señor alcalde. No fue nada, solo un malestar repentino.

‒ Quedo feliz en saberlo‒ puso una expresión dramática ‒ ¿Le importaría si me resuelve una duda?

Regina señaló que no.

‒ En absoluto

‒ ¡Qué bien! Es solo una opinión sobre una joya que quiero regalar a una mujer muy especial. Aprovechando que la he encontrado, me gustaría que me ayudara. Si usted fuera a recibir un regalo de su marido, ¿qué joya de esta tienda le gustaría que le regalasen? No tenga en cuenta el precio, sra. Colter, puedo comprar cualquier producto de esta tienda, incluida la tienda.

La sra. Mills se sintió intrigada. Miraba al hombre, se apartaba de su coqueteo, pero aún así, se sentía incómoda con su pregunta.

‒ Muy bien, esa de allí‒ señaló un collar de oro y perlas, a su lado, en el mostrador. No lo había elegido al tuntún, había pensado en comprarlo para Emma, pero ella se negaría a que le diera algo tan caro. Al hombre le pareció gustarle la elección, sorprendido con la rapidez de la escritora.

‒ Es bello. Tiene buen gusto, sra. Colter.

La forma en que su boca pronunciaba el apellido de su marido la irritaba.

‒ Lo intento, señor alcalde. Ahora, si me permite, tengo que irme.

‒ Sí, por supuesto. Siempre es un placer verla‒ él le sonrió de oreja a oreja, una sonrisa de satisfacción, y Regina tuvo miedo.

Ella asintió.

Cogió su regalo y salió de la tienda con la bolsa en las manos, notando la mirada del hombre en su cuerpo durante todo el rato, tan intensa como un mal presagio.