El regreso de una conocida

En el mirador de lo alto del parque, donde temprano esa mañana Regina había decidido llevar a Emma para hacerle un regalo, las señales de la próxima primavera distraen a la escritora, arrebatándole la ansiedad. Regina estaba atenta en el camino que llevaba a la entrada del mirador, sus oídos se inundaban con el sonido de los árboles balanceándose al ritmo del baile de los vientos. ¿Y si Emma no aparecía? ¿Y si ella ha tenido algún problema en casa? ¿Y si se había olvidado de la cita marcada? Parecía mejor prestar atención al ruido de los árboles e imaginar una bonita escena para Íntimamente que torturarse con las dudas, pero el amor tenía eso, ¿no? La pasión dudaba hasta de lo obvio.

Cuando se levantó del banco, se dio cuenta de que estaba ansiosa como nunca en la vida. Sacó la pequeña cajita de regalo de dentro del bolsillo del largo abrigo y la miró, pensando en la reacción de Emma al recibir la gargantilla de plata. Como mínimo iba a gustarle. Regina sonrió involuntariamente y lo notó cuando sintió la fuerte presencia de alguien a sus espaldas.

Emma sonreía incluso antes de que Regina se girara para verla. La una caminó hacia la otra, tocándose inmediatamente, envolviéndose en un abrazo interminable, sus rostros, como la seda, acariciándose.

‒ Explícame una cosa‒ pidió la joven, rozando su mejilla en la de la mujer, como un gato mimoso.

‒ Todas las cosas del mundo si pudiera‒ la sra. Mills sonrió con los ojos cerrados y con una satisfacción que henchía su pecho.

‒ ¿Por qué esto es tan bueno? Me siento tan feliz cuando te veo.

‒ Yo también, y la explicación la encuentras cuanto más sientas.

Se miraron, y Regina la besó sin prisa.

‒ Tengo algo para ti‒ dijo, interrumpiendo el beso para enseñarle el regalo ‒ Date la vuelta

‒ ¿Qué es esto? Tú…¿No es algo de valor, verdad, Regina?

La mujer no respondió a la preocupación de la muchacha y sacó la gargantilla de la caja, y se la colocó al cuello mientras ella se agarraba el pelo en lo alto.

‒ Tiene valor, valor sentimental.

Emma se giró, tocando el metal de la gargantilla. Era delicada, fina y apenas se la notaba rozando la piel del cuello. Brillaba un poco cuando la luz del sol golpeaba en ella.

‒ Una gargantilla‒ la muchacha sonrió, girándose y colgándose en Regina ‒ ¡La encuentro preciosa! Gracias‒ se lo agradeció con un nuevo beso para nada prudente.

Si pudieran se quedarían besándose todo el día, agotando cada músculo del cuerpo con la lujuria que los besos provocaban.

‒ Sospeché que no te iba a gustar recibir algo caro, así que la gargantilla fue mi mejor opción‒ dijo Regina, desprendiéndose de los labios de la muchacha por un momento.

‒ Menos mal que sabes que nunca aceptaría algo que pase de cincuenta dólares. Es más, cincuenta ya es mucho para gastarse en mí.

Regina la miró, deseándole decir una cosa que seguramente la muchacha ya había leído en alguno de sus libros, o escuchado en alguna película romántica.

‒ ¿Crees que cincuenta dólares es mucho por ti? Pues deja que te diga una cosa, por ti pagaría con mi vida, y ciertamente vale más que cincuenta dólares.

La joven agarró el cuello del abrigo de la mujer para atraerla hacia ella y rió.

‒ Tu vida vale millones, todo, el infinito‒ Emma sonó animada.

‒ Siendo así, tú vales lo mismo‒ Mills la levantó en sus brazos y giró con ella, riendo de esa alegría espontánea que sentían.

Se dirigieron a observar la vista de la ciudad desde lo alto. Mary Way Village se resumía en dos cosas: la costa y la torre del reloj. El resto de la ciudad estaba formado por los edificios sosos de la calle principal. Nunca había sido una ciudad de catálogo, e incluso los días de entre semana era terriblemente tranquila. Emma le contó a Regina la historia que conocía de la torre del reloj y de cómo los habitantes habían hecho de la antigua aldea de pescadores una humilde ciudad. En ese momento, Regina descubrió que la familia Swan había crecido prácticamente toda en la pequeña ciudad, y eso la impresionó. Desde allí arriba no veían el movimiento en las calles. Sobre la ciudad se veía una niebla, como si aquella hiciera que el tiempo se detuviera. Quizás fuera por eso por lo que Regina sentía que los días pasaban lentamente si no estaba con Emma, aunque pasara buena parte de las horas escribiendo, y cuando lo hacía, nunca sabía el momento en que iba a parar. Tras escuchar lo que Emma le había narrado, Regina notó en las palabras de la muchacha un rencor enraizado. No sabía si se debía a Ingrid o al hecho de que la gente de Mary Way Village no la apreciaba solo por ser su hija, pero había algo que mudaba la voz de Emma, más de lo que ella misma se daba cuenta.

‒ Mary Way Village tiene de todo para ser la mayor ciudad de Maine, a no ser por la política‒ dijo la muchacha.

‒ La política ha acabado con muchas ciudades, e incluso países, Emma‒ Regina notó que su amante suspiraba profundamente ‒ Tengo la impresión de que si esta ciudad creciera demasiado, tú no serías esta muchacha tan…digamos, diferente.

Emma se giró en sus brazos.

‒ ¿Y cómo sería? ¿Más alocada? ¿Sería más interesante? ¿La gente no me juzgaría por mi apariencia?

‒ Sí, ciertamente nada de eso habría ocurrido, pero lo que quise decir es que no serías la Emma que he conocido.

Ella se cruzó de brazos.

‒ Entonces no te habrías enamorado de mí

‒ Creo que no. No como lo estoy pensando, al menos.

Emma se quedó callada.

‒ Puedo entender que quieras marcharte de aquí un día, y espero que sea conmigo, pero en el fondo parece que te gusta haber nacido y crecido en esta ciudad.

La muchacha puso morritos, después apretó los labios.

‒ Quiero salir de Mary Way Village, pero ella no quiere salir de mí.

Regina la atrajo hacia ella e hizo que apoyara su cabeza en su pecho.

‒ Cuando conozcas otros lugares, finalmente entenderás.

‒ No quiero pertenecer a ningún otro lugar que no sea aquí, aquí mismo‒ Emma susurró acariciando la zona izquierda del pecho de Regina.

Y se dieron calor, juntas, mientras observaban la niebla sobre la ciudad.

De regreso, descendieron el camino y encontraron el coche a la entrada del parque. Regina comprobó si alguien las había visto, pero no había sombra alguna cerca. Cuando entró en el coche y se sentó, no sabía si estaban totalmente seguras encontrándose en el mirador. Emma la miró y apretó su mano sobre la de ella en el volante.

‒ No te preocupes, a esta hora la gente que viene al parque está en el colegio. Nadie viene tan temprano, aún menos en el mirador, queda lejos.

Regina asintió con una tímida sonrisa. Arrancó el coche y abandonaron el parque en pocos segundos, volviendo a la carretera que las llevaba de nuevo al centro. La joven no quiso prestar atención al hermoso camino de árboles a orilla de la carretera solo por mirar a su amada a su lado, concentrada en la carretera que tenía delante, con la mirada tensa, que normalmente adornaba su rostro pálido. Emma apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y sonrió, sonrió ampliamente hacia la mujer que amaba mientras la observaba conducir, esperando ser notada antes de que la carretera acabara y traspasaran el cartel de bienvenida a la ciudad. No le gustaba ese silencio brusco, cuando Regina no respondía a sus pedidos, pero Emma estaba dispuesta a romper el hielo que algún pensamiento aterrador había hecho crecer en Regina, y encendió la radio del coche, cazando cualquier emisora que pusiera una canción adecuada. Encontró una música familiar y la dejó sonar, volviendo a apoyar la cabeza en el respaldo. Emma comenzó a cantar con los labios cerrados, y la mujer extendió la mano hasta el botón del volumen. En vez de bajarlo, como la joven imaginaba que iba a hacer, Regina lo subió hasta el tope.

Sígueme hasta los brazos de la noche

Con el volumen al máximo, ambas comenzaron a cantar. En un momento, se estaban mirando y repitiendo el estribillo juntas.

Nueva vida nació del deleite de quien ama

Regina pasó por una curva y Emma abrió la ventana de su lado para cortar la brisa con un brazo extendido hacia afuera. Los cabellos castaños volaban con ella mientras bailaba en el asiento y la sra. Mills conducía marcando el ritmo con las manos en el volante.

Allí vamos a escondernos, contigo a mi lado

Emma apagó la radio cuando la canción acabó y se dio cuenta de que ya habían pasado el cartel de Mary Way Village hacía dos minutos. Cruzaron la costa, pasando por delante de la floristería de los Swan y después cerca del Hotel Hopper. Regina detuvo el coche algunos metros más adelante, en un lado de la avenida. Miró a la joven, después hacia los lados, y por los retrovisores, y de nuevo a ella.

‒ ¿Qué te gustaría que llevara para cenar hoy?

Swan se mordió el labio inferior.

‒ Estaba pensando en hacer mis macarrones, te lo prometí hace días.

‒ Vamos a hacer algo diferente. ¿Qué tal si pedimos pizza?

‒ ¡Qué excelente idea! Diferente, después de todo. Me apunto.

‒ Hecho‒ Regina soltó el cinto y se acercó al rostro de la joven, mirando de nuevo por las ventanas para ver si estaban seguras.

Emma se dio cuenta, y un largo suspiro regresó

‒ Regina‒ dijo ella, poniendo una de sus manos en la mejilla maquillada de la escritora ‒ Sé que tienes miedo de que nos vean juntas, pero cuánto más te preocupes, más señales darás

La sra. Mills tomó aire

‒ Tienes razón‒ miró a Emma ‒ Perdóname, intentaré no estar tan recelosa.

‒ Si nos vemos a horas adecuadas en sitios adecuados, nadie podrá decir nada, y si alguien nos ve juntas, la respuesta es fácil: una buena vecina amiga de otra.

‒ ¿Qué tipo de vecinas y amigas son esas que se besan cada vez que se encuentran?

‒ Amistad colorida, ¿nunca lo escuchaste?‒ Emma hizo un gesto con la mano. Le dio un beso en la punta de la nariz y después en la boca hasta el momento en que el reloj de muñeca pitó avisando de que eran las nueve de la mañana ‒ Te espero esta noche y lleva ropa para dormir.

Cuando Emma bajó del coche, la brisa del mar entró por la puerta como un invitado indeseado.

‒ Por si no recuerdas, no necesito ropa para dormir contigo.

Emma se apoyó en la ventana del coche.

‒ Lo sé, solo quería conocer tu reacción cuando lo sugiriera.

Sonriendo, lanzó otro beso al aire, se dio la vuelta y atravesó la avenida sin tener que mirar hacia los lados. Regina la vio caminar por la acera del Hotel y entrar. Podía marcharse a casa y rezar para que las horas volaran hasta la noche, si la maldición del tiempo en Mary Way Village decidiera ser amable con ella.


Más tarde, al finalizar el día, Daniel estaba sentado en una cómoda silla en la sala de estar, dejando que la estancia se oscureciera mientras iba anocheciendo y escuchaba su música clásica preferida ― Chopin, Tchaicovsky, Mozart― cuando la sed y el deseo de saciarla comenzó a arañar su garganta.

‒ Tráeme el vino portugués‒ dijo

Belle estaba al lado de la puerta. Llevaba puesta su ropa de empleada, un conjunto negro y blanco que hacía días que no veía una mancha de aceite de la cocina. Todo lo que Daniel y Regina pedían cabía en una bandeja, la disculpa de la mujer para estar comiendo poco era que había empezado un régimen. Daniel no necesitaba decir nada, ni Regina si no quería. Belle no era estúpida, todo lo contrario, su sexto sentido iba mucho más allá de entender por qué la pareja ya no almorzaba ni cenaba junta. Y cuando Regina le pidió sábanas limpias para el cuarto de invitados, tuvo la certeza de sus sospechas.

‒ Me pidió que le recordara los medicamentos‒ dijo Belle

Daniel movió los ojos hacia un lado y no dijo nada. Belle comprendió que tenía que ir a buscar el vino. Volvió rápido con una copa en la mano derecha y la botella en la mano izquierda. Le sirvió a su patrón y se quedó de pie a su lado, esperando una nueva orden, pero el hombre se quedó callado, sorbiendo la bebida con la lentitud de un catador.

‒ Disculpe si estoy siendo entrometida, señor, pero ¿no cree que ya ha bebido mucho vino en los últimos días?‒ Belle no contuvo su lengua, seguía su sexto sentido, previendo una recaída fatal de su patrón, tarde o temprano.

‒ Sí, ciertamente he bebido mucho. Me gusta más el vino que el zumo de uva, es más terapéutico, en mi opinión‒ respondió con amabilidad.

‒ ¿Más terapéutico que los medicamentos que debía tomar para recuperarse de la enfermedad?

Él se secó el dedo mojado de la copa en los pantalones, se giró hacia ella y explicó

‒ La medicación inhibe el dolor, la debilidad, hasta el miedo de vez en cuando, en cambio el vino inhibe todo eso y me deja en paz en mi propio mundo. Ahora puedo entender a Regina, ella siempre supo cómo entrar en sus mundos, aunque sin la ayuda del vino. Es bonito, está bien vivir en un mundo sin defectos, con quien se ama, vagando por ahí sin rumbo. A ver si fue por eso que mi esposa se perdió y ya no consigue regresar. Ya no ama vivir en este mundo real, quiere encontrar lo que lleva viviendo durante años en su mente‒ Daniel no decía nada con sentido. Las palabras sonaban a una reflexión profunda y al mismo tiempo vacía. Intentaba, de todas las maneras, encontrar una explicación para el término de su matrimonio. Ni Belle conseguía entender lo que él decía, sentado como un rey en un trono de madera, alzando en un brindis la copa de vino de Porto hacia los súbditos tras un hermoso discurso.

Sin saber qué decir, la muchacha se mantuvo de pie a su lado cuando el teléfono en la otra estancia sonó. Ella fue a cogerlo inmediatamente. Volvió a la sala y llamó a su patrón.

‒ Es del ayuntamiento, señor, el alcalde quiere hablar con usted‒ dijo ella, agarrando el teléfono sin cables en sus manos.

‒ Pregunta qué quiere‒ el pintor dio un sorbo

‒ Asunto personal, señor

Daniel puso cara de fastidio. Extendió la mano pidiendo el teléfono. Belle se le dio y en tres segundos se apartó.

‒ Sí, señor alcalde, ¿a qué debo el honor de su llamada?


‒ Agradezco la comprensión, sr. Colter. Esperaré ansioso su respuesta. Que tenga una buena noche‒ Leopold colgó el teléfono con expresión de quien quiere cantar victoria antes de tiempo. Tenía un plan en mente, una idea loca que se le había pasado por la cabeza desde el primer día que había puesto sus ojos en Regina Mills, la esposa del famoso pintor que vivía en su ciudad.

Gold, al lado de la mesa, siempre de pie como un buitre al acecho de los restos mortales de alguna historia que llenara sus bolsillos, parecía dispuesto a ayudar al amigo a saber más sobre la escritora. Había sido él quien le había dado la idea para que los invitara a una cena y hacerle una oferta a la mujer.

‒ ¿Qué ha dicho?‒ preguntó Gold

‒ Ha comentado que hablaría con la esposa y me llamaría lo antes posible‒ el alcalde se levantó de la mesa y caminó hasta el pequeño bar sobre la cómoda en otra esquina del despacho ‒ Si no estoy equivocado, ese matrimonio cuelga de un hilo, Gold. Será más fácil de lo que pensábamos.

‒ No hay nada que una buena conversación y algunos miles de dólares no hagan para que una mujer cambie a su marido y una vida sosa por una aventura llena de lujuria con un hombre enamorado‒ completó Gold.

‒ Quizás necesite gastar algo más de lo previsto. Regina no parece ser el tipo de mujer que sea fácil de agradar. Me he dado cuenta de que viste bien, es muy vanidosa y no se contenta con poco. Dudo mucho que la gargantilla que la vi comprar la semana pasada sea para ella, era el artículo más sencillo de la joyería‒ preparó dos copas. Una para él, otra para Gold.

‒ ¿Y a quién le daría un regalo tan sencillo? Que yo sepa, no conoce a nadie en la ciudad

Leopold White quedó intrigado.

‒ Es verdad‒ le entregó la copa al amigo y se quedó la otra, que llevó a sus labios ‒ Mira a ver si puedes descubrir lo que ha hecho la sra. Mills y si hay alguien en medio del camino. No quiero correr riesgos, me entiendes, ¿no?

‒ Claro que entiendo. Y si esa mujer tiene alguna historia que aún no conocemos, vamos a descubrirla.

‒ Una historia fuera de sus novelas, si me permites que te corrija, querido amigo‒ Leopold anduvo por el despacho

Gold no tuvo que abrir la boca para sonreír perversamente.


Una noche más, Regina salió de la mansión sin pararse a hablar con el marido. Había estado la tarde entera encerrada en el despacho y había encontrado el momento oportuno, entre el comienzo de la noche y la hora de su baño, para ir a visitar a Emma. Tuvieron un rato para charlar antes de que llegara la pizza cuatro quesos, y casi de madrugada, como otras tantas noches, tras el baño de agua hirviendo, la muchacha llevó a Regina a la cama y comenzaron una lucha para ver quién se quedaría encima. Retomaron la conversación de antes relajadas en la cama. Las manos de Emma circulaban lentamente por los hombros, sobre la tela del albornoz que Regina vestía. La mujer se acomodó fácilmente en el hueco que la joven le ofrecía, con algo de somnolencia como pidiendo aquel cariño para dormir. Su voz se hacía cada vez más ronroneante, suave y eso producía en Emma una sensación de modorra, como cuando hacían el amor. Un día, Emma entendería que todo lo que sentía por Regina tenía una energía única y quizás fuera la única razón por la que vivir.

‒ Él no me habla‒ Regina hablaba sobre Daniel‒ Y yo procuro no mantener contacto, ni visual, prefiero que no sepa que estoy en casa.

‒ ¿Cuándo vais a hablar sobre el divorcio?‒ preguntó Emma

‒ He llamado a mi abogado en Nueva York y me ha aconsejado que busque a un abogado de confianza que pueda orientarme en este estado. Como nos hemos mudado a Maine, algunas leyes pueden que cambien al entrar en proceso de diorcio.

‒ Eso debería ser más fácil, no comprendo cómo tardan tanto si las dos partes están de acuerdo. Por como hablas, Daniel ya entendió que ya no hay matrimonio.

‒ No creo que se crea que ha acabado. Me buscaba por todos lados antes de aquella tarde en la sala de estar. Parecía estar de luto, decía cosas, hacía preguntas, sin embargo aún existía esperanza en su mirada. Es así cómo se gana a las personas, fue así cómo me ganó a mí, con aquella mirada de auxilio, que te obliga a sentir pena y querer ayudarlo.

‒ No seas tonta y vayas a caer de nuevo en su mirada o en lo que sea que intente para reconquistarte. Te mintió una vez, es muy capaz de hacerlo otra vez.

Regina cerró los ojos.

‒ ¿Dejamos el asunto de lado por ahora?

‒ Comenzaste tú‒ Emma invadió el albornoz y deslizó sus dedos por el brazo de la mujer, desvistiéndola, viendo cómo su piel se erizaba para ella. Tuvo ganas de besar, rozar su mejilla por el invisible vello de su espalda ‒ Está bien, creo que ya es hora de ir a dormir.

Regina abrió los ojos y se giró hacia Emma

‒ ¿Quién ha dicho que tengo sueño?

Su voz sonó como una invitación en los oídos de la muchacha, y se mordió los labios conteniendo una risa coqueta. La abrazó por el cuello y se subió al regazo de la morena, comenzando de verdad su noche.


El taxi estaba parado a unos cien metros de la buhardilla donde Mary y David vivían. El chófer esperaba una orden de la pasajera, tamborileando los dedos de la mano izquierda en la puerta del lado de fuera con el brazo sacado por la ventanilla. Iba a quejarse por estar parados allí hacía más de una hora si no hubiera recibido más por la carrera. Ella era una mujer pensativa, sentada en el asiento de atrás del taxi, mirando fijamente hacia las ventanas del piso. La floristería de los Swan era un establecimiento conocido en las ciudades vecinas de Mary Way Village, por tanto el chófer no había necesito el GPS para encontrar la dirección, y aunque lo hubiera necesitado, ella, la pasajera, conocía muy bien toda la ciudad. Tras tanto tiempo, volver definitivamente parecía aterrador. Lejos de ser el miedo a la mala fama que tenía por aquellos lares, su miedo era solo uno, el miedo que nunca había tenido en años.

Tras otra media hora de cansada espera, abrió la boca para hablar.

‒ Déjeme frente a aquella floristería.

El taxista obedeció. La ayudó a bajar, buscó su maleta en el maletero y recibió el resto del dinero que le debía.

Cuando el taxi se alejó lo suficiente por la avenida, lanzó una buena mirada a la tienda. No había cambiado mucho. Notó que David había arreglado el letrero con el nombre S-W-A-N'- S. La última vez que estuvo en esa misma acera mirando aquel letrero su hermano le había prometido resolver el problema de la S final que estaba apagada. Levantó la maleta del suelo y caminó hacia las escaleras laterales, subió los escalones sin la delicadeza de no hacer ruido a aquella hora de la noche. Vio el felpudo en el suelo, a los pies de la puerta: Bienvenido. Eso, seguramente, había sido idea de Mary Margaret, pensó. Dos golpes a la puerta y estaba hecho. Esperó dos minutos exactos hasta que David le abrió la puerta. Había despertado a la pareja.

‒ ¡¿Ingrid?!‒ dijo David, pálido de sueño, aunque mucho más de asombro.