MUGEN
Luces
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Permanezco sentado sobre la rama gruesa de un árbol que ha venido a varar a la orilla de la playa. El mar no es lo mío, el olor del océano me resulta algo incómodo, sin embargo sé lo mucho que tú lo disfrutas y nuestra hija también. No es difícil de comprobar, más aún ahora que ambas corren por la orilla del agua haciendo saltar gotas y gotas que las rodean como destellos de luces que crean una escena maravillosa de ver. Moroha te da la mano, sus tres ciclos completos de edad la hacen cada vez más consciente de aquello de le gusta.
Ahora mismo te suelta la mano y se ha agachado, el suave oleaje que toca la orilla no llega a cubrirle las rodillas. Tú me miras, te encoges de hombros y sonríes. Sé que es de enamorados pensar que te ves hermosa con el hakama recogido y atado en los muslos. No es un atuendo para el agua como aquellos que solías vestir cuando venías de tu época; sin embargo el sol de la tarde que se refleja en el agua me permite verte iluminada, diría que radiante, y aquello es hermoso de un modo que no reconoce descripción.
Ríes con ella, cuando la ves intentar capturar las burbujas de aire que crean los insectos marinos. Me vuelves a mirar y yo palmeo con suavidad el sitio a mi lado, ella está cerca y te puedes quedar junto a mí un momento.
Te sientas y buscas mi mano para enlazar nuestros dedos, mientras observamos a Moroha salpicar el agua en sus intentos por atrapar algo. Te escucho reír y tu risa suena tan clara como el agua que se mantiene bajo nuestros pies.
—Es perfecta —declaras con una sonrisa amplia que me muestra tu felicidad.
Por mucho que lo intente, es probable que no consiga contarte jamás lo increíble que es para mí ser parte de tu felicidad.
Oprimo los dedos de tu mano un poco más y entonces Moroha exclama, alza su mano y camina hacia nosotros. Viene completamente rodeada de luces de agua. Ha conseguido atrapar una caracola y quiere que la veamos. Sin embargo se le cae a menos de dos pasos de nosotros y ambos nos acercamos para ayudarla a buscar. El mar es calmo, no obstante el animalillo es astuto y se entierra.
Moroha amenaza con comenzar a llorar.
—Tranquila, pequeña —dices y me miras. Inmediatamente sé que has ideado algo.
La primera ráfaga de agua que lanzas me moja de costado.
—¡Kagome! —mi queja se reduce a la nada cuando se me escapa una sonrisa.
—Si sabes que te gusta —declaras.
No es así, pero no me importa.
El segundo ataque de gotas me da en la cara cuando intento devolverte el truco y escucho la risa que brota explosiva en nuestra hija. Sus pequeñas manos entran en el juego y me agacho para que me alcance, no sin antes empujar una buena cantidad de agua en tu dirección.
Las miro cuando te cansas y la niña vuelve a encontrar su caracola. Estas mojada y ahora huelo a océano; sin embargo las gotas de agua que danzan en el oscuro de tu pelo son como luces arcoíris que compensan todo.
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N/A
