V
—He vuelto. Podemos irnos.
Eleven, con sus manos firmemente apoyadas en las rodillas, voltea el rostro para mirar a Peter.
Y si bien la reconforta saber que él la acompaña —porque el haber huido sola, a su edad, se habría constituido en una posible sentencia de muerte—, no puede evitar la sensación de desconfianza nacida de saber de lo que Peter es capaz.
Sin embargo, decide que su mejor alternativa es actuar lo más inofensivamente posible —lo cual no debería ser particularmente difícil, considerando que Eleven, de hecho, no desea dañar a nadie, mucho menos a quien la ha ayudado durante todo este tiempo—; por ello, opta por preguntar lo primero que se le viene a la cabeza:
—¿Por qué… vinimos… aquí?
La sonrisa de Peter no se hace esperar.
—Te lo dije, Eleven —Como para ilustrar sus palabras, levanta la bolsa de tela que (ahora lo nota) lleva en su mano derecha—: necesitamos dinero para comida y otros gastos.
Eleven parpadea, confundida. Sí, claro, eso tiene sentido. Pero…
—¿Cómo supiste… de este lugar?
Una casa abandonada hace años —hecho fácilmente deducible por su ruinoso estado—, ¿y en cuyo interior aún hay algo de valor (dinero, según Peter)? ¿Cómo ha sabido sobre la casa, en primer lugar, y que aún guardaba eso? A menos que él mismo lo hubiese salvaguardado allí.
La sonrisa de Peter no flaquea ni un instante; al contrario, con una tranquilidad absoluta, camina hasta el sillón situado frente al suyo y toma asiento. A diferencia de Eleven —quien siempre ha tendido a encorvarse debido a su timidez—, su espalda se mantiene erguida en una postura perfecta. Su compostura, en aquel momento, le recuerda a la niña todos sus años como ordenanza.
—Eleven, creo que ya pasamos la etapa de desconfianza, ¿no opinas lo mismo?
Sin poder evitarlo, ella baja la vista. Sin mirarlo aún, oye su suspiro.
—Supongo que, de cierta manera, no estabas lista para lo que presenciaste hoy. Por ello te dije que me esperases, pero, bueno, aquí estamos —Su tono, si bien expresa claro reproche, no pierde en ningún momento su gentileza—. Está bien: en todo caso, eso solo demuestra que llevas en ti un instinto innato de supervivencia.
Eleven no entiende varias de sus palabras; no obstante, decide no expresarlo en voz alta. Si bien Peter siempre ha sido paciente con ella —justamente debido a eso, en realidad—, había tenido la impresión de que el ordenanza no sería capaz de causarle daño a nadie.
Y cuán equivocada ha estado.
Entonces, antes que importunarlo con repetitivos cuestionamientos, le pregunta lo que desea saber sin más preámbulo, sus ojos fijos en los de Peter:
—¿Dónde…? ¿Dónde… estamos?
—Eso está mejor; no tienes por qué temerme —ofrece Peter con su gentil tono de voz—. Si me preguntas algo, yo te responderé.
Peter interpreta su silencio como la invitación a continuar que en realidad es, y dice, sin dudar:
—Este fue alguna vez mi hogar, Eleven.
La sonrisa beatífica de Peter contrasta de manera casi ridícula contra el vívido color rojo que mancha su camisa.
