14. LA MAESTRA DE LEXA

—¿Se tomó su tiempo, verdad, Gustus? El viaje no es corto, pero tres meses de vacaciones parecen excesivos.

—Prefiero eso a entregar mercancía deteriorada.

—Algunas personas no saben lo que es la urgencia. Al fin y al cabo, sólo está en juego el destino, el mundo. No me haga caso. Debe comprender nuestra ansiedad. Estamos aquí, ante el ansible, recibiendo constantemente informes sobre el avance de nuestras astronaves. La guerra puede estallar cualquier día. Si a esto le llamamos días. Esa chica es tan pequeña.

—Pero tiene grandeza. Grandeza es espíritu.

—Instinto criminal también, espero.

—Sí.

—Hemos planificado un curso de estudios hecho a su medida. Supeditado a su aprobación, por supuesto.

—Le echaré un vistazo. No tengo la pretensión de conocer el asunto central, almirante Pike. Sólo estoy aquí porque conozco a Lexa. No tenga miedo, no voy a discutir el contenido del temario. Sólo el ritmo.

—¿Cuánto podemos decirle?

—No le haga perder el tiempo con la física de los viajes interestelares.

—¿Y respecto al ansible?

—Ya le he explicado eso y lo de las flotas. Le he dicho que llegarían a su destino dentro de cinco años.

—No ha dejado mucho para nosotros.

—Explíquele los sistemas de armamento. Tiene que conocerlos lo suficiente para tomar decisiones inteligentes.

—Vaya, nosotros también podemos ser útiles, después de todo, ¡qué amabilidad! Hemos asignado uno de los cinco simuladores para su uso exclusivo.

—¿Y los otros?

—¿Los otros simuladores?

—Los otros chicos.

—A usted se le ha traído aquí a cuidar de Lexa Wood.

—Simple curiosidad. No olvide que, en un momento u otro, todos fueron alumnos míos.

—Y ahora son míos. Están siendo introducidos en los misterios de la flota, coronel Gustus, a los que usted, como soldado, nunca ha sido introducido.

—Habla cómo si se tratara de un sacerdocio.

—Y un dios. Y una religión. Incluso los que mandamos a través del ansible, conocemos la majestuosidad de volar entre las estrellas. Veo que mi misticismo le parece desagradable. Le aseguro que su desagrado sólo revela su ignorancia, Lexa Wood conocerá también, y muy pronto, lo que yo conozco; bailará de estrella en estrella la grácil danza del fantasma, y la grandeza que haya en ella será liberada, revelada y exhibida delante del universo para que todos la vean. Usted tiene el alma de piedra, coronel Gustus, pero yo canto a las piedras con la misma facilidad que a otros cantores. Puede ir a sus alojamientos e instálese.

—No tengo nada que instalar excepto la ropa que llevo puesta.

—¿No posee nada?

—Guardan mi salario en una cuenta de algún lugar de la Tierra. No lo he necesitado nunca. Excepto para comprar ropa de paisano en mis... vacaciones,

—Un antimaterialista. Y sin embargo, está desagradablemente gordo. ¿Un asceta glotón? ¡Qué contradicción!

—Cuando estoy tenso, como; mientras que usted, cuando está tenso, evacua residuos sólidos.

—Usted me gusta, coronel Gustus. Creo que nos llevaremos bien.

—Eso me trae sin cuidado, almirante Pike. He venido aquí por Lexa. Y ninguno de los dos ha venido por usted.

Lexa odió Eros desde el momento en que hizo el transbordo del remolcador. La Tierra, con sus suelos horizontales, había sido suficientemente desagradable; Eros era imposible. Era una roca con forma de huso de sólo seis kilómetros y medio de grosor en su punto más delgado. Como toda la superficie del planeta estaba dedicada a la absorción de la luz solar y a su conversión en energía, todo el mundo vivía en habitaciones de paredes pulidas unidas por túneles que entretejían el interior del asteroide. Los espacios cerrados no eran ningún problema para Lexa; lo que le mortificaba era que todos los suelos de los túneles tenían una más que apreciable inclinación hacia abajo. Desde el principio, Lexa se vio atormentada por el vértigo cuando caminaba por los túneles, en particular los que ceñían la estrecha circunferencia de Eros. El hecho de que la gravedad fuera sólo la mitad que la normal de la Tierra no era ninguna ayuda; la ilusión de estar a punto de caer era casi completa. Además, había algo perturbador en las proporciones de las habitaciones; los techos eran demasiado bajos para su anchura, los túneles demasiado estrechos. No era un lugar confortable. Lo peor de todo, sin embargo, era la cantidad de gente. Lexa no tenía grabado en la memoria ningún recuerdo de las ciudades de la Tierra. Su idea de un número confortable de personas era la Escuela de Batalla, donde había llegado a conocer de vista a todos los que allí residían. Aquí, sin embargo, vivían diez mil personas en el interior de la roca. No estaban apiñados, a pesar de la gran cantidad de espacio dedicado al mantenimiento de la vida y a otros tipos de maquinaria. Lo que a Lexa le molestaba era estar rodeada constantemente de desconocidos. No le dejaron entablar relación con nadie. Veía con frecuencia a los demás estudiantes de la Escuela de Alto Mando, pero como no asistía a ninguna clase con regularidad, seguían siendo simplemente rostros. De vez en cuando asistía a alguna conferencia, pero normalmente recibía clases privadas de profesores que se turnaban, aunque, ocasionalmente, otros estudiantes la ayudaban a aprender algún procedimiento, pero los conocía una vez y no los volvía a ver. Comía sola o con el coronel Gustus. Su lugar de esparcimiento era un gimnasio, pero raramente veía dos veces a las mismas personas. Comprendió que la estaban aislando de nuevo, y esta vez no lo hacían disponiendo a los demás estudiantes en su contra, sino no dándoles ninguna oportunidad de entablar relación con ella. De todos modos, le habría resultado difícil entablar una relación estrecha con ellos; con la excepción de Lexa, todos los demás estudiantes estaban en plena adolescencia. Por lo tanto, Lexa se abstraía en sus estudios y aprendía rápidamente y bien. Absorbía navegación astral e historia militar como si fuera agua; las matemáticas abstractas eran más difíciles, pero descubrió que cuando le asignaban un problema que implicara jugar con el espacio y el tiempo, su intuición era más fiable que sus cálculos; muchas veces veía de golpe una solución que sólo podía demostrar tras minutos u horas de manipular con los números. Y para disfrutar, ahí estaba el simulador, el videojuego más perfecto que había jugado. Los profesores y los alumnos le enseñaron su manejo paso a paso. En un principio, al desconocer las impresionantes posibilidades del juego, había jugado sólo a nivel táctico, controlando un solo caza en maniobras continuas que le llevaran a descubrir y destruir a un enemigo. El enemigo controlado por el ordenador era tortuoso y poderoso, y cada vez que Lexa probaba una táctica, descubría al ordenador utilizándola contra ella en cuestión de minutos. El juego era una pantalla hológrafa, y su caza estaba representado por una luz diminuta. El enemigo era otra luz de color diferente, y danzaban y rotaban y maniobraban por un espacio cúbico que debía tener diez metros de lado. Los controles eran potentes. Podía girar la imagen en cualquier dirección, y por lo tanto podía mirar desde cualquier ángulo, y podía desplazar el centro para que el duelo tuviera lugar más cerca o más lejos de ella. A medida que adquiría más destreza en el control de la velocidad, de la dirección del movimiento, de la orientación y de las armas del caza, la dificultad del juego aumentaba. Podía haber dos naves enemigas a la vez; podía haber obstáculos, los escombros del espacio; tuvo que empezar a preocuparse del combustible y de las limitaciones de las armas; el ordenador comenzó a asignarle objetivos concretos a destruir o alcanzar, de modo que, para ser declarada vencedora, tenía que ignorar las distracciones y cumplir su objetivo. Cuando hubo dominado el juego con un caza, le permitieron dirigir el escuadrón de cuatro cazas. Daba órdenes a los pilotos simulados de los cuatro cazas, y en vez de tener que limitarse a cumplir las instrucciones del ordenador, se le permitía determinar la táctica, decidir cuál de los diferentes objetivos era el más valioso y dirigir su escuadrón en consecuencia. Podía tomar personalmente el mando de uno de los cazas en cualquier momento, sólo un corto espacio de tiempo, y al principio lo hacía con frecuencia; no obstante, cuando lo hacía destruían rápidamente a los otros tres cazas de su escuadrón, y a medida que los juegos se iban haciendo cada vez más difíciles, tenía que dedicar cada vez más tiempo a dirigir el escuadrón. Cuando lo hacía, ganaba cada vez con más frecuencia.

Al cabo de un año de permanencia en la Escuela de Alto Mando era una experta en el manejo del simulador en sus quince niveles, desde el control de un solo caza hasta el mando de una flota. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que el simulador era para la Escuela de Alto Mando lo que la sala de batalla era para la Escuela de Batalla. Las clases eran provechosas, pero la verdadera educación era el juego. De vez en cuando se dejaban caer por allí algunas personas para verla jugar. Nunca hablaban; casi nadie lo hacía, a menos que tuvieran algo específico que enseñarle. Los espectadores se quedaban a verla ejecutar una simulación difícil y se marchaban en cuanto acababa. Le daban ganas de preguntarles: «Qué estáis haciendo, ¿juzgándome? ¿Decidiendo si me vais a confiar la flota o no? No olvidéis que yo no lo he pedido.» Descubrió que había transferido al simulador muchas cosas aprendidas en la Escuela de Batalla. Cada pocos minutos hacía una reorientación rutinaria del simulador, retándole para no verse aprisionada en una orientación arriba-abajo o revisando constantemente su posición desde el punto de vista del enemigo. Era estimulante tener por fin tal control sobre la batalla, estar en disposición de ver cualquier punto de la misma.

Pero también era frustrante tener un control tan limitado, pues los cazas controlados por el ordenador llegaban sólo hasta donde podía llegar el ordenador. No tomaban ninguna iniciativa. No tenían inteligencia. Empezó a suspirar por sus jefes de batallón, para poder contar con que algunos de los escuadrones harían bien las cosas sin su supervisión constante. Al final de su primer año ganaba todas las batallas del simulador, y jugaba como si la máquina fuera un miembro más de su cuerpo. Un día, comiendo con el coronel Gustus, le preguntó:

—¿Eso es todo lo que puede hacer el simulador?

—¿Qué es todo?

—Como juega ahora. Es fácil, y el grado de dificultad no ha aumentado desde hace tiempo.

—Oh.

Gustus parecía desinteresado. Pero Gustus siempre parecía desinteresado. Al día siguiente, todo cambió. Gustus se fue, y en su lugar dieron un compañero a Lexa. Estaba en la habitación cuando Lexa se despertó por la mañana. Era una mujer vieja, sentada en el suelo con las piernas cruzadas. Lexa la miró con expectación, esperando que hablara. No dijo nada. Lexa se levantó y se duchó y se vistió, dispuesta a dejar que la mujer se mantuviera en silencio si quería. Hacía tiempo que había aprendido que cuando pasaba algo inusual, algo que formaba parte del plan de alguien y no del suyo, descubría más información esperando que preguntando. Los adultos casi siempre perdían la paciencia antes que Lexa. Todavía no había empezado a hablar cuando Lexa había terminado su arreglo personal y se dirigía a la puerta para salir de la habitación. La puerta no se abrió. Lexa se dio la vuelta hacia el hombre sentado en el suelo. Aparentaba unos sesenta años, con mucho la mujer más vieja que había visto en Eros. Tenía el pelo canoso cortado a cepillo. Su cara se hundía ligeramente y sus ojos estaban rodeados por arrugas y líneas. Miró a Lexa con una expresión que sólo transmitía apatía. Lexa se volvió hacia la puerta e intentó abrirla de nuevo.

—De acuerdo —dijo, rindiéndose—. ¿Por qué está cerrada la puerta?

La vieja mantuvo su mirada vacía.

«O sea, que es un juego —pensó Lexa—. Bien, si quieren que vaya a clase abrirán la puerta. Si no quieren, no la abrirán. Me da igual.»

A Lexa no le gustaban los juegos donde las reglas no eran fijas y el objetivo sólo era conocido por ellos. No jugaría. Se negó también a irritarse. Hizo un ejercicio de relajación mientras se apoyaba en la puerta, y en seguida estaba otra vez calmada. La vieja seguía observándola impasiblemente. Parecía que habían pasado horas, Lexa rehusando hablar, la vieja encerrado en un mutismo aparentemente imbécil. Algunas veces Lexa se preguntaba si no era una enferma mental, escapada de algún centro médico de algún lugar de Eros, viviendo alguna fantasía demente en su habitación. Pero cuanto más tiempo pasaba sin que nadie acudiera a la puerta, sin que nadie le buscara, más convencida estaba de que era algo deliberado, con el objetivo de desconcertarla, Lexa no quería ceder la victoria a la vieja. Para pasar el tiempo, empezó a hacer ejercicios. Algunos eran imposibles sin el equipo del gimnasio, pero otros, especialmente los de la clase de defensa personal, se podían hacer sin ningún aparato. Los ejercicios le obligaban a moverse por la habitación. Practicaba embestidas y patadas. Un movimiento la llevó cerca de la vieja, no más cerca que en otras ocasiones anteriores, pero esta vez la garra de la vieja salió disparada y aferró la pierna izquierda de Lexa a medio camino de una patada. Lexa fue arrancada del suelo y aterrizó en él de forma aparatosa. Se incorporó de un salto, furiosa. Encontró a la vieja sentada tranquilamente, con las piernas cruzadas, sin la respiración alterada, como si no se hubiera movido. Lexa se quedó de pie en posición de combate, pero la inmovilidad del otro le impedía atacar. «¿Qué puedo hacer, arrancarle la cabeza de una patada? Y luego explicárselo a Gustus: "Es que el viejo me pegó una patada, y tenía que desquitarme..."»

Volvió a sus ejercicios; la vieja continuó mirándola. Finalmente, cansada e irritada por el día perdido, prisionera en su propia habitación, Lexa volvió a la cama para usar su consola. Cuando se agachaba para cogerla, sintió una mano hundirse brutalmente entre sus muslos y otra mano empuñar su pelo. En un segundo estaba caída boca abajo. Tenía la cara y los hombros comprimidos contra el suelo por la rodilla de la vieja, la espalda atrozmente doblada y las piernas inmovilizadas por el brazo de la vieja. Lexa estaba imposibilitada para utilizar los brazos, ni podía doblar la espalda para destensarla y poder actuar con las piernas. En menos de dos segundos, la vieja había derrotado completamente a Lexa Wood.

—Está bien —dijo Lexa con voz entrecortada—. Tú ganas.

La rodilla de la mujer se clavó dolorosamente en su espalda.

—¿Desde cuándo —preguntó la mujer, con voz tenue y áspera— tienes que decir al enemigo cuándo ha ganado?

Lexa continuó en silencio.

—Te sorprendí una vez, Lexa Wood. ¿Por qué no me destruiste inmediatamente? ¿Simplemente porque parecía pacífica? Me diste la espalda. Estúpida. No has aprendido nada. No has tenido nunca una maestra.

Ahora Lexa estaba irritada, y no hizo ningún esfuerzo por controlarlo o disimularlo.

—He tenido demasiados profesores, ¿cómo iba a saber que usted resultaría ser una...?

—Una enemiga, Lexa Wood —susurró la vieja—. Soy tu enemiga, la primera que has tenido que es más lista que tú. No hay más maestro que el enemigo. Nadie sino el enemigo te dirá lo que va a hacer el enemigo. Nadie sino el enemigo te enseñará a destruir y conquistar. Sólo el enemigo te enseña tus puntos débiles. Sólo el enemigo te enseña sus puntos fuertes. Y las únicas reglas del juego son qué puedes hacerle y qué puedes impedir que él te haga. A partir de ahora soy tú enemiga. A partir de ahora soy tu maestra.

Entonces la vieja dejó caer las piernas de Lexa. Como todavía tenía la cabeza contra el suelo, la chica no pudo hacer contrapeso con los brazos, y las piernas golpearon el suelo produciendo un crujido sonoro y un dolor agudo. Luego, la vieja se puso en pie y permitió que Lexa se incorporara. Lentamente, Lexa arrastró las piernas, no sin un débil gemido de dolor. Se puso a cuatro patas un momento, recuperándose. Entonces, su brazo derecho salió proyectado en busca de su enemiga. La vieja retrocedió rápidamente describiendo un paso de baile, y la mano de Lexa se cerró en el aire mientras el pie de su maestra salía proyectado hacia la barbilla de Lexa. La barbilla de Lexa no estaba allí. Estaba tendida sobre la espalda, rodando por el suelo, y en el instante en que la maestra estaba en desequilibrio a causa de la patada, los pies de Lexa se estrellaron en la otra pierna de la vieja. Se desmoronó, pero no lo suficientemente cerca para asestar un golpe y acertar a Lexa en la cara. Lexa no podía encontrar un brazo o una pierna que se estuviera quieto el tiempo suficiente para poder aferrarlo, y, mientras tanto, le caían golpes en la espalda y en los brazos. Lexa era más pequeña; no conseguía traspasar los miembros de la vieja que le golpeaban. Al final consiguió separarse y abrirse paso hasta las proximidades de la puerta. La vieja volvía a estar sentada con las piernas cruzadas, pero ahora la apatía había desaparecido. Sonreía.

—Esta vez ha estado mejor, chica. Pero lenta. Con una flota tendrás que ser mejor que con tu cuerpo, o nadie estará a salvo contigo al mando. ¿Lección aprendida?

Lexa asintió con la cabeza lentamente. Le dolía todo el cuerpo.

—Bien —dijo la vieja—. Entonces no tendremos que librar esta batalla de nuevo. Para las demás utilizaremos el simulador. Ahora yo programaré las batallas, no el ordenador; yo diseñaré la estrategia de tu enemigo, y tú aprenderás a ser rápida y a descubrir los trucos que el enemigo te tiene preparados. No lo olvides, chica. A partir de ahora, el enemigo es más listo que tú. A partir de ahora, el enemigo es más fuerte que tú. A partir de ahora, siempre estarás a punto de perder.

La cara de la vieja se puso seria otra vez.

—Estarás a punto de perder, Lexa, pero ganarás. Aprenderás a derrotar al enemigo. Él te enseñará cómo.

La maestra se incorporó.

—En esta escuela siempre ha existido la costumbre de que un estudiante mayor elija a un estudiante joven. Son compañeros, y el mayor enseña al joven todo lo que sabe. Siempre están luchando, siempre están compitiendo, siempre están juntos. Te he elegido a ti.

Lexa habló mientras la vieja caminaba hacia la puerta.

—Eres demasiado vieja para ser una estudiante.

—Nunca se es vieja para ser una estudiante del enemigo. He aprendido de los insectores. Tú aprenderás de mí.

Mientras la vieja palmeaba la puerta para abrirla, Lexa dio un salto en el aire y le coceó la espalda con los dos pies. Golpeó con tanta fuerza que rebotó y cayó de pie, mientras la vieja daba un grito y se desplomaba en el suelo. La vieja se incorporó lentamente, agarrándose al tirador de la puerta, con la cara deformada por el dolor. Parecía desvalida, pero Lexa no se fiaba de ella. Aun así, a pesar de su sospecha, la velocidad de la vieja la cogió desprevenida. En un instante se encontró en el suelo cerca de la pared opuesta, sangrando por la nariz y los labios, que se había golpeado contra la cama. Pudo girarse lo suficiente para ver a la vieja de pie en la puerta, haciendo una mueca de dolor y con las manos apretadas contra la espalda.

La vieja esbozó una sonrisa.

Lexa respondió con otra sonrisa.

—Maestra —dijo—. ¿Tienes nombre?

—Becca Pramheda —dijo la vieja. Entonces se fue.

A partir de entonces, Lexa estuvo o con Becca Pramheda o sola. La vieja raramente hablaba, pero estaba allí; en las comidas, en las clases prácticas, en el simulador, en su habitación por la noche. Algunas veces Becca se marchaba, pero cuando Becca no estaba, la puerta estaba siempre cerrada, y nadie venía hasta que Becca regresaba. Lexa se pasó una semana llamándola Carcelera Pramheda, Becca respondía al nombre con la misma disposición que al suyo propio, y no mostró ningún signo de que le molestara en lo más mínimo. Lexa lo dejó pronto. Había compensaciones. Becca repasó con Lexa los vídeos de las viejas batallas de la Primera Invasión y las desastrosas derrotas de la F.I. en la Segunda Invasión. No hubo que reconstruirlas a partir de secuencias de los vídeos públicos censurados; estaban completas. Como en las batallas importantes hubo muchos vídeos en funcionamiento, estudiaron las tácticas y estrategias insectoras desde muchos ángulos. Por primera vez en su vida, una maestra le apuntaba cosas que Lexa no había visto ya por sí misma. Por primera vez, Lexa había encontrado una mente viva que podía admirar.

—¿Por qué no estás muerta? —le preguntó Lexa—. Libraste tu batalla hace setenta años. No creo que tengas ni sesenta años.

—Los milagros de la relatividad —dijo Becca—. Tras la batalla me mantuvieron aquí durante veinte años, aunque les supliqué que me dejaran mandar una de las astronaves que lanzaron contra el planeta de origen de los insectores y las colonias insectoras. Luego… llegaron a comprender algo sobre el comportamiento de los soldados bajo la tensión de la batalla.

—¿Qué?

—No te han enseñado suficiente psicología para entenderlo. Baste decir que comprendieron que a pesar de que no podría llegar a mandar la flota, pues estaría muerta antes de su llegada, seguía siendo la única persona que podía entender a los insectores como yo los entendía. Era, pensaron, la única persona que había derrotado a los insectores ayudado por la inteligencia, no por la suerte. Me necesitaban aquí para... enseñar a la persona que mandaría la flota.

—Así que te metieron en una astronave y te pusieron a una velocidad relativista.

—Y entonces me di la vuelta y vine a casa. Un viaje muy tedioso, Lexa. Cincuenta años en el espacio. Oficialmente, para mí sólo pasaron ocho años, pero me sentía como si hubieran pasado quinientos. Sólo para que pudiera enseñar a la siguiente comandante todo lo que sé.

—Entonces, ¿yo voy a ser la siguiente comandante?

—Digamos que de momento eres nuestra mejor alternativa.

—¿Están preparando a alguien más?

—No.

—Entonces, eso me conviene en la única alternativa.

Becca se encogió de hombros.

—Excepto tú. Todavía estás viva, ¿no? ¿Por qué no tú?

Becca negó con la cabeza.

—¿Por qué no? Les venciste una vez.

—No puedo ser la comandante por abundantes y poderosas razones.

—Enséñame cómo derrotaste a los insectores, Becca.

El rostro de Becca se tornó inescrutable.

—Me has mostrado las otras batallas siete veces al menos. Creo que he visto formas de superar lo que hicieron los insectores en anteriores situaciones, pero nunca me has mostrado cómo les venciste de verdad.

—Ese vídeo es un secreto rigurosamente guardado, Lexa.

—Lo sé. Lo he reconstruido parcialmente. Tú, con tu diminuta fuerza de reserva, y su armada, esas grandes astronaves de enorme barriga lanzando sus enjambres de cazas. Tú te precipitas hacia una nave, le disparas, una explosión. Ahí es donde siempre se detienen los vídeos. Después de eso sólo se ven soldados entrando en las naves insectoras y encontrándolos ya muertos.

Becca esbozó una sonrisa.

—Demasiado para ser un secreto rigurosamente guardado. Venga, veamos el vídeo. Estaban solas en la sala de vídeo, y Lexa palmeó la puerta para cerrarla.

—De acuerdo, veámoslo.

El vídeo mostraba exactamente lo que Lexa había reconstruido. El lanzamiento suicida de Becca hacia el corazón de la formación enemiga, la explosión individual, y luego.,.

Nada. La nave de Becca siguió, esquivando la onda expansiva, tejiendo su camino entre las demás naves insectoras. No le dispararon. No cambiaron de rumbo. Dos de ellas se estrellaron entre sí y explotaron; una colisión innecesaria que cualquiera de los dos pilotos podía haber evitado. Ninguno hizo el más ligero movimiento. Becca aceleró la lectura del vídeo. «Pasemos todo esto.»

—Esperamos durante tres horas —dijo—. Nadie podía creerlo. Luego, las naves de la F.I. comenzaron a aproximarse a las astronaves insectoras. Los marines empezaron sus operaciones de abordaje. Los vídeos mostraban a los insectores en sus puestos. Muertos. Ves —dijo Becca—. Ya conocías todo lo que había que ver.

—¿Qué sucedió?

—Nadie lo sabe. Tengo mis opiniones personales. Pero muchos científicos dicen que no estoy cualificada para tener opiniones.

—Tú fuiste quien ganó la batalla.

—Creía que eso me cualificaba para hacer comentarios, pero ya sabes lo que pasa. Los xenobiólogos y los xenopsicólogos no pueden aceptar la idea de que una piloto estelar se les adelante con una pura conjetura. Creo que me odian porque, tras ver los vídeos, tenían que vivir el resto de sus vidas naturales aquí, en Eros. Segundad, ya sabes. No eran felices.

—Cuéntame.

—Los insectores no hablan. Piensan entre sí, y de una forma instantánea, como el efecto filótico. Como el ansible. Pero la mayoría de la gente siempre pensó que ello implicaba una comunicación controlada, como el lenguaje: «Te pienso un pensamiento y entonces tú me respondes.» Nunca lo creí. Su respuesta conjunta es demasiado inmediata. Has visto los vídeos. No conversan y deciden entre posibles líneas de acción. Todas las naves actúan como si fueran parte de un solo organismo. Responden de la misma forma que tu cuerpo durante el combate, cuando las diferentes partes del cuerpo hacen automática, inconscientemente, todo lo que se supone que deben hacer. No mantienen una conversación mental entre seres con diferentes procesos mentales. Todos sus pensamientos están presentes a la vez, juntos.

—¿Una sola persona, y cada insector como una mano o un pie?

—Sí. No fui la primera que lo sugirió, pero sí fui la primera que lo creyó. Y algo más. Algo tan estúpido e infantil que los xenobiólogos se rieron de mí en silencio cuando lo dije después de la batalla. Los insectores son insectos. Son como las hormigas y las abejas. Una reina, las obreras. Así fue tal vez hace cien mil años, pero así empezaron, con ese tipo de estructura. Una cosa segura es que ninguno de los insectores que vimos tenía nada que le permitiera engendrar insectorcitos. Cuando desarrollaron esa capacidad de pensar juntos, ¿no es posible que conservaran a la reina?, ¿no es posible que fuera la reina el centro del grupo? ¿Por qué habría de cambiar?

—Entonces, es la reina quien controla todo el grupo.

—Había también evidencias. No eran evidencias que ellos pudieran ver. No estaba presente en la Primera Invasión, porque ésa era exploratoria. Pero la Segunda Invasión era una colonia. Para establecer una nueva colmena, o lo que fuera.

—Y se trajeron una reina.

—Mira los vídeos de la Segunda Invasión, cuando estaban destruyendo nuestra flota en el escudo del cometa. —Comenzó a ponerlos y a visualizar las acciones de los insectores.

—Muéstrame la nave de la reina.

Era sutil. Lexa tardó mucho tiempo en verlo. Las naves insectoras se mantenían en movimiento, todas. No había ninguna insignia obvia, ningún centro nervioso aparente. Pero gradualmente, a medida que Becca ponía los vídeos una y otra vez, Lexa empezó a ver que todos los movimientos irradiaban de un punto central. El punto central cambiaba, pero después de haberlo mirado el tiempo suficiente, era obvio que los ojos de la flota, el yo de la flota, la perspectiva desde la que se tomaban todas las decisiones, era una nave concreta. La señaló.

—Tú la ves. Yo la veo. De todos los que han visto los vídeos sólo hay dos que lo ven. Pero es cierto, ¿no?

—Hacen que esa nave se mueva exactamente igual que cualquier otra nave.

—Saben que es su punto flaco.

—Pero tienes razón. Esa es la reina. Pero, ¿no crees que cuando fuiste a por ella, habrían concentrado inmediatamente todo su poder sobre ti? Podían haberte hecho explotar en mil pedazos.

—Lo sé. Esa parte no la entiendo. No es que no intentaran detenerme; me disparaban. Pero es como si hasta que fue demasiado tarde no pudieran creer que mataría a la reina. Puede que en sus mundos no se mate a las reinas, que sólo se las capture, que sólo se las dé jaque mate. Hice algo que no pensaban que un enemigo podía hacer.

—Y cuando ella murió, los demás también murieron.

—No, sólo se hicieron estúpidos. En las primeras naves que abordamos, los insectores todavía estaban vivos. Orgánicamente. Pero no se movían, no respondían a nada, incluso cuando nuestros científicos viviseccionaron algunos para ver si podíamos aprender algo más sobre ellos. Al cabo de un rato, murieron. Sin voluntad. Cuando la reina ha desaparecido no queda nada en esos pequeños cuerpos.

—¿Por qué no te creen?

—Porque no encontramos una reina.

—Voló en pedazos.

—Peripecias de la guerra. La biología ocupa un lugar secundario en la supervivencia. Pero algunos están comenzando a acercarse a mi opinión. No puedes vivir en este lugar sin que la evidencia salte a la vista.

—¿Qué evidencia hay aquí, en Eros?

—Lexa, mira a tu alrededor. Los seres humanos no esculpieron este sitio. Entre otras cosas, nos gustan los techos más altos. Este era el puesto avanzado de los insectores en la Primera Invasión. Esculpieron este sitio antes de que supiéramos siquiera que estaban aquí. Vivimos en una colmena de insectores. Pero ya hemos pagado nuestro alquiler. A los marines les costó miles de vidas desalojarlos de esos panales, habitación por habitación. Los insectores lucharon por cada metro del terreno.

Ahora entendía Lexa por qué veía algo raro en las habitaciones.

—Sabía que no era un sitio humano.

—Era la gruta del tesoro. Si hubieran sabido que ganaríamos esa primera guerra, es probable que no hubieran construido este lugar. Aprendimos a manipular la gravedad porque ellos aumentaron la gravedad de este lugar. Aprendimos a usar eficazmente la energía solar porque ellos ensombrecieron este planeta. De hecho, les descubrimos por eso. En un período de tres días, Eros desapareció gradualmente de nuestros telescopios. Enviamos un remolcador para averiguar la razón. Y la averiguó. El remolcador transmitió sus vídeos, incluyendo las tomas de los insectores abordando la nave y masacrando a la tripulación. Siguió transmitiendo en directo todo el proceso de exploración de la nave por los insectores, y no paró hasta que acabaron de desmantelar todo el remolcador. Esa era su ceguera; no han tenido nunca ninguna necesidad de transmitir nada mediante aparatos, y, por eso, con la tripulación muerta, no se les ocurrió que alguien podía estar viéndolos.

—¿Por qué mataron a la tripulación?

—¿Y por qué no? Para ellos, perder a los miembros de una tripulación es como para ti cortarte las uñas. No pierdes nada importante. Es probable que al eliminar a los operarios que dirigían el remolcador pensaran que estaban realizando el corte rutinario de nuestras comunicaciones, no asesinando a seres sensibles, vivos, con un futuro genético independiente. El asesinato no es un concepto corriente entre ellos. Sólo matar a la reina es realmente matar, porque sólo la muerte de la reina cierra un camino genético.

—¿Quieres decir que no sabían lo que hacían?

—No empieces a compadecerles, Lexa. El hecho de que no supieran que estaban matando a seres humanos no quiere decir que no estuvieran matando a seres humanos. Tenemos derecho a defendernos de la mejor forma posible, y la única forma que encontramos es matar a los insectores antes de que ellos nos maten a nosotros. Míralo así. En todas las guerras insectoras que ha habido hasta ahora, han matado a miles y miles de seres racionales, vivos. Y en todas esas guerras nosotros sólo hemos matado a uno.

—Si no hubieras matado a la reina, Becca, ¿habríamos perdido la guerra?

—Diría que nuestras posibilidades habrían sido tres contra dos a su favor. Sigo pensando que podía haber diezmado su flota a fondo antes de que nos barrieran. Tenían un rapidísimo tiempo de respuesta y una gran potencia de fuego, pero nosotros también teníamos algunas ventajas. Cada una de nuestras naves contenía un ser humano inteligente que pensaba por sí mismo. A cualquiera de nosotros se le puede ocurrir una solución brillante a un problema. A ellos sólo se les puede ocurrir una solución brillante cada vez. Los insectores piensan con mucha rapidez, pero no son tan listos. Aunque algunos comandantes increíblemente estúpidos y timoratos perdieran las principales batallas de la Segunda Invasión, algunos de sus subordinados consiguieron infligir importantes daños a la flota invasora.

—¿Qué pasará cuando nuestra invasión llegue allí? ¿Volveremos a tener a la reina a nuestro alcance?

—Si fueran tontos, los insectores no habrían aprendido a hacer viajes interestelares. Esa fue una estrategia que sólo puede funcionar una vez. Me temo que no volveremos a tener a una reina a nuestro alcance a no ser que vayamos a su planeta de origen. Al fin y al cabo, la reina no necesita estar con ellos para dirigir una batalla. La reina sólo tiene que estar presente para tener insectorcitos. La Segunda Invasión fue una colonia; la reina venía a poblar la Tierra. Pero esta vez no, no volverá a funcionar. Tendremos que derrotarles flota a flota. Y como disponen de los recursos de docenas de sistemas estelares, me temo que su superioridad numérica será aplastante, en todas las batallas.

Lexa se acordó de su batalla contra dos escuadras a la vez. «Y yo que creí que estaban haciendo trampas. Cuando empiece la guerra real, siempre será así. Y no habrá ninguna puerta a la que agarrarse.»

—Sólo tenemos dos cosas de nuestra parte, Lexa. No tenernos que apuntar demasiado. Nuestras armas tienen un gran radio de alcance.

—Entonces no usaremos los misiles nucleares de la Primera y Segunda Invasión.

—El doctor Ingenio es mucho más potente. Al fin y al cabo, las armas nucleares eran lo suficientemente débiles para poder ser utilizadas en la Tierra una a una. El Pequeño Doctor no se podría utilizar en un planeta. De todas formas, me hubiera gustado tenerlo en la Segunda Invasión.

—¿Cómo funciona?

—No lo sé, por lo menos no lo suficiente para construir uno. Justo en el punto focal de dos rayos, erige un campo en el que las moléculas ya no se pueden mantener unidas. No pueden compartir electrones. ¿Conoces algo de física de ese nivel?

—Dedicamos casi todo el tiempo a la astrofísica, pero sé lo suficiente para hacerme una idea.

—El campo se extiende formando una esfera, pero se debilita cuanto más se extiende. Con la particularidad de que donde choca contra muchas moléculas se fortalece y empieza otra vez. Cuanto más grande es la nave, más fuerte es el nuevo campo.

—Así que cada vez que el campo acierta a una nave, forma una nueva esfera.

—Y si sus naves están muy juntas, puede disparar una cadena que las barre todas. Entonces el campo se extingue, las moléculas vuelven a juntarse, y donde antes había una nave hay ahora una masa uniforme con muchas moléculas de hierro. Ni radiactividad ni suciedad. Sólo masa uniforme. Quizá podamos cogerles juntos en la primera batalla, pero aprenden rápidamente. En las siguientes guardarán las distancias.

—Así que el doctor Ingenio no es un misil. No puedo dispararlo desde detrás de una esquina.

—Eso es. Ahora los misiles no servirían para nada. En la Primera Invasión aprendimos mucho de ellos, pero también ellos aprendieron de nosotros; a erigir el Escudo Estático, por ejemplo.

—¿Atraviesa ese escudo el Pequeño Doctor?

—Como si no estuviera. El escudo no te deja ver para apuntar y enfocar los rayos, pero como el generador del Escudo Estático está siempre en el mismo centro, no es difícil localizarlo.

—¿Por qué no se me ha enseñado a manejarlo?

—Se te ha enseñado. Nos limitamos a dejar que el ordenador se ocupase de ello. Tu trabajo era obtener una posición estratégicamente superior y elegir un blanco. Los ordenadores de abordo son mucho mejores que tú para usar al Pequeño Doctor.

—¿Por qué se llama doctor Ingenio?

—Cuando se desarrolló, se le llamó Ingenio de Desintegración Molecular, Ingenio M. D.

Lexa seguía sin entender.

—M.D., las iniciales inglesas de Médico. Ingenio M.D., y de ahí a doctor Ingenio. Era un chiste.

Lexa no le vio la gracia.

Le cambiaron el simulador. Seguía teniendo la posibilidad de controlar la perspectiva y el grado de detalle, pero ya no había controles de naves. Había en cambio un panel de palancas, y unos pequeños auriculares con audífonos y un pequeño micrófono. El técnico que le esperaba le enseñó a ponerse los auriculares.

—Pero, ¿cómo gobierno las naves?

Becca se lo explicó. Ya no iba a gobernar naves.

—Has llegado a la siguiente fase de tu adiestramiento. Tienes suficiente experiencia en todos los niveles de estrategia, pero ha llegado la hora de que te concentres en el mando de toda un flota. Al igual que en la Escuela de Batalla trabajabas con jefes de batallón, ahora trabajarás con jefes de escuadrón. Se te han asignado tres docenas de jefes, que tienes que adiestrar. Tienes que enseñarles tácticas inteligentes; tienes que mostrarles sus posibilidades y sus limitaciones; tienes que convertirlos en un equipo.

—¿Cuándo vendrán?

—Ya están aquí, en sus propios simuladores. Te dirigirás a ellos a través de los auriculares. Las nuevas palancas de tu panel de control te permiten ver desde la perspectiva de cualquier jefe de escuadrón. Eso produce con casi total fidelidad las condiciones que puedes encontrar en un batalla real, donde sólo verás lo que vean tus naves.

—¿Cómo voy a trabajar con jefes de escuadrón que no veo nunca?

—¿Para qué necesitas verlos?

—Para saber quiénes son, cómo piensan...

—Sabrás quiénes son y cómo piensan por lo que hacen en el simulador. Pero de todas formas, creo que no debes preocuparte. En este momento te están escuchando. Ponte los auriculares para que puedas oírlos.

Lexa se puso los auriculares.

—Salaam —dijo un susurro a sus oídos.

—Monty —dijo Lexa.

—Y yo, el enano.

—Aden.

Y Echo, y Wells; Ontari Tom, Raven, Hot Soup, John Murphy, los mejores estudiantes que habían luchado con o contra Lexa, todos aquellos en los que Lexa había confiado en la Escuela de Batalla.

—No sabía que estabais aquí —dijo—. No sabía que ibais a venir.

—Llevan ya tres meses flagelándonos con el simulador —dijo Wells.

—Ya te darás cuenta de que soy la mejor táctica con mucho —dijo Echo—. Wells hace lo que puede, pero tiene la mentalidad de un niño.

Y empezaron a trabajar juntos, cada jefe de escuadrón al mando de pilotos y Lexa al mando de los jefes de escuadrón. Aprendieron muchas formas de actuar juntos, pues el simulador les ponía a prueba en diferentes situaciones. Algunas veces, el ordenador les daba una flota grande, y Lexa los organizaba en tres o cuatro batallones constituidos por tres o cuatro escuadrones cada uno. Algunas veces, el ordenador les daba una sola astronave con sus doce cazas, y Lexa elegía a tres jefes de escuadrón y les asignaba tres o cuatro cazas a cada uno. Era diversión; era un juego. El enemigo controlado por el ordenador no era demasiado brillante, y siempre ganaban, a pesar de sus errores, a pesar de sus problemas de comunicación. Pero en las tres semanas que habían hecho prácticas juntos, Lexa llegó a conocerles muy bien. Wells, que cumplía con la máxima destreza todas las instrucciones que se le daban, pero que era lento a la hora de improvisar; Aden, que no podía controlar bien grandes grupos de naves, pero que podía utilizar unas pocas como un escalpelo, reaccionando maravillosamente a lo que el ordenador le echara; Monty, que era casi tan buen estratega como Lexa y al que se le podía confiar la mitad de la flota dándole sólo instrucciones vagas. Cuanto mejor les conocía, con más velocidad podía desplegarlos, mejor podía utilizarlos. El simulador presentaría la situación en la batalla. Lexa conocería en ese mismo momento la composición de su flota y cómo estaba desplegada la flota enemiga. Ahora necesitaría unos minutos para llamar a los jefes de escuadrón que necesitaría, para asignarles ciertas astronaves o grupos de astronaves, y para darles sus instrucciones. Luego, a medida que se desarrollaba la batalla, saltaría del punto de vista de un jefe al de otro, dando consejos y, si era necesario, dando órdenes. Como los demás sólo podían ver su propia perspectiva de la batalla, algunas veces les daba órdenes que para ellos no tenían ningún sentido; pero también ellos aprendieron a confiar en Lexa. Si les decía que se retiraran, se retiraban, sabiendo que o estaban en una situación comprometida o que su retirada atraería al enemigo a una situación de debilidad. También sabían que, cuando Lexa no les daba ninguna orden, confiaba en que harían lo que juzgaran más conveniente. Si su forma de combatir no fuera la adecuada para la situación en la que habían sido puestos, Lexa no les habría elegido para esa misión. La confianza era total, y el trabajo de la flota, rápido y positivo. Y al cabo de tres semanas, Becca les presentó una repetición de sus batallas más recientes, pero ahora desde el punto de vista del enemigo.

—Esto es lo que veía cuando le atacabas. ¿Te dice algo? La rapidez de la respuesta, por ejemplo.

—Parecemos una flota insectora.

—Les has igualado, Lexa. Eres tan rápida como ellos. Y mira esto.

Lexa vio a todos sus escuadrones moviéndose a la vez, cada uno respondiendo a su situación particular, todos guiados por la táctica global de Lexa, pero osando, improvisando, amagando, atacando con una independencia que ninguna flota insectora había demostrado nunca.

—La mente-colmena insectora es muy buena, pero sólo se puede concentrar en unas pocas cosas a la vez. Todos y cada uno de tus escuadrones pueden concentrar una inteligencia lúcida en lo que hacen, y lo que se les ha dicho que hagan está guiado también por una mente inteligente. Así que ya ves que sí tienes algunas ventajas. Armamento superior, aunque no irresistible; velocidad comparable y más inteligencia disponible. Estas son tus ventajas. Tu desventaja es que siempre, siempre, el enemigo te superará en número, y tras cada batalla aprenderá más cosas sobre ti y sobre la forma de enfrentarse a ti, y pondrá en práctica esos cambios inmediatamente.

Lexa esperaba las conclusiones.

—Lexa, ahora empieza tu educación. Hemos programado el ordenador para que simule situaciones previsibles en encuentros con el enemigo. Vamos a utilizar las pautas de movimientos que vimos en la Segunda Invasión. Pero en vez de seguir esas pautas al pie de la letra, yo controlaré las simulaciones del enemigo. En principio te encontrarás con situaciones fáciles que es de esperar ganes con comodidad. Aprende de ellas, porque yo estaré siempre ahí, un paso delante de ti, programando en el ordenador situaciones más difíciles y sofisticadas, para que tu siguiente batalla sea más difícil, para llevarte al límite de tus posibilidades.

—¿Y después?

—Tenemos poco tiempo. Debes aprender a la mayor velocidad posible. Cuando me dediqué a viajar en astronaves, con el único objeto de estar viva cuando tú aparecieras, mi mujer y mis hijos murieron, y mis nietos tenían mi edad cuando volví. No tenía nada que decirles. Estaba desconectada de todas las personas que quería, de todo lo que conocía, y viví en esta catacumba extraña, obligada a no hacer nada importante sino enseñar a un estudiante detrás de otro, todos tan prometedores; todos, al final, malogrados. Fracasos. Les enseño, les enseño, pero ninguno aprende. Tú también eres una gran promesa, como tantos otros estudiantes que vinieron antes que tú, pero también en ti puede estar la semilla del fracaso. Mi trabajo es encontrarla, destruirte si puedo, y créeme, Lexa, si se te puede destruir, yo puedo hacerlo.

—Así que no soy la primera.

—No, claro que no. Pero eres la última. Si no aprendes no tendremos tiempo para encontrar a ninguna otra. Por eso deposito mi esperanza en ti, simplemente porque eres la única que queda para depositar mi esperanza.

—¿Y los otros? ¿Mis jefes de escuadrón?

—¿Quién puede ocupar tu puesto?

—Monty.

—Sé sincera.

Lexa no pudo decir nada.

—No soy feliz, Lexa. La humanidad no nos pide que seamos felices. Sólo nos pide ser brillantes en su nombre. Primero la supervivencia, luego la felicidad que podamos alcanzar. Así que, Lexa, espero que mientras dure tu adiestramiento no me aburras con quejas de que no te diviertes. Saca el placer que puedas en los intersticios de tu trabajo, pero tu trabajo es lo primero, aprender es lo primero, vencerlo es todo porque sin eso no hay nada. Cuando me puedas devolver a mi mujer muerta, Lexa, puedes quejarte de lo que te cuesta tu educación.

—No intentaba eludir nada.

—Pero lo harás, Lexa. Porque te voy a hacer polvo, si puedo. Te voy a golpear con todo lo que pueda imaginar, y no tendré piedad, porque cuando te enfrentes a los insectores pensarán cosas que yo no puedo ni imaginar, y la compasión por los seres humanos es algo imposible para ellos.

—Tú no me puedes hacer polvo, Becca.

—¿No?

—Porque soy más fuerte que tú.

Becca sonrió.

—Ya lo veremos, Lexa.

Becca la despertó antes del amanecer; el reloj marcaba las 03.40, y Lexa se sentía mareada cuando, detrás de Becca, caminaba por el corredor con pasos silenciosos.

—A quien madruga —entonó Becca— Dios pone zancadillas.

Había soñado que los insectores le viviseccionaban. Pero en vez de trinchar su cuerpo, trinchaban sus recuerdos y los proyectaban como holografías e intentaban extraer algún sentido. Había sido un sueño muy extraño, y Lexa no conseguía sacudírselo de encima, incluso mientras caminaba por los túneles hacia la sala del simulador. Los insectores la atormentaban cuando estaba dormida y Becca no la dejaría en paz cuando estuviera despierta. Entre uno y otro, no tenía ningún descanso. Lexa se obligó a desperezarse. Parecía que Becca hablaba en serio cuando dijo que intentaría destrozar a Lexa; y obligarla a jugar cuando estaba cansada y somnolienta era precisamente el tipo de truco fácil y barato que Lexa debería haber esperado. Bien, hoy no funcionaría. Llegó al simulador y encontró a sus jefes de escuadrón en la línea, esperándola. Todavía no había ningún enemigo, por lo que los dividió en dos escuadras y montó un simulacro de batalla, mandando a los dos contendientes y controlando la prueba a la que había sometido a cada uno de sus jefes. Comenzaron con lentitud, pero pronto empezaron a actuar con vigor y atención. Entonces, el simulador se puso en blanco, las naves desaparecieron, y todo cambió de repente. En el borde más cercano del campo del simulador se veían las formas, dibujadas con luces hológrafas, de tres astronaves de la flota humana. Cada una tendría doce cazas. El enemigo, obviamente conocedor de la presencia humana, había formado un globo con una sola nave en el centro. Lexa no se dejó embaucar; no sería la nave reina. Los insectores doblaban en número a la fuerza de caza de Lexa, pero también estaban mucho más apiñados de lo que deberían estar. El doctor Ingenio estaría en disposición de hacer mucho más daño de lo que el enemigo esperaba. Lexa seleccionó una astronave, la hizo destellar en el campo del simulador, y habló por el micrófono:

—Monty, ésa es tuya; asigna los cazas a Echo y a Ilian a tu voluntad. —Asignó las otras dos astronaves con sus fuerzas de caza, con excepción de un caza de cada astronave, que reservó para Aden—. Corre la pared y ponte debajo de ellos, a no ser que intenten darte caza; en tal caso, retrocede hacia las reservas y ponte a salvo; en caso contrario, sitúate en un lugar donde pueda requerir de ti resultados rápidos. Monty, haz una formación compacta para emprender un asalto a un punto de su globo. No dispares hasta que te lo diga. No es más que una maniobra.

—Esta va a ser fácil, Lexa —dijo Monty.

—Es fácil, pero ¿por qué no tener cuidado? Me gustaría hacerlo sin perder ni una sola nave.

Lexa agrupó sus reservas en dos fuerzas que cubrían a Monty desde un lugar seguro; Aden ya se había salido del simulador, aunque, de vez en cuando, Lexa conectaba el punto de vista de Aden para saber dónde estaba. De todas formas, era Monty el que desempeñaba el papel más delicado con el enemigo. Había organizado una formación en forma de bala, y tanteaba el globo enemigo. Allá donde se acercaba, las naves insectoras se retiraban, como si quisieran atraerle hacia la nave del centro. Monty se desviaba hacia un lado; las naves insectoras seguían su movimiento, retirándose de donde pasaba, volviendo a la formación esférica cuando había pasado. Amaga, se retira, roza el globo por otro sitio, se retira otra vez, amaga otra vez; y entonces Lexa dijo:

—Entra adentro, Monty.

Su grupo en forma de bala empezó a entrar, mientras decía a Lexa:

—Sabes que me dejarán pasar y me rodearán y me comerán vivo.

—Basta que ignores a esa nave del centro.

—Lo que digas, jefa.

Efectivamente, el globo comenzó a contraerse. Lexa adelantó las reservas; las naves enemigas se concentraron en el lado del globo más cercano a las reservas.

—Atácalos ahí, donde están más concentrados —dijo Lexa.

—Esto desafía cuatro mil años de historia militar —dijo Monty mientras adelantaba sus cazas—. Se supone que tenemos que atacar donde seamos superiores en número.

—Está claro que en esta simulación no saben lo que pueden hacer nuestras armas. Sólo funcionará una vez, pero hagámoslo de una forma espectacular. ¡Dispara a discreción!

Monty lo hizo. La simulación respondió maravillosamente: primero una o dos, luego una docena, luego la mayoría de las naves enemigas explotaron en un resplandor de luz, a medida que el campo saltaba de una nave a otra nave de la apretada formación.

—Mantente alejado —dijo Lexa.

Las naves del lado alejado de la formación en globo no resultaron afectadas por la reacción en cadena, pero fue fácil cazarlas y destruirlas. Aden se ocupó de los rezagados que intentaban escapar hacia su confín del espacio. La batalla había concluído. Había sido más fácil que casi todas sus prácticas recientes.

Becca se encogió de hombros cuando Lexa se lo dijo.

—Se trata de una simulación de una invasión real. Tenía que haber una batalla en la que no supieran lo que podíamos hacer. Ahora es cuando empieza tu labor. No te envanezcas por la victoria. Pronto te enfrentaré a una situación verdaderamente comprometida.

Lexa practicaba con sus jefes de escuadrón diez horas diarias, pero no con todos a la vez. Les daba unas horas de descanso al mediodía. Cada dos o tres días efectuaban batallas simuladas, bajo la supervisión de Becca, y, tal como le había prometido, ninguna volvió a ser tan fácil. El enemigo abandonó rápidamente su intento de rodear a Lexa, y no volvió a agrupar sus fuerzas hasta el punto de permitir la reacción en cadena. Cada vez había algo nuevo, algo más difícil todavía. Algunas veces, Lexa tenía sólo una astronave y ocho cazas; una vez, el enemigo se escondió en un cinturón de asteroides; otras veces, el enemigo dejaba trampas estacionarias, grandes instalaciones que explotaban si Lexa acercaba demasiado uno de sus escuadrones, e inutilizaban o destruían con cierta frecuencia algunas naves de Lexa.

—¡No puedes reponer pérdidas! —le gritó Becca en una batalla—. En una batalla real no te podrás permitir el lujo de tener un suministro infinito de cazas generados por ordenador. Tendrás lo que hayas traído contigo y nada más. Acostúmbrate ahora a combatir sin pérdidas innecesarias.

—No son pérdidas innecesarias —dijo Lexa—. No puedo ganar batallas si el miedo de perder una nave me impide arriesgarme.

Becca sonrió.

—Muy bien, Lexa. Estás comenzando a aprender. Pero en una batalla real estarás rodeado de oficiales de rango superior y, lo que es peor, de civiles que te gritarán todas estas cosas. Veamos esta batalla. Si el enemigo hubiera sido mínimamente brillante te habría cazado aquí y habría capturado el escuadrón de Tom.

Juntas, repasaron la batalla; en la siguiente práctica, Lexa enseñaría a sus jefes lo que Becca le había demostrado, y la próxima vez que se vieran en esa situación la resolverían mejor. Creían que ya estaban preparados, que habían funcionado perfectamente en equipo. Ahora, sin embargo, tras enfrentar juntos situaciones comprometidas, comenzaron a confiar unos en otros más que nunca, y las batallas eran cada vez más estimulantes. Dijeron a Lexa que los que no jugaran estarían en las salas de los simuladores y observarían. Lexa intentó imaginarse lo que significaría tener a sus amigos allí, con ella, vitoreando o riendo o cortándoseles la respiración; algunas veces pensaba que la distraerían demasiado, pero otras veces lo anhelaba con todas sus fuerzas. Ni siquiera cuando se pasaba el día tumbada al sol en una balsa en un lago había estado tan sola. Becca Pramheda era su compañera, era su maestra, pero no era su amiga. Sin embargo, no dijo nada. Becca le había dicho que no habría piedad, y su infelicidad personal no significaba nada para nadie. La mayor parte del tiempo no significaba nada ni para Lexa. Mantuvo su mente en el juego, intentando aprender de las batallas. Y no sólo las lecciones concretas de esa batalla concreta, sino lo que los insectores podrían haber hecho si hubieran sido más listos, y cómo reaccionaría Lexa si lo hicieran en el futuro. Vivía con batallas pasadas y batallas futuras, despierta y dormida. Y dirigía a sus jefes de escuadrón con una energía que algunas veces provocaba rebeliones.

—Eres demasiado amable con nosotros —dijo Monty un día—. ¿Por qué no te enfadas con nosotros por no ser brillantes en cada momento de cada práctica? Si nos sigues mimando así llegaremos a creer que te gustamos.

Algunos se rieron por los micrófonos. Naturalmente, Lexa captó la ironía, y respondió con un largo silencio. Cuando por fin habló, ignoró la queja de Monty.

—Otra vez —dijo—, y esta vez sin autocompasión.

Lo hicieron otra vez, y otra vez.

Pero a medida que crecía su confianza en Lexa como comandante, desaparecía su amistad, traída en la memoria desde la Escuela de Batalla. Estrechaban su relación entre ellos; se intercambiaban confidencias entre ellos. Lexa era su profesora y su comandante, tan distante de ellos como Becca lo estaba de ella, y tan exigente. Ello les hizo combatir mejor. Y nada distraía a Lexa de su trabajo. Por lo menos, cuando estaba despierta. En cuanto se arrastraba a dormir por las noches, lo hacía con recuerdos del simulador jugueteando en su mente. Pero por la noche pensaba en otras cosas. Se acordaba con frecuencia del cadáver del Gigante, descomponiéndose constantemente; no se acordaba, sin embargo, de los pixels de la imagen de la consola. Era real, el apagado olor de la muerte seguía pegado a ella. En sus sueños, las cosas habían cambiado. La pequeña aldea que había crecido entre las costillas del Gigante estaba poblada ahora por insectores, y la saludaban con gravedad, como gladiadores saludando a César antes de morir para divertirle. En sus sueños no odiaba a los insectores; y aunque sabía que escondían a la reina para que no la encontrara, no intentaba buscarla. Siempre abandonaba el cuerpo del Gigante rápidamente, y cuando llegaba al patio de recreo, los niños estaban allí siempre, lobunos y burlones; tenían caras que conocía. Algunas veces Bellamy y algunas veces Roan, algunas veces Stilson y Jasper; con no menos frecuencia, sin embargo, las criaturas salvajes eran Monty y Raven, Wells y Echo; algunas veces, uno de los niños-lobo era Octavia, y en su sueño la metía bajo el agua y esperaba a que se ahogase. Octavia se retorcía en sus manos, luchaba por asomar la cabeza, pero al final se quedaba quieta. Lexa la sacaba del agua y la subía a la balsa, donde yacía con el rictus de la muerte en la cara. Lexa chillaba y sollozaba sobre ella, y gritaba una y otra vez que era un juego, un juego, que sólo estaba jugando.

Entonces Becca Pramheda la sacudió hasta despertarla.

—Gritabas en sueños —dijo.

—Lo siento —dijo Lexa.

—No te preocupes. Es hora de tener otra batalla.

El ritmo creció constantemente. Ahora había normalmente dos batallas diarias, y Lexa redujo las prácticas al mínimo. Utilizaría el tiempo en que los demás descansaban para reflexionar sobre repeticiones de juegos pasados, intentando captar sus propios puntos débiles, intentando adivinar qué pasaría a continuación. Algunas veces estaba perfectamente preparado para las innovaciones del enemigo; otras, no.

—Creo que me está haciendo trampa —dijo Lexa a Becca un día.

—¿Qué?

—Usted puede observar mis sesiones prácticas. Puede ver lo que preparo. Da la impresión de que está preparada para todo lo que hago.

—La mayoría de lo que ves son simulaciones por ordenador —dijo Becca—. Y el ordenador está programado para responder a tus innovaciones únicamente cuando las hayas utilizado en una batalla.

—Entonces el ordenador hace trampas.

—Necesitas dormir más, Lexa.

Pero no podía dormir. Cada noche yacía despierta más tiempo, y su sueño era menos sosegado. Se despertaba con demasiada frecuencia por la noche. No estaba segura de si se despertaba para reflexionar más sobre el juego o para escapar de los sueños. Era como si alguien le condujera en su sueño, obligándola a vagar por sus peores recuerdos, a vivirlos otra vez como si fueran reales. Las noches eran tan reales que los días empezaron a parecerle sueños. Comenzó a preocuparle la idea de que no pensaba con la suficiente claridad, de que estaba demasiado cansada para jugar. Siempre, Cuando daba principio cada juego, su intensidad la despertaba pero, «si mi capacidad mental sufriera algún lapsus —se preguntaba—, ¿lo notaría?».

Y parecía tener lapsus. Ya no libraba batallas en las que no perdiera por lo menos algún caza. Varias veces, el enemigo le descubrió más puntos flacos que los que había pensado tener; otras veces, el enemigo pudo consumirle por desgaste hasta que la victoria cayó de su lado más por suerte que por estrategia. Becca repasaría el juego con una mueca de disgusto en la cara. «Fíjate —diría—, no tenías que haber hecho esto.» Y Lexa volvería a hacer prácticas con sus jefes, intentando mantener alta su moral, pero mostrando algunas veces su disgusto por sus fallos, por cometer errores.

—Algunas veces, cometemos errores —le susurró Echo una vez. Era una súplica de ayuda.

—Y algunas veces, no —contestó Lexa.

Si alguien le iba a ayudar, no sería ella. Ella enseñaría; que busque amigos entre los demás. Luego llegó una batalla que estuvo a punto de terminar en un desastre. Echo llevó sus fuerzas demasiado lejos; quedaron al descubierto, y Echo se dio cuenta cuando Lexa no estaba con ella. En unos minutos había perdido todas sus naves, menos dos. Lexa lo descubrió en ese momento; le ordenó que las desplazara en una determinada dirección; Echo no respondió. Las naves no se movían. En un momento se perderían también esos dos cazas. Lexa supo instantáneamente que la había presionado demasiado; impelida por su brillantez, la había requerido con mucha más frecuencia y en circunstancias más exigentes que al resto, excepto unos pocos. Pero ahora no tenía tiempo para preocuparse por Echo, o para sentirse culpable por lo que le había hecho. Llamó a Ontari Tom para que tomara el mando de los dos cazas que quedaban y luego siguió intentando sacar adelante esa batalla; Echo había ocupado una posición clave, y ahora toda la estrategia de Lexa se venía abajo. Si el enemigo no hubiera sido tan impaciente y tan torpe a la hora de explotar su ventaja, Lexa habría perdido. Pero Raven pudo sorprender a un grupo de enemigos en una formación demasiado compacta y los eliminó con una sola reacción en cadena. Ontari Tom metió sus dos cazas supervivientes por el intersticio y causó estragos al enemigo, y aunque al final tanto sus naves como las de Raven quedaron destruidas, John Murphy pudo hacer limpieza y completar la victoria. Al final de la batalla pudo oír los gritos de Echo intentando acercarse a un micrófono.

—¡Decidle que lo siento! estaba tan cansada que no podía pensar, eso es todo; decid a Lexa que lo siento.

Faltó a unas cuantas prácticas, y cuando volvió ya no era tan rápida como había sido, ni tan osada. Había perdido lo que la había convertido en una buena comandante. Lexa ya no podría utilizarla más, excepto en misiones rutinarias bajo estrecha supervisión. Echo no era tonta. Sabía lo que había pasado. Pero también sabía que Lexa no tenía otra alternativa, y se lo dijo. Quedaba el hecho de que se había roto, y estaba lejos de ser su jefa de batallón más débil. Era un aviso; no podía presionar a sus comandantes más allá de sus fuerzas. Ahora, en vez de utilizar a sus jefes cada vez que tenía necesidad de sus capacidades, tenía que tener en cuenta la frecuencia con que habían combatido. Tenía que distribuirlos por turnos, lo que significaba que algunas veces entraba en batalla con los comandantes que menos confianza le inspiraban. A medida que mitigaba la presión sobre ellos, aumentaba la presión sobre sí misma.

Una noche, el dolor la despertó. Había sangre en su almohada, había sabor a sangre en su boca. Los dedos le daban punzadas. Descubrió que se los había estado royendo mientras dormía. Todavía salía algo de sangre,

—Becca—gritó.

Pramheda se despertó y llamó rápidamente a un médico. Mientras el doctor trataba la herida, Becca dijo:

—No me importa lo que comas, Lexa. El autocanibalismo no te sacará de la escuela.

—Estaba dormida —dijo Lexa—. No quiero salir de la Escuela de Alto Mando.

—Me alegro.

—Los demás. Los que no pasaron.

—¿Que dices?

—Antes que yo. Sus otros estudiantes, los que no pasaron el curso. ¿Qué les pasó?

—No lo pasaron. Nada más. No castigamos a los que fracasan. Simplemente, no van.

—Como Roan.

—¿Roan?

—Se fue a casa.

—Como Roan, no.

—¿Entonces? ¿Qué les pasó? ¿Cuándo fracasaron?

—¿Qué más da, Lexa?

Lexa no respondió.

—Ninguno fracasó a estas alturas del curso, Lexa. Cometiste un error con Echo. Se recuperará. Pero Echo es Echo, y tú eres tú.

—Ella es parte de lo que yo soy. La parte que ella hizo.

—Tú no fracasarás, Lexa. No tan pronto. Has pasado por algunos aprietos, pero siempre has ganado. Todavía no conoces tus límites, pero si ya has llegado a ellos, eres mucho más débil de lo que yo creía.

—¿Mueren?

—¿Quién?

—Los que fracasan.

—No, no mueren. Dios mío, muchacha, ¿a qué juegas?

—Creo que Roan murió. Lo soñé la noche pasada. Recordé su mirada después de que le aplastara la cara con la cabeza. Creo que le engasté la nariz en el cerebro. Le salía sangre por los ojos. Creo que en ese momento ya estaba muerto.

—Es sólo un sueño.

—Becca, no quiero seguir soñando estas cosas. Me da miedo dormir. No dejo de pensar en cosas que no quiero recordar. Veo toda mi vida representada como si fuera un magnetoscopio y otra persona quisiera ver las partes más terribles de mi vida.

—No podemos administrarte drogas, si es eso lo que buscas. Siento que tengas malos sueños. ¿Quieres que dejemos la luz encendida?

—¡No se ría de mí! —dijo Lexa—. Tengo miedo de volverme loca.

El doctor había acabado de vendarle. Becca le dijo que podía irse. Se fue.

—¿De verdad tienes ese miedo? —preguntó Becca.

Lexa reflexionó y no estaba segura.

—En mis sueños —dijo Lexa—, nunca estoy segura de ser yo.

—Los sueños extraños son una válvula de escape, Lexa. Por primera vez en tu vida estás viviendo bajo una pequeña presión. Tu cuerpo busca la forma de compensarla, nada más. Ya eres una chica grande. Es hora de que dejes de tener miedo a la noche.

—De acuerdo —dijo Lexa. Y entonces tomó la decisión de no volver a hablar de sus sueños con Becca.

Los días desfilaban, con batallas cada día, hasta que al final Lexa se instaló en la rutina de la destrucción de sí misma. Comenzó a dolerle el estómago. Le pusieron a dieta, pero en seguida perdió el apetito. «¡Come!», decía Becca, y Lexa se llevaba mecánicamente la comida a la boca. Pero si nadie le decía que comiera, no comía.

Otros dos jefes de escuadrón se derrumbaron como Echo; la presión sobre los demás creció. Ahora el enemigo les triplicaba o cuadruplicaba en número en todas las batallas; además, se retiraban con mayor rapidez cuando las cosas les iban mal, y se reagrupaban y prolongaban las batallas cada vez más; algunas veces duraban horas, hasta que al final destruían a la última nave enemiga. Lexa comenzó a cambiar a sus jefes de batallón en la misma batalla, haciendo entrar a los que estaban frescos y descansados para que ocuparan el lugar de los que estaban empezando a mostrar torpeza y falta de reflejos.

—¿Sabes una cosa? —le dijo Aden una vez al tomar el mando de los cuatro cazas restantes de Hot Soup—, este juego no es tan divertido como solía ser.

Un día en una práctica, cuando Lexa estaba instruyendo a sus jefes de batallón, la sala se ennegreció y se despertó en el suelo, con la cara ensangrentada allá donde había golpeado los controles. Entonces la metieron en la cama y estuvo muy enferma tres días. Recordaba haber visto caras en sus sueños, pero no eran caras reales, y lo sabía incluso mientras creía que las veía. Creía algunas veces que veía a Octavia, y algunas veces a Bellamy; algunas veces a sus amigos de la Escuela de Batalla, y otras veces a los insectores viviseccionándole. Una vez parecía muy real, cuando vio al coronel Gustus inclinado sobre ella, hablándole en voz baja, como un padre afectuoso. Pero entonces se despertó y sólo encontró a su enemiga, Becca Pramheda.

—Estoy despierta —dijo Lexa.

—Ya lo veo —contestó Becca—. Has tardado mucho. Hoy tienes una batalla.

Así que Lexa se levantó y libró la batalla y la ganó. Pero ese día no había otra batalla y la dejaron irse a la cama pronto. Al desnudarse, le temblaban las manos. Durante esa noche creyó sentir unas manos que le tocaban afectuosamente. Manos llenas de cordialidad, y de afecto. Soñó que oía voces.

—No has sido muy amable con ella.

—No era ésa mi misión.

—¿Cuánto tiempo puede seguir así? Se está desmoronando.

—Suficiente. Ya casi se ha terminado.

—¿Tan pronto?

—Unos días más y todo habrá pasado.

—¿Cómo lo logrará si está en este estado?

—Bien. Hoy ha combatido mejor que nunca.

En su sueño, las voces parecían la del coronel Gustus v la de Becca Pramheda. Pero los sueños eran así, podían pasar las cosas más disparatadas, porque soñó que una de las voces decía: «No puedo resistir ver lo que se le está haciendo.» Y la otra voz contestaba: «Lo sé. Yo también la quiero.» Y entonces se convinieron en Octavia y Monty, y en su sueño le estaban enterrando, sólo que donde tendieron su cuerpo creció una colina, y se secó y se convirtió en una casa de insectores, como el Gigante. Sólo era un sueño. Si alguien sentía amor y compasión por ella, era sólo en sus sueños. Se despertó y libró otra batalla y ganó. Luego se fue a la cama y durmió otra vez y soñó otra vez, y luego se despertó y ganó otra vez, y durmió otra vez y casi no sabía cuándo estaba despierta y cuándo estaba durmiendo. Ni le importaba.

El día siguiente era su último día en la Escuela de Alto Mando, aunque ella no lo sabía. Becca Pramheda no estaba en su habitación cuando se despertó. Se duchó y se vistió, y esperó a que Becca viniera a abrir la puerta. No venía. Lexa probó a abrir la puerta. Estaba abierta.

¿Le había dejado libre Becca esa mañana por accidente? No había nadie junto a ella que le dijera que debía comer, que debía ir a hacer prácticas, que debía dormir. Libertad. El problema era que no sabía qué hacer. Se le ocurrió la idea de encontrarse con sus jefes de escuadrón, hablar con ellos cara a cara, pero no sabía dónde estaban. Por lo que sabía, podían estar a veinte kilómetros. Por eso, tras vagar por los túneles un rato, fue al comedor y tomó el desayuno junto a unos marines que contaban chistes verdes, que Lexa no entendía en absoluto. Después fue a la sala del simulador a hacer prácticas. Aunque era libre, no se le ocurría otra cosa.

Becca la esperaba. Lexa entró a paso lento en la sala. Arrastraba ligeramente los pies, y estaba cansada y apagada.

Becca frunció el ceño.

—¿Estás despierta, Lexa?

Había más personas en la sala del simulador. Lexa se preguntó por qué estaban allí, pero no se molestó en preguntar. No merecía la pena preguntar; nadie le contestaría. Se dirigió a los controles del simulador y se sentó, lista para empezar.

—Lexa Wood —dijo Becca—. Date la vuelta, por favor. El juego de hoy requiere una pequeña explicación.

Lexa se dio la vuelta. Miró fijamente a los hombres reunidos en el fondo de la sala. A la mayoría no les había visto nunca. Algunos incluso vestían de paisano. Vio a Titus y se preguntó qué haría allí, quién se ocuparía de la Escuela de Batalla si él no estaba. Vio a Gustus y recordó el lago en los bosques en las afueras de Greensboro, y quería irse a casa. «Llévame a casa —dijo en silencio a Gustus—. En mis sueños me dijiste que me querías. Llévame a casa.»

Pero Gustus se limitó a mover la cabeza, un saludo, no una promesa, y Titus actuaba como si no la viera.

—Presta atención, por favor, Lexa. Hoy es tu examen final en la Escuela de Alto Mando. Estos observadores están aquí para evaluar lo que has aprendido. Si prefieres que no estén en la sala mirarán por otro simulador.

—Pueden estar.

Examen final. Después de hoy, a lo mejor podía descansar.

—Para que ésta sea una prueba imparcial de tu capacidad, y no algo parecido a lo que has practicado muchas veces; y además para que te enfrentes a situaciones que no te has encontrado antes, la batalla de hoy introduce un elemento nuevo. Está escenificada en torno a un planeta. Ello influirá en la estrategia del enemigo, y te obligará a improvisar. Por favor, hoy concéntrate en el juego.

Lexa hizo señas a Becca para que se acercase, y le preguntó en voz baja:

—¿Soy la primera estudiante que llega tan lejos?

—Si ganas hoy, Lexa, serás la primera estudiante que lo hace. No estoy autorizada a decirte más.

—Bueno, yo sí estoy autorizada para oírlo.

—Mañana puedes ser todo lo petulante que quieras. Hoy, sin embargo, te agradecería que te concentraras en el examen. No echemos por la borda todo lo que has hecho hasta ahora. Dime, ¿qué harás con el planeta?

—Tengo que poner a alguien detrás, o será un punto ciego.

—Cierto.

—Y la gravedad influirá en el consumo de combustible; es más barato bajar que subir.

—Sí.

—¿Funciona el Pequeño Doctor contra los planetas?

La cara de Becca se puso rígida.

—Lexa, los insectores nunca atacaron a la población civil en ninguna de sus invasiones. Tú decidirás si es correcto adoptar una estrategia que invitaría a las represalias.

—¿Es el planeta lo único nuevo?

—¿Te acuerdas de la última vez que te di una batalla con una sola cosa nueva? Permíteme que te diga, Lexa, que hoy no seré amable contigo. He contraído con la flota la responsabilidad de no graduar a una estudiante de segunda categoría. Haré lo que pueda contra ti, Lexa, y no tengo ningunas ganas de mimarte. Si tienes en cuenta todo lo que sabes sobre ti y todo lo que sabes sobre los insectores, tendrás una razonable posibilidad de éxito.

Becca salió de la sala.

Lexa habló por el micrófono.

—¿Estáis ahí?

—Todos —dijo Aden—. Un poco tarde para hacer prácticas esta mañana, ¿no?

O sea, que no se lo habían dicho a los jefes de escuadrón. Lexa acarició la idea de decirles lo importante que era esa batalla para ella, pero decidió que no era conveniente que tuvieran en mente una preocupación más.

—Lo siento —dijo—. Me he dormido.

Se rieron. No se lo creían.

Les indicó maniobras de calentamiento para la batalla que se avecinaba. Le costó más de lo normal aclarar sus ideas, concentrarse en el mando, pero enseguida recuperó el ritmo, respondiendo rápidamente, pensando bien. «O, por lo menos —se dijo a sí misma—, pensando que pienso bien.»

El campo del simulador se aclaró. Lexa esperó a que saliera el juego. «¿Qué pasará si paso este examen? ¿Hay más escuelas? ¿Otro año o dos de adiestramiento penoso, otro año de aislamiento, otro año de gente empujándome hacia aquí y hacia allá, otro año sin control de mi propia vida?» Intentó recordar su edad. Once años. ¿Cuántos años hacía que cumplió once años? ¿Cuántos días? Debía haber sido aquí, en la Escuela de Alto Mando, pero no se acordaba del día. Puede que ese día no se hubiera acordado. Nadie se había acordado, excepto tal vez Octavia.

Y mientras esperaba que saliera el juego, deseaba perderlo, perder la batalla del todo y completamente, para que la expulsaran, como a Roan, y la dejaran irse a casa. Roan había sido destinado a Cartagena. Ella quería ver unas órdenes de viaje que dijeran Greensboro. Éxito significa seguir. Fracaso significaba irse a casa.

«No, no es cierto —se dijo a sí misma—. Me necesitan, y si fracaso puede no haber ninguna casa donde volver.»

Pero no lo creía. En su mente consciente sabía que era cierto, pero en otros sitios, en sitios más profundos, dudaba de que la necesitaran. La urgencia de Becca era otro juego más. Otra forma más de hacerle hacer lo que quieren que haga. Otra forma de no dejarla descansar. De no dejarla no hacer nada, durante mucho, mucho tiempo. Entonces apareció la formación enemiga, y el hastío de Lexa se tornó en desesperación. El enemigo les superaba en la proporción mil a uno, teñía de verde el simulador. Estaban agrupados en una docena de diferentes formaciones que cambiaban de posición, que cambiaban de forma, que se movían por el campo del simulador siguiendo pautas aparentemente aleatorias. No veía ninguna vía abierta; un hueco que parecía abierto se cerraría súbitamente, y aparecería otro, y una formación que parecía expugnable cambiaría súbitamente y sería inútil atacarla. El planeta estaba en el otro extremo del campo, y por lo que Lexa sabía, detrás de ella había otras tantas naves enemigas, fuera del campo del simulador. En cuanto a su flota, estaba constituida por veinte astronaves, cada una con sólo cuatro cazas. Conocía las astronaves de cuatro cazas; eran antiguas, torpes, y el alcance de su Pequeño Doctor era la mitad del de las más nuevas. Ochenta cazas contra por lo menos cinco mil, tal vez diez mil, naves enemigas. Oyó las respiraciones entrecortadas de sus jefes de escuadrón; oyó también una maldición procedente de uno de los observadores que había detrás. Era consolador saber que uno de los adultos se daba cuenta de que no era un examen justo. No porque eso importara. La limpieza no era parte del juego, eso estaba claro. No habían intentado darle ni la más remota posibilidad de éxito. Con todo lo que había pasado, y no tuvieron nunca la intención de dejarla pasar. Vio en su mente a Roan y a su ramillete de amigos, confrontándola, amenazándola; había conseguido avergonzar a Roan y arrastrarla a pelear con ella, solos. Eso no funcionaría aquí. Y no podría sorprender al enemigo como había hecho con los chicos mayores en la sala de batalla. Becca conocía perfectamente las posibilidades de Lexa. Los observadores que había detrás comenzaron a toser, a moverse nerviosos. Estaban empezando a pensar que Lexa no sabía qué hacer.

«Ya no me importa —pensó Lexa—. Te puedes quedar con tu juego. Si no me das ninguna posibilidad, ¿por qué habría de jugar?»

Como el último juego de la Escuela de Batalla, cuando la enfrentaron a dos escuadras. Y justo cuando rememoraba ese juego, pareció que Aden también lo rememoraba, porque a través de los auriculares llegó su voz, y decía:

—No lo olvides, la puerta del enemigo está abajo.

Murphy, Soup, Ilian, Wick y Ontari Tom, todos se rieron. También se acordaban. Y Lexa se rió también. Era divertido. Los adultos tomándose todo tan en serio, y los niños jugando, jugando, creyéndoselo hasta que de repente los adultos iban demasiado lejos, ponían una prueba demasiado difícil, y los niños no veían el objeto del juego. «Olvídalo, Becca. No me importa no pasar tu examen, no me importa no seguir tus reglas. Si tú puedes hacer trampas, yo también puedo. No permitiré que me derrotes jugando sucio; antes, te derrotaré yo jugando sucio.»

En aquella batalla final de la Escuela de Batalla había vencido ignorando al enemigo, ignorando sus propias pérdidas; se había dirigido hacia la puerta del enemigo.

Y la puerta del enemigo está abajo.

«Si rompo esta regla ya no me permitirán ser comandante. Seré demasiado peligrosa. Ya no tendré que volver a jugar. Y eso es la victoria.»

Susurró algo por el micrófono. Sus comandantes se hicieron cargo de sus partes de la flota y se agruparon en un proyectil grueso, un cilindro dirigido a las formaciones enemigas más próximas. El enemigo, en vez de intentar repelerle, le daba la bienvenida, para poder encerrarla antes de destruirla. «Por lo menos, Becca cuenta con que a estas alturas sabrán cómo actúo —pensó Lexa—. Y eso me da tiempo.»

Lexa amagó por abajo, por el norte, por el este y por abajo otra vez, sin seguir aparentemente ningún plan, pero quedando siempre un poco más cerca del planeta enemigo. Al final, el enemigo comenzó a cercarle y a apretar demasiado el cerco. Entonces, súbitamente, la formación de Lexa estalló. Sus flotas parecía fundirse en el caos. Los ochenta cazas parecían no seguir ningún plan, disparando a las naves enemigas aleatoriamente, abriéndose cada uno un camino sin salida entre el entramado enemigo. Sin embargo, cuando sólo habían transcurrido unos minutos desde el comienzo de la batalla, Lexa susurró nuevas órdenes a sus jefes de escuadrón, y, súbitamente, una docena de cazas restantes formaron otra vez una formación. Pero ahora estaban en el lado más alejado de algunos de los más formidables grupos enemigos. A costa de terribles pérdidas, habían atravesado ese grupo, y ya habían cubierto más de la mitad de la distancia hasta el planeta enemigo.

«El enemigo se da cuenta ahora —pensó Lexa—. Seguro que Becca ve lo que estoy haciendo. O tal vez Becca no se podía creer que lo haría. Bien, mucho mejor para mí.»

La diminuta flota de Lexa se precipitaba en una y otra dirección, desplegando dos o tres cazas para amagar un ataque, volviéndolos a replegar luego. El enemigo se cerró, aportando las naves y las formaciones que habían sido dispersadas, las traía para que mataran. El enemigo estaba más concentrado más allá de Lexa, para que no pudiera escapar hacia el espacio abierto, rodeándole. «Excelente —pensó Lexa—. Más cerca. Venid más cerca.»

Entonces susurró una orden y las naves cayeron como rocas hacia la superficie del planeta. Eran astronaves y cazas, no estaban equipadas para enfrentarse al calor generado al atravesar una atmósfera. Pero Lexa no pretendía hacerles llegar a la atmósfera. Casi desde el mismo momento en que comenzaron a caer, estaban enfocando el Pequeño Doctor hacia una sola cosa. El planeta.

Uno, dos, cuatro, siete de sus cazas se fundieron. Ahora era como una apuesta, saber si alguna de las naves sobreviviría suficiente tiempo para tener el planeta a su alcance. No tardaría demasiado, una vez estuvieran en disposición de enfocar la superficie del planeta. Sólo un momento con el doctor Ingenio, sólo quería eso. Se le ocurrió que quizá ni siquiera el ordenador estaba preparado para mostrar lo que pasaría a un planeta si le atacaba el Pequeño Doctor. «¿Qué haré entonces, gritar ¡pum, estás muerto!?»

Lexa retiró las manos de los controles y se inclinó para ver qué pasaba. La perspectiva estaba ahora cerca del planeta enemigo, y las naves se abalanzaban en el pozo de gravedad.

«Seguramente está a tiro ahora —pensó Lexa—. Debe estar a tiro y el ordenador no lo puede controlar.»

Entonces, la superficie del planeta, que ocupaba la mitad del campo del simulador, comenzó a borbotear; hubo una explosión que arrojó escombros hacía los cazas de Lexa. Lexa intentó imaginarse lo que había pasado en el interior del planeta. El campo creciendo más y más, las moléculas desintegrándose pero sin que los átomos separados encuentren ningún sitio donde ir. Dentro de tres segundos el planeta entero se desintegraría y se convertiría en una esfera de polvo brillante que lo arrojaría todo hacia afuera. Los cazas de Lexa estaban entre los primeros; su perspectiva se desvaneció instantáneamente, y ahora el simulador sólo podía visualizar la perspectiva de las astronaves esperando más allá de los bordes de la batalla. Estaba a la distancia que Lexa quería que estuviera. La esfera del planeta explosivo creció hacia el exterior, a tal velocidad que las naves enemigas no pudieron escapar. Y se llevaron consigo al Pequeño Doctor, que ya no era tan pequeño, y su campo desintegraba todas las naves a su paso, convirtiendo a cada una en un punto de luz antes de seguir adelante. El campo del doctor Ingenio sólo se debilitó en la misma periferia del simulador. Dos o tres naves enemigas volaban a la deriva. Las astronaves de Lexa no explotaron. Pero donde había estado la vasta flota del enemigo, y el planeta que protegían, no quedaba nada significativo. Una masa informe crecía a medida que la gravedad arrastraba de nuevo hacia abajo gran parte de los escombros. Estaba al rojo vivo y rotando; era también mucho más pequeño que el mundo que había sido antes. Casi toda su masa era ahora una nube que flotaba en el exterior. Lexa se quitó los auriculares, a través de los que le llegaban los vítores de sus jefes de batallón, y sólo entonces se dio cuenta de que había igual ruido en la sala donde estaba. Los hombres de uniforme se abrazaban los unos a los otros, reían, gritaban; otros, lloraban; algunos se arrodillaban o se postraban, y Lexa supo que estaban rezando. Lexa no lo entendía. Todo parecía erróneo. Se suponía que tenían que estar enfadados.

El coronel Gustus se separó de los demás y vino hacia Lexa. Las lágrimas corrían por su cara, pero sonreía. Se inclinó, alargó los brazos y, ante la sorpresa de Lexa, la abrazó, le apretó con fuerza, y susurró:

—Gracias, gracias Lexa, gracias a Dios por ti, Lexa,

Los demás también se acercaron a estrecharle la mano, a felicitarle. Intentó buscar una explicación lógica a todo eso. ¿Había pasado el examen a pesar de todo? Era su victoria; no la de ellos, y una victoria hueca, un fraude; ¿por qué se comportaban como si hubiera ganado con honor?

La muchedumbre se apartó y dejó pasar a Becca Pramheda. Fue derecha hacia Lexa y le alargó la mano.

—Tomaste la decisión difícil, chica. Todo o nada. Acabar con ellos o acabar con nosotros. Pero el cielo sabe que no había ninguna otra forma de hacerlo. Felicidades. Les venciste, y todo ha terminado.

¿Terminado? ¿Les venciste? Lexa no lo entendía.

—Te vencí.

Becca se rió, con una risa fuerte que llenó la sala.

—Lexa, nunca has jugado conmigo. Desde que me convertí en tu enemiga, no has jugado ni un solo juego.

Lexa no entendió la broma. Había jugado muchos juegos, a un precio terrible para sí misma. Empezó a enfadarse. Becca estiró la mano y le tocó los hombros. Lexa se lo sacudió. Entonces, Becca se puso seria y dijo:

—Lexa, durante los últimos meses has sido 1a comandante de nuestras flotas. Esta era la Tercera Invasión. No era un juego, las batallas eran reales, y el único enemigo con el que luchabas eran los insectores. Ganaste todas las batallas, y hoy has combatido con ellos en su mundo de origen, donde estaba la reina, las reinas de sus colonias, todas estaban allí y las destrozaste completamente. No nos atacarán de nuevo. Lo hiciste. Tú.

Real. No un juego. La mente de Lexa estaba demasiado cansada para enfrentarse con todo eso. No eran simplemente puntos de luz en el aire; eran naves reales con las que había luchado y naves reales que había destruido. Y un mundo real que había hecho caer en el olvido. Caminó entre la muchedumbre. Esquivando sus felicitaciones, ignorando sus manos, sus palabras, su júbilo. Cuando llegó a su habitación se quitó la ropa, trepó a la cama y se durmió. Lexa se despertó cuando la zarandearon. Tardó un momento en reconocerles. Gustus y Pramheda. Les dio la espalda.

—Dejadme dormir.

—Lexa, necesitamos hablar contigo —dijo Gustus.

Lexa se dio la vuelta para verles la cara.

—Han estado proyectando los vídeos en la Tierra durante todo el día y toda la noche desde la batalla de ayer.

—¿Ayer?

Había dormido de un tirón todo un día.

—Eres un héroe, Lexa. Han visto lo que hiciste, tú y los demás. No creo que haya un solo gobierno en la Tierra que no te haya concedido su más alta condecoración.

—Los maté a todos, ¿verdad? —preguntó Lexa.

—¿Qué todos? —preguntó Gustus.

—¿Los insectores?

—Esa era la idea.

Becca se inclinó hacia ella.

—Para eso era la guerra.

—Todas sus reinas. Y por consiguiente maté a todos sus niños, todo de todo.

—Ellos lo decidieron cuando nos atacaron. No era culpa tuya. Tenía que pasar.

Lexa asió el uniforme de Becca y se colgó de él estirándole hacia abajo para que estuvieran cara a cara.

—¡No quería matarlos a todos! ¡No quería matar a nadie! ¡No soy una asesina! ¡No me queríais, desgraciados, queríais a Bellamy, pero me hicisteis hacerlo, me engañasteis!

Estaba llorando. Había perdido el control de sí misma.

—Por supuesto que te engañamos. Ese es el asunto —dijo Gustus—. Tenía que ser un engaño o no lo habrías hecho. Ese era nuestro problema. Teníamos que tener una comandante con tanta empatía que pensara como los insectores, los entendiera y se anticipara a ellos. Tanta compasión que ganara el amor de sus subordinados y trabajara con ellos como una máquina perfecta, tan perfecta como los insectores. Pero alguien con tanta compasión nunca habría sido la asesina que necesitábamos. Nunca habría ido a la batalla deseando ganar a toda costa. Si lo hubieras sabido, no lo habrías hecho. Si fueras el tipo de persona que podría hacerlo incluso sabiéndolo, no habrías entendido a los insectores en la medida necesaria.

—Y tenía que ser una niña, Lexa —dijo Becca—. Eras más rápida que yo. Mejor que yo. Soy demasiado vieja y cautelosa. Una persona decente que conozca el arte de la guerra no va a la batalla con un corazón entero. Pero no lo sabías. Nos aseguramos de que no lo supieras. Eras inquieta y brillante y joven. Era para lo que habías nacido.

—Teníamos pilotos en nuestras naves, ¿verdad?

—Sí.

—Ordenaba a los pilotos que fueran y murieran, y ni siquiera lo sabía.

—Ellos lo sabían, Lexa, y fueron de todas formas. Sabían por qué lo hacían.

—¡No me lo preguntasteis! ¡No me dijisteis la verdad sobre nada!

—Tenías que ser un arma, Lexa. Como una pistola, como el Pequeño Doctor, que funcionara perfectamente, pero sin saber a qué apunta. Nosotros te apuntamos. Somos los responsables. Si hay algo mal hecho, nosotros lo hicimos.

—Explícamelo más tarde —dijo Lexa. Sus ojos se cerraron.

Becca Pramheda la zarandeó.

—No te duermas, Lexa —dijo—. Es muy importante.

—Habéis acabado conmigo —dijo Lexa—. Ahora dejadme en paz.

—Por eso estamos aquí—dijo Becca—. Estamos intentando decírtelo. No han acabado contigo, en absoluto. Allá abajo reina el caos. Van a comenzar una guerra. Los americanos afirman que el Pacto de Varsovia está a punto de atacarles, y el Pacto de Varsovia dice lo mismo del Hegemon. No hace ni veinticuatro horas que ha acabado la guerra con los insectores y el mundo de allí abajo vuelve de nuevo a la lucha, tan mal como siempre. Y todos están preocupados por ti. Todos te quieren. La jefa militar más grande de la historia, quieren que dirijas sus ejércitos. Los americanos. El Hegemon. Todos excepto el Pacto de Varsovia, y éstos te quieren muerta.

—Muy bien —dijo Lexa.

—Tenemos que llevarte lejos de aquí. Hay marines rusos por todo Eros, y el Polemarch es ruso. Podría haber un baño de sangre en cualquier momento.

Lexa les dio la espalda de nuevo. Esta vez la dejaron. No dormía. Les escuchaba.

—Eso es lo que me asustaba, Pramheda. La forzó demasiado. Algunos de esos puestos avanzados menores podían haber esperado. Le podía haber dado algunos días para descansar.

—¿También usted, Gustus? ¿Intenta decidir cómo podría haberlo hecho mejor? Usted no sabe qué habría pasado si no la hubiera forzado. Nadie lo sabe. Lo hice de la forma en que lo hice, y tuvo éxito. Por encima de todo, tuvo éxito. Memorice esta defensa, Gustus. Quizá tenga que utilizarla usted también.

—Lo siento.

—Veo lo que le ha afectado. El coronel Liki dice que hay una gran probabilidad de que quede dañada permanentemente, pero no lo creo. Es muy fuerte. Ganar significa mucho para ella, y ganó.

—No hablé de su fuerza. La chica tiene once años. Dele un descanso, Pramheda. Las cosas no han explotado todavía. Podemos apostar un guardia en la puerta.

—O apostar un guardia en alguna otra puerta fingiendo que es la suya.

—Cualquier cosa.

Se marcharon. Lexa se durmió de nuevo.

El tiempo pasaba sin afectar a Lexa, excepto a ráfagas. Una vez le despertó algo que le presionaba la mano, algo que empujaba hacia dentro, con un dolor insistente, sordo. Alargó la mano y lo tocó; era una aguja atravesando una vena. Intentó arrancarla, pero la aguja estaba adherida y e1la estaba demasiado débil. Otra vez se despertó en la oscuridad al oír a gente murmurar y maldecir. En sus oídos resonaba el fuerte ruido que le había despertado; no recordaba el ruido. «Encended las luces», decía alguien. Y otra vez creyó oír a alguien llorar junto a ella.

Podía haber sido un solo día; podía haber sido una semana; por sus sueños, podían haber sido meses. En sus sueños, parecía pasar vidas enteras. De nuevo, la Bebida del Gigante más allá de los niños lobos, reviviendo las terribles muertes, los constantes asesinatos; oyó una voz que susurraba en el bosque: «Tenías que matar a los niños para llegar al Fin del Mundo.» Intentó responder «No quería matar a nadie. Nadie me preguntó si quería matar a alguien.» Pero el bosque se reía de ella. Y cuando saltaba desde el acantilado al Fin del Mundo, algunas veces no eran las nubes las que le recogían, sino un caza que le llevaba a un punto cercano a la superficie del mundo de los insectores, para que mirara, una y otra vez, la erupción de la muerte cuando el doctor Device desencadenaba una reacción en la cara del planeta; luego cada vez más cerca, hasta que veía a los insectores individuales explotar, convertirse en luz, y desplomarse en una pila informe delante de sus ojos. Y la reina rodeada por los niños; sólo la reina era madre, y los niños eran Octavia y los chicos que había conocido en la Escuela de Batalla. Uno tenía la cara de Roan y estaba tendido sangrando por los ojos y la nariz, diciendo «no tienes honor». Y el sueño acababa siempre con un espejo o una piscina de agua o la superficie metálica de una nave, algo que reflejara su cara. Al principio, era siempre la cara de Bellamy, con sangre y una cola de serpiente saliéndole por la boca. Sin embargo, al cabo de un rato empezaba a ser su cara, vieja y triste, con ojos afligidos por miles de millones de asesinatos, pero eran sus ojos, y estaba contenta de tenerlos. Ese era el mundo en que Lexa vivió muchas vidas durante los cinco días de la Guerra de la Liga. Cuando se despertó, de nuevo estaba tendida en la oscuridad. Podía oír a lo lejos el estallido de las explosiones. Escuchó durante un rato. Luego oyó unos pasos suaves. Se dio la vuelta y disparó una mano, para agarrar a quien se movía sigilosamente. Efectivamente, agarró la ropa de alguien y tiró de ella hacia sus rodillas, lista para matarlo si era necesario.

—¡Lexa, soy yo, soy yo!

Conocía la voz. Surgía de su memoria como si viniera de mil años atrás en el tiempo.

—Monty.

—Salaam, renacuaja. ¿Qué pensabas hacer, matarme?

—Sí. Creí que intentabas matarme.

—Intentaba no despertarte. Bueno, al menos te queda algún instinto de supervivencia. Por lo que dice Becca, te estabas convirtiendo en un vegetal.

—Lo intenté. ¿Qué son esas explosiones?

—Hay una guerra. Nuestra sección está bloqueada para mantenernos a salvo.

Lexa balanceó las piernas para incorporarse. No pudo hacerlo. Le dolía mucho la cabeza.

—No te sientes, Lexa. Todo va bien. Parece que la vamos a ganar. No todos los del Pacto de Varsovia se fueron con el Polemarch. Muchos se vinieron con nosotros cuando el Estrategos les dijo que tú eras leal a la F.I.

—Estaba dormida.

—Parece que mintió. No estabas conspirando en tus sueños, ¿verdad? Algunos rusos que vinieron nos dijeron que cuando el Polemarch les ordenó buscarte y matarte, casi le matan a él. Sientan lo que sientan por las demás personas, Lexa, a ti te quieren. Todo el mundo vio nuestras batallas. Vídeos día y noche. He visto algunos. Con tu voz dando las órdenes. Todo está allí, no hay nada censurado. Es material del bueno. Tienes futuro en los vídeos.

—No creo —dijo Lexa.

—Estaba bromeando. ¿Qué te parece? Ganamos la guerra. Estábamos tan ansiosos por crecer para poder luchar en ella, y al final lo hicimos nosotros. ¡Unos críos! —Monty se rió—. Fuiste tú. Fuiste muy buena, jefa. No sabía cómo nos sacarías de la última. Pero lo hiciste. Fuiste muy bueno.

Lexa se dio cuenta de que hablaba en pasado. Era buena.

—¿Qué soy ahora, Monty?

—Todavía eres buena.

—¿En qué?

—En... todo. Hay un millón de soldados que te seguirían hasta el fin del universo.

—No quiero ir al fin del universo.

—¿Dónde quieres ir entonces? Te seguirán. «Quiero ir a casa —pensó Lexa—, pero no sé dónde está.»

Las explosiones se tornaron en silencio.

—Escucha eso —dijo Monty. Escucharon. La puerta se abrió. Alguien estaba de pie. Alguien pequeño.

—Ha acabado —dijo.

Era Aden. Como para ratificarlo, se encendieron las luces.

—Hola, Aden —dijo Lexa.

—Hola, Lexa.

Echo le siguió, con Wells cogido de la mano.

Vinieron a la cama de Lexa.

—¡Eh! La héroe está despierta —dijo Wells.

—¿Quién ha ganado? —preguntó Lexa.

—Nosotros, Lexa —dijo Aden—. Tú estabas allí.

—No está tan loca, Aden. Quiere decir quién ha ganado justo ahora.

Echo cogió la mano de Lexa.

—Hubo una tregua en la Tierra. Han estado negociando durante días. Finalmente acordaron aceptar la propuesta de Locke.

—No sabe lo de la propuesta de Locke...

—Es muy complicada, pero en lo que se refiere a nosotros significa que la F.I. seguirá existiendo, pero sin el Pacto de Varsovia. Por consiguiente, los marines del Pacto de Varsovia vuelven a sus casas. Creo que Rusia estuvo de acuerdo porque tienen una revuelta de los ilotas eslavos. Todo el mundo ha sufrido. Aquí murieron unos quinientos, pero en la Tierra fue peor.

—El Hegemon ha renunciado —dijo Wells—. Reina la confusión allá abajo. A nadie le importa.

—¿Estás bien? —le preguntó Echo, tocándole la cabeza—. Nos asustaste. Decían que estabas loca, y nosotros decíamos que los locos eran ellos.

—Estoy loca —dijo Lexa—. Pero creo que estoy bien.

—¿Cuándo lo decidiste? —preguntó Monty.

—Cuando creí que me ibas a matar, y decidí matarte a ti primero. Me imagino que, simplemente, soy una asesina hasta la médula. Pero prefiero estar viva que muerta.

Se rieron y estuvieron de acuerdo con ella. Luego Lexa empezó a llorar y a abrazar a Aden y Echo, que estaban más cerca.

—Os eché de menos —dijo—. ¡Tenía tantas ganas de veros!

—Lo hicimos muy mal —respondió Echo. Besó la mejilla de Lexa.

—Lo hicisteis magníficamente —le dijo Lexa—. A los que más necesitaba los quemé antes. Una mala planificación por mi parte.

—Todos estamos bien ahora —dijo Wells—. No le ha pasado nada malo a ninguno de nosotros, que no se pudiese curar con cinco días de reposo en habitaciones bloqueadas.

—Ya no tengo que ser vuestra comandante, ¿verdad? —preguntó Lexa—. No quiero mandar a nadie nunca más.

—No tienes que dar órdenes a nadie —dijo Wells—. Pero siempre serás nuestra comandante.

Se quedaron en silencio durante un momento.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Monty—. La guerra con los insectores ha acabado, y también la guerra de allá abajo, e incluso la guerra de aquí. ¿Qué haremos ahora?

—Somos unos críos —dijo Echo—. Probablemente nos harán ir a la escuela. Es la ley. Tienes que ir a la escuela hasta que tengas diecisiete años.

Se rieron de eso. Se rieron hasta que les corrieron las lágrimas por las mejillas.