15. LA VOZ DE LOS MUERTOS
El lago estaba tranquilo; no soplaba brisa. Los dos hombres estaban sentados en sus sillas en el muelle flotante. Había una pequeña balsa de madera amarrada al muelle; Gustus enganchó un pie en la cuerda y tiró de la balsa, luego la dejó ir, luego volvió a tirar de ella.
—Has adelgazado.
—Unas tensiones te hacen engordar y otras te hacen adelgazar. Soy una criatura de productos químicos.
—Debe haber sido duro.
Gustus se encogió de hombros.
—No mucho. Sabía que saldría absuelto.
—Algunos no estábamos tan seguros. La gente se puso como loca allá abajo. Malos tratos a los niños, negligencia homicida... Esos vídeos de las muertes de Roan y Stilson eran horripilantes. Ver a una niña hacerle eso a otro...
—Creo que fueron los vídeos lo que me salvó. El fiscal los presentó, pero nosotros contamos toda la historia. Estaba claro que Lexa no les provocó. Al fin y al cabo, era sólo un juego de adivinanzas. Declaré que hice lo que creí necesario para la preservación de la raza humana, y tuvo éxito; hicimos que los jueces aceptaran que el fiscal debía probar más allá de toda duda que Lexa habría ganado la guerra sin el adiestramiento que le dimos. Después de eso, no podía haber problemas. Exigencias de la guerra.
—De todas formas, Gustus, fue un gran alivio para todos. Sé que nos peleábamos, y sé que el fiscal utilizó en tu contra las cintas de nuestras conversaciones. Pero para entonces yo ya sabía que tenías razón, y me ofrecí a testificar en tu favor.
—Lo sé. Me lo dijeron mis abogados.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé. Seguir descansando. Me corresponden unos cuantos años de vacaciones acumuladas. Suficientes para llegar al retiro, y tengo muchos salarios, que no he utilizado nunca, depositados en bancos. Puedo vivir de los intereses. Pero a lo mejor no lo soporto. Quizás haga algo.
—Es una perspectiva halagüeña. Pero yo tampoco lo soportaría. Me han ofrecido la dirección de tres universidades distintas, en la hipótesis de que soy pedagogo. Cuando les digo que lo único que me preocupaba en la Escuela de Batalla eran los juegos, no se lo creen. Creo que aceptaré la otra oferta.
—¿Delegado?
—Ahora que la guerra se ha acabado, es hora de volver a jugar. Será casi como estar de vacaciones. Sólo veintiocho equipos en la liga. Aunque después de tantos años viendo volar a esos niños, ver rugby es como ver babosas machacándose entre sí.
Se rieron, Gustus suspiró y empujó la balsa con el pie.
—Esa balsa, seguro que no flota contigo encima.
Gustus negó con la cabeza.
—La construyó Lexa.
—Ahora lo entiendo. Aquí es donde la trajiste.
—Le han cedido este lugar. Me preocupé de que fuera recompensada con creces. Tendrá todo el dinero que pueda necesitar.
—Si la dejan volver para disfrutarlo.
—No la dejarán.
—¿Con Demóstenes revolviéndolo todo para que vuelva a casa?
—Demóstenes ya no está en las redes.
Titus entornó una ceja.
—¿Qué significa eso?
—Demóstenes se ha retirado. Para siempre.
—Tú sabes algo, viejo. Tú sabes quién es Demóstenes.
—Era.
—De acuerdo, dímelo.
—No.
—Ya no eres tan ameno como antes, Gustus.
—Nunca lo he sido.
—Por lo menos, podrás decirme por qué. Éramos muchos los que creíamos que Demóstenes llegaría a ser Hegemon.
—No ha habido nunca ninguna posibilidad de que lo consiguiera. No, ni siquiera la turba de políticos cretinos que seguía a Demóstenes podría convencer al Hegemon de que trajera a Lexa a la Tierra. Lexa es demasiado peligrosa.
—Sólo tiene once años. Doce ahora.
—Más peligrosa todavía, porque se la podría manipular fácilmente. Todo el mundo conjuraría el nombre de Lexa. La niña diosa, la hacedora de milagros, con la vida y la muerte en sus manos. Todos los cachorros de tirano querrían tener a la chica, para ponerla al frente de un ejército y ver cómo el mundo se le une en tropel o se encoge de miedo. Si Lexa viniera a la Tierra, querría venir aquí, a descansar, a salvar lo que pueda de su infancia. Pero ellos no la dejarían descansar.
—Ya veo. ¿Le ha dicho alguien eso a Demóstenes?
Gustus sonrió.
—Demóstenes se lo ha dicho a alguien. A alguien que podía haber utilizado a Lexa como ningún otro, para gobernar el mundo y hacer el mundo a su imagen y semejanza.
—¿Quién?
—Locke.
—Locke es uno de los que decían que Lexa debería permanecer a Eros.
—Las cosas no siempre son lo que parecen.
—Todo eso es demasiado complicado para mí, Gustus. Prefiero los juegos. Reglas limpias. Árbitros. Principio y final. Vencedores y vencidos, y luego todos a casa con sus esposas.
—¿Me darás entradas para algún partido?
—No vas a quedarte aquí y retirarte, ¿verdad?
—No.
—Vas a entrar en la Hegemonía, ¿verdad?
—Soy el nuevo ministro de Colonización.
—Así que van a hacerlo.
—En cuanto nos lleguen los informes sobre las colonias de los insectores. Están ahí, ya preparadas, con edificaciones e industrias ya levantadas, y todos los insectores muertos. Muy cómodo. Aboliremos las leyes de limitación de la población.
—Que todos odian.
—Y todos esos terceros y cuartos y quintos se embarcarán en astronaves con rumbo a mundos conocidos y desconocidos.
—¿Crees que la gente irá?
—La gente siempre va. Siempre. Siempre creen que pueden encontrar una vida mejor que la que tenían en el viejo mundo.
—Qué más da, quizá tengan razón.
Al principio, Lexa creía que la llevarían de vuelta a la Tierra en cuanto estuviera todo más calmado. Pero todo estaba en calma ahora, había estado en calma durante más de un año, y ahora estaba claro que no la llevarían a la Tierra, que era mucho más útil siendo un nombre y una historia que siendo una persona de carne y hueso, e incómoda. Y estaba además el asunto de la corte marcial sobre los crímenes del coronel Gustus. El almirante Pike intentó impedir que Lexa los viera, pero no lo consiguió; a Lexa se le había concedido también el rango de almirante, y ésa fue una de las pocas veces que hizo valer los privilegios de su rango. Así que contempló los vídeos de las peleas con Stilson y Roan, miró las fotografías de los cadáveres, escuchó a los psicólogos y a los abogados discutir si se había cometido un crimen o si había sido en defensa propia. Lexa tenía su propia opinión sobre el asunto, pero nadie se la pidió. En realidad, a quien se atacaba en el juicio era a Lexa. El fiscal era demasiado listo para acusarla directamente, pero no le faltaron intentos de presentarle como una enferma, una loca pervertida y criminal.
—No te preocupes —dijo Becca Pramheda—. Los políticos te tienen miedo, pero todavía no pueden destruir tu reputación. Estará indemne hasta que entren en escena los historiadores, dentro de unos treinta años.
A Lexa no le preocupaba su reputación. Miraba los vídeos impasiblemente, pero de hecho le divertían. «He matado en batalla a diez mil millones de insectores, que estaban tan vivos y eran tan inteligentes como cualquier hombre, que ni siquiera habían lanzado contra nosotros un tercer ataque, y nadie llama crimen a eso...»
Le pesaban todos sus crímenes, y las muertes de Stilson y Roan no le pesaban ni más ni menos que las demás. Y así, con ese peso, esperó el paso de esos meses vacíos, hasta que el mundo que había salvado decidiera que podía volver a casa. Uno a uno, sus amigos la dejaron a regañadientes, eran llamados a casa por sus familias, para ser recibidos en sus pueblos con honores de héroe. Lexa contempló los vídeos de sus recibimientos, y se conmovió cuando vio que se pasaban el tiempo alabando a Lexa Wood, que les había enseñado todo lo que sabían, decían, que les había enseñado y les había conducido a la victoria. Pero si habían pedido que fuera traída a casa, esas palabras eran censuradas y cortadas de los vídeos y nadie oía la súplica. El único trabajo que hubo en Eros durante cierto tiempo consistió en limpiarlo todo tras la sanguinaria Guerra de las Ligas y en recibir los informes de las astronaves, antes naves de guerra y que ahora se dedicaban a explorar los mundos colonizados por los insectores. Pero ahora había en Eros más ajetreo que nunca, estaba más atestado de gente que durante la guerra, pues estaban trayendo colonos para prepararlos para sus viajes a los mundos vacíos de los insectores. Lexa participó en el trabajo, tanto como se lo permitían, pues no se les ocurrió pensar que esa niña de doce años podría estar tan bien dotada para la paz como para la guerra. Pero soportó con resignación la tendencia a ignorarla, y aprendió a presentar sus propuestas y a sugerir sus planes a través de los pocos adultos que la escuchaban, y dejaba que las presentaran como suyas. Estaba preocupada, no por ganar prestigio, sino porque se hiciera el trabajo. Lo único que no podía aguantar era la adoración de los colonos. Aprendió a evitar los túneles donde vivían, porque siempre la reconocían (el mundo se había aprendido de memoria su cara), y le gritaban y le chillaban y le abrazaban y le felicitaban y le mostraban a la niña que se llamaba como ella en su honor y le decían que era tan joven; eso les destrozaba el corazón y ellos no le echaban la culpa de sus asesinatos porque no era culpa suya, pues no era más que una niña.
Se escondía de ellos todo lo que podía.
Hubo un colono, sin embargo, del que no podría esconderse.
Lexa no estaba en Eros ese día. Había salido con el transbordador al nuevo L.I.E, donde había estado aprendiendo a hacer trabajos de superficie en las astronaves; era indecoroso que un oficial hiciera trabajos mecánicos, le dijo Pike, pero Lexa le respondió que como ahora no había mucha necesidad del oficio que conocía, era ya tiempo de que aprendiera otro. Le hablaron por la radio del casco y le dijeron que alguien quería verle en cuanto entrara. Lexa no se acordó de nadie a quien quisiera ver, y por eso no se dio prisa. Acabó de instalar el campo para el ansible de la nave y luego caminó con ayuda del garfio por la superficie de la nave y se subió a la cabina. Estaba esperándole fuera del vestuario. Por un instante le disgustó que dejaran a un colono venir a molestarla aquí, donde había venido para estar sola; luego miró por segunda vez y pensó que si esa joven fuera una niña la conocería.
Octavia dijo:
—Hola, Lexa.
—¿Qué haces aquí?
—Demóstenes se ha retirado. Me voy con la primera colonia.
—Se tarda cincuenta años en llegar.
—Sólo dos años si estás a bordo de la nave.
—Pero si alguna vez vuelves, todos los que conocías en la Tierra estarán muertos.
—Eso es lo que estaba pensando. Tenía la esperanza de que viniera conmigo una persona de Eros a la que conocía.
—No quiero ir a un mundo que hemos robado a los insectores. Sólo quiero ir a casa.
—Lexa, no volverás nunca a la Tierra. Me aseguré de ello antes de salir.
La miró en silencio.
—Te lo digo ahora para que, si quieres odiarme, puedas odiarme desde el principio.
Fueron al diminuto compartimiento de Lexa en el L.I.E y se lo explicó. Bellamy quería que Lexa volviera a la Tierra, bajo la protección del Consejo de la Hegemonía.
—Tal como están las cosas en este momento, Lexa, eso te pondría en realidad bajo el control de Bellamy, pues la mitad del consejo hace ahora todo lo que quiere Bellamy. Los que no son perros falderos de Bellamy, están sometidos a él de una forma u otra.
—¿Saben quién es en realidad?
—Sí. No se le conoce públicamente, pero los que están arriba le conocen. De todas formas, ya no tiene importancia. Tiene demasiado poder como para que se preocupen de su edad. Ha hecho cosas increíbles, Lexa.
—Noté que el tratado del año pasado tenía el nombre de Locke.
—Esa fue su entrada en escena. Lo propuso a través de sus amigos de las redes públicas, y luego Demóstenes le apoyó. Era el momento que había estado esperando, utilizar la influencia de Demóstenes con la chusma y la influencia de Locke con la inteligencia para conseguir algo notorio. Previno una guerra horrible que podía haber durado décadas.
—¿Decidió no ser estadista?
—Creo que sí. Pero en uno de sus momentos de cinismo, de los que tiene muchos, me señaló que si hubiera permitido que la Liga se rompiera totalmente, habría tenido que conquistar el mundo palmo a palmo. Si mantenía la existencia de la Hegemonía, podía hacerlo de un solo golpe.
—Ese es el Bellamy que conocía —dijo Lexa.
—Es divertido, ¿verdad? Que Bellamy haya salvado a millones de seres.
—Mientras que yo he matado a miles de millones.
—No iba a decir eso.
—Así que quería utilizarme.
—Tenía planes para ti, Lexa. Revelaría su identidad cuando tú llegaras, yendo a verte delante de todos los vídeos. El hermano mayor de Lexa Wood, que además es también el gran Locke, el arquitecto de la paz. De pie a tu lado, parecería bastante maduro. Y el parecido físico entre vosotros es mayor que nunca. Le resultaría fácil tomar el poder.
—¿Por qué se lo impediste?
—Lexa, no te gustaría ser el peón de Bellamy el resto de tu vida.
—¿Por qué no? Toda mi vida he sido el peón de alguien.
—Yo también. Mostré a Bellamy todas las evidencias que había reunido, suficientes para probar a los ojos del público que era un asesino psicópata. Entre ellas había fotografías en color de ardillas torturadas y algunos vídeos del monitor, donde se veía cómo te trataba. Me costó mucho trabajo reunirías, pero cuando las vio accedió a darme todo lo que quisiera. Lo que yo quería era tu libertad y la mía.
—Ir a vivir a la casa de la gente que he matado no es la idea que yo tengo de la libertad.
—Lexa, lo hecho, hecho está. Ahora sus mundos están vacíos, y los nuestros están llenos. Y podemos llevar con nosotros lo que sus mundos no han conocido nunca: ciudades llenas de personas que viven vidas privadas, individuales, que se aman y se odian por razones personales. En todos los mundos de los insectores sólo había una historia que contar; cuando estemos allí, el mundo estará lleno de historias, e improvisaremos sus desenlaces día a día. Lexa, la Tierra pertenece a Bellamy. Y si no vienes conmigo ahora, te tendrá a su alcance, y te utilizará hasta el punto de que preferirás no haber nacido. Ésta es tu única posibilidad de escapar.
Lexa no dijo nada.
—Sé lo que estás pensando, Lexa. Estás pensando que estoy intentando influenciarte exactamente igual que Bellamy, Gustus o cualquier otro.
—Se me ha pasado por la cabeza.
—Bienvenido a la raza humana. Nadie controla su propia vida, Lexa. Lo más que puedes hacer es elegir ser controlado por personas buenas, por personas que te quieran. No he venido aquí porque quiera ser colono. He venido porque me he pasado toda la vida en compañía del hermano que odiaba. Ahora quiero tener la posibilidad de conocer a la hermana que amaba, antes de que sea demasiado tarde, antes de que dejemos de ser niños.
—Ya es demasiado tarde para eso.
—Estás equivocada, Lexa. Crees que eres una adulta, cansada y hastiada de todo, pero sigues teniendo el corazón de una chica, como yo. Podemos mantenerlo en secreto cara a lo demás. Mientras tú gobiernas la colonia, yo escribiré tratados de filosofía política, y nunca adivinarán que en la oscuridad de la noche nos deslizamos a hurtadillas a la habitación de la otra y jugamos a las damas y hacemos guerras de almohadas.
Lexa se rió, pero se había percatado de ciertas cosas que Octavia había dejado caer demasiado casualmente como para que fueran accidentales.
—¿Gobernar?
—Yo soy Demóstenes, Lexa. Publiqué un manifiesto. Una declaración pública diciendo que creía tanto en el movimiento colonizador que me iba a ir en la primera nave que saliera. Al mismo tiempo, el ministro de Colonización, un antiguo coronel llamado Gustus, anunció que la piloto de la nave colonizadora sería la gran Becca Pramheda, y la gobernadora de la colonia sería Lexa Wood. —Podrían haberme consultado.
—Quería consultártelo personalmente.
—Pero ya está anunciado.
—No. Lo anunciarán mañana, si aceptas. Becca ha aceptado hace unas horas, cuando volvió a Eros.
—¿Vas a decir a todo el mundo que eres Demóstenes? ¿Una chica de catorce años?
—Les vamos a decir que Demóstenes va con la colonia. Dejemos que se pasen los próximos cincuenta años estrujándose los sesos delante de la lista de pasajeros, intentando averiguar cuál de ellos es el gran demagogo de la Edad de Locke.
Lexa se rió y meneó la cabeza.
—Te estás divirtiendo de verdad, O.
—¿Por qué no iba a divertirme?
—De acuerdo —dijo Lexa—. Iré. A lo mejor incluso como gobernadora, siempre y cuando tú y Becca estéis ahí para ayudarme. Mis conocimientos están un poco oxidados en este momento.
Octavia berreó y la apretujó, como cualquier niña normal que acabara de recibir de manos de su hermanita el regalo que más quería.
—O. —dijo Lexa—. Sólo quiero que quede bien clara una cosa. No voy por ti. No voy para ser gobernadora, o porque me aburra aquí. Voy porque conozco a los insectores mejor que cualquier otro ser viviente, y si voy allí, a lo mejor llego a conocerles mejor. Les robé su futuro; sólo puedo empezar a indemnizarles intentando averiguar lo que pueda de su pasado.
El viaje fue largo. Para cuando terminó, Octavia había concluido el primer volumen de su historia de las guerras insectoras y lo había transmitido a la Tierra por el ansible, con el nombre de Demóstenes, y Lexa se había ganado algo más que la adoración de los pasajeros.
Ahora la conocían, y se había ganado su amor y su respeto.
Trabajó duro en el nuevo mundo, gobernando con persuasión y no autoritariamente, y trabajando tan duro como la que más en las tareas de asentar una economía autosuficiente. Pero su trabajo más importante, y en esto coincidieron todos, era explorar lo que habían dejado los insectores, intentando encontrar, entre las estructuras, la maquinaria y los campos tanto tiempo desatendidos, algo que pudiera servir a la raza humana. Algo de lo que se pudiera aprender. No había libros para leer; los insectores no los necesitaban. Teniendo todo presente en sus memorias, hablando a medida que pensaban, cuando los insectores murieron, su conocimiento murió con ellos. Y sin embargo, de la solidez de los techos que cubrían sus cobertizos de animales y sus despensas de comida, Lexa aprendió que el invierno podía ser duro, con fuertes nevadas. De las vallas con estacas afiladas apuntando hacia afuera, aprendió que había animales merodeadores que eran un peligro para los cultivos y los rebaños. Del molino, aprendió que los frutos de gusto extraño que crecían en las frondosas huertas se secaban y se molían para convertirlos en comida. Y de los cabestrillos, que una vez se utilizaron para transportar a los niños a los campos, aprendió que aunque los insectores no eran muy dados a la individualidad, sí querían a sus hijos. La vida se asentó, y pasaron los años. La colonia vivía en casas de madera y utilizaba los túneles de la ciudad de los insectores como almacenes y talleres. Ahora se gobernaban mediante un consejo, y elegían a los administradores, y aunque Lexa seguía siendo llamada gobernadora, no era en realidad más que una jueza. Había crímenes y peleas en convivencia con generosidad y cooperación; había personas que se querían y personas que no se querían; era un mundo humano. Ya no esperaban con ansiedad cada nueva transmisión del ansible; los nombres que eran famosos en la Tierra significaban bien poco allí. El único nombre que conocían era el de Bellamy Wood, el Hegemon de la Tierra; las únicas noticias que llegaban eran noticias de paz, de prosperidad, de grandes naves que salían del litoral del sistema solar terrestre, traspasaban el escudo de cometas y llenaban los mundos de los insectores. Pronto habría otras colonias en este mundo, el mundo de Lexa; pronto habría vecinos; ya estaban en camino, pero nadie se preocupaba. Ayudarían a los recién llegados cuando llegaran, les enseñarían lo que tenían que aprender, pero lo que importaba ahora era quién se casaba con quién, y quién estaba enfermo, y cuándo era el tiempo de sembrar, y por qué he de pagarle si el becerro murió al cabo de tres semanas.
—Se han convertido en gente de campo —dijo Octavia—. A nadie le importa que Demóstenes esté enviando, precisamente hoy, el séptimo volumen de su historia. Aquí no lo leerá nadie.
Lexa pulsó un botón y su consola le mostró la página siguiente.
—Muy lúcido, Octavia. ¿Cuántos volúmenes te faltan?
—Sólo uno. La historia de Lexa Wood.
—¿Cómo te las vas a arreglar? ¿Esperarás a que me muera?
—No. Escribiré, y cuando llegue al presente, me pararé.
—Tengo una idea mejor. Llega hasta el día en que ganamos la batalla final. Párate ahí. Lo que he hecho desde entonces no merece la pena ser contado.
—Tal vez —dijo Octavia—. O tal vez no.
El ansible les había traído la noticia de que la nueva nave colonizadora estaba a solo un año. Pidieron a Lexa que les buscara un lugar para asentarse, suficientemente cerca de la colonia de Lexa para que pudieran comerciar entre sí, pero suficientemente lejos para que pudieran gobernarse solos. Lexa cogió el helicóptero y comenzó a explorar. Se llevó consigo a uno de los niños, un chico de once años llamado Abra; eran sólo tres cuando se fundó la colonia, y no recordaba más mundo que éste. Él y Lexa volaron tan lejos como podía ir el helicóptero, luego acamparon para pasar la noche con la intención de hacer un recorrido a pie a la mañana siguiente, para hacerse una idea del terreno. Transcurría la tercera mañana cuando Lexa comenzó a tener la desagradable sensación de que había estado antes en ese sitio. Miró en torno suyo; era tierra nueva, no la había visto nunca. Llamó a Abra.
—Hola, Lexa —gritó Abra. Estaba en la cima de una colina baja y escalonada—. ¡Sube!
Lexa trepó, y la turba cedía a su paso en el blando suelo. Abra señalaba hacia abajo.
—Es increíble —dijo.
La colina estaba agujereada. Una profunda depresión en el centro, parcialmente llena de agua, estaba cercada por pendientes cóncavas, que sobresalían peligrosamente por encima del agua. Por un lado, la colina se abría en dos largas estribaciones que formaban un valle en forma de V; por el otro lado, la colina se elevaba en una roca blanca, que sonreía y parecía una calavera con un árbol saliendo por la boca.
—Es como un gigante muerto —dijo Abra—, y la tierra ha crecido para cubrir su esqueleto.
Ahora Lexa sabía por qué le había parecido tan familiar. El cadáver del Gigante. Siendo niña, había jugado en ese lugar demasiadas veces como para no reconocerlo. Pero no era posible. El ordenador de la Escuela de Batalla no podía haber visto ese lugar. Miró por los anteojos en una dirección que conocía bien, con el temor y la esperanza de ver lo que pertenecía a ese sitio. Columpios y toboganes. Barras de monos. Ahora cubiertas de vegetación, pero las formas seguían siendo inconfundibles.
—Alguien ha tenido que construir esto —dijo Abra—. Fíjate en esta calavera, no es roca, aunque lo parece. Es hormigón.
—Lo sé —dijo Lexa—. Lo construyeron para mí.
—¿Qué?
—Conozco este lugar, Abra. Los insectores lo construyeron para mí.
—Los insectores estaban muertos cincuenta años antes de que viniéramos aquí.
—Tienes razón, es imposible, pero sé lo que digo, Abra, no te puedo llevar conmigo. Puede ser peligroso. Si me conocían lo suficiente para construir este lugar, podrían haber planeado...
—Atraparte.
—Por haberles matado.
—No vayas entonces, Lexa. No hagas lo que quieren que hagas.
—Si buscan la venganza, Abra, no me importa. Pero a lo mejor, no. A lo mejor esto es lo más parecido a hablar que podían hacer. Como escribirme una nota.
—No sabían leer ni escribir.
—A lo mejor estaban aprendiendo cuando murieron.
—De acuerdo, pero tan cierto como que estoy aquí que no me voy a quedar quieto por ahí fuera mientras te llevan a algún sitio. Voy contigo.
—No. Eres demasiado joven para arriesgarte.
—No me vengas con ésas. Eres Lexa Wood. No me hables de lo que puede hacer o no un niño de once años.
Volaron juntos en el helicóptero, sobrevolando el patio de recreo, los bosques, el pozo del claro del bosque. Luego lo vieron; el acantilado, con una cueva en la pared y un antepecho justo donde debería estar el Fin del Mundo. Y allí, a lo lejos, justo donde debería estar el Juego de Fantasía, estaba la torre del castillo.
Dejó a Abra con el helicóptero.
—No me sigas, y si al cabo de una hora no he vuelto, ve a casa.
—Traga, Lexa. Voy contigo.
—Traga tú, Abra, o te pringaré de barro.
A pesar del tono de broma de Lexa, Abra se dio cuenta de que lo decía en serio, y se quedó. Las paredes de la torre estaban melladas y fue fácil escalarlas. Querían que Lexa pudiera entrar. La sala estaba como había estado siempre. Lexa tenía el recuerdo lo suficientemente fresco en la memoria como para buscar una serpiente en el suelo, pero sólo había una alfombra con una cabeza de serpiente labrada en una esquina. Una imitación, no un duplicado. Para ser de gente que no conocía el arte, lo habían hecho bien. Debían haber dragado estas imágenes de la propia mente de Lexa, buscando y aprehendiendo sus sueños más oscuros a través de años luz. Pero ¿por que? Para traerle a esta sala, por supuesto. Para dejarle un mensaje. Pero ¿dónde estaba el mensaje y cómo iba a entenderlo?
El espejo estaba esperándole en la pared. Era una burda hoja de metal, en la que había sido rayada toscamente la forma de una cara humana. Intentaron dibujar la imagen que debería ver en la escena. Y mirando al espejo se recordó a sí misma rompiéndolo, quitándolo de la pared, y las serpientes brincando del hueco escondido, atacándole, mordiéndole en todos los sitios donde sus venenosos colmillos encontraban donde aferrarse.
«¿Hasta qué punto me conocen? —se preguntó Lexa—. ¿Lo suficiente como para saber con cuánta frecuencia he pensado en la muerte, para saber que no le tengo miedo? Lo suficiente para saber que, incluso temiendo a la muerte, no dejaría de quitar ese espejo de la pared.»
Se acercó al espejo, lo levantó y lo retiró. No surgió nada del espacio que había detrás. En cambio, en un recodo ahuecado había una bola blanca de seda, con unas cuantas hebras deshilachadas que asomaban al azar. ¿Un huevo? No. La crisálida de un insector reina, ya fertilizada por los machos larvales, fuera de su propio cuerpo y preparada para arrojar al mundo cien mil insectores, incluyendo unas cuantas reinas y machos. Lexa podía ver a los machos con aspecto de babosa adherirse a las paredes de un túnel negro, y a los adultos grandes transportar a la niña reina a la sala de apareamiento; todos los machos penetrarían a la reina larval por turnos, se estremecerían en éxtasis, y morirían, cayendo al suelo del túnel y marchitándose. Después, la reina nueva sería depositada delante de la reina vieja, una criatura magnífica ataviada con alas blandas y trémulas, que habían perdido el poder de volar desde hacía mucho tiempo, pero que seguían teniendo el poder de la majestad. La reina vieja le dio un beso para que se durmiera con el agradable veneno de sus labios, luego la envolvió en hebras desde el vientre, y le mandó ser ella misma, ser una nueva ciudad, un nuevo mundo, dar a luz a muchas reinas y a muchos mundos.
«¿Cómo sé todo esto? —pensó Lexa—. ¿Cómo puedo ver todas estas cosas como recuerdos de mi propia mente?»
A modo de respuesta, vio la primera de sus batallas contra las flotas insectoras. La había visto ya en el simulador; ahora la veía como la vio la reina-colmena, a través de muchos ojos distintos. Los insectores formaron su globo de naves, y entonces salieron de la oscuridad los terribles cazas, y el Pequeño Doctor los destruyó en un resplandor de luz. Sintió en ese momento lo que había sentido la reina-colmena, viendo a través de los ojos de sus obreros cómo la muerte venía hacia ellos a demasiada velocidad para esquivarla, pero no con la suficiente velocidad para no presentirla. No había sin embargo ningún recuerdo de dolor. Lo que la reina-colmena sentía era tristeza, resignación. La reina-colmena no había pensado estas palabras cuando vio a los humanos venir a matar, pero eran estas palabras lo que Lexa entendió:
—No nos perdonaron —pensó la reina-colmena—. Moriremos.
—¿Qué puedo hacer para que volváis a vivir? —preguntó Lexa.
La reina envuelta en su capullo de seda no podía responder con palabras; pero cuando Lexa cerró los ojos e intentó recordar, en vez de recuerdos acudieron nuevas imágenes. Había que poner el capullo en un sitio frío, en un sitio oscuro, pero con agua, para que no se secara; no, no sólo agua, agua mezclada con la sabia de cierto árbol, y había que mantenerla tibia a fin de que pudieran tener lugar en el capullo ciertas reacciones. Luego, tiempo. Días y semanas, para que la crisálida que estaba dentro cambiara. Y luego, cuando el capullo hubiera tomado un color marrón polvoriento, Lexa se vio rompiendo el capullo, y ayudando a salir a la pequeña y frágil reina. Se vio cogiéndola por el miembro anterior y ayudándola a ir desde sus aguas natales hasta un lugar de anidamiento, blando, con hojas secas sobre arena.
«Entonces estaré viva —dijo el pensamiento—. Entonces despertaré. Entonces haré mis cien mil hijos.»
—No —dijo Lexa—. No puedo.
Angustia.
—Tus hijos son ahora los monstruos de nuestras pesadillas. Si te despierto, sólo será para que os matemos otra vez.
Entonces cruzaron por su mente docenas de imágenes de seres humanos asesinados por insectores, pero con las imágenes le llegó una aflicción tan fuerte que no pudo aguantarlo, y derramó las lágrimas que esos muertos no pudieron derramar.
—Si puedes hacer que sientan lo que me has hecho sentir, quizás os perdonen.
«Sólo yo —pensó—. Me localizaron a través del ansible, lo siguieron y moraron en mí mente. Consiguieron conocerme en la agonía de mis atormentados sueños. Aunque me pasara el día destruyéndolos; descubrieron el miedo que les tema, y descubrieron también que no sabía que les estaba matando. En las pocas semanas de que dispusieron, construyeron este lugar para mí, y el cadáver del Gigante y el patio de recreo y el parapeto del Fin del Mundo, para que mis propios ojos me condujeran a este lugar. Soy la única a quien conocen, y por lo tanto sólo pueden hablar conmigo, y a través de mí.»
«Somos como vosotros —el pensamiento se abrió paso en su mente—. No queríamos asesinaros, y cuando lo comprendimos, decidimos no volver nunca más. Creíamos que éramos los únicos seres racionales del universo, hasta que os encontramos, pero no podíamos imaginarnos que esos animales solitarios, que no pueden soñar los sueños de los otros, pudieran pensar. ¿Cómo íbamos a saberlo? Podríamos vivir en paz con vosotros. Créenos, créenos, créenos.»
Lexa entró en la cavidad y sacó el capullo. Era asombrosamente ligero para contener todas las esperanzas y todo el futuro de una gran raza.
—Te llevaré conmigo —dijo Lexa—. Iré de un mundo a otro hasta encontrar un tiempo y un lugar en el que puedas despertar sin peligros. Y contaré tu historia a mi gente, y quizás os perdonen también. Como me habéis perdonado a mí.
Envolvió el capullo de la reina en su chaqueta y se lo llevó de la torre.
—¿Qué había ahí? —preguntó Abra.
—La respuesta —dijo Lexa.
—¿A qué?
—A mi pregunta.
Y eso fue lo único que dijo del asunto; buscaron durante cinco días más y encontraron un emplazamiento para la nueva colonia, alejado de la torre en dirección sudeste. Unas semanas más tarde se dirigió a Octavia y le pidió que leyera algo que había escrito. Octavia pidió al ordenador de la nave el fichero que Lexa le había citado y lo leyó. Estaba escrito como si hablara la reina-colmena, contando todo lo que había pretendido hacer y todo lo que había hecho. «Esta es nuestra miseria y esta es nuestra grandeza: no pretendíamos haceros daño y os perdonamos nuestra muerte.» Desde su primer despertar hasta las grandes guerras que volaron en pedazos su mundo de origen, Lexa contó la historia con rapidez, como si fuera un recuerdo antiguo. Cuando llegó al cuento de la gran madre, la reina de todas, la que aprendió por primera vez a preservar y a instruir a la reina nueva en vez de matarla o de ahuyentarla, Lexa se explayó relatando cuántas veces había acabado destruyendo a la hija de su cuerpo, el nuevo ser que no era ella, hasta que tuvo una que entendió su anhelo de armonía. Era algo nuevo en el mundo, dos reinas que se querían y se ayudaban en vez de combatir, y juntas fueron más fuertes que ninguna otra colmena. Prosperaron; tuvieron más hijas que se les unieron en paz; era el principio del conocimiento.
«Si te pudiéramos haber hablado —dijo la reina-colmena en palabras de Lexa—. Pero como no pudo ser, sólo te pedimos esto: que nos recuerdes, no como enemigos, sino como hermanas trágicas, que han tomado una forma repulsiva por la gracia del Destino, de Dios o de la Evolución. Si nos hubiéramos besado, se habría producido el milagro de ser humanas a los ojos del otro. Pero nos destruimos entre nosotros. Y sin embargo, os damos la bienvenida como invitadas y amigas. Venid a nuestro mundo, hijas de la Tierra; morad en nuestros túneles, cosechad nuestros campos; lo que no podemos hacer nosotras, podéis hacerlo vosotras siendo nuestras manos. Floreced, árboles; fructificad, campos; sed cálidos para ellas, soles; sed fértiles para ellas, planetas; son nuestras hijas adoptivas, que han vuelto a casa.»
El libro que escribió Lexa no era largo, pero en él estaba todo lo bueno y todo lo malo que conocía la reina-colmena. Y lo firmó, no con su nombre, sino con un título:
LA VOZ DE LOS MUERTOS
En la Tierra, el libro se publicó rápidamente, y rápidamente pasó de mano en mano, hasta que fue difícil creer que hubiera alguien en la Tierra que no lo había leído. La mayoría de los que lo leyeron lo encontró interesante; algunos que lo leyeron se negaron a olvidarlo. Comenzaron a vivir cumpliendo sus designios lo mejor que podían, y cuando sus seres amados morían, en su tumba había un creyente que se erigía en la Voz del Muerto, y decía lo que el muerto habría dicho, pero con total franqueza y candor, sin esconder faltas y sin disimular virtudes. Los que llegaron a realizar esos servicios los encontraron algunas veces dolorosos y amargos, pero fueron muchos los que decidieron que su vida merecía la pena, a pesar de sus errores, si a su muerte había una Voz que dijera la verdad por ellos. En la Tierra siguió siendo una religión entre otras muchas. Pero para los que habían atravesado la gran caverna del espacio, y habían vivido en los túneles de la reina-colmena y habían cosechado los campos de la reina-colmena, era la única religión. No había colonia sin La Voz de los Muertos. Nadie sabía y nadie quería tampoco saber quién era la Voz original. Lexa no tenía ninguna intención de decirlo.
Cuando Octavia tenía veinticinco años, acabó el último volumen de su historia de las guerras insectoras. Incluyó al final el texto completo del pequeño libro de Lexa, pero no dijo que lo había escrito Lexa.
Recibió por el ansible una respuesta del anciano Hegemon, Bellamy Wood, setenta y siete años y un corazón débil.
—Sé quien lo ha escrito —dijo—. Si puede escribir por los insectores, ciertamente puede escribir por mí.
Lexa y Bellamy hablaron una y otra vez por el ansible, y Bellamy vertió la historia de sus días y de sus años, sus crímenes y sus bondades. Y cuando murió, Lexa escribió un segundo volumen, firmado otra vez con el nombre de La Voz de los Muertos. Juntos, los dos libros recibieron el nombre de la Reina-Colmena y el Hegemon, y se consideraron escritos sagrados.
—Vámonos —dijo un día a Octavia—. Volemos y vivamos por siempre.
—No podemos —dijo Octavia—. Hay milagros que ni siquiera la relatividad puede hacer, Lexa.
—Tenemos que irnos. Aquí soy casi feliz.
—Quédate entonces.
—He vivido demasiado tiempo con el dolor. Sin él, no sabré quién soy.
Se embarcaron en una astronave y fueron de mundo en mundo. Allá donde paraban, ella era siempre Alexandra Wood, portavoz itinerante de los muertos, y ella era siempre Octavia, historiadora errante, que escribía las historias de los seres vivos mientras Lexa narraba las historias de los muertos. Y Lexa llevaba siempre consigo un capullo blanco y seco, en busca del mundo donde la Reina-Colmena pudiera despertar y desarrollarse en paz. Buscó durante mucho tiempo.
FIN
¿Os ha gustado? Si deseáis saber más de esta historia decirmelo y adaptaré la siguiente parte. Nos vemos ;)
