11. Gotas

«Tres de dieciséis gobernaban, pero ahora el Roto reina.»

Recogido: Chachanan, año 1173, 84 segundos antes de la muerte. Sujeto: un ladronzuelo con la enfermedad consumidora, de ascendencia iraili parcial.

La alta tormenta acabó por remitir. Era el atardecer del día en que murió el muchacho, el día en que Syl la dejó. Raven se puso las sandalias (las mismas que le había cogido al hombre del rostro correoso el primer día) y se levantó. Caminó por el abarrotado barracón. No había camas, solo una fina manta por persona. Había que elegir si utilizarla como colchón o para abrigarte. Podías congelarte o podías acabar dolorida. Esas eran las opciones, aunque varios de los hombres de los puentes habían encontrado un tercer uso para las mantas. Se envolvían con ellas las cabezas, como para bloquear la vista, el sonido y el olor. Para ocultarse del mundo.

El mundo los encontraba de todas formas. Sabía jugar a esa clase de juegos.

La lluvia caía copiosamente en el exterior, el viento arreciaba todavía. Los relámpagos iluminaban el horizonte occidental, donde el centro de la tormenta continuaba su avance. Faltaba una hora para que llegaran los coletazos, y era tan temprano que nadie quería salir a la tormenta. Bueno, nadie quería salir a ninguna tormenta. Pero era lo más temprano que se podía salir y sentirse a salvo. Los relámpagos habían pasado, los vientos eran soportables. Atravesó el oscuro aserradero, encogida para protegerse del viento. Las ramas yacían dispersas como huesos en el cubil de un espinablanca. Las hojas estaban aplastadas por la lluvia contra los ásperos lados de los barracones. Raven chapoteó en los charcos que helaron y entumecieron sus pies. Le sentó bien: todavía los tenía doloridos de la última carga del puente. Oleadas de lluvia helada lo asaltaron, mojando su pelo, corriendo por su cara.

—¿Vas a dar un paseo, alteza? —dijo una voz.

Raven alzó la cabeza y encontró a Monty acurrucado en un hueco entre dos barracones. ¿Por qué estaba aquí fuera, bajo la lluvia?

Ah. Monty había sujetado una pequeña cesta de metal en la pared de uno de los barracones, y una suave luz surgía del interior. Había dejado sus esferas a la tormenta, y había salido temprano para recuperarlas. Era un riesgo. Incluso una cesta cubierta podía soltarse. Algunas personas creían que las sombras de los Radiantes Perdidos acechaban las tormentas, robando esferas. Tal vez era cierto. Pero durante el tiempo que había pasado en el ejército, Raven había conocido a más de un hombre que había resultado herido al salir a buscar esferas durante una tormenta. Sin duda esa superstición había que achacarla a la experiencia de los ladrones. Había formas más fáciles de infundir esferas. Los prestamistas cambiaban esferas opacas por otras infundidas, o podías pagarles para que infundieran las tuyas en uno de sus nidos bien protegidos.

—¿Qué estás haciendo? —exigió Monty. El hombre bajo y tuerto se llevó la cesta al pecho—. Haré que te cuelguen si has robado las esferas de alguien. —Raven se apartó de él—. ¡Ojalá te caiga encima la tormenta! ¡Haré que te cuelguen de todas formas! No creas que puedes escapar: sigue habiendo centinelas. Te...

—Voy al Abismo del Honor —dijo Raven en voz baja. Su voz apenas era audible por encima de la tormenta.

Monty se calló. El Abismo del Honor. Bajó su cesta de metal y no puso más objeciones. Los hombres que tomaban ese camino recibían cierta deferencia.

Raven continuó cruzando el patio.

—Alteza —llamó Monty.

Raven se volvió.

—Deja las sandalias y el chaleco. No quiero tener que enviar a alguien allá abajo a recuperarlos.

Raven se quitó el chaleco y lo dejó caer al suelo mojado, y luego abandonó las sandalias en un charco. Se quedó con una camisa sucia y unos tiesos pantalones marrones, ambos tomados de un muerto. Raven se dirigió a la zona este del aserradero. Los truenos rugían al oeste. El camino que conducía a las Llanuras Quebradas le resultaba ya familiar. Lo había recorrido una docena de veces con las cuadrillas del puente. No había batalla todos los días (quizás una cada dos o tres), y no muchas cuadrillas tenían que cargar siempre. Pero muchas de las cargas eran tan agotadoras, tan horribles, que dejaban a los hombres aturdidos, casi sin respuesta, durante los días siguientes. Muchos hombres tenían problemas para tomar decisiones. Lo mismo sucedía a los que sorprendía la batalla. Raven sentía esos efectos también. Incluso decidir venir al abismo había sido difícil. Pero los ojos ensangrentados de aquel muchacho sin nombre la acosaban. No estaba dispuesta a soportar de nuevo una cosa igual.

No podía.

Llegó a la base de la pendiente, la lluvia impulsada por el viento salpicándole la cara como si intentara empujarlo de vuelta al campamento. Continuó, hasta acercarse al abismo más cercano. El Abismo del Honor, lo llamaban los hombres de los puentes, pues era el lugar donde podían tomar la única decisión que les quedaba. La decisión «honorable». La muerte.

Estos abismos no eran naturales. Este empezaba estrecho, pero a medida que se extendía hacia el este, se volvía más ancho, y más profundo, de manera increíblemente rápida. Con solo tres metros de largo, la grieta era lo bastante amplia para que fuera difícil saltar. Un grupo de seis escalas de cuerda con peldaños de madera, clavada a la roca, era utilizado por los hombres enviados a saquear las pertenencias de los cadáveres que habían caído a los abismos durante las cargas. Raven contempló las llanuras. No podía ver gran cosa a través de la oscuridad y la lluvia. No, este lugar no era natural. Habían roto la tierra. Y ahora la tierra rompía a la gente que venía a ella. Raven dejó atrás las escalas, un poco más allá del borde del abismo. Entonces se sentó, las piernas colgando del borde, mirando hacia abajo mientras la lluvia caía a su alrededor y las gotas se zambullían en las oscuras profundidades. A ambos lados, los cremlinos más aventureros habían dejado ya sus cubiles y correteaban alimentándose de las plantas que lamían el agua de lluvia. Lirin le había explicado una vez que las lluvias de las altas tormentas eran ricas en nutrientes. Los predicetormentas de Kholinar y Vedenar habían demostrado que las plantas a las que se suministraba agua de tormenta se desarrollaban más que las que recibían agua de lagos o ríos. ¿Cómo era que a los científicos les entusiasmara tanto descubrir hechos que los granjeros conocían desde hacía generaciones y generaciones?

Raven contempló las gotas de agua que caían hacia el olvido en la grieta. Pequeñas saltadoras suicidas. Miles y miles de ellas. Millones y millones. ¿Quién sabía qué les esperaba en la oscuridad?

No se podía ver, no se podía saber, hasta que te unieras a ellas. Saltar al vacío y dejar que el viento te empujara hacia abajo...

—Tenías razón, padre —susurró Raven—. No se puede detener una tormenta soplando más fuerte. No se puede salvar a los hombres matando a otros. Todos tendríamos que convertirnos en cirujanos. Hasta el último de nosotros...

Estaba farfullando. Pero, extrañamente, su mente parecía más despejada ahora que en las últimas semanas. Tal vez era la claridad de la perspectiva. La mayoría de los hombres se pasaban toda la vida preguntándose por el futuro. Bueno, ese futuro estaba ahora vacío. Así que se volvió hacia el pasado, y pensó en su padre, pensó en Tien, en sus decisiones. Antaño, su vida había parecido sencilla. Eso fue antes de perder a su hermano, antes de haber sido traicionada en el ejército de Amaram. ¿Volvería Raven a aquellos días inocentes, si pudiera? ¿Preferiría fingir que todo era sencillo?

No. No había tenido una caída sencilla, como esas gotas. Se había ganado sus cicatrices. Había rebotado en las paredes, se había golpeado la cara y las manos. Había matado a hombres inocentes por accidente. Había caminado junto a personas que tenían corazones como carbones ennegrecidos, adorándolas. Había caído y escalado y caído y caminado a trompicones. Y ahora estaba aquí. Al final de todo. Comprendiendo mucho más, pero de algún modo sin sentirse más sabio. Se puso en pie en el borde del abismo, y pudo sentir la decepción de su padre flotando a su alrededor, igual que los truenos en las alturas.

Puso un pie en el vacío.

—¡Raven!

Se detuvo al oír la voz suave pero penetrante. Una forma transparente flotaba en el aire, acercándose a través de la lluvia cada vez más débil. La figura avanzó, luego se hundió, después volvió a elevarse, como si llevara algo pesado. Raven retiró el pie y extendió la mano. Syl se posó en ella sin más ceremonias, con forma de anguila aérea que llevaba algo oscuro en la boca. Cambió a la forma familiar de la mujer joven, el vestido aleteando entre sus piernas. En los brazos tenía una estrecha hoja verde oscuro con una punta dividida en tres. Ruinaoscura.

—¿Qué es esto? —preguntó Raven.

Ella parecía agotada.

—¡Estas cosas pesan! —Alzó la hoja—. ¡La traje para ti!

Ella cogió la hoja con dos dedos. Ruinaoscura. Veneno.

—¿Por qué me traes esto? —preguntó con brusquedad.

—Yo creía... —dijo ella, con timidez—. Bueno, guardabas aquellas otras hojas con tanto cuidado. Luego las perdiste cuando trataste de ayudar a ese hombre en las jaulas de esclavos. Pensé que te haría feliz tener otra.

Raven casi se echó a reír. Ella no tenía ni idea de lo que había hecho al traerle una hoja del veneno natural más letal de Roshar porque quería hacerla feliz. Era ridículo. Y enternecedor.

—Todo pareció salir mal cuando perdiste esa hoja —dijo Syl en voz baja—. Antes de eso, luchabas.

—Fracasé.

Ella se avergonzó, arrodillada sobre su palma, la brumosa falda entre las piernas, las gotas de lluvia la atravesaban y hacían ondular su forma.

—¿Entonces no te gusta? Volé hasta tan lejos... Casi me olvidé de mí misma. Pero regresé. Regresé, Raven.

—¿Por qué? —suplicó ella—. ¿Qué te importa?

—Porque me importa —respondió ella, ladeando la cabeza—. Te observé ¿sabes? En aquel ejército. Siempre buscabas a los hombres jóvenes y sin entrenar y los protegías, aunque eso te pusiera en peligro. Puedo recordarlo. Apenas, pero me acuerdo.

—Les fallé. Ahora están muertos.

—Habrían muerto más rápidamente sin ti. Hiciste que tuvieran una familia en el ejército. Recuerdo su gratitud. Es lo que me atrajo en primer lugar. Los ayudaste.

—No —dijo ella, sujetando la ruinaoscura entre los dedos—. Todo lo que toco se marchita y muere. —Se tambaleó en el filo del precipicio. Los truenos rugían en la distancia.

—Esos hombres de la cuadrilla —susurró Syl—. Podrías ayudarlos.

—Demasiado tarde. —Cerró los ojos, pensando en el muchacho muerto de antes—. Es demasiado tarde. He fracasado. Están muertos. Todos van a morir, y no hay salida.

—¿Por qué no intentarlo una vez más, entonces? —Su voz era suave, pero de algún modo era más fuerte que la tormenta—. ¿Qué mal haría? No puedes fracasar esta vez, Raven. Lo has dicho. Todos van a morir de todas formas.

Raven pensó en Tien, en sus ojos muertos mirando hacia arriba.

Ella siguió hablando.

—No sé qué quieres decir la mayor parte de las veces cuando hablas —dijo ella—. Mi mente está muy nublada. Pero me parece que si te preocupa lastimar a la gente, no deberías tener miedo de ayudar a los hombres del puente. ¿Qué más podrías hacerles?

—Yo...

—Un intento más, Raven —susurró Syl—. Por favor.

Un intento más...

Los hombres acurrucados en el barracón sin apenas una manta que considerar propia. Asustados de la tormenta. Asustados unos de otros. Asustados de lo que pudiera traer el día siguiente.

Un intento más...

Raven pensó en sí misma, llorando por la muerte de un muchacho al que ni siquiera había tratado de ayudar.

Un intento más.

Raven abrió los ojos. Estaba helada y mojada, pero sentía que una cálida y diminuta llama de determinación la iluminaba. Cerró la mano, aplastando la ruinaoscura, y luego la dejó caer a un lado, sobre el abismo. Bajó la otra mano, que había estado sujetando a Syl. Ella revoloteó en el aire, ansiosa.

—¿Raven?

Ella se apartó del abismo, los pies descalzos chapoteando en los charcos y pisando sin que le importaran las enredaderas de los rocabrotes. La pendiente por la que había venido estaba llena de plantas planas, como pizarras, que se habían abierto igual que libros a la lluvia, sus hojas rizadas rojas y verdes conectando las dos mitades. Vidaspren (puntitos de luz verde, más brillantes que Syl pero pequeños como esporas) danzaban entre las plantas, esquivando las gotas de lluvia. Raven echó a andar, el agua salpicaba a su alrededor en ríos diminutos. Regresó al patio del puente. Estaba vacío a excepción de Monty, que ataba una lona suelta. Raven había cruzado casi toda la distancia que lo separaba del hombre antes de que este reparara en ella. El delgado sargento hizo una mueca.

—¿Demasiado cobarde para acabar de una vez, alteza? Bueno, si crees que voy a devolver...

Se interrumpió con un sonido ahogado cuando Raven se abalanzó hacia delante y lo agarró por el cuello. Monty alzó un brazo, sorprendido, pero Raven lo apartó y le puso una zancadilla y lo hizo caer al suelo lleno de lodo, levantando un torrente de agua. Los ojos de Monty se abrieron como platos de sorpresa y dolor, mientras la presión de Raven en su garganta empezaba a estrangularlo.

—El mundo acaba de cambiar, Monty —dijo Raven, acercándose—. Morí en ese abismo. Ahora tienes que tratar con mi espíritu vengativo.

Rebulléndose, Monty miró frenéticamente a su alrededor en busca de una ayuda que no estaba allí. Raven no tuvo ningún problema para sujetarlo. Había una cosa buena en cargar puentes: si sobrevivías lo suficiente, desarrollabas músculos. Raven soltó levemente el cuello de Monty, permitiéndole que jadeara. Entonces se acercó más.

—Vamos a empezar de nuevo, tú y yo. Y quiero que comprendas una cosa desde el principio. Ya estoy muerta. No puedes hacerme daño. ¿Lo entiendes?

Monty asintió lentamente y Raven le permitió otra bocanada de aire helado y húmedo.

—El Puente Cuatro es mío —dijo Raven—. Puedes asignarnos tareas, pero yo soy el jefe del puente. El otro murió hoy, así que tienes que elegir uno nuevo de todas formas. ¿Entendido?

Monty volvió a asentir.

—Aprendes rápido —dijo Raven, dejando que el hombre respirara libremente. Dio un paso atrás, y Monty se puso en pie, vacilante. Había odio en sus ojos, pero estaba velado. Parecía preocupado por algo..., algo más que las amenazas de Raven.

—Quiero dejar de pagar mi deuda de esclava —dijo Raven—. ¿Cuánto sacan los hombres del puente?

—Dos marcoclaros al día —respondió Monty, mirándole con el ceño fruncido y frotándose el cuello.

De modo que un esclavo ganaría la mitad. Un marco diamante. Una miseria, pero Raven la necesitaría. También necesitaría mantener a Monty en cintura.

—Empezaré a cobrar mi sueldo, pero tú te llevarás un marco de cada cinco.

Monty se sobresaltó y la miró a la tenue luz.

—Por tus esfuerzos —dijo Raven.

—¿Qué esfuerzos?

Raven se le acercó.

—Tus esfuerzos por mantener la Condenación apartada de mí. ¿Entendido?

Monty volvió a asentir. Raven se retiró. Odiaba malgastar dinero en un soborno, pero Monty necesitaba un recordatorio consistente y repetitivo de por qué debería evitar que mataran a Raven. Un marco cada cinco días no era un gran recordatorio, pero para un hombre que estaba dispuesto a arriesgarse a salir en mitad de una alta tormenta por proteger sus esferas, podría ser suficiente. Raven regresó al pequeño barracón del Puente Cuatro y abrió la gruesa puerta de madera. Los hombres estaban acurrucados dentro, tal como los había dejado. Pero algo había cambiado. ¿Siempre habían parecido tan patéticos?

Sí. Lo habían parecido. Raven era quien había cambiado, no ellos. Sintió una extraña descolocación, como si se hubiera permitido olvidar, aunque solo en parte, los últimos nueve meses. Retrocedió en el tiempo para estudiar a la mujer que había sido. La mujer que todavía había luchado, y luchado bien. No podía ser de nuevo esa mujer (no podía borrar las cicatrices) pero sí podía aprender de esa mujer, igual que un nuevo jefe de pelotón aprendía de los generales victoriosos del pasado. Raven Bendita por la Tormenta estaba muerta, pero Raven la del Puente era de la misma sangre. Una descendiente con potencial.

Raven se acercó a la primera figura acurrucada. El hombre no dormía: ¿quién podía hacerlo en una alta tormenta? Dio un respingo cuando Raven se arrodilló a su lado.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Raven. Syl se acercó revoloteando y estudió el rostro del hombre, que no podía verla.

El hombre era mayor, con mejillas hundidas, ojos marrones y pelo canoso muy corto. Su barba era corta y no tenía marca de esclavo.

—¿Tu nombre? —repitió Raven con firmeza.

—Que te lleve la tormenta —respondió el hombre, dándose la vuelta.

Raven vaciló, pero luego se acercó de nuevo y dijo en voz baja:

—Mira, amigo. Puedes decirme tu nombre o seguiré molestándote. Sigue negándote, y te arrastraré a esa tormenta y te colgaré de una pierna sobre el abismo hasta que me lo digas.

El hombre miró por encima del hombro. Raven asintió lentamente, sosteniéndole la mirada.

—Marcus —dijo por fin—. Me llamo Marcus.

—Eso no ha sido demasiado difícil —dijo Raven, tendiendo la mano—. Yo soy Raven. Tu jefa de puente.

El hombre vaciló, luego aceptó la mano tendida, frunciendo confundido el ceño. Raven lo recordaba vagamente. Llevaba algún tiempo en la cuadrilla, unas cuantas semanas al menos. Antes de eso, había estado en otra cuadrilla. Uno de los castigos a los hombres de los puentes que cometían infracciones en el campamento consistía en ser transferidos al Puente Cuatro.

—Descansa un poco —dijo Raven, soltando la mano de Marcus—. Vamos a tener un día duro mañana.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Marcus, rascándose la barba.

—Porque somos hombres de los puentes —contestó Raven, poniéndose en pie—. Todos los días son duros.

Marcus vaciló, luego sonrió débilmente.

—Bien sabe Becca que es cierto.

Raven lo dejó, y continuó por la fila de figuras encogidas. Visitó a cada hombre, preguntando o amenazando hasta que le decían sus nombres. Todos se resistieron. Era como si sus nombres fueran lo último que poseían y no estuvieran dispuestos a renunciar fácilmente, aunque parecían sorprendidos (quizás incluso animados) de que a alguien le interesara preguntarlos. Raven se aferró a aquellos nombres, repitiéndolos en su cabeza, sosteniéndolos como si fueran gemas preciosas. Los nombres importaban. Tal vez moriría en la siguiente carga, o tal vez se rompería bajo la tensión, dándole a Amaram una victoria final. Pero mientras se sentaba en el suelo a planear, sintió que aquel pequeño calor ardía firmemente en su interior. Era el calor de las decisiones tomadas y del propósito aprovechado. Era la responsabilidad. Syl se sentó en sus piernas mientras ella permanecía allí sentada, susurrando para sí los nombres de los hombres. Ella parecía animada. Feliz. Raven no sentía nada de eso. Se sentía sombría, cansada, mojada. Pero se envolvió en la responsabilidad que había tomado, la responsabilidad por estos hombres. Se aferró a ella como una escaladora se aferra a su último asidero mientras cuelga en la pared de una montaña.

Encontraría un modo de protegerlos.

Fin de la primera parte