Disclaimer: Yu-Gi-Oh! GX no es mío, de otra forma, es casi un 100% seguro que al menos la mitad de este fic habría pasado en el canon de una u otra manera.


Algunas aclaraciones

Esta es una historia nacida de una pregunta que lleva unos días rondando mi cabeza: ¿qué pasaría si Camula adoptará a Judai? Y bueno, como es un fanfiction y puedo darme el lujo de imaginar cuanto quiera, de una vez se me ocurrió hacer que fuera la madre de todo el elenco joven del anime. Quizá exageré un poco, pero en mi mente lo imaginé como una versión oscura y en el yugiverso de Muppets Babies. También se puede tomar como una versión alternativa de mi historia Noche Eterna.

ADVERTENCIA: Este fanfiction contendrá anikishipping (es decir, Judai x Sho), por lo tanto slash/yaoi. Así que, si no les agrada leer ese tipo de historias, lo siento, pero este fic no es para ustedes. Tengo otros fics en los que no hay ese tipo de ships o están muy diluídas por no ser tema central de la trama, que quizá les interesen más. De todas formas, gracias por interesarse en mi historia y darle clic.


«Durante cuatro años no había saboreado la sangre humana; durante cuatro años no la había realmente conocido y entonces oí el latido de su corazón con ese ritmo terrible. ¡Y qué corazón! No el corazón de un hombre o un animal sino el corazón de una niña que latía cada vez más fuerte negándose a morir, repicando primero como una débil llamada a la puerta, llorando: "No moriré, no moriré, no puedo morir, no puedo morir…"».

—Anne Rice, Entrevista con el vampiro


Capítulo uno

Un llanto en la oscuridad


Hacían ya cuatrocientos años desde que Camula Karnstein había visto a otro de los suyos por última vez. Quinientos desde que supo que su Madre de Sangre había muerto. Desde entonces, había vagado sin rumbo fijo, perdida en el mundo humano, como una balsa a la deriva por un mar de sangre.

Muy a su pesar, para sobrevivir tuvo que tragarse su orgullo muchas veces y hacerse pasar por uno de ellos. Eso sí, jamás se quedaba por mucho tiempo en la misma ciudad o pueblo. Cuando eres un ser atrapado por toda la eternidad en la figura de una joven de veintiún años, es inevitable llamar la atención. No importa cuán poderoso fuera el control de Camula sobre las mentes delos mortales a través de su Dominio, eventualmente, alguno de ellos se percataba de que había algo extraño en ella.

Camula sabía que, en cualquier instante, uno de sus «amigos», esos de los que se veía forzada a rodearse en pos de mantener las apariencias, iba a hacer esa pregunta o comentario: «¿Hace cuánto que nos conocemos? ¡Juro que no has envejecido un solo día! Dime, amiga, ¿cuál es tu secreto?».

Al ser criaturas banales y orgullosas, siempre era la vanidad lo que las hacía notar que había algo extraño en la joven millonaria que vivía sola en una vieja y lujosa casona o mansión.

Para Camula, los humanos eran seres déspotas, seguros de su supuesta superioridad moral y de raciocinio sobre los otros seres. No importaba cuántas religiones hubieran creado alrededor de los conceptos de la humildad y el amor, los humanos eran seres nacidos para destruir y doblegar a otros, creyéndose dueños de un supuesto derecho divino sobre la Tierra y sus demás criaturas.

Sin embargo, su raza, la orgullosa raza de los vampiros, descendía de ellos: de la humanidad. No era algo que a Camula le gustara recordar, por supuesto. Los aborrecía tanto que esa simple admisión le sabía a ceniza en la boca. Sin embargo, no podía negar la realidad. Ella había sido humana, igual que su Madre, la otrora orgullosa condesa Mircalla de Karnstein. Igual que todos los que descendían de la Sangre. Incluso cuando los humanos eran su alimento, los vampiros estaban forzados a ser físicamente como ellos… A ser una mejor versión de ellos, se repetía Camula a sí misma.

«Quizá por eso terminaron odiándonos», reflexionaba Camula en esas noches solitarias en las que la ciudad dormía a su alrededor, mientras se sentaba cerca de la ventana a contemplar la luna llena.

La raza de los vampiros nunca hizo nada para atraer el odio de los mortales sobre sí misma. Los humanos eran su alimento, por supuesto, y de vez en cuando elegían a uno de ellos para que se uniera a sus filas. Incluso cuando era así, nunca desearon nada más que coexistir pacíficamente con ellos. Para asegurar esto, se apegaban a las Cinco Tradiciones impuestas por el Rey de la Noche Eterna; aunque, para el momento en que Camula Renació en la Sangre, el rey ya era casi una figura mitológica para los suyos.

De las Cinco Tradiciones, había dos que se respetaban más que las otras tres: el respeto al Dominio y el respeto al Ganado.

«Cuando entres al territorio de otra Familia, presenta tus respetos ante su anciano y sigue las reglas que este imponga sobre sus dominios y sus habitantes».

«Respeta a tu ganado y al de los otros miembros del Clan. No alientes las muertes innecesarias y procura su bienestar, pues es gracias a él que tu existencia continúa».

Había malos elementos, como es natural. Es algo que sucede en todas las sociedades. No obstante, los ancianos solían ser rápidos a la hora de impartir justicia. Cierto, Camula solo vivió cincuenta años en la sociedad vampírica antes de que todo su modo de vida se destruyera. Ya por la época en la que fue Engendrada, hacía ya mucho que se susurraban rumores que anunciaban el fatal destino de su raza. Incluso así, las leyes del Clan jamás se relajaron. Camula vio con sus propios ojos el destino de los infractores, en especial de aquellos que disfrutaban regodearse en la muerte de los más débiles e indefensos.

Tal vez era por esto último que, muy a menudo, Camula no podía evitar sentirse culpable cada vez que drenaba a un humano hasta dejarlo completamente seco. Hasta el último momento, cuando era claro que los humanos en rebelión no iban a atender a razón alguna, su Madre respetó las Cinco Tradiciones. Jamás permitió que los suyos se entregaran al salvajismo cuando daban muerte a sus enemigos; incluso cuando era consciente de que debía haber bajas y que los suyos, contrario a toda lógica, estaban perdiendo.

A veces, durante esas noches en las que caía presa del alcohol –dando cuenta de los borrachos que iban dando tumbos por la calle, tras salir de una taberna a las tres de la mañana–, como si fuera un vulgar mortal, Camula casi podía escuchar la voz de su Madre susurrando en los pasillos de la solitaria casona:

—Sé que duele, hija mía, pero debes resistir. Un poco más, solo un poco más…

Sin importar cuanto la buscó, Camula jamás fue capaz de encontrar rastro alguno de que ella hubiera estado allí. Incluso cuando a veces podía sentir sus dedos jugando con su flequillo, esos dedos largos y estilizados que la tocaban con la suavidad de los pétalos de una rosa; o sentir el suave aroma de su perfume. ¿Cómo podría ser así? Ella se había ido hacía mucho tiempo, consumida en las llamas que devoraron el castillo que fue la Residencia Ancestral de los Karnstein.

No obstante, más que derrumbarse al escucharla, el eco de otros tiempos que la voz de su Madre le traía le daba fuerzas para continuar.

Normalmente, esto solía suceder justo antes de que alguna de sus «amistades» comenzará a sospechar de ella; o cuando estaba cerca de sucumbir por completo a su anhelo de venganza y olvidarse de las tradiciones. Esa era la señal de que debía contactar con sus abogados y los banqueros que resguardaban su fortuna. Ellos se encargaban de hacer los arreglos para adquirir una casa adecuada en otro país, lo más lejos que se pudiera de su residencia actual.

Una vez las gestiones legales y económicas terminaban, Camula seguía su camino sin ver atrás. Era hora de continuar con su existencia solitaria en otro sitio en que esos mortales a los que llamó «amigos» jamás pudieran encontrarla. Nunca vivió en la misma ciudad, o siquiera en el mismo país, más de dos veces en el mismo siglo. Si regresaba, siempre lo hacía teniendo cuidado de que al menos hubieran cien años de separación entre una «vida» y otra.

Camula jamás Engendró. Si lo hubiera hecho, hacía mucho que podría haber acabado con esa soledad que era su existencia.

En términos relativos, Engendrar a otros de su especie era muy fácil, siempre que encontrara a alguien con la fuerza para soportar la Sangre. De hecho, muchos de los «amigos» humanos que hizo a lo largo de esos cuatrocientos años de soledad habían sido adecuados.

(Los eligió por eso, pero no era algo que fuera a admitir para sí misma.)

Solo habría bastado con desangrar a uno de ellos hasta el borde de la muerte. Entonces, en ese momento justo en que su alma se encontrara al borde del abismo de la muerte, le devolvería su sangre mezclada con la suya propia. Su vida mortal terminaría y, con ella, la soledad de Camula.

No obstante, jamás lo hizo. Se lo planteó a sí misma muchas veces, pero nunca encontró la fuerza para llevarlo a cabo. Además, los humanos eran seres repugnantes. Incluso si estos eran sus «amigos», no cambiaba el hecho de que sus antepasados habían perseguido a su raza hasta su aniquilación casi total. ¿Por qué entonces darles la bendición de la vida eterna?

Así transcurrieron esos cuatrocientos años, hasta que la voz de su Madre le trajo de nuevo una esperanza a la que asirse:

—Resiste, hija mía, solamente un poco más… Aquellos a quienes has esperado llegaran pronto.

Estaba en Europa cuando escuchó ese último mensaje. Había regresado allí seis meses atrás, luego de haberse marchado hacia América ante el inminente estallido de otra Guerra Mundial y no volver a pisarla durante más de cincuenta años. A penas si había tenido tiempo de ajustarse a esa nueva «vida» cuando recibió aquel mensaje.

Era el año de 1987, durante una noche fría de enero. La voz de su Madre la había despertado mientras se hallaba tumbada en el sofá de la sala de estar. Se quedó allí, recostada, con la mirada fija en las baldosas del alto techo del salón.

—¿A quienes he estado esperando? —preguntó al aire, después de haber repasado en su mente mil veces las palabras de su Madre, aquellas que los muros de la solitaria casa en el centro de París habían traído hacia ella.

No recibió respuesta.

Cuando el sol ya despuntaba por el este, finalmente se movió. Tomó el viejo teléfono de la mesita junto al sofá. Sus largos dedos se movieron con maestría para girar el disco hasta marcar el número de la oficina de su abogado. Hizo los arreglos para mudarse a otro país. No sabía exactamente a donde, así que decidió que sus instintos hablaran por ella.

Tres semanas después, su avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Tokio-Narita. Durante los cuatrocientos años que había vagado por el mundo, jamás fue a Japón. En realidad, jamás sintió la necesidad de viajar al oeste más allá de a Moscú. Sin embargo, por primera vez en siglos, escuchó a su instinto vampírico, y este la condujo allí.

—Su transporte la espera, señorita Karnstein —habló el joven pasante, un tal Tachibana, que la firma de abogados internacional que la servía había asignado para ser su guía a la hora de instalarse en Japón—. No hay mucho tráfico a esta hora, así que no tardaremos mucho en salir de Gran Tokio hacia la carretera.

Camula sonrió, empujando un poco de su Dominio para asegurarse de que el joven Tachibana haría su trabajo como debía. Cierto, le pagaban bien por eso, pero nunca estaba de más ser cuidadosa a la hora de asegurar la lealtad de los empleados.

Como dijo el joven pasante de abogado, en menos de una hora estaban en la carretera, camino a la ciudad de Domino.

- GX -

La nueva casa era una mansión al estilo occidental ubicada en un barrio residencial en la zona este de la ciudad de Domino. Fue construida en el siglo XIX, durante la primera década de la Era Meiji, en los años de 1870. En esa época, era común que las familias de los antiguos daimyos y samuráis (aquellos que lucharon del lado del ejército Real en la Guerra Boshin y no habían perdido sus fortunas), optaran por construir enormes mansiones inspiradas por las que había en occidente, moda que siguieron los comerciantes y funcionarios del gobierno. Después de todo, Japón acababa de abrirse al extranjero tras tres siglos de aislamiento, y la cultura occidental poco a poco estaba ganándole terreno a la tradición.

En la ciudad de Domino esto era especialmente cierto. Durante el siglo XIX, las familias importantes de la ciudad mantenían cierto desdén a la idea de ser «japoneses». La mayoría de ellas descendían de personas desplazadas desde el extinto reino de Ryukyu –hoy en día la Prefectura de Okinawa–, durante la invasión del daimyo de Satsuma a comienzos del periodo Edo. Debido a esto, y lo fuertes que eran sus tradiciones, Domino jamás se integró del todo a Japón, lo cual fue causal de muchos intentos del gobierno de Satsuma, y más tarde del central, por imponerse sobre el gobierno local a lo largo de los años.

De hecho, su tierra hedía a sangre debido a los constantes enfrentamientos para someter a los disidentes.

Esto terminó con el nacimiento del Imperio del Japón. La propaganda política, la educación militar y la modificación del código del guerrero para instaurar la idea del honor y el ver a Japón como una gran familia vinculada al Emperador, terminaron por atar la identidad de la ciudad por completo a ese nuevo Japón. Y eventualmente, la convirtieron en una ciudad cuya economía giraba en torno a la guerra.

En la actualidada solo quedaban las mansiones que construyeron al comienzo de la Era Meiji como testigos mudos de esa época en que aún tenían el espíritu para rebelarse.

Incluso luego de las Guerras Mundiales, Domino sobrevivió gracias a la guerra. En especial a causa de la familia Kaiba, quienes, muy a pesar de la existencia del Artículo 9 en la constitución de Japón –su renuncia a la guerra–, se convirtieron en los fundadores de una de las fábricas más rentables en la manufacturación y desarrollo de tecnología militar.

El negocio de los Kaiba llegó a su punto más alto unos veinte años atrás, cuando un joven Gozaburo Kaiba se hizo con el control de la fábrica familiar, compró o destruyó a sus competidores, y creó Corporación Kaiba: una empresa con el poder suficiente para cambiar las leyes de Japón y hacer de la guerra un negocio incluso más lucrativo… Para él, no para la ciudad.

A Camula le importaba poco lo que los humanos hicieran para matarse entre sí, no obstante, cada vez que llegaba a una nueva ciudad era conveniente aprender su historia. Entender cómo funcionaban los que controlaban cada región o país era vital para mantenerse oculta. Generar conexiones con esas élites ayudaba a barrer sospechas si alguna vez cometía algún desliz al salir de cacería, por ejemplo. Claro, alguien con su experiencia de más de quinientos años siendo una vampira, no cometería errores de novato, aun así, siempre era mejor tener un respaldo por cualquier cosa.

A diferencia de otras ocasiones, Camula decidió construir su nueva vida en Domino de una manera diferente a la usual. Se presentó como una joven heredera de una fortuna, quien deseaba vivir una vida pacífica tras años de un constante ir y venir viajando por el mundo. Se aseguró de que la mansión, a pesar de estar ubicada en un barrio agradable de la alta sociedad de la ciudad, estuviera en una colina y tuviera una buena cantidad de terrenos, además de altos y gruesos muros exteriores para mantener su privacidad.

Gracias a su Dominio, no le costó mucho mantener alejados los ojos indiscretos y hacer que las autoridades de la ciudad, y sus nuevos vecinos, no cuestionaran demasiado sus acciones. Tener la fortuna para sobornar a quien fuera necesario también ayudó. Gozaburo Kaiba convirtió la ciudad en un lugar en el que el crimen organizado y las pandillas tenían la ocasión de hacer negocios fácilmente. Con los altos niveles de corrupción de sus autoridades, para Camula fue como un juego de niños obtener lo que necesitaba.

Una vez establecida en su nuevo hogar, Camula esperó a recibir un nuevo mensaje de su Madre. Si bien la condesa Mircalla de Karnstein llevaba muerta mucho tiempo, ahora estaba segura de que realmente era su voz la que le había dado la fuerza para seguir todo ese tiempo.

Existía una vieja superstición entre los suyos, según la cual, cuando un vampiro era inmolado en el fuego, si sus cenizas no no eran dispersadas en el viento, su fantasma podría perdurar en el mundo de los humanos. Si bien Camula no creía que ese fuera el caso con su Madre, sí le gustaba pensar que de alguna forma ella era capaz de comunicarse con ella desde cualquier lugar al que hubiera ido su alma. Muchos vampiros fueron grandes nigromantes, no sería descabellado suponer que ella pudiera tener algo de eso en su sangre. Era una lástima que sus bibliotecas y todo el conocimiento del Clan de la Noche se hubiera perdido por culpa de los humanos.

Además, la familia Karnstein jamás fue una familia de hechiceros o adivinos. Eran administradores más que otra cosa.

- GX -

Sucedió una noche de octubre, en el año de 1990. El verano se había deslizado como un suspiro ese año, y para cuando llegó octubre, el frío era tan intenso que parecía más invierno que otoño. Por fortuna todavía no había nevado, aunque sí llevaban muchos días de lluvia intensa para ser esa época del año.

Durante la tarde de ese día hubo una tormenta, por lo que la ciudad, además de fría, estaba húmeda. Los mortales en la calle se movían con paso apresurado, manteniendo los cuellos de sus abrigos alzados y soplando su aliento en sus manos para mantenerlas calientes. Nadie quería estar afuera más de lo necesario.

Camula encontraba satisfactorio pasear por las calles en noches como esa. Quizá incluso podía ir en busca de un bocado para ganar y mantener un calor corporal. No es que el frío la afectara de la misma forma en que lo hacía con los humanos, más bien era por la sensación placentera que le producía la sangre caliente en sus venas en contraste con el clima frío. Además, el leve toque de rubor que obtenía su piel luego de alimentarse, la ayudaba a mezclarse entre los mortales. Algo adecuado, si más tarde le daban ganas de entrar a una cafetería de la zona comercial a disfrutar el aroma de las bebidas calientes, lo más cerca que estaría nunca a volver a degustar una de esas.

Camula decidió ser peculiar por esa noche, incluso extravagante. Los humanos estarían demasiado ocupados escapando del frío como para reparar en la mujer que vestía como si fuera el siglo XVIII en Europa. Claro, no usaría uno de esos molestos y aparatosos vestidos tan comunes en la antigüedad. De hecho, como abrigo eligió una levita que, de estar en la Europa dieciochesca, habría escandalizado a la sociedad al ser una prenda masculina.

Se encontraba cerca del centro de la ciudad cuando el hedor de la sangre fresca llenó sus sentidos. Había alguien cerca que estaba herido. Un humano. El olor era tan abrumador que rápidamente lo identificó como el resultado de un corte muy profundo, uno potencialmente mortal. La sangre debía estar manando a borbotones de esa herida.

Como para confirmar la tragedia que se podía oler en el viento, los sonidos habituales de la noche fueron perforados por el llanto de un bebé. Un bebé muy asustado, incluso aterrado, y desesperado. ¿El hijo de la posible víctima?

Normalmente, Camula habría ignorado el llanto. Había visto a muchos niños morir de hambre, frío o por la violencia normal de los humanos. Nunca por su propia mano. Odiaba a los humanos, pero todavía le quedaba el suficiente atisbo de decencia como para castigar a uno que todavía no había vivido el tiempo suficiente para aprender los caminos llenos de odio de su especie.

No obstante, algo en ese llanto hizo despertar un instinto en ella que hacía siglos creía perdido. Uno que no había sentido desde que su Madre llevó a la pequeña Laura, su ahora desaparecida hermana menor, a su castillo para comenzar a educarla en los caminos de la raza de la noche. El instinto de proteger y cuidar a alguien indefenso. Alguien que era familia.

Antes de que Camula pudiera razonar al respecto, sus pies ya la estaban conduciendo hacia el sitio de dónde provenía el hedor a sangre y el llanto del bebé.

Era un callejón de una de las zonas más desagradables del centro de la ciudad. Uno de esos típicos barrios de las grandes ciudades en los que la descomposición social es tan alta, que ni siquiera la policía se atreve a entrar después de cierta hora.

La recibió un escenario dantesco, aunque no del todo desconocido para alguien como ella, que había sobrevivido a través de siglos de hambrunas, guerras y epidemias.

Por un lado, se hallaba el cuerpo de una anciana recargado contra uno de los muros del callejón. Tenía múltiples puñaladas y la garganta cortada de lado a lado, posiblemente con una navaja grande o incluso un cuchillo.

Del otro, un hombre, por sus ropas, no uno dedicado a una vida decente, estaba «estrellado» contra el muro opuesto a aquel en que se hallaba el cuerpo de la anciana.

El término «estrellado» era un gran calificativo de lo que Camula podía ver allí: era casi como si un camión, o algo más, hubiera golpeado y arrojado a ese hombre contra el muro. Todavía le quedaba un poco de vida, sin embargo, el daño era tan grande que su mente ya ni siquiera tenía atisbo de cualquier cosa que pudiera considerarse un pensamiento coherente.

Y en el centro del callejón, había tres niños. El mayor, quizá de tres o cuatro años, tal vez incluso cinco, era un niño de aspecto andrajoso y escuálido que sostenía al bebé que lloraba en sus brazos, haciendo lo que podía para que se calmara, sin mucho éxito. Al menos su agarre era adecuado: lo suficientemente firme para no soltarlo, pero no tanto para hacerle daño.

Una niña de aspecto similar y de la mitad de su tamaño se escondía detrás de él, viendo a Camula con dos enormes ojos del color del ónice.

El niño más grande, sin dejar de mecer al bebé en sus brazos, miró a Camula con dos penetrantes ojos morados, a juego con su cabello. Su mirada trasmitía miedo, y el hecho de que moviera sus ojos de manera desesperada de un lado a otro del callejón de una sola salida, era un indicio de que buscaba como escapar de allí, casi como si temiera ser responsabilizado por lo ocurrido en ese lugar.

La niña se mordió el labio, centrando sus ojos en la vampira. Por un momento, Camula se sintió por completo expuesta ante esos ojos, casi como si esa niña pudiera ver a través de su propia alma. De pronto, una sonrisa enorme se formó en los labios de la niña y, un segundo después, dio un paso al frente alejándose de su acompañante.

—¡Mizuchi! —susurró el niño. Su voz fue débil, pero teñida con la urgencia y el miedo.

—Está bien, hermanito, ella no nos hará daño.

Camula miró a la niña por un momento. Sus palabras la habían tomado por sorpresa, algo que era en sí una acción increíble para una niña. Una niña humana ni más ni menos.

Una ventisca especialmente fría recorrió el callejón, haciendo que los dos niños se estremecieran. Sus ropas harapientas no debían hacer mucho para protegerlos del frío. Viendo la caja de cartón semioculta tras un basurero, y el lecho improvisado de telas viejas y periódicos que se asomaba desde ella, fue fácil saber que ellos habían hecho de ese callejón su hogar temporal.

El bebé en los brazos del niño mayor lloró con más fuerza.

—Necesita más calor —dijo Camula, sorprendida por la suavidad y el cariño genuino en sus palabras.

La vampira dio un paso al frente. El niño retrocedió, hasta que su hermana menor lo tomó por el brazo y, sin palabras, le indicó que estaba bien: la mujer recién llegada no iba a hacerles daño.

Camula estiró su mano derecha y acarició la mata de cabellos castaños que era la cabeza del bebé. Sintió los ojos penetrantes del niño sobre ella. Tenía una mirada tan intensa como la de su hermana menor, con la que estaba analizando cada una de sus acciones. Tras unos segundos, se relajó y le permitió a Camula tomar al bebé en sus brazos.

Era un niño pequeño y liviano. No debía de tener más de unos pocos meses de nacido, quizá ni siquiera llegaba a los seis. Aun así, tenía unas mejillas regordetas y vestía ropas de buena calidad. Claramente, no estaba emparentado con los otros dos niños. Considerando la escena, Camula se dio cuenta de que la anciana debió haber sido su abuela, o quizá su niñera. Su instinto le decía que no había manera alguna de que pudiera estar emparentado con el chico estrellado contra la pared.

—Ya, ya, pequeño. Estás a salvo —dijo Camula con voz suave.

El bebé se retorció en sus brazos. Por un momento, la vampira temió que fuera a llorar de nuevo. Hipó un par de veces, hizo un puchero y luego se tranquilizó.

Camula sintió como si su corazón se derritiera cuando el bebé sonrió para ella. El pequeño abrió los ojos y, por un segundo, ella creyó ver un destello dorado en ellos. Debió imaginarlo, porque esos ojos eran de un color café muy suave, con la calidez del café con leche.

—Mucho gusto, pequeño —lo saludó.

El niño gorjeó, estirando sus brazos mientras reía contento.

Por primera vez en cuatrocientos años, Camula ya no se sintió sola. Mientras sostenía a ese niño en sus brazos, importaba poco la misería y la muerte que la rodeaban en ese callejón. Luego de siglos de vagar en la soledad, la simple sonrisa de un recién nacido le había traído de nuevo el calor y la esperanza.

«Aquellos a quienes esperas».

Miró de nuevo a los otros dos niños. El mayor tenía el ceño fruncido, la menor sonreía con calidez a pesar de la situación.

¿Eran estos niños a los que se refería su Madre? Podría ser, después de todo, los muertos viajan veloces y saben cosas que para los que siguen atados al plano físico son por completo un misterio.