Capítulo Veinticuatro

Xenophilius Lovegood

Mildred pareció ver que la suerte estaba de su lado, ahora que el horrocrux había sido destruido y faltaría saber la ubicación de los otros restantes. Hermione seguía de malhumor, solo lanzaba miradas asesinas a Ron; tal vez no le agradó mucho que haya aparecido después de semanas y semanas de no saber de él.

Por medio de las monedas que tenía en su bolsillo, Mildred se comunicó con sus amigas, su madre y sus tías que estaban cautivas en la Mansión Malfoy. Ella y el grupo supieron de la creación de la Corte de Atenea, cómo ellos habían retrasado los planes de Voldemort y Sartana y también investigaban la ubicación de los otros Horrocruxes. Lo malo fue que en la fiesta de Victoria, la Corte de Atenea fue descubierta y sus miembros fueron encarcelados en el sótano.

Ellos se pusieron furiosos cuando se dieron cuenta de las atrocidades que Valenzuela había hecho en los últimos meses; desde el asesinato de Jorge y Rosario hasta la violación de Victoria. Al igual que sus hermanas, Mildred estaba buscando varias formas de hacer pagar a Marco por los daños hacia sus amigos y sí se le ocurría hacer daño a su madre y sus tías, que ya mejor preparara su tumba.

Ahora, el grupo había viajado hacia otro poblado de Inglaterra, donde se encontraba la casa de Luna Lovegood, tenían que hablar con Xenophilius de algo importante.

Caminaron varias horas; Harry, ante la insistencia de Hermione, lo hizo oculto bajo la capa invisible. El macizo de colinas parecía deshabitado, pues tan sólo encontraron una casita donde daba la impresión de que no vivía nadie.

—¿Crees que esta casa podría ser la suya? A lo mejor se han ido a pasar la Navidad fuera y todavía no han vuelto —comentó Hermione mientras atisbaba una pulcra y pequeña cocina por una ventana con

geranios en el alféizar. Ron dio un resoplido.

—¡Qué va! Si miraras por la ventana de la casa de los Lovegood sabrías enseguida quién vive ahí. Probemos en el siguiente macizo.

Y se aparecieron unos kilómetros más al norte.

—¡Ajá! —gritó Ron con el cabello y la ropa a los cuatro vientos. Señalaba hacia la cima de la colina en que se habían aparecido, donde un enorme cilindro negro se erigía en vertical destacándose contra el cielo crepuscular; detrás de ese extraño edificio estaba suspendida la luna, fantasmagórica—. Ésa tiene que ser la casa de Luna. ¿Quién más podría vivir en un sitio así? ¡Parece una torre de ajedrez gigantesca!

Desconcertada, Hermione arrugó el entrecejo y contempló la construcción.

Ron tenía las piernas más largas y fue el primero en llegar a la cima de la colina. Cuando Harry y las hermanas Hardbroom lo alcanzaron, jadeando y con flato, estaba sonriendo de oreja a oreja.

—Es su casa. ¡Miren!


Había tres letreros pintados a mano, clavados con chinchetas en una desvencijada verja. El primero rezaba: «El Quisquilloso. Director: X. Lovegood»; el segundo, «Permitido coger muérdago»; y el

tercero, «Cuidado con las ciruelas dirigibles».

La verja chirrió cuando la abrieron. En el zigzagueante sendero que conducía hasta la puerta principal había una gran variedad de plantas extrañas, entre ellas un arbusto cargado de esos frutos de color naranja, con forma de rábano, que a veces Luna usaba como pendientes. Harry creyó reconocer un snargaluff y se apartó cuanto pudo de la marchita cepa. Retorcidos a causa del viento, dos viejos manzanos silvestres, desprovistos de hojas pero cargados de frutos rojos del tamaño de bayas y de espesas coronas de muérdago salpicadas de bolitas blancas, montaban guardia a ambos lados de la puerta.

Una pequeña lechuza, de cabeza achatada semejante a la de un halcón, los observaba desde una rama.

—Será mejor que te quites la capa invisible, Harry —sugirió Mildred—. Es a ti a quien quiere ayudar el señor Lovegood, no a nosotros.

Harry lo hizo y le dio la capa para que la guardara en el bolsito de cuentas. Entonces ella dio tres golpes en la gruesa puerta negra, tachonada con clavos de hierro y cuya aldaba tenía forma de águila.

Al cabo de unos diez segundos, la puerta se abrió de par en par y apareció Xenophilius Lovegood en persona, descalzo, en camisa de dormir —manchada— y con el largo, blanco y esponjoso cabello, sucio y despeinado. La verdad es que Xenophilius iba mucho más pulcro y arreglado el día de la boda de Bill y

Fleur.

—¿Qué ocurre? ¿Quiénes son y qué quiere ? —gritó con voz aguda y quejumbrosa mirando primero

a Hermione, luego a Mildred y Once, luego a Ron y, por último, a Harry, pero entonces abrió la boca formando una «o» perfecta,

casi cómica.

—¡Hola, señor Lovegood! —lo saludó el muchacho, y le tendió la mano—. Soy Harry, Harry Potter.

Xenophilius no se la estrechó, aunque enfocó rápidamente el ojo que no bizqueaba en la cicatriz de la

frente de Harry.

—¿Le importa que entremos? Queremos preguntarle una cosa.

—No sé… no sé si será conveniente —susurró Xenophilius. Tragó saliva y echó un rápido vistazo al jardín—. Qué sorpresa, madre mía… Me temo que no debería…

—No lo entretendremos mucho —aseguró Harry, un tanto cortado por aquella bienvenida tan poco entusiasta.

—Bueno, está bien. Pasen, deprisa. ¡Deprisa!

Apenas hubieron traspuesto el umbral, Xenophilius cerró de golpe la puerta. Se hallaban en la cocina más rara que Harry había visto jamás: completamente circular, daba la impresión de estar dentro de un

enorme pimentero; los fogones, el fregadero y los armarios tenían forma curvada, para adaptarse a la forma de las paredes, y en todas partes había flores, insectos y pájaros pintados con intensos colores primarios. A Harry le pareció reconocer el estilo de Luna; el efecto, en un espacio tan cerrado, era ligeramente abrumador.

En medio de la cocina había una escalera de caracol de hierro forjado que conducía a los pisos superiores, de donde provenían fuertes ruidos, y Harry se preguntó qué estaría haciendo Luna.

—Será mejor que subamos —propuso Xenophilius, aún incómodo, y los guió por la escalera.

La habitación del piso superior era una combinación de salón y taller, todavía más atestada de cosas que la cocina. Aunque era mucho más pequeña, y también circular, recordaba la Sala de los Menesteres en aquella inolvidable ocasión en que se había transformado en un gigantesco laberinto compuesto de objetos escondidos a lo largo de siglos. Había montañas y montañas de libros y papeles en todas las superficies. Del techo colgaban diversos modelos de criaturas —realizados con primor— que agitaban las alas o batían las mandíbulas y que Harry no supo identificar.

Luna no estaba allí y lo que hacía tanto ruido era un artilugio de madera repleto de engranajes y ruedas que giraban mediante magia; parecía el extraño resultado del cruce de un banco de trabajo y una

estantería vieja, pero Harry dedujo que debía de ser una anticuada prensa, porque no paraba de escupir ejemplares de El Quisquilloso.

—Disculpenme —dijo Xenophilius y, dando un par de zancadas, se acercó a la máquina, sacó un mugriento mantel de entre una montaña de libros y papeles, que cayeron al suelo, y cubrió la prensa, con

lo que los fuertes golpes y traqueteos se amortiguaron un poco. Entonces miró a Harry y preguntó—: ¿A qué has venido?

Pero, antes de que el chico contestara, Hermione dio un gritito de asombro e inquirió:

—¿Qué es eso, señor Lovegood?

Señalaba un enorme cuerno gris en forma de espiral, similar a un cuerno de unicornio, que estaba colgado en la pared y sobresalía varios palmos hacia el centro de la habitación.

—Es un cuerno de snorkack de cuernos arrugados —contestó Xenophilius.

—¡No puede ser! —exclamó Hermione.

—Hermione —masculló Mildred—, creo que no es momento de…

—¡Es que es un cuerno de erumpent, Millie! ¡Es Material Comerciable de Clase B, y resulta muy peligroso tenerlo en la casa!

—¿Cómo sabes que es eso? —preguntó Ron, apartándose del cuerno tan deprisa como le permitió el desmedido revoltijo de cosas que había en la habitación.

—¡Está descrito en Animales fantásticos y dónde encontrarlos! Señor Lovegood, tiene que deshacerse de ese cuerno enseguida, ¿no sabe que puede explotar al menor roce?

—El snorkack de cuernos arrugados —dijo Xenophilius con claridad y testarudez— es una criatura tímida y sumamente mágica, y sus cuernos…

—Señor Lovegood, esos surcos que hay alrededor de la base son inconfundibles. Eso es un cuerno de erumpent, y es increíblemente peligroso. No sé de dónde lo habrá sacado, pero…

—Se lo compré hace dos semanas a un joven mago encantador que conocía mi interés por los exquisitos snorkacks —explicó Xenophilius, inflexible—. Es una sorpresa de Navidad para mi Luna. — Y dirigiéndose a Harry, le preguntó—: Bueno, ¿qué has venido a hacer aquí, Potter?

—Necesitamos ayuda —repuso el chico antes de que Hermione siguiera protestando.

—Ah, conque ayuda… Hum. —Volvió a enfocar el ojo sano en la cicatriz de Harry. Daba la impresión de que estaba aterrado y fascinado a la vez—. Ya, ya. El caso es que ayudar a Harry Potter es… muy peligroso.

—¿No es usted el que divulga en esa revista suya la consigna de que el primer deber de los magos es ayudar a Harry? —terció Ron.

Xenophilius miró la prensa, tapada con el mantel, que seguía traqueteando y martilleando.

—Bueno… sí, he expresado esa opinión…

—¡Ah, ya entiendo! Lo dice para que lo hagan los demás, pero no usted —replicó Ron.

Lovegood se limitó a tragar saliva y mirarlos uno a uno. A Harry le pareció que el pobre hombre estaba librando una dolorosa lucha interior.

—¿Dónde está Luna? —preguntó Hermione—. Veamos qué opina ella.

Xenophilius tragó saliva una vez más, como si estuviera armándose de valor. Por fin, con una voz temblorosa que apenas se oyó (ahogada por el ruido de la prensa), dijo:

—Luna está en el arroyo pescando plimpys de agua dulce. Seguro… seguro que se alegrará de verlos. Voy a llamarla, y entonces… Sí, muy bien. Intentaré ayudarte.

Bajó por la escalera de caracol, y los chicos oyeron abrirse y cerrarse la puerta principal mientras cruzaban miradas.

—¡Maldito cobarde! —estalló Ron—. Luna tiene diez veces más agallas que él.

—Debe de estar preocupado por lo que les pasará si los mortífagos se enteran de que he estado aquí —conjeturó Harry.

—Yo estoy de acuerdo con Ron —dijo Hermione—. Es un hipócrita asqueroso. Le dice a todo el mundo que te ayude, pero él intenta escurrir el bulto. Y por lo que más quieras, Harry, apártate de ese cuerno.


El muchacho se acercó a la ventana situada al otro lado de la habitación y divisó un riachuelo, una estrecha y reluciente franja de agua que discurría al pie de la colina. Un pájaro pasó aleteando por delante de él mientras miraba en dirección a La Madriguera, invisible detrás de otras colinas, a pesar de que se hallaban a gran altura. Ginny debía de estar allí, y Harry pensó que nunca habían estado tan cerca

el uno del otro desde el día de la boda de Bill y Fleur.

Aunque Ginny no podía imaginar ni por asomo que en ese momento él miraba en dirección a la casa pensando en ella. Supuso que era mejor así, porque cualquiera que estuviera en contacto con él corría peligro, y la actitud de Xenophilius lo demostraba.

Se apartó de la ventana y su mirada fue a parar sobre un extraño objeto colocado en un abarrotado y curvado aparador. Era el busto de piedra de una bruja hermosa pero de expresión austera, con un estrafalario tocado: a cada lado de la cabeza le salía una especie de trompetilla dorada, y una correa de piel con un par de diminutas y relucientes alas azules pegadas le cubría la parte superior; en la frente llevaba otra correa con uno de aquellos rábanos de color naranja, también pegado.

—Miren esto —dijo Harry.

—Un primor —soltó Ron—. Me sorprende que el señor Lovegood no se lo pusiera para ir a la boda.

Entonces oyeron cerrarse la puerta principal, y un momento después Xenophilius subió de nuevo por

la escalera de caracol. Llevaba puestas unas botas de goma y sostenía una bandeja con un variopinto surtido de tazas de té y una humeante tetera.

—¡Ah, veo que han descubierto mi invento favorito! —dijo y, entregándole la bandeja a Hermione, se acercó a Harry, que continuaba junto a la figura—. Es una reproducción muy digna de la cabeza de la

hermosa Rowena Ravenclaw. «¡Una inteligencia sin límites es el mayor tesoro de los hombres!» — Señaló los objetos que parecían trompetillas, y explicó—: Son sifones de torposoplo; sirven para

eliminar cualquier foco de distracción del entorno inmediato de un pensador; eso —indicó las alitas— es una hélice de billywig, que propicia un estado de ánimo elevado, y por último —señaló el rábano naranja

—, la ciruela dirigible, que mejora la capacidad de aceptar lo extraordinario.

Lovegood se acercó a la bandeja del té, que Hermione había conseguido depositar en precario equilibrio sobre una de las abarrotadas sillitas.

—¿Les apetece una infusión de gurdirraíz? —ofreció—. La hacemos nosotros mismos. —Mientras servía la bebida, de un color morado tan intenso como el zumo de remolacha, añadió—: Luna está abajo,

en el Puente del Fondo; se ha emocionado mucho al saber que están aquí. No creo que tarde; ya ha pescado suficientes plimpys para preparar sopa para todos. Así que sientense y sirvanse azúcar. —Retiró un

tambaleante montón de papeles de una butaca, se sentó y cruzó las piernas (todavía no se había quitado las botas de goma). Luego preguntó—: Bueno, ¿en qué puedo ayudarte, Potter?

—Verá… —repuso Harry mirando a Hermione, que asintió para darle ánimo— se trata de ese símbolo que llevaba usted colgado del cuello en la boda de Bill y Fleur. Nos gustaría saber qué significa.

—¿Te refieres al símbolo de las Reliquias de la Muerte? —inquirió Xenophilius, extrañado.