Capítulo Veinticinco

La Leyenda de los Tres Hermanos

Harry se volvió hacia Ron y Hermione. Tampoco ellos parecían haber entendido.

—¿Ha dicho usted las Reliquias de la Muerte?

—Eso es. ¿No han oído hablar de ellas? No me sorprende, pues muy pocos magos creen en ellas. ¡Acuérdense de aquel cabeza de chorlito que estaba en la boda de tu hermano —dijo mirando a Ron—, que me agredió por llevar el símbolo de un famoso mago tenebroso! ¡Qué ignorancia! Las reliquias no tienen nada que ver con la magia oscura, al menos en sentido estricto. Uno simplemente utiliza el símbolo para darse a conocer a otros creyentes, con la esperanza de que lo ayuden en su búsqueda.

Le echó varios terrones de azúcar a su infusión de gurdirraíz, la removió y bebió un sorbo.

—Perdone —intervino Harry—, pero sigo sin entenderlo del todo.

Para ser educado, bebió también un sorbo de infusión, y estuvo a punto de vomitar; la bebida era asquerosa, como si alguien hubiera licuado grageas de todos los sabores con gusto a mocos.

—Bueno, es que los creyentes buscan las Reliquias de la Muerte —explicó Xenophilius mientras se relamía como si estuviera encantado con la infusión de gurdirraíz.

—Pero ¿qué son las Reliquias de la Muerte? —preguntó Once.

—Supongo que conocen «La leyenda de los tres hermanos», ¿no? —inquirió y dejó la taza vacía.

—No —contestaron Harry, Mildred y Once, pero Ron y Hermione dijeron:

—Sí.

—Vaya, vaya, chicos; pues todo empieza a partir de esa fábula —afirmó Xenophilius, muy serio—. Veamos, he de tener un ejemplar por algún sitio… —Paseó vagamente la mirada por las montañas de pergaminos y libros que había en la habitación.

—Yo tengo un ejemplar, señor Lovegood —dijo Hermione, y sacó los Cuentos de Beedle el Bardo del bolsito de cuentas.

—¿Es el original? —preguntó Xenophilius, asombrado, y, al ver que Hermione asentía, sugirió—: Bueno, pues ¿por qué no nos lees esa historia en voz alta? Así nos aseguraremos de que todos la entendemos.

—De acuerdo —aceptó Hermione, nerviosa. Abrió el libro y Harry vio que el símbolo que estaban investigando aparecía al principio de la página.

— Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, hubo tres hermanos que caminaban por un camino sinuoso y solitario al atardecer...

— Medianoche, mi madre decía que medianoche..

— ¡Cállate, Ron! — dijo Mildred. — Continúa, Hermione.

— Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, hubo tres hermanos que caminaban por un camino sinuoso y solitario al atardecer — prosiguió Hermione.

En ese momento, Harry, Mildred y Once empezaron a imaginar la historia conforme Hermione continuaba.

De pronto, los hermanos habían llegado a un río demasiado traicionero para cruzarlo, pero siendo diestros en el arte de la magia; solo sacaron sus varitas para crear un puente.

De repente, una figura encapuchada bloqueó el camino.

Era la muerte... Ella se sentía defraudada porque normalmente los viajeros se ahogaban en el río. Pero la Muerte era astuta.

Fingió felicitar a los tres hermanos por su magia y les dijo que se habían ganado un premio por ser lo bastante listos para evitarla.

El primer hermano le había pedido a la Muerte la varita más poderosa jamás creada. La Muerte se la fabricó de un árbol de saúco que estaba cerca.

El segundo hermano decidió que quería humillar a la Muerte aún más, le había pedido un objeto que le podía traer a seres amados desde la tumba. La Muerte le dió una piedra que había sacado del río.

Finalmente, la Muerte se dirigió al tercer hermano, un hombre humilde. Él le pidió algo que le permitiera irse de ese lugar evitando que la muerte lo siguiera. Ella, de mala gana, le dió su propio manto de invisibilidad. Así cada uno, tomó un rumbo distinto.

El primer hermano viajó a un poblado distante y con la varita de saúco en mano, mató a un mago con quién había peleado antes. Ebrio con el poder que la varita le dió, se sintió invencible. Una noche, otro mago le robó la varita y con un cuchillo le cortó el cuello de lado a lado y la Muerte se llevó al primer hermano.

El segundo hermano había regresado a su hogar y giró la piedra tres veces. Para su deleite, la mujer con la que había querido casarse antes de su repentina muerte apareció frente a él; pero se volvió triste y fría, ya no pertenecía al mundo de los vivos. Llevado a la locura por su tristeza, se quitó la vida para reunirse con ella y la Muerte se llevó al segundo hermano.

Al tercer hermano, la Muerte lo buscó por años pero nunca pudo encontrarlo, solo cuando llegó a una edad avanzada. El hermano más joven se quitó el manto de invisibilidad y se la dió a su hijo; él recibió a la Muerte como una vieja amiga y se fue con ella con gusto...

— Partiendo de esta vida como iguales — terminó Hermione.


Hermione cerró el libro, pero Xenophilius tardó un momento en reparar en que la muchacha había terminado de leer; entonces desvió la mirada de la ventana y dijo:

—Bueno, ya lo saben.

—¿Perdón? —preguntó Mildred, confusa.

—Ésas son las Reliquias de la Muerte —explicó.

A continuación cogió una pluma de una mesa abarrotada de cachivaches, sacó un trozo de pergamino de entre los libros y las enumeró:

—La Varita de Saúco —y trazó una línea vertical en el pergamino—; la Piedra de la Resurrección — y dibujó un círculo encima de la línea—, y la Capa Invisible —y, al trazarla, encerró la línea y el círculo en un triángulo componiendo el símbolo que tanto intrigaba a Hermione—. Las tres juntas son las Reliquias de la Muerte.

—Pero en la fábula no se menciona esa expresión —observó Hermione.

—No, por supuesto que no —admitió Xenophilius con una petulancia exasperante—. «La fábula de los tres hermanos» es un cuento infantil, narrado para divertir más que para instruir. Sin embargo, los que entendemos de semejantes materias sabemos que ese antiguo relato se refiere a tres objetos o reliquias que, si se unen, convertirán a su propietario o propietaria en el señor o la señora de la muerte.

Se quedaron en silencio y Xenophilius echó un nuevo vistazo por la ventana; el sol estaba declinando.

—Luna no tardará. Ya debe de tener suficientes plimpys —musitó.

—Cuando dice «señor de la muerte»... —terció Ron.

—Señor, o conquistador, o dominador. —Xenophilius agitó una mano con displicencia—. Puedes usar el término que prefieras.

—Pero entonces... ¿quiere decir —comentó Hermione muy despacio, y Harry captó que intentaba borrar de su voz todo rastro de escepticismo— que usted cree que esos objetos, esas reliquias, existen de verdad?

—Pues claro.

—Pero, señor Lovegood —Harry notó que su amiga estaba a un tris de perder otra vez el control—, ¿cómo puede usted creer...?

—Luna me ha hablado mucho de ti, jovencita —la interrumpió el mago—. Tengo entendido que no eres poco inteligente, pero sí extremadamente limitada, intolerante y cerrada.

—Quizá deberías probarte ese sombrero, Hermione —intervino Ron señalando el ridículo tocado, y le tembló un poco la voz porque contenía la risa.

—Señor Lovegood —insistió ella—. Todos sabemos que existen las capas invisibles; son poco comunes pero existen. Sin embargo…

—¡Ah, pero la tercera reliquia es una capa invisible verdadera, señorita Granger! Es decir, no es una capa de viaje a la que se le ha hecho un encantamiento desilusionador o un maleficio deslumbrador, ni ha sido tejida con pelo de demiguise, que al principio lo ocultan a uno pero con el paso del tiempo acaban volviéndose opacas, sino que estamos hablando de una capa que de verdad convierte en invisible a quien la lleva, y que dura eternamente, proporcionando una ocultación constante e impenetrable, sin importar los hechizos que puedan hacerle. ¿Cuántas capas como ésa ha visto usted en su vida, señorita Granger?

Hermione despegó los labios para contestar, pero volvió a cerrarlos; parecía más desconcertada que antes. Los cinco amigos intercambiaron miradas, y Harry advirtió que todos estaban pensando lo mismo. Resultaba que, en aquel preciso momento, en la habitación donde se hallaban había una capa como la que Xenophilius acababa de describir.

—Exacto —dijo Xenophilius, como si se hubiera impuesto con argumentos razonados—. Ninguno de ustedes ha visto nunca semejante cosa. El propietario de una capa así sería inconmensurablemente rico, ¿no creéis? —Y volvió a atisbar por la ventana; el cielo ya se había teñido de una débil tonalidad rosa.

—Está bien —dijo Hermione, desconcertada—. Supongamos que esa capa existió. ¿Qué me dice de la piedra, señor Lovegood? Eso que usted llama Piedra de la Resurrección.

—¿Qué inconveniente le ves?

—No sé, ¿cómo va a ser real?

—Pues demuéstrame que no lo es —replicó Xenophilius.

—¡Pero...! ¡Perdone, pero esto es completamente ridículo! —explotó Hermione, indignada—. ¿Cómo voy a demostrar que no existe? ¿Pretende que examine todos los guijarros del planeta y lo compruebe? Con ese enfoque, usted podría afirmar que cualquier cosa es real basándose únicamente en que nadie ha demostrado lo contrario.

—¡Claro que podría! —exclamó Xenophilius—. Me alegra comprobar que empieza a abrir un poco su mente, señorita.

—Entonces —terció Mildred antes de que Hermione contestara—, ¿usted cree que la Varita de Saúco existe también?

—Hay innumerables pruebas de ello —replicó Xenophilius—. La Varita de Saúco es la reliquia que se puede localizar con mayor facilidad, por la manera en que cambia de manos.

—¿Y qué manera es ésa? —se interesó Harry.

—Pues, verás, consiste en que el poseedor de la varita, para ser su verdadero amo, debe

arrebatársela a su anterior propietario. Supongo que has oído hablar de cómo la varita llegó a manos de Egbert el Atroz, después de que asesinara a Emeric el Malo, ¿no?, o de cómo Godelot murió en el sótano de su propia casa después de que su hijo Hereward lo despojara de la varita, o del espantoso Loxias, que se la quitó a Barnabas Deverill tras matarlo. El rastro de sangre de la Varita de Saúco recorre las páginas de la historia de la magia.

Harry echó una ojeada a Hermione, que observaba con ceño a Xenophilius, pero no lo contradijo.

—¿Y dónde cree usted que está la Varita de Saúco ahora? —inquirió Ron.

—¡Ay, si yo lo supiera! —respondió Xenophilius dejando vagar la mirada hacia el exterior—.

¿Alguien sabe dónde se halla oculta? El rastro se pierde con Arcus y Livius. Pero ¿quién se atreve a afirmar cuál de los dos derrotó realmente a Loxias y quién se quedó la varita? Es más, ¿cómo sabremos quién los derrotó a ellos? Es una lástima, pero la historia no revela esa información.

Guardaron silencio, hasta que Hermione preguntó con frialdad:

—Dígame, señor Lovegood, ¿tiene la familia Peverell algo que ver con las Reliquias de la Muerte?

Xenophilius se mostró sorprendido y algo que Harry no logró identificar le rebulló en la memoria.

Peverell... Había oído ese nombre antes.

—¡Vaya, vaya! ¡Me habías engañado, jovencita! —exclamó Xenophilius; se sentó mucho más erguido en la butaca y miró a Hermione con ojos desorbitados—. ¡Creía que no conocías la Búsqueda de las Reliquias! Muchos de nosotros, los Buscadores, creemos que los Peverell tienen mucho, muchísimo que ver con ellas.

—¿Quiénes son los Peverell? —quiso saber Ron.

—Era el apellido grabado en la tumba donde aparecía ese símbolo, en el Valle de Godric —explicó Hermione sin dejar de observar a Xenophilius—. Constaba el nombre de Ignotus Peverell.

—¡Exacto! —dijo Xenophilius levantando un dedo con pedantería—. ¡El símbolo de las Reliquias de la Muerte en la tumba de Ignotus es una prueba concluyente!

—¿De qué? —preguntó Ron.

—Pues de que los tres hermanos de la fábula eran en realidad los tres hermanos Peverell: Antioch, Cadmus e Ignotus, y que ellos fueron los primeros poseedores de las reliquias.

Tras echar un enésimo vistazo por la ventana, se puso en pie; recogió la bandeja y se encaminó hacia la escalera de caracol.

— Se quedaran a cenar, ¿verdad? —preguntó mientras bajaba al piso inferior—. Todo el mundo nos pide nuestra receta de sopa de plimpys de agua dulce.

—Seguramente para enseñársela al Departamento de Toxicología de San Mungo —murmuró Ron.

Harry esperó hasta que oyeron al mago trajinando en la cocina, y entonces le preguntó a Hermione:

—¿Qué opinas?

—Ay, Harry —repuso ella cansinamente—, no son más que estupideces. Ése no puede ser el

verdadero significado del símbolo; debe de ser la estrambótica interpretación del señor Lovegood. ¡Qué pérdida de tiempo!

—Ya, y no olvidemos que el padre de Luna fue el primero en hablar de la existencia de los snorkacks de cuernos arrugados —apuntó Ron.

—¿Tú tampoco te lo crees? —le preguntó Harry.

—Qué va —repuso Ron—; esa fábula no es más que un cuento aleccionador para los niños, como si se les aconsejara: «No se metan en líos, no empiecen peleas y no husmeen donde no los llaman; manténganse al margen y ocupense de sus asuntos y todo os saldrá bien.» Y ahora que lo pienso — añadió—, quizá esa historia es la responsable de que la gente crea que las varitas de saúco traen mala suerte.

—¿A qué te refieres?

—Será una superstición como otra cualquiera, ¿no? Mi madre conoce un montón de refranes al respecto: «Brujas de mayo, novias de muggles»; «Embrujado al atardecer, desembrujado a medianoche»; «Varita de saúco, mala sombra y poco truco». Seguro que los han oído alguna vez.

—Harry y yo nos hemos criado con muggles —le recordó Hermione—; a nosotros nos explicaron otras supersticiones. —De la cocina ascendía un olor acre, y la chica dio un hondo suspiro. Lo único bueno de la exasperación que le producía Xenophilius era que, por lo visto, se había olvidado de que estaba enfadada con Ron—. Me parece que tienes razón —le dijo—, y esa historia no es más que un cuento con moraleja. Es evidente cuál es el mejor regalo y, por lo tanto, cuál elegiríamos todos...

Los cinco hablaron al mismo tiempo. Hermione y sus hermanas dijeron «la capa»; Ron, «la varita»; y Harry, «la piedra». Se miraron entre sorprendidos y divertidos.

—Sí, claro. Tal vez parezca que la capa sea el mejor regalo —le dijo Ron—, pero si tuvieras la varita no necesitarías volverte invisible. ¡Una varita invencible, Hermione! ¿No te das cuenta?

—Nosotros ya tenemos una capa invisible —observó Harry.

—¡Y nos ha ayudado mucho, por si no te habías fijado! —dijo Hermione—. Mientras que la varita siempre te causaría problemas…

—Sólo te metería en algún lío si alardearas de ella —argumentó Ron—, o si fueras lo bastante imbécil para ir por ahí bailando, exhibiéndola y cantando: «Tengo una varita invencible, ven a comprobarlo si te atreves.» Pero si eres discreto…

—Muy bien, pero ¿tú podrías serlo? —replicó Hermione con escepticismo—. Mira, lo único cierto que nos ha dicho Lovegood es que desde tiempos inmemoriales siempre han circulado historias sobre varitas muy poderosas.

—¿Ah, sí? —preguntó Harry.

Hermione estaba exasperada, y su expresión resultaba tan familiar que Harry y Ron, aliviados, se sonrieron mutuamente.

—Verán, aparecen bajo diferentes nombres a través de los siglos, como, por ejemplo, la Vara Letal, la Varita del Destino... generalmente en manos de algún mago tenebroso que alardea de ellas. El profesor Binns mencionó algunas, pero... ¡Bah, son tonterías! Las varitas mágicas sólo son poderosas si lo son los magos que las utilizan, pero a algunos les gusta jactarse de que la suya es la más grande y la mejor.

—Vamos a ver, ¿quién te asegura que esas varitas, la Letal y la del Destino, no son la misma, que surge a lo largo de los años con nombres diferentes? —preguntó Mildred.

—¿Acaso insinúas que todas podrían ser la Varita de Saúco, es decir, la que confeccionó la Muerte? —inquirió Ron.

Harry rió porque, al fin y al cabo, esa extraña idea que se le había ocurrido era absurda. Entonces recordó que su varita, aunque actuara como la noche en que Voldemort lo persiguió por el cielo, no estaba hecha de saúco, sino de acebo, y la había confeccionado Ollivander. Además, si fuera invencible, ¿cómo es que se había roto?

—Y tú, Harry, ¿por qué escogerías la piedra? —le preguntó Ron.

—Porque si fuera cierto que con ella se revive a los muertos, podríamos recuperar a Sirius, Ojoloco, Dumbledore, e incluso a mis padres... —Ron y Hermione no sonrieron—. Pero según Beedle el Bardo, ellos no querrían volver, ¿verdad? —añadió rememorando la fábula que acababan de escuchar—. No creo que haya muchas historias más sobre una piedra que puede devolver la vida a los muertos, ¿no? —le preguntó a Hermione.

—No —contestó ella con tristeza—. Imagino que sólo alguien como el señor Lovegood podría engañarse para creer algo así. Seguramente, Beedle sacó la idea de la Piedra Filosofal; ya sabes, en lugar de una piedra que te hace inmortal, se trataría de una piedra capaz de resucitar.

El olor proveniente de la cocina era cada vez más intenso; olía como a calzoncillos chamuscados. Harry se preguntó si sería capaz de comer lo suficiente de lo que estaba cocinando Xenophilius para no herir sus sentimientos.

—Pero ¿qué me dicen de la capa? —comentó Ron, pensativo—. ¿No se dan cuenta de que Lovegood tiene razón? Yo estoy tan acostumbrado a la capa de Harry y a lo buena que es, que nunca me he parado a considerarlo. Jamás he oído hablar de una capa como la suya; es infalible. Nunca nos han descubierto cuando la llevamos puesta.

—¡Claro que no, porque cuando nos tapamos con ella somos invisibles! —repuso Hermione. —Pero todo lo que ha dicho Lovegood sobre las otras capas (y no es precisamente que te vendan diez por un knut) ¡es cierto! No se me había ocurrido, pero he oído hablar de capas que pierden sus encantamientos al envejecer, o se desgarran cuando les hacen un embrujo y por eso tienen agujeros. En cambio, la de Harry ya la tenía su padre, de modo que no es exactamente nueva, ¿no?, pero en cambio es... ¡perfecta!

—Sí, Ron, de acuerdo, pero la piedra…


Mientras discutían en susurros, Harry se paseaba por la habitación sin hacerles mucho caso. Al llegar a la escalera de caracol, miró distraídamente hacia el piso de arriba y algo le llamó la atención: su propia cara lo miraba desde el techo. Tras un momento de confusión, comprendió que lo que había en la habitación de arriba no era un espejo, sino una pintura. Sintió curiosidad y se dispuso a subir.

—¿Qué haces, Harry? ¡No deberías curiosear aprovechando que el señor Lovegood no está!

Pero él ya había llegado al piso de arriba. Luna había decorado el techo de su dormitorio con siete caras hermosamente pintadas: las de Harry, Ron, Hermione, Mildred, Once, Ginny y Neville. Los rostros no se movían como en los retratos de Hogwarts, pero aun así había cierta magia en ellos, y a Harry le pareció que respiraban. Una especie de finas cadenas doradas zigzagueaban entre las imágenes, uniéndolas. Las examinó con más detenimiento y se dio cuenta de que las cadenas eran en realidad una palabra, repetida miles de veces con tinta dorada: «amigos… amigos... amigos...».

Harry sintió un arrebato de afecto hacia Luna y escudriñó la estancia. Junto a la cama había un gran retrato de Luna cuando era pequeña, abrazada a una mujer que se le parecía mucho; Harry nunca la había visto tan arreglada como en esa imagen. No obstante, la fotografía estaba cubierta de polvo, y eso lo sorprendió. Continuó revisándolo todo.

Notaba algo raro: también la alfombra azul claro tenía una capa de polvo; no había ropa en el armario, cuyas puertas se hallaban entreabiertas; la cama estaba demasiado hecha, como si nadie hubiera

dormido en ella desde hacía semanas; y en la ventana más cercana, una telaraña se destacaba contra un cielo color sangre.

—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Hermione cuando el chico bajó a la sala, pero en ese momento Xenophilius llegó de la cocina con una bandeja llena de cuencos.

—Señor Lovegood —dijo Harry—, ¿dónde está Luna?

—¿Cómo dices?

—¿Dónde está Luna?

Xenophilius se detuvo en el último escalón.

—Ya… ya os lo he dicho. Está en el Puente del Fondo, pescando plimpys.

—Entonces, ¿por qué sólo ha traído comida para nosotros seis?


Xenophilius intentó decir algo, pero no lo logró. Lo único que se oía era el incesante resoplido de la prensa y el débil repiqueteo de la bandeja que el mago sujetaba con manos temblorosas.

—Creo que hace semanas que Luna no está aquí —le espetó Harry—. No tiene la ropa en el armario ni ha dormido en su cama. ¿Dónde está? ¿Y por qué usted no cesa de mirar por la ventana?

El mago soltó la bandeja, y los cuencos se hicieron añicos contra el suelo. Los cinco jóvenes empuñaron sus varitas antes de que Xenophilius lograra meterse la mano en el bolsillo. En ese instante la prensa soltó un fuerte resoplido y, debajo del mantel que la cubría, empezó a escupir un ejemplar tras

otro de El Quisquilloso; al cabo de un rato dejó de hacer ruido. Hermione se agachó y, sin dejar de apuntar a Lovegood con la varita, cogió un ejemplar.

—¡Mira esto, Harry!

El muchacho se aproximó a ella tan rápido como se lo permitió el revoltijo que había en la habitación. En la portada de El Quisquilloso había una fotografía suya, bajo el titular «Indeseable n.º 1», y la cifra de la recompensa.

—Veo que El Quisquilloso ha cambiado de enfoque —rezongó Harry con frialdad mientras trataba de atar cabos—. ¿Por eso salió al jardín, señor Lovegood? ¿Para enviar una lechuza al ministerio?

Xenophilius se pasó la lengua por los labios y susurró:

—Se llevaron a mi Luna a causa de las cosas que yo escribía. Se llevaron a mi Luna y no sé dónde está ni qué le han hecho. Pero quizá me la devuelvan si yo… si yo…

—Si les entrega a Harry, ¿verdad? —dijo Once.

—Ni hablar —le espetó Ron—. Apártese. Nos largamos.

Xenophilius parecía haber envejecido de golpe y esbozaba una sonrisa horripilante.

—Llegarán en cualquier momento. Tengo que salvar a Luna; no puedo perderla. ¡No se marchen!

Se plantó delante de la escalera con ambos brazos extendidos, y de repente Harry visualizó a su madre haciendo lo mismo delante de la cuna cuando él era un bebé.

—No nos obligue a hacerle daño —le advirtió—. Apártese de nuestro camino, señor Lovegood.

—¡¡Harry, mira!! —gritó Mildred.

Unas figuras montadas en escobas pasaban volando por delante de la ventana. Los cinco chicos se quedaron mirándolas y Xenophilius aprovechó la ocasión para sacar su varita mágica. Harry se dio

cuenta justo a tiempo y se lanzó hacia un lado, empujando a Ron, Mildred, Once y Hermione; el hechizo aturdidor del mago cruzó la estancia y fue a dar contra el cuerno de erumpent.

Se produjo una explosión descomunal y la onda expansiva destrozó la habitación: volaron trozos de madera, papeles y cascotes en todas direcciones, y se formó una densa nube de polvo blanco. Harry salió despedido por el suelo; no paraban de caerle escombros encima y se cubrió la cabeza con los brazos.

Oyó el chillido de las hermanas Hardbroom, el bramido de Ron y una serie de escalofriantes ruidos metálicos que le

indicaron que Xenophilius había caído de espaldas por la escalera de caracol.

Semienterrado bajo los escombros, Harry intentó levantarse, pero había tanto polvo que apenas podía respirar y ver nada. La mitad del techo se había derrumbado, y un extremo de la cama de Luna colgaba

por el boquete; el busto de Rowena Ravenclaw yacía junto a él, con media cara destrozada; fragmentos de pergamino flotaban por la habitación y la prensa se había volcado, bloqueando la escalera que

conducía a la cocina. Entonces una figura blanquecina se movió a su lado: era Hermione que, cubierta de polvo como una estatua, se llevó un dedo a los labios.

La puerta del piso de abajo se abrió bruscamente.

—¿No te dije que no había necesidad de correr tanto, Travers? —espetó una voz áspera—. ¿No te dije que ese chiflado sólo estaba delirando, como siempre?

Se oyó un fuerte golpe y un grito de dolor de Xenophilius.

—¡No… no! ¡Arriba… Potter!

—¡Ya te advertí la semana pasada, Lovegood, que no volveríamos a menos que tuvieras información fehaciente! ¿Recuerdas lo que pasó cuando intentaste cambiarnos a tu hija por ese ridículo sombrero? ¿Y la semana anterior —otro golpe, otro chillido—, cuando creíste que te la devolveríamos si nos ofrecías pruebas de la existencia de los snorkacks… —golpe— de cabeza… —golpe— arrugada?

—¡No, no! ¡Se lo suplico! —gimoteó Xenophilius—. ¡Potter está aquí, se lo aseguro! ¡En serio!

—¡Y ahora resulta que nos hace venir aquí con la intención de tirarnos la casa encima! —bramó el mortífago, y se oyó una lluvia de golpes y gritos de dolor de Xenophilius.

—Esto está a punto de derrumbarse, Selwyn —dijo otra voz que resonó por la destrozada escalera—. Los peldaños están obstruidos. ¿Intentamos despejarla? Podría derrumbarse todo.

—¡Embustero asqueroso! —le espetó Selwyn—. Tú no has visto a Potter en tu vida. Querías atraernos aquí para matarnos, ¿eh? ¿Y crees que así recuperarás a tu hija?

—¡Se lo juro! ¡Se lo juro! ¡Potter está arriba!

—¡Homenum revelio! —exclamó la voz al pie de la escalera.

Hermione dio un grito ahogado y Harry tuvo la extraña sensación de que algo descendía sobre él, cubriéndolo con su sombra.

—Ahí arriba hay alguien, Selwyn —dijo de pronto el otro mortífago.

—¡Es Potter! ¡Se lo aseguro, es él! —sollozaba Xenophilius—. Por favor… por favor… devuélvanme a mi Luna, sólo les pido que me devuelvan a mi Luna…

—Si subes por esa escalera y me traes a Harry Potter, te devolveremos a tu hija, Lovegood —dijo Selwyn—. Pero si es una jugarreta, si nos has mentido, si tienes a alguien esperando allí arriba para tendernos una emboscada, no sé si podremos conservar un trocito de tu hija para que lo entierres.


Xenophilius exhaló un gemido de pánico y desesperación. Luego se oyeron correteos y restregones:

Xenophilius intentaba abrirse paso entre los cascotes que bloqueaban la escalera.

—Vamos —susurró Harry—. Tenemos que salir de aquí.

El muchacho empezó a desenterrarse, protegido por el ruido que Xenophilius hacía en la escalera.

Como Ron era el que más sepultado estaba, los otros dos treparon con sigilo por la montaña de escombros hasta donde se encontraba su amigo, e intentaron retirar la pesada cómoda que tenía encima de

las piernas. Xenophilius estaba cada vez más cerca, pero Hermione consiguió liberar a Ron utilizando un encantamiento planeador.

—Vamos —susurró la chica, todavía cubierta de polvo blanco, y en ese momento la destrozada prensa que bloqueaba la parte superior de la escalera se tambaleó; Xenophilius estaba a sólo unos pasos de ellos—. ¿Confías en mí, Harry? —El muchacho asintió—. De acuerdo, pues dame la capa invisible. ¡Póntela, Ron!

—¿Yo? Pero Harry…

—¡Por favor, Ron! Harry, cógeme fuerte de la mano, y tú, Ron, agárrate a mi hombro, Mildred y Once agarren a Ron del brazo con fuerza.

Harry le tendió la mano izquierda mientras Ron desaparecía bajo la capa invisible. La prensa empezó a vibrar: Xenophilius intentaba levantarla mediante un encantamiento planeador. Harry no entendía a qué esperaba Hermione.

—Sujetense bien —musitó ella—. Sujetense bien… ya falta poco…

El pálido rostro de Lovegood apareció por encima del aparador.

—¡Obliviate! —gritó Hermione apuntando la varita a la cara de Xenophilius y de inmediato al suelo que tenían bajo los pies—. ¡Deprimo!

Se abrió un boquete en el suelo y los tres chicos cayeron a plomo por él. Harry, que sujetaba la mano de Hermione con todas sus fuerzas, oyó un grito en el piso de abajo y vio a dos hombres que intentaban apartarse de la lluvia de cascotes y muebles rotos que les caía encima. El estruendo de la casa al desmoronarse resonó brutalmente y Hermione y sus hermanas giraron sobre sí mismas en el aire, tirando una vez más de Harry hacia la oscuridad.