Capítulo Treinta y Seis
El Limbo
Harry se encontraba completamente solo en un espacio blanco, parecido a la estación King Cross. El chico se levantó y examinó el lugar donde se encontraba, hasta que vió algo debajo de una banca. Se acercó a la banca y se sobresaltó al ver un pequeño cuerpo en carne viva y que lucía desollado y débil.
Le dio miedo. Aunque aquel ser era pequeño y frágil y estaba herido, Harry no quería acercarse a él. No obstante, se le aproximó despacio, preparado para saltar hacia atrás en cualquier momento. No tardó
en llegar lo bastante cerca para tocarlo, aunque no se atrevió a hacerlo. Se sintió cobarde. Debería consolarlo, pero le repelía.
—No puedes ayudarlo.
Se volvió rápidamente. Albus Dumbledore caminaba hacia él, muy ágil y erguido, vistiendo una larga y amplia túnica azul oscuro.
—Harry. —Le tendió los brazos abiertos, y tenía ambas manos enteras, blancas e intactas—. Eres un chico maravilloso. Un hombre valiente, muy valiente. Vamos a dar un paseo.
Harry lo siguió, aunque estaba aturdido por aquel ser. Dumbledore parecía intacto, como antes.
—Pero si usted está muerto… —dijo.
—¡Ah, sí! —exclamó Dumbledore con soltura.
—Entonces… ¿yo también lo estoy?
—Bueno —dijo Dumbledore, y sonrió aún más—, ésa es la cuestión, ¿no? En principio, amigo mío, creo que no.
Se miraron, el anciano aún sonriendo.
—¿Ah, no? —dijo Harry.
—No, creo que no.
—Pero… —Harry se llevó una mano a la cicatriz en forma de rayo y le pareció que no la tenía—. Pero debería haber muerto… ¡No me defendí! ¡Decidí que Voldemort me matara!
—Y creo que eso fue lo decisivo.—
Dumbledore irradiaba felicidad; era como si despidiera luz o fuego: Harry jamás lo había visto tan jubiloso.
—Explíquemelo, por favor —pidió el muchacho.
—Tú ya lo sabes —replicó Dumbledore, y se puso a juguetear con los pulgares, haciéndolos girar uno alrededor del otro.
—Dejé que me matara, ¿verdad?
—Sí, en efecto. ¡Vamos, continúa!
—Así que la parte de su alma que estaba dentro de mí…
Dumbledore asintió con entusiasmo, animándolo a proseguir elaborando conclusiones. Sonreía de oreja a oreja.
—… ¿ha desaparecido?
—¡Sí, muchacho, sí! Él la destruyó, pero tu alma está intacta y te pertenece por completo.
—Pero entonces… —Volvió la cabeza hacia aquella pequeña y mutilada criatura que temblaba bajo la silla—. ¿Qué es eso, profesor?
—Algo que está más allá de tu ayuda y de la mía.
—Pero si Voldemort empleó la maldición asesina, y si esta vez nadie ha muerto por mí… ¿cómo es posible que yo continúe vivo?
—Me parece que también lo sabes. Piénsalo. Recuerda lo que él hizo movido por su ignorancia, su avidez y su crueldad.
—Tomó mi sangre.
—¡Exacto! —exclamó Dumbledore—. ¡Tomó tu sangre y reconstruyó con ella su cuerpo físico! ¡Tu sangre en sus venas, Harry, la protección de Lily dentro de vosotros dos! ¡Te ató a la vida mientras viva él!
—¿Que yo viviré… mientras viva él? Pero no era… ¿no era al revés? ¿No teníamos que morir ambos? ¿O es la misma cosa?
Lo distrajeron los quejidos y golpecitos de la desesperada criatura, y la miró una vez más.
—¿Está seguro de que no podemos hacer nada por ese ser?
—No, no hay ayuda posible.
—Entonces… explíqueme más —pidió Harry, y Dumbledore sonrió.
—Tú eras el séptimo Horrocrux, Harry, el Horrocrux que él nunca se propuso hacer. Su alma era tan inestable que se destrozó cuando cometió aquellos actos de incalificable maldad: el asesinato de tus
padres y el intento de asesinato de un niño. Pero lo que escapó de esa habitación aún era menos de lo que él creía, y dejó atrás algo más que su cuerpo: dejó una parte de sí mismo adherida a ti, a la víctima en
potencia que, al fin, sobrevivió.
Harry escuchó con atención a lo que Dumbledore decía. El viejo director prosiguió.
— ¡Y su conocimiento permaneció lamentablemente incompleto, Harry! Voldemort no se molesta en comprender lo que no valora. Él no sabe ni entiende nada de elfos domésticos, ni de cuentos infantiles, del amor, la lealtad o la inocencia. Nada en absoluto. Porque todo eso tiene un poder que supera el suyo, un poder que está fuera del alcance de cualquier magia; es una verdad que él nunca ha captado — dijo Dumbledore. — Así pues, tomó tu sangre convencido de que lo fortalecería, y de ese modo introdujo en su cuerpo una diminuta parte del sortilegio que tu madre te hizo al morir por ti. Su cuerpo mantiene vivo el sacrificio de Lily, y mientras sobreviva dicho sortilegio, sobrevivirás también tú y la última esperanza
de redención de Voldemort.
Al acabar su explicación, Dumbledore volvió a sonreír.
—¿Y usted lo sabía? ¿Siempre lo supo?
—Lo sospechaba. Pero mis sospechas casi siempre se confirman —añadió el profesor alegremente.
Luego guardaron un largo silencio, mientras la criatura proseguía con sus gemidos y temblores.
—Quisiera saber otra cosa —dijo Harry al fin—. ¿Por qué mi varita destruyó la que él había tomado prestada?
—De eso no estoy seguro.
—Pues a ver si se confirman sus sospechas —bromeó Harry, y Dumbledore rió.
—Lo que debes entender es que lord Voldemort y tú han viajado juntos a terrenos de la magia hasta ahora desconocidos e inexplorados. Pero creo que esto es lo que pasó, aunque es algo sin precedentes, y
también creo que ningún fabricante de varitas podría haberlo vaticinado o habérselo explicado a Voldemort. Sin pretenderlo, como ahora sabes, el Señor Tenebroso reforzó el lazo que os unía cuando volvió a adoptar forma humana. Una parte de su alma estaba todavía unida a la tuya, y, pensando fortalecerse, introdujo en su interior una parte del sacrificio de tu madre.
Si hubiera entendido el tremendo y preciso poder de ese sacrificio, quizá no se habría atrevido a tocar tu sangre… Pero si hubiera sido capaz de comprenderlo, no sería lord Voldemort y jamás habría matado. Tras garantizar esa doble conexión, tras unir vuestros destinos como jamás dos magos estuvieron unidos en toda la historia de la magia, él procedió a atacarte con una varita que compartía el núcleo central con la tuya. Y entonces, como ya sabemos, ocurrió algo muy extraño: los núcleos centrales reaccionaron de una forma que Lord Voldemort, quien nunca supo que tu varita era hermana gemela de la suya, no habría podido predecir. La noche en que eso ocurrió él se asustó más que tú, Harry. Tú habías aceptado, abrazado incluso, la
posibilidad de la muerte, algo que el Señor Tenebroso nunca ha sido capaz de hacer. Venció tu coraje, y tu varita superó a la suya. Y al hacerlo, algo ocurrió entre esas dos varitas, algo que repercutió en la
relación entre sus dueños. Creo que esa noche tu varita se imbuyó en parte de la fuerza y las cualidades de la suya, lo cual
equivale a decir que a partir de entonces contenía algo del propio Voldemort. Por eso tu varita lo reconoció cuando te perseguía, reconoció a un hombre que era a la vez amigo y enemigo mortal, y regurgitó parte de su propia magia contra él, una magia mucho más poderosa de la que habría realizado la varita de Lucius. Desde ese momento, tu varita contenía el poder de tu enorme valor y el de la letal habilidad de Voldemort; así las cosas, ¿qué posibilidades tenía la pobre varita de Lucius Malfoy?
—Pero si mi varita era tan poderosa, ¿cómo es que Hermione logró destruirla?
—Hijo mío, sus asombrosos efectos iban dirigidos únicamente a Voldemort, quien, con gran desatino, había tratado de alterar las más complejas leyes de la magia. Esa varita sólo ejercía un poder anormal contra él. Por lo demás, era una varita como cualquier otra… aunque buena, sin duda — concedió Dumbledore.
Hubo un largo silencio en ese momento, hasta que Harry lo cortó.
—Voldemort me mató con la varita que le quitó a usted.
—No, Harry, Voldemort no consiguió matarte con mi varita —lo corrigió Dumbledore—. Creo que
podemos afirmar que no estás muerto. Aunque, por supuesto —añadió, como si temiera haber sido
descortés—, no estoy minimizando tus sufrimientos, pues estoy seguro de que han sido enormes.
—Pero ahora me encuentro muy bien —observó Harry mirándose las manos, limpias y perfectas—.
¿Dónde estamos exactamente?
—Eso mismo iba a preguntarte —dijo Dumbledore echando una ojeada alrededor—. ¿Dónde crees
que estamos?
Harry no lo sabía, pero al oír la pregunta se percató súbitamente de que la respuesta era muy sencilla.
—Parece… —dijo despacio— la estación de King's Cross. Sólo que mucho más limpia y vacía. Y no
hay trenes a la vista.
—¡La estación de King's Cross! —exclamó Dumbledore riendo exageradamente—. ¡Qué barbaridad!
¿En serio?
—Bueno, pues ¿dónde cree usted que estamos? —replicó el chico, ceñudo.
—No tengo ni idea, hijo. Como suele decirse, aquí mandas tú.
Harry no sabía qué significaba eso; el profesor lo estaba sacando de quicio. Le lanzó una mirada
iracunda y entonces recordó que tenía una pregunta mucho más apremiante.
—Por cierto, las Reliquias de la Muerte… —empezó, y lo alegró comprobar que esas palabras
borraban la sonrisa de su interlocutor.
—Ya.
El antiguo director puso cara de preocupación.
—¿Y bien?
Por primera vez desde que Harry lo conocía, Dumbledore no parecía un anciano, sino un niño
pequeño al que han sorprendido cometiendo una fechoría.
—¿Me perdonas, Harry? —suplicó—. ¿Me perdonas por no haber confiado en ti? ¿Por no habértelo
contado? Mi único temor, muchacho, era que fracasaras como yo, que cometieras los mismos errores. Te
ruego que me perdones. Desde hace tiempo sé que eres mejor persona que yo.
—Pero ¿de qué me habla? —repuso el muchacho, sorprendido por el tono de Dumbledore y por las
lágrimas que, de pronto, le anegaron los ojos.
—Las reliquias, las reliquias… ¡El sueño de un hombre desesperado!
—¡Pero existen! ¡Son reales!
—Reales y peligrosas; un señuelo para necios. Y yo fui muy necio. Pero tú ya lo sabes, ¿verdad? Ya
no tengo secretos para ti; lo sabes.
—¿Qué es lo que sé?
Dumbledore lo miró; las lágrimas todavía le chispeaban en los ojos.
—¡Señor de la muerte, Harry, señor de la muerte! ¿Era yo mejor, en última instancia, que Voldemort?
—Pues claro que sí. Por supuesto. ¿Cómo puede preguntar eso? ¡Usted nunca mató si pudo evitarlo!
—Cierto, cierto —afirmó Dumbledore como un niño que deja que lo tranquilicen—. Pero aun así yo
también buscaba una forma de vencer a la muerte, muchacho.
—Pero no como él —sentenció Harry. Con lo enfadado que estaba con Dumbledore, resultaba extraño estar allí sentado, bajo aquel alto techo abovedado, defendiendo al antiguo director de sus
propias críticas—. Se trataba de las reliquias, no de Horrocruxes.
—Reliquias —murmuró Dumbledore—, no Horrocruxes. Exactamente.
Hubo una pausa. La criatura gimoteó, pero Harry ya no le hizo caso.
—¿Grindelwald también las buscaba? —preguntó.
Dumbledore cerró los ojos y asintió.
—Eso fue lo que nos unió, más que ninguna otra cosa —musitó—. Éramos dos chicos listos y
arrogantes que compartían una obsesión. Él quiso ir a Godric's Hollow, como seguro que adivinaste,
porque era allí donde estaba la tumba de Ignotus Peverell. Quería explorar el lugar donde había muerto el
hermano menor.
—Entonces ¿es verdad? ¿Todo es cierto? Los hermanos Peverell…
—… eran los tres hermanos de la fábula. Sí, eso creo. Si se encontraron o no a la Muerte en un
camino solitario, eso ya… Creo que los hermanos Peverell eran sencillamente unos magos peligrosos y
con gran talento que consiguieron crear esos poderosos objetos. La versión de que eran las Reliquias de
la Muerte me parece a mí una especie de leyenda que debió de surgir alrededor de la creación de esos
objetos.
Por otra parte, la Capa Invisible, como ya sabes, fue transmitiéndose a lo largo de los años, de
padre a hijo, de madre a hija, hasta el último descendiente vivo de Ignotus, que nació, igual que éste, en
Godric's Hollow. —Sonrió a Harry.
—¿Yo?
—En efecto, tú. Ya sé que adivinaste por qué tenía en mi poder esa capa la noche en que murieron tus
padres. James me la había enseñado hacía pocos días. ¡Entonces entendí por qué consiguió hacer tantas
travesuras en el colegio sin que lo descubrieran! Yo no daba crédito a lo que veía, así que le pedí que me
la prestara para examinarla. Hacía mucho tiempo que había abandonado mi sueño de reunir las reliquias,
pero no pude resistirme, no fui capaz de dejar pasar la ocasión de tenerla en mis manos… Jamás había
visto una capa parecida: increíblemente vieja pero perfecta en todos los aspectos… Entonces tu padre
murió, ¡y por fin tenía dos reliquias para mí solo!
El director hablaba con gran amargura.
—Pero la Capa Invisible no habría ayudado a mis padres a sobrevivir —se apresuró a decir Harry
—. Voldemort sabía dónde estaban y la capa no los habría protegido de las maldiciones.
—Cierto. Tienes razón.
Harry esperó un rato, pero como el profesor no proseguía, le preguntó para animarlo:
—Entonces, ¿usted ya había dejado de buscar las reliquias cuando encontró la capa?
—Sí —contestó con un hilo de voz. Daba la impresión de que le costaba mirar a Harry a los ojos—.
Ya sabes qué pasó; ya lo sabes. No puedes despreciarme más de lo que me desprecio a mí mismo.
—Pero si yo no lo desprecio…
—Pues deberías. Estás al corriente del secreto de la enfermedad de mi hermana, de cómo la atacaron esos muggles y en qué se convirtió; sabes que mi pobre padre quiso vengarse y pagó por ello, pues murió en Azkaban, y también sabes que mi madre sacrificó su vida para cuidar de Ariana. Yo estaba resentido, Harry. —Lo dijo sin rodeos, con frialdad, pero con la mirada perdida a lo lejos —. Tenía talento y era brillante, pero quería escapar. Quería brillar. Quería alcanzar la gloria.
— No me malinterpretes —añadió, y el dolor le ensombreció el rostro y recuperó el aspecto de
anciano—. Yo los amaba, amaba a mis padres y mis hermanos. Pero era egoísta, Harry, más egoísta de lo
que tú, que eres una persona asombrosamente desinteresada, podrías imaginar siquiera.
Y cuando murió mi madre y me hallé ante la responsabilidad de una hermana enferma y un hermano
díscolo, volví a mi pueblo lleno de rabia y amargura. ¡Me sentía atrapado y desperdiciado! Y entonces
llegó él, claro…
Volvió a mirar a Harry a los ojos, y prosiguió:
—Sí, Grindelwald. No te imaginas cómo me atrajeron sus ideas, cuánto me inflamaron: los muggles
obligados a someterse a los magos, el triunfo de los magos, Grindelwald y yo convertidos en los
gloriosos y jóvenes líderes de la revolución… En el fondo tenía algunos escrúpulos. Pero calmaba mi
conciencia con palabras vacías: iba a ser por el bien de todos y cualquier daño que provocáramos sería
compensado con creces en beneficio de los magos. Aunque, ¿sabía yo, en el fondo, quién era Gellert
Grindelwald? Me parece que sí, pero cerré los ojos a la verdad. Si lográbamos llevar a buen término
nuestros planes, todos mis sueños se harían realidad.
Y tras nuestros planes estaban las Reliquias de la Muerte. ¡Cómo lo fascinaban, cómo nos
fascinaban a ambos! ¡La varita invencible, el arma que nos llevaría al poder! Para él, aunque yo fingiera
no saberlo, la Piedra de la Resurrección significaba contar con un ejército de inferi; para mí, lo confieso,
significaba el regreso de mis padres, algo que me liberaría de toda responsabilidad.
Y la Capa Invisible… No sé por qué, pero no hablábamos mucho de esa reliquia. Ambos sabíamos
escondernos muy bien sin necesidad de ella, cuya verdadera magia, por supuesto, consiste en que puede
utilizarse para proteger a otras personas aparte de su propietario. Yo creía que si algún día la
encontrábamos, podría resultar útil para ocultar a Ariana, pero lo que más nos interesaba de la capa era
que completaba el trío. Según la leyenda, la persona que reuniera los tres objetos se convertiría en el
verdadero señor o verdadera señora de la muerte, es decir: las reliquias lo harían invencible.
¡Grindelwald y Dumbledore, los invencibles señores de la muerte! Fueron dos meses de locura,
sueños crueles y desatención de los dos únicos familiares que me quedaban…
Dumbledore se detuvo con tristeza.
— El resto de la historia ya lo conoces. Se impuso la realidad, encarnada en mi hermano, un joven
tosco, inculto e infinitamente más admirable que yo. Pero no quería escuchar las verdades que me gritaba,
ni que me dijera que yo no podía emprender la búsqueda de las reliquias arrastrando a una hermana frágil
e inestable.
La discusión derivó en una pelea y Grindelwald perdió el control. Eso que yo siempre había intuido
en él, aunque fingiera ignorarlo, surgió de una forma espantosa. Y Ariana, después de todos los cuidados
y toda la cautela de mi madre, yacía muerta en el suelo.
Dumbledore emitió un gemido ahogado y rompió a llorar. Harry quiso consolarlo y le alegró
descubrir que podía tocarlo; le cogió un brazo y el director recobró poco a poco la compostura.
—Así pues, Grindelwald se marchó, como cualquiera (excepto yo) habría podido predecir.
Desapareció con sus planes para tomar el poder y torturar a los muggles y con sus sueños sobre las
Reliquias de la Muerte, unos sueños que yo había contribuido a consolidar. Huyó, y yo tuve que enterrar a
mi hermana y aprender a vivir con el sentimiento de culpa y un terrible dolor, el precio de mi deshonrosa
conducta.
Pasaron los años y circulaban rumores sobre él. Decían que había conseguido una varita de inmenso poder. Entretanto, a mí me ofrecieron el cargo de ministro de Magia, no una vez sino muchas. Lo rechacé,
como es lógico. Me había demostrado a mí mismo que no sabía manejar el poder.
—¡Pero usted habría sido mejor, mucho mejor que Fudge o Scrimgeour! ¡Dávalos hubiera querido que usted lo fuera!
—¿Tú crees? No estoy tan seguro. Ya de muy joven había demostrado que el poder era mi debilidad y
mi tentación. Es curioso, Harry, pero quizá los más capacitados para ejercer el poder son los que nunca
han aspirado a él; los que, como tú, se ven obligados a ostentar un liderazgo y asumen esa
responsabilidad, y comprueban, con sorpresa, que saben hacerlo.
Yo resultaba menos peligroso en Hogwarts. Creo que fui un buen profesor…
—El mejor…
—Eres muy amable, Harry. Pero mientras yo me ocupaba en instruir a los jóvenes magos y brujas,
Grindelwald preparaba un ejército. Dicen que me temía y quizá fuera cierto, pero creo que no tanto como
yo lo temía a él.
No, no temía morir —aclaró ante la inquisitiva mirada del chico—, ni lo que Grindelwald pudiera
hacerme con su magia, porque sabía que estábamos igualados; quizá yo fuera, incluso, un poco más hábil
que él. Lo que me daba miedo era la verdad. Verás, yo nunca supe cuál de los dos, en aquella última y
espeluznante pelea, lanzó la maldición que mató a mi hermana. Quizá me llames cobarde, y tienes razón.
Pero lo que más temía, por encima de todo, era saber a ciencia cierta que fui yo quien le causó la muerte
a Ariana, no sólo por mi arrogancia y estupidez, sino por asestarle el golpe que apagó su vida.
Estoy casi seguro de que él sabía cuál era mi temor. Por ese motivo fui posponiendo nuestro
enfrentamiento, hasta que llegó un momento en que habría sido demasiado vergonzoso seguir
aplazándolo. Estaba muriendo gente por su culpa, y Grindelwald parecía imparable, de manera que tenía
que hacer todo lo posible por impedirlo.
Bueno, ya sabes qué pasó a continuación. Gané el duelo. Gané la varita.
Otra vez silencio. Harry no le preguntó si había llegado a averiguar quién mató a Ariana. No quería
saberlo, y menos que él mismo tuviera que decírselo. Por fin comprendía qué debía de ver Dumbledore
cuando se miraba en el espejo de Oesed, y por qué se mostraba tan comprensivo ante la fascinación que
éste ejercía sobre Harry.
Permanecieron largo rato callados; los gemidos de la extraña criatura apenas perturbaban ya a Harry.
Al fin, Dumbledore continuó:
—Grindelwald intentó impedir que Voldemort se hiciera con la varita. Le mintió: le aseguró que
nunca la había tenido. —Asentía con la cabeza, mirándose el regazo; las lágrimas todavía le resbalaban
por la torcida nariz—. Dicen que mucho más tarde, cuando cumplía condena en su celda de Nurmengard,
se arrepintió. Espero que sea verdad. Me gustaría creer que comprendió lo horrible y vergonzoso que fue
lo que hizo. Quizá esa mentira que le dijo a Voldemort fuera su intento de reparar el daño, de impedir que
el Señor Tenebroso consiguiera la reliquia…
—O quizá de impedir que abriera la tumba en la que usted reposaba —sugirió Harry, y Dumbledore
se enjugó las lágrimas—. Usted intentó utilizar la Piedra de la Resurrección.
—En efecto. Cuando después de tantos años descubrí la reliquia que más había ansiado poseer,
enterrada en la casa abandonada de los Gaunt (aunque en mi juventud la quería por motivos muy
diferentes), perdí la cabeza. Casi olvidé que se había convertido en un Horrocrux, y que el anillo debía
de llevar una maldición. De modo que lo cogí y me lo puse en el dedo; por un instante imaginé que estaba a punto de ver a Ariana y a mis padres, y que podría decirles cuánto lo lamentaba…
Fui un estúpido. Al cabo de tanto tiempo no había aprendido nada. Era indigno de reunir las
Reliquias de la Muerte, lo había demostrado en más de una ocasión, y allí estaba la prueba definitiva.
—Pero ¿por qué? —exclamó Harry—. ¡Era lógico! Usted quería volver a verlos. ¿Qué tiene eso de
malo?
—Quizá un hombre entre un millón podría reunir las reliquias, Harry. Yo sólo merecía poseer la más
humilde de las tres, la menos extraordinaria: la Varita de Saúco, pero no para hacer alarde de ella, ni
para matar. Se me permitió domarla y utilizarla, porque no la obtuve para mi propio beneficio, sino para
salvar a otros de su poder.
Pero la Capa Invisible la cogí por pura curiosidad, y por eso nunca me habría funcionado como a ti,
que eres su verdadero propietario. Y la Piedra de la Resurrección la habría utilizado para traer a los que
descansan en paz, no para sacrificarme como hiciste tú. Tú eres el digno poseedor de las reliquias.
Dumbledore le dio unas palmaditas en la mano, y el chico le sonrió sin poder evitarlo. ¿Cómo podía
seguir enfadado con él? No obstante, le preguntó:
—¿Por qué me lo puso tan difícil?
Dumbledore esbozó una sonrisa.
—Me temo que conté con que la señorita Hermione Hardbroom te ayudaría a tomarte las cosas con más calma,
Harry. Me daba miedo que tu acalorada mente dominara tu buen corazón, y que, si te presentaba abiertamente los hechos acerca de esos tentadores objetos, te apoderaras de las reliquias, como hice yo,
en el momento equivocado y por las razones equivocadas. Si llegabas a conseguirlas, yo quería que las
poseyeras sin peligro. Así que ahora eres el verdadero señor de la muerte, porque el verdadero señor de
la muerte no pretende huir de ella, sino que acepta que debe morir y entiende que en la vida hay cosas
mucho peores que morir.
—¿Y Voldemort nunca conoció la existencia de las reliquias?
—Creo que no, porque no reconoció la Piedra de la Resurrección que convirtió en un Horrocrux. Y
aunque lo hubiera sabido, Harry, dudo que se hubiera interesado más que por la primera, pues no habría
creído que la capa le fuera útil, y en cuanto a la piedra, ¿a quién iba a querer recuperar del mundo de los
muertos? Él teme a los muertos, porque no ama.
—Pero ¿usted sabía que Voldemort buscaría la varita?
—Verás, desde que tu varita superó a la suya en el cementerio de Pequeño Hangleton estaba
convencido de que intentaría poseerla. Al principio él temió que lo hubieras vencido gracias a una
destreza superior. Sin embargo, después de secuestrar a Ollivander descubrió la existencia de los núcleos
centrales gemelos, y creyó que esa razón lo explicaba todo. ¡Pero la varita que tomó prestada no funcionó
mejor contra la tuya! Así que, en lugar de preguntarse cuál era esa cualidad tuya que había hecho tan
poderosa tu varita, qué don era ese que tú poseías y él no, decidió buscar la única varita que, según
decían, era capaz de derrotar a cualquier otra. Para él, la Varita de Saúco se ha convertido en una
obsesión comparable a su obsesión por ti. Cree que esa varita elimina cualquier atisbo de debilidad y lo
hace verdaderamente invencible.
—Si usted planeó su propia muerte con Snape, era porque quería que él terminara poseyendo la
Varita de Saúco, ¿no?
—Sí, admito que ésa era mi intención. Pero no salió como lo había planeado, ¿verdad?
—No, eso no dio resultado.
— Ahora... La Varita de Saúco tendrá una nueva dueña, en poco tiempo... Voldemort no era el único en buscar la varita... Sartana, al igual que él, ansía el poder, ser invencible y en cuanto obtenga la varita... Ya sabrás que pasará...
La criatura continuaba sacudiéndose y gimiendo, y ellos se quedaron callados un rato aún más largo.
Durante esos dilatados minutos, la revelación de lo que iba a suceder a continuación fue descendiendo
sobre Harry como una lenta nevada.
—Tengo que regresar, ¿verdad?
—Eso debes decidirlo tú.
—¿Puedo elegir?
—Sí, ya lo creo —respondió Dumbledore, sonriente—. ¿Dónde has dicho que estamos? En King's
Cross, ¿no? Supongo que si decidieras no regresar, podrías… coger un tren.
—¿Y adónde me llevaría ese tren?
—Más allá.
Volvieron a quedarse en silencio.
—Voldemort tiene la Varita de Saúco.
—Cierto, la tiene.
—Pero ¿usted quiere que yo regrese?
—Si decides regresar, existe la posibilidad de que Voldemort y Sartana sean derrotados para siempre, especialmente Sartana, después de todo... Ella fue la mente maestra detrás del poder de Voldemort. No puedo prometerlo, pero de una cosa sí estoy seguro, Harry: tú tienes mucho menos que temer si vuelves aquí que él.
Harry echó otra ojeada a aquel ente en carne viva que temblaba y emitía ruiditos bajo la apartada
silla.
—No te den lástima los muertos, Harry, sino más bien los vivos, y sobre todo los que viven sin amor. Si regresas, quizá puedas evitar que haya más muertos y heridos, más familias destrozadas. Si eso te
parece un objetivo encomiable, entonces tú y yo nos despediremos hasta la próxima.
Harry asintió y dio un suspiro. Abandonar el lugar donde se hallaba no resultaría tan difícil como entrar en el Bosque Prohibido, pero aquí se estaba cómodo, caliente y tranquilo, y él sabía que si regresaba se enfrentaría de nuevo al dolor, al miedo y la pérdida. Por fin se levantó. Dumbledore lo imitó y ambos se miraron largamente a los ojos.
—Dígame una última cosa —pidió Harry—. ¿Esto es real? ¿O está pasando sólo dentro de mi
cabeza?
Dumbledore lo miró sonriente, y su voz sonó alta y potente, pese a que aquella reluciente neblina descendía de nuevo e iba ocultándole el cuerpo.
—Claro que está pasando dentro de tu cabeza, Harry, pero ¿por qué iba a significar eso que no es real?
