Capítulo Treinta y Ocho

La Victoria del Bien

En cuestión de segundos reinó el caos: los centauros cargaron contra los mortífagos y los obligaron a dispersarse; la gente corría en todas las direcciones para no morir aplastada bajo los pies de los gigantes, y con tremendo estruendo se acercaban los refuerzos venidos de quién sabía dónde. Harry distinguió unas enormes criaturas aladas —thestrals y Buckbeak, el hipogrifo— que volaban alrededor de las cabezas de los gigantes de Sartana, arañándoles los ojos, mientras Grawp les daba puñetazos y los aporreaba. Por su parte, los magos, tanto los defensores de Hogwarts como los mortífagos, se vieron obligados a refugiarse en el castillo. Harry lanzaba embrujos y maldiciones a todos los mortífagos que veía, los cuales se desplomaban sin saber qué o quién los había alcanzado, y la multitud los pisoteaba al batirse en retirada. De vez en cuando, Harry se defendía de los ataques de Sartana.

Harry realizó más encantamientos escudo, y dos víctimas potenciales de Sartana, Seamus Finnigan y Hannah Abbott, pasaron a toda velocidad por su lado y entraron en el Gran Comedor para participar en la contienda que se estaba desarrollando dentro.

Más y más gente subía en tropel los escalones de piedra. Harry vio a Charlie Weasley adelantando a Horace Slughorn, que todavía llevaba su pijama verde esmeralda. Por lo visto habían regresado al castillo a la cabeza de los familiares y amigos de los alumnos de Hogwarts que se habían quedado para luchar, junto con los comerciantes y vecinos de Hogsmeade.

Los centauros Bane, Ronan y Magorian irrumpieron en el comedor con gran estrépito de cascos, y la puerta que conducía a las cocinas se salió de los goznes. Los elfos domésticos de Hogwarts entraron atropelladamente en el vestíbulo gritando y blandiendo cuchillos de trinchar y cuchillas de carnicero. Kreacher iba a la cabeza, con el guardapelo de Regulus Black colgado del cuello y rebotándole sobre el pecho, y su croar se distinguía a pesar del intenso vocerío.

Los elfos arremetían sin piedad contra las pantorrillas y los tobillos de los mortífagos, que caían como moscas, superados en número y abrumados por las maldiciones, al tiempo que se arrancaban flechas de las heridas, recibían cuchilladas en las piernas, o simplemente trataban de escapar, aunque eran engullidos por aquella horda imparable.

Pero la batalla todavía no había terminado: Harry pasó como un relámpago entre combatientes y prisioneros y entró en el Gran Comedor, Sartana ya no lo perseguía. La bruja malvada se batió a duelo contra su propia hija, Shauna y con las hermanas Hardbroom, comenzando una batalla feroz entre las brujas.

Harry vio cómo George y Lee Jordan derribaban a Yaxley; cómo Dolohov caía lanzando un alarido, atacado por Flitwick, y cómo Hagrid arrojaba de una punta a otra de la estancia a Walden Macnair, que se estrelló contra la pared de piedra y cayó inconsciente al suelo. Ron y Neville abatieron a Fenrir Greyback; Aberforth aturdió a Rookwood; Arthur y Percy tumbaron a Thicknesse. Lucius y Narcissa Malfoy ayudaban a Bellatrix a combatir contra los Salazar y Valenzuela.


Valenzuela luchaba a unos cincuenta metros de Sartana, al igual que su mujer, lidiaba con tres oponentes a la vez: Bellatrix, Narcissa y Felicity. Las brujas peleaban a fondo, dando lo mejor de sí, pero Bellatrix igualaba sus fuerzas. Harry vio cómo una maldición asesina pasaba rozando a Narcissa, que se salvó de la muerte por los pelos... El muchacho decidió atacar a Valenzuela en lugar de a Sartana, pero sólo había dado unos pasos en esa dirección cuando lo apartaron de un empujón.

—¡¡Mi hermana no, desgraciado!!

Bellatrix se quitó la capa para tener libres los brazos y corrió hacia Valenzuela. El mortifago se dio la vuelta y soltó una carcajada al ver quién la amenazaba.

—¡¡Apartense de aquí!! —les gritó Bellatrix a las otras dos y, haciendo un molinete con la varita, se dispuso a luchar contra Marco.

Harry se alejó para ver el combate que se abrió entre Marco y Bellatrix, los dos demostrando lo poderosos que eran.

— Sabía que eras una fracasada, una vergüenza para la familia Black — dijo Marco con malicia mientras esquivaba las maldiciones de Bellatrix y se las regresaba. — Admítelo, Bella, nunca serás tan poderosa como mi reina, nunca.

— ¡CALLATE, SANGRE SUCIA!

Valenzuela soltó una carcajada, una risa de euforia muy parecida a la que había emitido su primo Sirius al caer hacia atrás a través del velo, y Harry, antes de que ocurriera, supo lo que iba a suceder: la maldición de Bellatrix pasó por debajo del brazo extendido de Marco y le dio de lleno en el pecho, justo encima del corazón. La sonrisa de regodeo de Valenzuela se quedó estática y dio la impresión de que los ojos se le salían de las órbitas. Por un instante, el mago fue consciente de lo que había pasado, pero entonces se derrumbó y la multitud se puso a bramar. Sartana soltó un horrible grito.

— ¡NOOO! ¡MALDITA DESGRACIADA!

— Awww mi primita Sartana se nos puso sentimental — dijo Bellatrix con falsa dulzura y soltó una carcajada.

Sartana alzó la varita y apuntó a Bellatrix.

—¡Protego! — bramó Harry, y el encantamiento escudo se expandió en medio del comedor. — ¡Aqui estoy, Sartana! ¡Ven por mi!


La mujer se volvió una bruma negra y agarró a Harry hasta una de las torres y lo empujó contra la pared.

— Sigues siendo igual de idiota que tus padres, Potter — dijo Sartana pateando al chico. — ¿A quién piensas usar como escudo, Potter?

—A nadie —respondió Harry llanamente—. Ya no hay más Horrocruxes. Aunque Voldemort este muerto, sólo quedamos tú y yo.

Ninguno de los dos podrá vivir mientras el otro siga con vida, y uno de los dos está a punto de despedirse para siempre, ¡esa serás tú!

El duelo empezó contra ambos magos, demostrando lo mejor de si mismos. Hubo momentos en los que Sartana volvía a volverse en una bruma negra y llevaba a Harry a otros lugares del castillo, hasta llegar al patio principal.

— ¡Jamás me vencerás, Potter! ¡Estás muerto! ¡Nadie me detendrá! ¡Soy más poderosa que cualquiera de todos ustedes!

—Ya veo que todavía no lo has entendido, Sartana. ¡No basta con poseer la varita! Cogerla o utilizarla no la convierte en propiedad tuya. ¿Acaso no escuchaste a Ollivander? «La varita escoge al mago…» La Varita de Saúco reconoció a un nuevo dueño antes de morir Dumbledore, alguien que nunca llegó siquiera a tocarla. Ese nuevo dueño se la arrebató de las manos a Dumbledore sin querer, sin tener plena conciencia de lo que hacía, ni de que la varita más peligrosa del mundo le había otorgado su lealtad… —El pecho de Sartana subía y bajaba rápidamente, y Harry vio venir la maldición; notó cómo surgía dentro de la varita que lo apuntaba a la cara—. El verdadero dueño de la Varita de Saúco era Draco Malfoy.

El rostro de Sartana reveló una momentánea sorpresa.

—¿Y qué importancia tiene eso? —dijo con voz maliciosa—. Aunque tuvieras razón, Potter, ni a ti ni a mí

nos importa. Tú ya no tienes la varita de fénix, así que batámonos en duelo contando sólo con nuestra habilidad… Y cuando te haya matado, ya me encargaré de Draco Malfoy…

—Lo siento, pero llegas tarde; has dejado pasar tu oportunidad, Sartana. Yo me adelanté: hace semanas derroté a Draco y le quité esta varita. —Sacudió la varita de espino y percibió cómo todas las miradas se centraban en ella—. Así pues, todo se reduce a esto, ¿no? —susurró—. ¿Sabe la varita que tienes en la mano que a su anterior amo lo desarmaron? Porque si lo sabe, yo soy el verdadero dueño de la Varita de Saúco.

— ¡BASTA! ¡AVADA KEDAVRA!

— ¡EXPELLIARMUS!

El estallido retumbó como un cañonazo, y las llamas doradas que surgieron entre ambos contendientes, en el mismo centro del círculo que estaban describiendo, marcaron el punto de colisión de los hechizos. En ese momento, Shauna se unió al duelo y otro rayo rojo salió de su varita al igual que Narcissa y Soledad.

En ese momento, la varita de Saúco reconoció a su verdadero dueño. La maldición asesina rebotó hacia Sartana y la varita de Saúco saltó de sus manos. Harry atrapó la varita justo en el momento en que Sartana caía al suelo con un golpe seco, sin vida.


El implacable sol del nuevo día brillaba ya en las ventanas cuando todos se abalanzaron sobre el muchacho. Los primeros en llegar a su lado fueron Ron y las hermanas Hardbroom, y fueron sus brazos los que lo apretujaron, sus gritos incomprensibles los que lo ensordecieron. Enseguida llegaron Ginny, Neville y Luna, y a continuación los Weasley y Hagrid, y Kingsley, y McGonagall, y Flitwick, y

Sprout… Harry no entendía ni una palabra de lo que le decían, ni sabía de quién eran las manos que lo agarraban, tiraban de él o trataban de abrazar alguna parte de su cuerpo. Había cientos de manos que intentaban alcanzarlo, todas decididas a tocar al niño que sobrevivió, al responsable de que todo hubiera terminado por fin.

El sol fue ascendiendo por el cielo de Hogwarts y el Gran Comedor se llenó de luz y de vida. Harry se convirtió en parte indispensable de las confusas manifestaciones de júbilo y de dolor, de felicitación y de duelo, pues todos querían que estuviera allí con ellos, que fuera su líder y su símbolo, su salvador y su

consejero. Por lo visto, a nadie se le ocurría pensar que el muchacho no había dormido nada, o que sólo anhelaba la compañía de unos pocos amigos. Pese al cansancio, tenía que hablar con los desconsolados, cogerles las manos, verlos llorar, recibir sus palabras de agradecimiento. A medida que transcurría la mañana, iban llegando noticias: los que se encontraban bajo la maldición imperius —magos de todos los rincones del país— habían vuelto en sí; los mortífagos que no habían sido capturados huían; estaban liberando a todos los inocentes de Azkaban; a Kingsley Shacklebolt lo habían nombrado provisionalmente ministro de Magia…

El cadáver de Sartana y el de Valenzuela fue trasladado a una cámara adyacente al Gran Comedor, lejos de los cadáveres de Fred, Tonks, Lupin, Colin Creevey y otras cincuenta personas que habían muerto combatiéndolo. La profesora McGonagall volvió a poner en su sitio las mesas de las casas, pero ya nadie se sentaba según la casa a que pertenecía, sino que estaban todos entremezclados: profesores y alumnos, fantasmas y padres, centauros y elfos domésticos. Firenze se recuperaba tumbado en un rincón, Grawp contemplaba el exterior por una ventana rota, y la gente comía entre risas.

Harry vió a los Malfoy junto con los Lestrange, Felicity y María. Ellos estaban conversando con alegría y pronto se les unieron las hermanas Hallow y Clarice Twigg.

— ¡Harry! — dijo Shauna corriendo hacia él y besándolo. — No puedo creer que esto sea real, finalmente... Todo acabó.

— Lo siento mucho... Era tu madre y...

— Sé que lo era, pero mi verdadera madre fue mi tía Cissy, ella me cuidó desde entonces — dijo Shauna con una sonrisa. — Gracias por todo.

— Tu también lo hiciste, eres muy valiente — dijo Harry y vió que Severus se acercaba con Valentina. — Profesor Snape, muchas gracias por su ayuda y por todo, no sé cómo reparar todo esto...

— Con un simple gracias es más que suficiente, Potter — dijo Severus.

— ¡Carnalito! — dijo Mary abrazando a su amigo. — ¡Ganamos la Revolución! ¡Nos vamos al Mundial! ¡Nos vamos al Mundial!

— Ay Cortés, nunca cambias — dijo Severus rodando los ojos.

— Ay chale, profe — dijo Mary. — Quite esa cara de amargado que ya tiene novia, ayyyyyy.

Valentina se sonrojó ligeramente y miró a Severus con amor.

— Nos retiramos, gracias Harry — dijo la mujer con una sonrisa y se fue con Severus.


Más tarde, Harry y sus amigos subieron hacia el despacho de Dumbledore. La gárgola que custodiaba la entrada del despacho del director también había sufrido desperfectos desde la última vez que Harry pasara por allí, pues yacía en el suelo un poco grogui, y el chico se

preguntó si todavía sería capaz de reconocer una contraseña.

—¿Podemos subir? —le preguntó.

—Adelante —gimió la estatua.

Pasaron por encima de ella y subieron por la escalera de caracol de piedra que ascendía lentamente como una escalera mecánica. Al llegar arriba, Harry abrió la puerta.

El pensadero de piedra todavía estaba sobre el escritorio, donde él lo había dejado, pero sesobresaltó al oír un ruido ensordecedor; le vinieron a la mente maldiciones, el regreso de los mortífagos,

el renacimiento de Voldemort, las batallas ocurridas en su tercer año…

Pero eran aplausos. Desde las paredes, los directores y las directoras de Hogwarts le dedicaban una abrumadora ovación: agitaban los sombreros o las pelucas, sacaban los brazos de sus lienzos para

estrecharse las manos unos a otros, daban brincos en las butacas donde los habían retratado, Dilys Derwent lloraba sin ningún reparo, Dexter Fortescue agitaba su trompetilla, y Phineas Nigellus gritaba

con su aguda y aflautada voz: «¡Y que conste que la casa de Slytherin ha participado en este acontecimiento! ¡Que nuestra intervención no caiga en el olvido!»

Pero Harry sólo tenía ojos para el hombre que estaba retratado, de pie, en el cuadro más grande, situado justo detrás del sillón del director. Las lágrimas le resbalaban tras las gafas de media luna perdiéndose entre su larga y plateada barba, y el orgullo y la gratitud que irradiaba ejercieron sobre

Harry un efecto tan balsámico como el canto del fénix.

Al final el chico levantó las manos y los retratos, respetuosos, guardaron silencio. Sonriendo y enjugándose las lágrimas, todos se dispusieron a escucharlo. Sin embargo, las palabras de Harry eran

sólo para Dumbledore, y las escogió con mucho cuidado. Pese a estar exhausto y muerto de sueño, debía hacer un esfuerzo más, porque necesitaba un último consejo.

—El objeto escondido dentro de la snitch se me cayó en el Bosque Prohibido —empezó—. No sé exactamente dónde, pero no pienso ir a buscarlo. ¿Está usted de acuerdo, profesor?

—Por supuesto, hijo —respondió Dumbledore; los otros personajes lo miraron con curiosidad y un tanto confusos—. Una decisión sabia y valiente, pero no esperaba menos de ti. ¿Sabe alguien más dónde se te cayó?

—No, nadie —repuso Harry, y el profesor asintió, satisfecho—. Pero voy a conservar el regalo de Ignotus.

—Claro que sí, Harry —sonrió Dumbledore—. ¡Es tuyo para siempre, hasta el día en que se lo pases a alguien!

—Y luego está esto. —Alzó la Varita de Saúco, y Ron y las hermanas Hardbroom la miraron con una veneración que, pese a su somnolencia y aturdimiento, a Harry no le gustó nada—. No la quiero —dijo.

—¿Qué? —saltó Ron—. ¿Te has vuelto loco?

—Ya sé que es muy poderosa —comentó Harry con voz cansina—. Pero era más feliz con la mía. Así que…

Rebuscó en el monedero que llevaba colgado del cuello y sacó los dos trozos de acebo, conectados todavía por una delgadísima hebra de pluma de fénix. Hermione había dicho que la varita no podía

repararse, que el daño sufrido era demasiado grave. Así pues, Harry sabía que si lo que iba a hacer a continuación no daba resultado, no habría ningún remedio.

Dejó la varita rota encima del escritorio del director, la tocó con la punta de la Varita de Saúco y dijo:

—¡Reparo!

La varita de acebo se soldó de nuevo, y unas chispas rojas salieron de su extremo. ¡Lo había logrado!

Cogió la varita de acebo y fénix y notó un repentino calor en los dedos, como si aquel instrumento y la mano se alegraran de reencontrarse.

—Voy a devolver la Varita de Saúco al lugar de donde salió —le dijo a Dumbledore, que lo contemplaba con gran cariño y admiración—. Puede quedarse allí. Si muero de muerte natural, como Ignotus, perderá su poder, ¿no? Eso significará su final.

Dumbledore asintió y los dos se sonrieron.

—¿Estás seguro de esa decisión? —preguntó Ron mirando la Varita de Saúco con un deje de nostalgia.

—Creo que Harry tiene razón —opinó Hermione en voz baja.

—Esa varita genera más problemas que beneficios —dijo Harry—. Y sinceramente —dio la espalda a los retratos; ya sólo pensaba en la cama con dosel que lo esperaba en la torre de Gryffindor, y se

preguntó si Kreacher podría subirle un bocadillo—, ya he cubierto el cupo de problemas que tenía asignado en esta vida.

— Eso sí, Harry — dijo Mildred. — Ahora podremos vivir nuestras vidas en paz, sin mortifagos, sin Sartana, sin Voldemort...

— ¡Chicos!

Los amigos vieron a Yanira entrar en el despacho, intentando recuperar el aliento.

— ¡Habrá boda! ¡El profesor Snape se le declaró a Valentina! — dijo Yanira emocionada.

Los demás estaban sorprendidos pero felices por la noticia, Severus merecía algo de alegría en su vida y su boda con Valentina era la oportunidad.