12
LA TALLA
Mi vida se convierte en una agonía.
Mis emblemas están unidos al metacarpo de cada mano. Becca me quita los viejos emblemas de rojo y cultiva piel y hueso nuevos sobre las heridas. Entonces se dispone a instalarme un chip de datos subdérmico robado en el lóbulo frontal. Me dicen que morí del trauma y que tuvieron que reanimarme el corazón. Así que ya he muerto dos veces. Dicen que estuve dos semanas en coma, pero para mí no fue más que un sueño. Estaba en el valle con Costia. Me besó en la frente y entonces me desperté y sentí los puntos de sutura y el dolor.
Estoy tumbada en la cama mientras Becca me hace pruebas. Me hace mover canicas de un recipiente a otros clasificados por colores. Lo hago durante lo que me parece una eternidad.
—Estamos formando sinapsis, querida. —Me hace pruebas con problemas verbales y quiere que me ponga a leer, pero no sé leer—. Tendrás que aprender para el Instituto —añade con una risita.
Despertar de mis sueños es algo cruel. En ellos, Costia me consuela; pero, cuando despierta, ella no es más que un fugaz recuerdo. Me siento vacía mientras estoy tumbada en la celda médica improvisada de Becca. Un antiséptico iónico zumba junto a mi cama. Aquí todo es blanco, pero oigo la retumbante música de su club. Sus chicas me cambian los pañales y vacían las bolsas de orina. Una chica que no habla nunca me baña tres veces al día. Tiene unos brazos delgados y esbeltos, y el rostro tan suave y triste como la primera vez que la vi sentada con Becca a la mesa líquida. Las alas que se curvan hacia fuera desde su espalda están unidas con un lazo carmesí. No me mira nunca a los ojos. Becca sigue tratando de que forme conexiones sinápticas mientras repara el tejido cicatrizado de la cirugía neuronal. Todo en ella son risas, sonrisas y largos toquecitos en la frente mientras me llama «querida». Me siento como una de sus chicas, una de los ángeles que esculpió por mero placer.
—No tenemos que conformarnos solo con el cerebro. Hay mucho trabajo que hacer en este cuerpo de roñosa tuyo si queremos convertirte en una dorada de hierro.
—¿Y eso es…?
—Los antepasados dorados, los que llaman los dorados de hierro. Eran hombres fuertes. Allí estaban, esos cuerpos fibrosos y salvajes, en los cruceros de guerra mientras arrasaban los ejércitos y las flotas republicanas de la Tierra. Qué criaturas. —La mirada se le vuelve distante—. Hicieron falta generaciones de modificaciones eugenésicas y manipulaciones genéticas para crearlos. Darwinismo forzado.
Calla durante un momento, y luego da la impresión de que la rabia crece en ella.
—Dicen que los tallistas nunca conseguirán replicar la belleza del hombre dorado. El Consejo de Control de Calidad se burla de nosotros. Personalmente, yo no quiero convertirte en una mujer. Las mujeres son muy frágiles. Las mujeres se rompen. Las mujeres mueren. No, yo siempre he querido fabricar una diosa. —Sonríe con malicia mientras dibuja algunos bocetos en una terminal digital. Le da la vuelta y me enseña a la asesina en la que me convertiré—. Así que ¿por qué no tallarte para que seas la diosa de la guerra?
Becca reemplaza la piel de mi espalda y la piel de mis manos donde Costia me puso las vendas en las quemaduras. Esta, me dice, no va a ser mi verdadera piel. Es solo una capa base homogénea.
—Tu esqueleto es débil porque la gravedad de Marte es tan solo una tercera parte de la de la Tierra, mi delicada pajarita. Además, llevas una dieta deficiente en calcio. La densidad media de los huesos de una dorada es cinco veces mayor que la que alcanzarían por sí solos en la Tierra. Así pues, tendremos que hacer que tu esqueleto sea seis veces más fuerte; tienes que ser de hierro si quieres sobrevivir al Instituto. ¡Será divertido! Para mí, no para ti.
Becca vuelve a tallarme. Esta agonía escapa a la comprensión y las palabras.
—Alguien tiene que ponerle los puntos sobre las íes a Diosa.
Al día siguiente me refuerza los huesos de los brazos. Después las costillas, la columna vertebral, los hombros, los pies, la pelvis y la cara. También modifica la capacidad extensible de mis tendones y tejido muscular. Por suerte, no deja que me despierte de esta última operación hasta pasadas varias semanas. Cuando al fin despierto, veo a sus chicas. Están a mi alrededor, injertándome nuevos cultivos de carne y amasándome los músculos con los pulgares. Lentamente, mi piel empieza a curarse. Soy una colcha de retazos de carne. Empiezan a alimentarme con proteína sintética, creatinina y hormona del crecimiento para estimular el aumento del músculo y la regeneración de los tendones. Mi cuerpo tiembla por las noches y me pica al sudar por unos poros nuevos y más pequeños. La medicación para el dolor no basta para mitigar mi agonía porque los nervios reformados deben aprender a funcionar con el nuevo tejido y con el cerebro modificado. Becca se sienta junto a mí en mis peores noches y me cuenta historias. Solo entonces me cae bien, solo entonces creo que no es un monstruo fraguado por esta pervertida Sociedad.
—Mi profesión consiste en crear, pajarita —dice una noche mientras estamos sentadas en la oscuridad. La luz azul baila sobre mi cuerpo y le baña el rostro en extrañas sombras—. Cuando era joven, crecí en un sitio llamado la Arboleda. Era lo que se podría considerar una cultura de circo. Celebrábamos espectáculos todas las noches. Fiestas llenas de color, de sonido y de baile.
—Suena fatal —murmuro con sarcasmo—. Igual que las minas.
Sonríe con suavidad y sus ojos encuentran ese lugar distante.
—Supongo que para ti debe de parecer una vida entre algodones. Pero en la Arboleda reinaba la locura. Nos hacían tomar pastillas. Pastillas que podían hacernos volar entre los planetas con alas de polvo para visitar a los reyes feéricos de Júpiter y a las sirenas de las profundidades de Europa. La cabeza siempre separada del cuerpo. Sin encontrar la paz. Sin que la locura tuviera fin. —Da una palmada—. Y ahora tallo las cosas que vi en aquellos sueños febriles, justo lo que ellos siempre quisieron. Soñé contigo, creo. Al final, supongo que desearán que no lo hubiera hecho en absoluto.
—¿Fue un buen sueño? —le pregunto.
—¿Qué?
—El que tuviste conmigo.
—No. No, fue una pesadilla. Con una mujer venida del infierno, amante del fuego.
Se queda callado durante un momento.
—¿Por qué es tan horrible? —le pregunto—. La vida. Todo esto. ¿Por qué necesitan que hagamos esto? ¿Por qué nos tratan como si fuéramos sus esclavos?
—El poder.
—El poder no es algo real. No es más que una palabra.
Becca reflexiona en silencio. Después encoge los delgados hombros.
—La humanidad siempre ha estado esclavizada, te dirán. La libertad nos esclaviza a la lujuria y la avaricia. Me quitaron la libertad, pero a cambio me dieron una vida de ensueño. A ti te dieron una vida de sacrificio, de familia, de comunidad. Y la sociedad permanece estable. Sin hambruna. Sin genocidios. Sin grandes guerras. Y cuando los dorados luchan, obedecen las reglas. Se comportan de forma… noble cuando hay riñas entre las grandes casas.
—¿Noble? Me mintieron. Dijeron que era una pionera.
—¿Y habrías sido más feliz de saber que eras una esclava? —pregunta Becca—. No. Ninguno de los miles de millones de rojos inferiores que habitan bajo la superficie de Marte serían felices si supieran lo que saben los rojos superiores: que son esclavos. Así pues, ¿no es mejor mentir?
—Es mejor no esclavizar.
Cuando estoy preparada, coloca un generador de fuerza para simular una gravedad aumentada sobre mi cuerpo. Nunca había experimentado tanto dolor. Me duele el cuerpo. Los huesos, la piel y el músculo se revuelven a gritos contra el cambio y la presión hasta que la medicación convierte el grito en un quejido sordo y constante. Me paso varios días durmiendo. Sueño con mi hogar y mi familia. Todas las noches me despierto después de ver a Costia ahorcada una vez más. Pende de un lado a otro en mi imaginación. Echo de menos sentir su calidez junto a mí en la cama, aunque me dan una máscara de inmersión de la HP para distraerme. Poco a poco me van retirando la medicación para el dolor. Los músculos aún no se han acostumbrado a la densidad de los huesos, así que mi existencia se convierte en un suplicio melódico. Empiezan a darme comida de verdad. Por las noches, Becca se queda hasta tarde sentada en el borde del catre acariciándome el pelo. No me importa que sus dedos parezcan las patas de una araña. No me importa que piense que soy una obra de arte, de su arte. Me da algo llamado hamburguesa. Me encanta.
Mi dieta consiste en carnes rojas, cremas espesas, panes, frutas y verduras. Nunca había comido tan bien.
—Necesitas las calorías —me susurra Becca—. Has sido muy fuerte para mí. Come bien. Te mereces esta comida.
—¿Qué tal voy? —pregunto.
—Oh, lo más duro ya ha terminado, querida. Eres una chica excelente, ¿sabes? Me han enseñado las cintas de las operaciones donde otros tallistas lo intentaron. Qué torpes fueron los demás tallistas, y qué débiles los demás sujetos. Pero tú eres fuerte y yo soy brillante. —Me da unos golpecitos en el pecho—. Tienes el corazón de una purasangre. No había visto nada igual. Te mordió una víbora cuando eras pequeña, ¿me equivoco?
—Así fue, sí.
—Eso me parecía. El corazón tuvo que adaptarse para contrarrestar los efectos del veneno.
—Mi tío succionó la mayor parte del veneno cuando la víbora me mordió —le explico.
—¡No! —Becca ríe—. Eso es un mito. No se puede sacar el veneno succionándolo. Aún corre por tus venas, y obliga a tu corazón a mantenerse fuerte si quieres seguir viviendo. Eres alguien especial, igual que yo.
—Entonces ¿no voy a morir aquí? —consigo preguntar.
Becca se ríe.
—¡No, no! Eso ya lo hemos pasado. Todavía te queda mucho dolor. Pero ya hemos dejado atrás la amenaza de la mortalidad. Pronto habremos convertido a la mujer en diosa. A la roja en dorada. Ni tu mujer te reconocería.
Ese era mi único temor.
Cuando me quitan los ojos y me ponen unos de color dorado siento que muero por dentro. Es una simple cuestión de reconectar el nervio óptico al ojo del «donante», según dice Becca. Una operación sencilla que ha hecho multitud de veces por razones estéticas; la parte difícil fue la operación del lóbulo frontal, dice. Discrepo. Hay dolor, sí. Pero con los nuevos ojos veo cosas que antes no veía. Los elementos son más nítidos y más definidos, y soportarlos me resulta más doloroso. Odio este proceso. Todo esto confirma la supremacía de los dorados. Necesitamos hacer todo esto para que yo me convierta en su igual. No me extraña que seamos sus siervos.
No es mío. Nada de esto es mío. Mi piel es demasiado suave, demasiado lustrosa, demasiado perfecta. No reconozco mi cuerpo sin cicatrices. No reconozco el dorso de mis manos. Costia no me reconocería.
Después Becca me quita el pelo. Todo ha cambiado.
Se suceden las semanas de terapia física. Caminando despacio por la habitación con Evey, la chica de las alas, estoy a solas con mis pensamientos. Ninguno de los dos se preocupa mucho por hablar. Ella tiene sus demonios particulares y yo los míos, así que nos quedamos tranquilos y callados salvo cuando Becca viene y nos dice zalameramente lo guapos que serían nuestros hijos.
Un día, Becca me trae una cítara antigua cuya caja de resonancia no es de plástico sino de madera. Es el gesto más amable que ha tenido nunca. No canto, pero toco los himnos solemnes de Lico. Las canciones tradicionales de mi clan que nadie habrá oído nunca fuera de la mina. Evey y ella se sientan conmigo a veces y, aunque Becca me parece un ser despreciable, me da la impresión de que entiende la música. Su belleza. Su importancia. Y después de escucharla no dice nada. También me gusta en esos momentos. En paz.
—Vaya, eres más fuerte de lo que había calibrado en un principio —dice Ontari un día cuando me despierto.
—¿Dónde te habías metido? —pregunto, abriendo los ojos.
—Buscando donantes. —Hace una mueca al ver mis iris—. No se para el mundo porque tú estés aquí. Teníamos trabajo que hacer. Becca dice que puedes andar.
—Cada vez estoy más fuerte.
—No lo bastante —conjetura, y me examina—. Pareces una cría de jirafa. Yo arreglaré eso.
Ontari me lleva a un mugriento gimnasio que está debajo del club de Becca e iluminado por lámparas de sulfuro. Me gusta la sensación del suelo frío debajo de mis pies desnudos. He recuperado el equilibrio, lo que está bien, porque Ontari no me ofrece el brazo, sino que hace una señal para que me acerque al centro del gimnasio.
—Te hemos comprado esto —dice Ontari.
Señala dos aparatos en medio de la oscuridad. Los artilugios son de color plata y me recuerdan a los trajes que llevaban los caballeros hace siglos. La armadura cuelga suspendida entre dos cables de metal.
—Son máquinas de concentración.
Deslizo el cuerpo dentro de la máquina. Un gel seco se abraza a mis pies, a mis piernas, al torso y a los brazos y al cuello hasta que solo me queda libre la cabeza. La máquina se ha fabricado para ofrecer resistencia a los movimientos, aunque responde al más leve de los estímulos. Para crear músculo hay que ejercitarlo, lo que no significa otra cosa que usarlo con la intensidad suficiente para crear microrroturas en las fibras. Por eso te quedas dolorido después de una sesión intensa de entrenamiento, por las roturas fibrilares, no por el ácido láctico. Cuando el músculo repara las roturas, crece. Este es el proceso que la máquina de concentración está diseñada para facilitar. Es un invento del diablo. Ontari desliza la placa frontal sobre mis ojos. Aunque mi cuerpo sigue en el gimnasio, me veo saltando por la escarpada superficie de Marte. Corro, impulso las piernas contra la resistencia de la máquina de concentración, que aumenta según el humor de Ontari o el lugar de la simulación. A veces me adentro en las junglas de la Tierra, donde les echo una carrera a las panteras entre la vegetación, o voy a la horadada superficie de la Luna antes de que estuviera poblada. Pero siempre vuelvo a Marte para correr por su tierra roja y saltar por sus barrancos violetas. A veces Ontari me acompaña en la otra máquina para que tenga alguien con quien competir. Me pone al límite y a veces me pregunto si está tratando de acabar conmigo. No se lo permito.
—Si no vomitas durante un entrenamiento, eso es que no te estás esforzando —dice.
Los días resultan insoportables. Mi cuerpo es un calvario de dolores, desde las plantas de los pies hasta la nuca. Las rosas de Becca me dan masajes todos los días. No hay nada más placentero en el mundo, pero al cabo de tres días entrenándome con Ontari, me despierto vomitando en la cama. Tiemblo, siento escalofríos y oigo palabrotas.
—Hay una ciencia detrás de todo esto, bruja miserable —está gritando Becca—. Será una obra de arte, pero dejará de serlo si le echas agua encima antes de que la pintura esté seca. ¡No la estropees!
—Tiene que ser perfecta —replica Ontari—. Marcus, como tenga alguna debilidad, los demás chicos la despellejarán como si fuera un chaval en su primer día en las minas.
—¡Eres tú quien la está despellejando! —se lamenta Becca—. ¡Te la estás cargando! Su cuerpo no puede enfrentarse a la descomposición muscular.
—Ella no se ha opuesto al tratamiento —le recuerda Ontari.
—¡Porque no sabe que puede hacerlo! —repone Becca—. Marcus, ella no tiene ni idea de la biomecánica subyacente a todo esto. No dejes que estropee a mi chica.
—Es que no es tu chica —le replica Ontari, desdeñosa.
Becca suaviza el tono.
—Marcus, Lexa es como un caballo semental, uno de los antiguos sementales de la Tierra. Bellos animales salvajes que correrán tanto como les hagas correr. Correrán. Y correrán. Y correrán. Hasta que dejen de hacerlo. Hasta que les estalle el corazón.
Durante un momento se hace el silencio, roto solo por la voz de Marcus.
—Ares me dijo una vez que es el fuego más ardiente el que forja el acero más duro. Sigue forzando
a la chica.
Me siento resentida con mis dos instructores tras oír sus palabras: con Becca por pensar que soy débil; y con Marcus por creer que soy su herramienta. Con la única que no me enfado es con Ontari. Sus ojos y su voz hierven con la misma rabia que yo siento en el alma. Puede que ahora tenga a Marcus, pero ha perdido a alguien. Me lo dice la parte de su rostro que no tiene cicatrices. Es tan frío como el espacio. No es ninguna estratega como Marcus o como Ares, su jefe. Ella es como yo: rebosa una rabia que hace que todo lo demás resulte irrelevante.
Esa noche lloro.
Durante los días siguientes me dan medicamentos que aceleran la síntesis de proteína y la regeneración del músculo. Después de que el tejido muscular se haya recuperado del trauma inicial, me entrenan con mucha más dureza. Ni siquiera Becca, que está ojerosa y con el rostro cetrino y consumido, se opone. Durante estas últimas semanas está más distante. Ya no me cuenta historias, como si tuviera miedo de lo que ha creado, ahora que voy cobrando forma. Ontari y yo apenas nos hablamos; pero ha habido un ligero cambio en nuestra relación, algún tipo de reconocimiento primitivo de que somos el mismo tipo de persona. Pero cuando mi cuerpo se hace más fuerte, Ontari ya no me puede seguir el ritmo, aunque sea una mujer curtida en las minas. Y eso que solo han pasado dos semanas. Nuestras diferentes capacidades se distancian cada vez más. Al cabo de un mes parece una niña a mi lado. Ni siquiera entonces me estabilizo.
Mi cuerpo empieza a cambiar. Me ensancho. Los músculos se vuelven fuertes y fibrosos en la máquina de concentración, que ahora alterno con ejercicios de pesas en un entorno con mucha gravedad. La fuerza aumenta poco a poco. Los hombros se ensanchan y se redondean; veo que se me marcan los tendones en el brazo, una masa tensa de músculos duros se amarra a mi torso, como una armadura. Incluso las manos, que siempre fueron más fuertes que cualquier otra parte de mi cuerpo, se robustecen en la máquina de concentración. Pulverizo la roca con un simple apretón. Becca dio un respingo al verlo. Ya nadie me estrecha la mano.
Duermo en gravedad alta, así que cuando me muevo por Marte me siento rápida, veloz, y más ágil
que nunca. Se forman las fibras musculares de contracción rápida. Las manos se mueven como un
relámpago y, cuando golpean el saco con forma humana del gimnasio, este salta como si lo hubiera sacudido un achicharrador. Ahora puedo atravesarlo de un golpe. Mi cuerpo se está convirtiendo en el de una dorada; no el de una florecilla, ni tampoco el de una bronce, sino el de uno de primera clase. Este es el cuerpo de la raza que conquistó el Sistema Solar. Tengo unas manos monstruosas. Suaves, bronceadas y hábiles, como las que debe tener un dorado. Pero tienen una fuerza desproporcionada si se comparan con el resto de mi cuerpo. Si yo soy la hoja de una espada, ellas son el filo.
El cuerpo no es lo único que me cambia. Antes de dormir bebo un tónico cargado de potenciadores
del tratamiento y escucho a velocidad aumentada Los colores, La Ilíada, Ulises, Las metamorfosis, las tragedias tebanas, Los sellos dracónicos, la Anábasis y obras prohibidas como El conde de Montecristo, El Señor de las Moscas, La penitencia de lady Casterly, 1984 y El gran Gatsby. Me despierto sabiendo tres mil años de literatura, de leyes y de historia. El último día que paso con Becca llega dos meses después de mi última operación. Ontari sonríe después de nuestro último entrenamiento cuando me deja en la habitación. La música de fondo retumba. Las bailarinas de Becca lo están dando todo esta noche.
—Te traeré la ropa, Lexa. Marcus y yo queremos cenar contigo para celebrarlo. Evey te limpiará.
Ontari me deja a solas con Evey. Hoy, como siempre, su rostro está tan quieto como la nieve que he visto en la HP. La observo en el espejo mientras me corta el pelo. La habitación está oscura salvo por la luz que hay encima del espejo. Brilla desde arriba y le hace parecer un ángel. Inocente y pura. Pero no es inocente, ni tampoco es pura. Es una rosa. Las crían para el placer. Por las curvas de sus pechos, de sus caderas, la tersura de sus vientres y por los pliegues carnosos de sus labios. Pero sigue siendo una chica, y su chispa aún no se ha apagado. Recuerdo la última vez que no pude proteger a alguien como ella.
¿Y yo? Me resulta difícil mirarme al espejo. Soy lo que tengo entendido que es el diablo. Soy la arrogancia y la crueldad, el tipo de mujer que mató a mi esposa. Soy una dorada. Poseo su misma frialdad.
Los ojos me brillan como lingotes. Tengo la piel suave y tersa. Tengo los huesos más fuertes. Siento la densidad de mi pecho sin nada de grasa. Cuando Evey ha terminado de cortarme el pelo dorado, da un paso atrás y me mira fijamente. Puedo sentir su miedo, que es el mío también. Ya no soy humana. En el plano físico, me he convertido en algo distinto.
—Eres hermosa —afirma Evey con voz suave, y me acaricia los emblemas dorados.
Son mucho más pequeños que sus alas. El círculo está colocado en el centro del dorso de cada mano. Las alas se extienden de manera abrupta hacia atrás, y se curvan como guadañas por los lados de mis muñecas. Miro las alas blancas de Evey y sé lo feas que deben de parecerle, lo mucho que debe de odiarlas. Quiero decirle algo amable. Quiero hacerla sonreír, si es que puede. Le diría que es preciosa, pero siempre que las personas le han dicho eso era a cambio de algo. No creería a una chica como yo. Ni tampoco yo me creo sus palabras. Costia era hermosa. Aún recuerdo cómo se le encendían las mejillas cuando bailaba. Tenía todos los colores puros de la vida, la belleza cruda de la naturaleza. Yo soy la idea humana de la belleza. El oro reblandecido y cimbrado para que adopte la forma humana. Evey me besa en la coronilla antes de marcharse a toda prisa y dejarme solo para ver la HP en el reflejo del espejo. No me di cuenta de que me había deslizado una pluma de sus alas en el bolsillo junto al pecho.
Estoy cansada de ver la HP. Ya conozco su historia y estoy aprendiendo más cada día. Pero también estoy cansada de estar encerrada, cansada de escuchar la música retumbante del club de Becca y de oler las hojas mentoladas que fuma. Cansado de ver a las chicas que trae a su familia solo para venderlas luego al mejor postor. Cansado de ver cómo todos esos ojos tan colmados se vacían. Esto no es Lico. Aquí no hay amor, ni familia, ni confianza. Este es un lugar nauseabundo.
—Muchacha, estás tan en forma como para comandar una flota de antorchas —dice Becca desde la puerta. Entra despacio. Huele como sus ciscos. Coge con sus dedos cenceños la pluma de Evey del bolsillo que tengo junto al pecho y la hace rodar entre sus nudillos. Toca con la pluma cada uno de mis emblemas de dorado—. Las alas son lo que más me gusta. ¿A ti no? Representan las mayores aspiraciones de la humanidad.
Se pone detrás de mí mientras yo sigo sentada con la mirada fija en el espejo. Me pone las manos
sobre los hombros y le habla a mi cabeza, poniendo allí su barbilla como si fuera de su propiedad. Es fácil ver lo que piensa. Pongo la mano izquierda sobre el emblema de la derecha y la dejo allí.
—Te dije que eras brillante. Ahora ha llegado tu hora de volar.
—Les das alas a tus chicas, pero no las dejas volar. ¿Verdad? —pregunto.
—A ellas es imposible hacerlas volar. Son mucho más simples que tú. Y no me alcanza para pagar una licencia de gravibotas. Así que bailan para mí. No tienen los huesos huecos de unos pajaritos, ¿entiendes? —explica Becca—. Pero tú… Tú volarás, ¿verdad, mi chica brillante?
La miro fijamente, pero no digo nada. Los labios se le dividen en una sonrisa porque la intranquilizo. Siempre lo he hecho.
—Me tienes miedo —le digo.
Se ríe.
—¿Ah, sí? ¡Jo, jo! Y, dime, chica, ¿te lo tengo ahora?
—Sí. Estás acostumbrada a saberlo todo. Piensas como todos ellos. —Hago un gesto con la cabeza al reflejo de la HP—. Todo está escrito en mármol. Todo está perfectamente ordenado. Los rojos, abajo del todo; el resto, sobre nuestras espaldas. Ahora me miras y te das cuenta de que no nos gusta estar ahí abajo, maldita sea. Para los rojos empieza el amanecer, Becca.
—Ay, aún queda mucho…
Levanto el brazo y le agarro de las muñecas para que no se pueda mover. Me clava la mirada en el reflejo del espejo, forcejeando para zafarse. No hay nada más fuerte que el puño de un sondeainfiernos. Sonrío en el espejo, capturando con mis ojos dorados sus ojos violetas. Huele a miedo. Un miedo atávico. Como un ratón arrinconado por un león.
—Pórtate bien con Evey, Becca. No la pongas a bailar. Dale una vida de lujo o de lo contrario volveré para arrancarte las manos.
