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COSAS MALAS

Matteo es un rosa alto y espigado, de largas extremidades y un rostro esbelto y hermoso. Es un esclavo. O fue un esclavo para el placer carnal. Y sin embargo se mueve con la gracilidad del agua. Hay belleza en sus pasos. Refinamiento y maneras cuando saluda con la mano. Siente predilección por llevar guantes y olisquear hasta el más pequeño rastro de suciedad. Ha consagrado la vida al mantenimiento del cuerpo. Por eso no se extraña cuando me ayuda a colocarme un eliminador del folículo piloso en los brazos, las piernas, el torso y las partes pudendas. Pero a mí sí. Cuando acabamos, los dos estamos maldiciendo: yo, por el picor, y él por el puñetazo que le he dado en el hombro. Se lo he dislocado sin querer solo con el golpe. Aún no controlo mi fuerza. Y vaya si hacen delicados a los rosas. Si él es la rosa, yo soy las espinas.

—Calva como un bebé, chiquilla frenética —dice Matteo con un suspiro, todo lo correctamente que alguien puede decir algo así—. Justo como manda la moda más actual de Luna. Y, bien, si les damos un poco de forma a las cejas, porque vaya si tus cejas parecen orugas mordisqueando un hongo, y quitamos el vello nasal, arreglamos las cutículas y blanqueamos esos dientes nuevos y pulidos, que, si me permites decirlo, están tan amarillos como la mostaza moteada con dientes de león, porque, dime, ¿te has cepillado alguna vez esos dientes nuevos?, y además eliminamos los puntos negros, que será como sondear en busca de helio-3, retocamos el tono, e inyectamos melatonina, tendrás el aspecto apropiado.

Resoplo ante lo estúpido que suena todo esto.

—Ya parezco una dorada.

—¡Pareces una bronce! ¡Pareces hecha de oropel! Una de esas mamonas vulgares que parece más caqui que dorada. Tienes que ser perfecta.

—Maldita sea, Matteo, eres un pajarraco muy raro.

Me da una bofetada.

—¡Compórtate! Una dorada moriría antes que usar ese argot de las minas. «Condenada» o «condenación»; y «demonios» en vez de «mierda». Y cada vez que digas «maldito» o «maldita sea» te daré una bofetada, pero no en el «morro» sino en la boca. Y si dices «mierda» o «morro», ¡te daré una patada en el coño! Y eso sé muy bien dónde está. Y lo mismo haré como no te deshagas de ese espantoso acento. Hablas como si hubieras nacido en la condenada basura.

Frunce el ceño y pone las manos en jarras en torno a sus estrechas caderas.

—Y después tendremos que enseñarte modales. Y cultura, cultura, buena mujer. Recalca las últimas

palabras.

—Ya tengo modales.

—Por el hacedor que vamos a tener que hacer que reniegues de ese acento y de las palabrotas.

Me da golpecitos con el dedo mientras enumera mis defectos.

—Podrías empezar por tener modales tú, maricón —gruño.

Me quita uno de los guantes y me abofetea la cara. Coge una botella y me amenaza con ella apuntando a la garganta. Me río.

—Vas a tener que recuperar pronto tus reflejos de sondeainfiernos.

Miro la botella.

—¿Es que me vas a dar pinchacitos hasta matarme? —me burlo.

—Es una espada de polieno, buena mujer. En otras palabras, un arma mortal. En un momento está blanda como el pelo, pero con un impulso orgánico se vuelve más dura que el diamante. Es lo único que atravesará la pulsoarmadura. En un momento es un látigo, y al otro, una espada perfecta. Es el arma de un caballero. Un dorado. Para cualquier otro color, llevarla supone la muerte.

—Es una botella, estúpido…

Me aprieta la garganta hasta que me entran arcadas.

—Y fueron tus maneras las que me obligaron a desenvainar la espada y desafiarte, acabando así de

forma precipitada con tu insolente vida. Puede que en aquella cuadra a la que llamas hogar lucharas con los puños por tu honor. Entonces eras un insecto. Una hormiga. Un áureo lucha con la espada a la menor provocación. Están dotados de un honor del que los de tu calaña no tenéis ni idea. Vuestro honor es solo personal; el suyo es personal, familiar y planetario. Nada más. Luchan por intereses más altos; y no perdonan cuando el baño de sangre termina. Y menos aún los Marcados como Únicos. Modales, buena mujer. Los modales te protegerán hasta que puedas protegerte de mi bote de «champú».

—Matteo… —digo frotándome la garganta.

—¿Sí? —suspira.

—¿Qué es «champú»?

Pasar otra temporada en la habitación de tallado de Becca habría sido preferible a estar bajo la tutela de Matteo. Al menos Becca me tenía miedo. A la mañana siguiente, Marcus trata de darme un nuevo nombre.

—Serás la hija de una familia relativamente desconocida del lejano cinturón de asteroides. La familia morirá pronto de un accidente de vuelo. Serás la única superviviente, y la única heredera de sus deudas y de su pobre estatus. Su nombre… tu nombre será Catia au Andrómeda.

—Y una mierda —respondo—. Seré Lexa o no seré nada.

Se rasca la cabeza.

—Lexa es un nombre… raro.

—Me has obligado a renunciar al pelo que me dio mi padre, a los ojos que me dejó mi madre y a mi color de nacimiento, así que conservaré el nombre que me dieron, y tú te encargarás de que encaje.

—Me gustabas más cuando no te comportabas como una dorada —protesta Marcus.

—Y bien, la forma de comer como un áureo es masticar despacio —dice Matteo cuando estamos sentados a la mesa del ático donde Marcus me enseñó el mundo por primera vez—. Tendrás que ir a muchos banquetes trimalcianos. En ocasiones como esas habrá siete platos: entrante, sopa, pescado, carne, ensalada, postre y libaciones.

Señala una pequeña bandeja cargada con cubiertos de plata y explica para qué sirve cada uno. Después me dice:

—Si tienes que orinar o defecar durante la comida, te lo aguantas. De una áurea se espera que controle las funciones corporales.

—¿Así que estos moñas de los oropelos tienen prohibido cagar? Y cuando cagan, me pregunto, ¿cagan oro?

Matteo me da un guantazo en la mejilla.

—Si estás tan ansiosa de volver a ver el rojo, comete un solo desliz en su presencia, buena mujer, y estarán encantados de recordarte que la sangre de todos los hombres es del mismo color. ¡Modales y autocontrol! No tienes nada de eso. —Sacude la cabeza—. Y ahora dime para qué sirve este tenedor.

Quiero decir que sirve para clavárselo en el trasero, pero suspiro y le doy la respuesta correcta.

—Es para el pescado, pero solo si las espinas siguen en el plato.

—¿Y cuánto de ese pescado se supone que tienes que comer?

—Todo —conjeturo.

—¡No! —grita—. Pero ¿me has escuchado? —Aprieta sus pequeñas manos en el aire y después inspira profundamente—. ¿Debo recordártelo? Están los bronces. Están los dorados. Y están los florecillas.

Deja lo demás para que yo lo diga.

—Los florecillas carecen de autocontrol —recuerdo en voz alta—. Aceptan todos los obsequios del poder, pero no hacen nada para merecerlos. Buscan los placeres desde que nacen. ¿Mola?

—«De primera», no «mola». Muy bien, y ahora, ¿qué se espera de un dorado? ¿Y de un Marcado como Único?

—La perfección.

—¿Y eso quiere decir?

Mi voz suena fría cuando imito el acento de un dorado.

—Quiere decir control, buen hombre. Autocontrol. Se me permite darme placeres siempre y cuando no permita que estos me controlen a mí. Si hay una clave para entendernos a los áureos, esta reside en comprender el control en todas sus formas. Cómete el pescado, pero deja el veinte por ciento para dar a entender que su exquisitez no ha subyugado tu determinación ni esclavizado tus papilas gustativas.

—Así que, al fin y al cabo, estabas escuchando.

Marcus me encuentra al día siguiente practicando mi acento áureo en el holoespejo del ático. Veo una representación tridimensional de mi cabeza delante de mí. Los dientes se mueven de forma extraña. Me atrapan la lengua mientras intento pronunciar de corrido las palabras. Aún me estoy acostumbrando a mi cuerpo, incluso después de que hayan transcurrido algunos meses desde la última de mis operaciones. Tengo los dientes más grandes de lo que me pareció en un principio. Tampoco ayuda que los oropelos hablen como si tuvieran unas malditas palas de oro metidas en el culo. Me resulta más fácil hablar como ellos si veo que soy una de ellos. La arrogancia me sale más natural.

—Suaviza las erres —me aconseja Marcus. Se sienta atento mientras leo de una terminal de datos—. Haz como si hubiera una hache delante. —Su cisco me recuerda a mi hogar y al aspecto que tenía el archigobernador Augusto en Lico. Recuerdo la serenidad de aquel hombre. Aquella paciente

condescendencia. Aquella sonrisa de suficiencia—. Alarga las eles.

—¿Es esa toda tu fuerza? —digo en el espejo.

—Perfecto. —Marcus me alaba con un jocoso escalofrío.

Aprieta la mano buena en torno a una rodilla.

—Pronto estaré soñando como si fuera una maldita oropelo —digo con asco.

—No deberías decir «maldito». Di mejor «condenado» o «condenadamente».

Le lanzo una mirada furiosa.

—Si me viera en la calle, me odiaría. Querría sacar una falce y trincharme de la jeta al culo, y después prenderle fuego a los restos. Costia vomitaría si me viera.

—Aún eres joven —se ríe Marcus—. Dios, a veces me olvido de lo joven que eres.

Se saca una petaca de la bota y da un trago antes de lanzármela. Me río.

—La última vez que bebí, el tío Gustus me drogó. —Le doy un sorbo—. A lo mejor te has olvidado de cómo son las minas. No soy joven.

Marcus frunce el ceño.

—No lo decía como algo ofensivo, Lexa. Es que entiendes lo que tienes que hacer. Entiendes por qué tienes que hacerlo. Aun así, a veces pierdes la perspectiva y te juzgas. Ahora mismo te estarás poniendo enferma al verte como una dorada. ¿Me equivoco?

—Lo has clavado.

Le doy un buen trago a la petaca.

—Pero solo estás interpretando, Lexa. —Con un rápido movimiento del dedo saca de un anillo un filo curvado. He recuperado los reflejos de tal forma que podría habérsela clavado en la garganta de creer que pretendía hacerme daño, pero le dejo que me pase el filo por el dedo índice. Me brota sangre. Sangre roja—. Solo por si necesitas acordarte de lo que eres en realidad.

—Huele como mi hogar —digo, mientras me chupo el dedo—. Mi madre solía cocinar sopa de sangre de las víboras. La verdad es que no estaba mala.

—¿Mojando pan de linaza y espolvoreando encima flores de quingombó?

—¿Cómo lo sabes? —pregunto.

—Mi madre lo hacía igual —contesta Marcus, riéndose—. Lo tomábamos en la Festividad de la Danza, o antes de las Laureales cuando iban a anunciar el ganador. Siempre los gammas de las pelotas.

—Por Gamma —digo, y apuro otro trago.

Marcus me observa. Después de un rato, la sonrisa se le esfuma de los labios y los ojos se le vuelven fríos.

—Matteo va a enseñarte a bailar mañana.

—Pensé que serías tú quien lo hiciera.

Se da un golpe en la pierna mala.

—Hace tiempo que no lo hago. El mejor bailarín de Oikos. Podía moverme como una corriente de aire en la profundidad de un túnel. Todos nuestros mejores bailarines eran sondeainfiernos. Yo lo fui durante años, ¿sabes?

—Me lo imaginaba.

—¿Así que ya lo sabías?

Señalo sus cicatrices.

—Solo a un sondeainfiernos lo morderían tantas veces sin que los chicos de perforaciones estuvieran cerca para ayudar a quitar las serpientes. A mí también me han mordido. Ahora tengo el corazón más fuerte por eso, al menos.

Asiente y se le pierde la mirada.

—Me caí en un nido cuando estaba intentando reparar un nódulo en la garra perforadora. Estaban arriba en uno de los conductos y no las vi. Eran de las peligrosas.

Ya sé lo que quiere decir.

—Eran crías —aventuro.

Asiente.

—Tienen menos veneno. Mucho menos veneno que los padres, así que no estaban empeñadas en hacer la puesta dentro de mí. Pero cuando mordieron, lo hicieron con toda su maldad. Por suerte teníamos antídoto. Comerciamos con algunos gammas para obtenerlo.

En Lico no teníamos antídotos.

Se inclina hacia mí.

—Te estamos arrojando a un nido de crías de víbora, Lexa. Acuérdate de lo que te digo. Faltan tres meses para las pruebas de acceso. Yo te daré clases, además de las que ya tienes con Matteo. Pero si

no dejas de juzgarte, si sigues odiando tu apariencia, entonces suspenderás en las pruebas, o peor aún, aprobarás pero cometerás un desliz y te descubrirán en el Instituto. Y todo se irá a tomar por saco.

Me muevo inquieta en mi asiento. Por una vez siento un nuevo miedo, no convertirme en algo que Costia no reconocería, sino un miedo más primario, el miedo mortal a mis enemigos. ¿Cómo serán? Ya puedo ver sus muecas de desdén, su desprecio.

—No importa si me descubren. —Le doy una palmada en la rodilla—. Ya me han quitado lo que han podido. Por eso os resulto útil como arma.

—Falso —espeta Marcus—. Resultas útil porque eres algo más que un arma. Cuando tu mujer murió, no solo te dio una venganza. También te dio su sueño. Tú eres su guardiana. Su artífice. Así que no vayas escupiendo odio y rabia. No estás luchando contra ellos, diga lo que diga Ontari. Estás luchando por el sueño de Costia; por tu familia, que sigue viva, y por tu gente.

—¿Eso es lo que opina Ares? Es decir, ¿es lo que opinas tú?

—Yo no soy Ares —repite Marcus. No le creo. Me he fijado en la forma en la que sus hombres lo miran, como hasta Ontari lo trata con deferencia—. Mira en tu interior y te darás cuenta de que eres una buena mujer que ha de hacer cosas malas.

No tengo cicatrices en las manos y las siento extrañas cuando las aprieto en un puño hasta que los

nudillos se vuelven de ese tono de blanco tan familiar.

—Mira, eso es lo que no entiendo. Si soy una buena mujer, ¿por qué quiero hacer cosas malas?