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LA PRUEBA

Mi prueba llega cuando llevo dos meses entrenando la mente con Marcus. No memorizo. Ni siquiera aprendo nada cuando estoy con él. En lugar de eso, su entrenamiento está diseñado para ayudar a mi mente a adaptarse a los cambios de paradigma. Por ejemplo, si un pez tiene tres mil cuatrocientas cincuenta y tres escamas en el lado izquierdo y tres mil cuatrocientas cincuenta y tres en el lado derecho, ¿qué lado tiene más escamas? El exterior. Lo llaman pensamiento lateral. Así fue como supe que tenía que comerme la carta de la guadaña cuando conocí a Marcus. Se me da muy bien. Me resulta irónico que Marcus y sus amigos puedan inventarse una historia falsa sobre mí, una familia falsa y una vida falsa, pero no puedan falsear la prueba de admisión. Así que, tres meses después de que haya comenzado mi entrenamiento, me someto a la prueba en una luminosa habitación junto a una oropelo pequeña como un ratón que no para de golpear su brazalete de jade con un lápiz. Hasta donde yo sé, ella puede ser parte de la prueba. Cuando no está mirando, le quito el lápiz de entre los dedos y me lo escondo en la manga. Soy una sondeainfiernos de Lico. Y sí, puedo robarle a una estúpida chica el lápiz sin que se entere de nada. Mira a su alrededor boquiabierta como si hubiera sido cosa de magia. Después empieza a lloriquear. No le dan otro lápiz, así que se deshace en lágrimas. Después, un supervisor penique mira su terminal de datos y rebobina un vídeo de una nanocámara. Me mira y sonríe.

Se ve que ese tipo de cualidades son dignas de admiración.

Una chica dorada, inquietante como una cuchilla, discrepa y con desdén me susurra al oído «canalla» cuando me adelanta para salir al vestíbulo. Matteo me dijo que no hablara con nadie porque aún no estoy preparada para socializar, así que reprimo a duras penas una respuesta muy propia de una roja. Su palabra se repite en mi cabeza. Canalla. Despiadada. Maquiavélica. Implacable. Todas describen lo que ella piensa de mí. Lo curioso es que la mayor parte de los dorados se tomarían esa palabra como un elogio.

Una voz musical se dirige a mí.

—La verdad, pienso que te estaba haciendo un cumplido, así que ni caso. Es un quesito, pero está podrida por dentro. Una vez le di un mordisco, si me sigues la onda. El sabor es delicioso al principio, pero luego se vuelve pútrido. Fantástica apropiación la de ahí dentro, por cierto. Yo mismo estaba a punto de arrancarle los ojos a esa lela. ¡Condenados golpecitos!

La voz radiante proviene de un joven sacado de un poema griego. Rezuma arrogancia y belleza. Una educación impecable. Jamás he visto una sonrisa tan blanca ni tan amplia, una piel tan tersa y lustrosa.

Él es todo cuanto detesto.

Me da un golpecito en el hombro y me aprieta la mano con una de esas varias formas de presentación casi formal. Se la estrujo un poco. Él también tiene un apretón firme, pero cuando intenta dejar claro quién manda le aprieto la mano hasta que la retira con un destello de preocupación en la mirada.

—¡Hay que ver! ¡Tienes tenazas por manos! —exclama, con una risita.

Se presenta rápidamente como Bellamy y tengo suerte de que me deje poco tiempo para hablar, porque cuando lo hago arruga el entrecejo. Aún no tengo un acento perfecto.

—Lexa —repite—. Qué nombre tan incoloro. Vaya. —Mira su terminal de datos y accede a mi historia personal—. Es que no vienes de ningún sitio en absoluto. Una palurda de un planeta lejano. No me extraña que Echo se burlara de ti. Pero mira, te perdono si me dices cómo te fue en la prueba.

—Ah, ¿me estás diciendo que me perdonas?

Las cejas se le convierten en una sola.

—Estoy intentando ser amable. No es que nosotros, los de Belona, seamos reformistas, pero sabemos que hay mujeres buenas con orígenes humildes. Échame un cable, mujer.

Por el aspecto que tiene, siento necesidad de provocarlo.

—Bueno, esperaba que fuera más difícil. A lo mejor me he equivocado con lo de la vela, pero por lo demás…

Bellamy me mira con una sonrisa indulgente. Sus ojos vivaces revolotean observando mi cara mientras me pregunto si su madre le riza el pelo por las mañanas con planchas doradas.

—Con unas manos así, debes de ser terrorífico con el filo —dice, con autoridad.

—Soy decente —miento.

Matteo no me permite tocar un arma.

—¡Modesta! ¿Es que te criaste con los Capuchas Blancas, mujer? Da igual. Después de las pruebas físicas me voy a Agea. ¿Quieres venir? He oído que los tallistas han hecho un trabajo estupendo con las nuevas chicas del Tentación. Y en Tyrst han instalado gravisuelos; podemos flotar sin gravibotas. ¿Qué dices, mujer? ¿Te interesa? —Se toca una de las alas y me guiña un ojo—. Ahí hay un montón de quesitos, y ninguno de ellos podrido.

—Por desgracia, no puedo unirme.

—Vaya. —Da un salto como si recordara que soy una palurda de un planeta lejano—. No te preocupes por nada, buena mujer, que yo pagaré todo eso.

Declino la oferta con educación, pero él ya se está marchando. Antes de hacerlo toca mi terminal de datos. La proyección de la holopantalla sobre la parte interior de mi brazo izquierdo parpadea. Las medidas de su cara y los datos sobre nuestra conversación se quedan grabados: la dirección del club del que habló, citas enciclopédicas sobre Agea e información sobre su familia. Bellamy au Belona, dice. Hijo del pretor Tiberio au Belona, emperador de la Sexta Flota de la Sociedad y quizás el único hombre de Marte que rivaliza en poder con el archigobernador Augusto. Por lo visto, las familias se odian la una a la otra. Parece que tienen la fea costumbre de matarse entre ellas. Crías de víboras, sin duda.

Pensé que tendría miedo de esta gente. Pensé que serían como pequeños dioses, pero aparte de Bellamy y Echo, muchos de ellos no impresionan nada. En la habitación donde hago las pruebas apenas solo setenta. Algunos se parecen a Bellamy. Pero no todos son hermosos. No todos son altos y arrogantes. Y muy pocos me parecen hombres y mujeres adultos. A pesar de su estatura, son niños con una autoestima exagerada; no conocen la penuria. Bebés. Florecillas y bronces, en su mayoría. A continuación debo probar mi capacidad física. Me sientan desnuda en una aerosilla, en una habitación blanca, mientras unos evaluadores del color cobre del Consejo de Control de Calidad me

observan por las nanocámaras.

—Espero que os guste lo que veis —digo.

Un asistente marrón viene y me pone una pinza en la nariz. Tiene la mirada vacía. No detecto espíritu de lucha en él, ni desprecio alguno hacia mí. Su piel es pálida, y los movimientos, torpes y desmañados. Me indican que contenga la respiración tanto como mis pulmones me lo permitan. Diez minutos. Después, el marrón me quita la pinza y se va. Acto seguido tengo que inspirar y espirar. Lo hago y me doy cuenta de que de repente no hay oxígeno en la habitación. Cuando empiezo a ladearme en la silla, el oxígeno vuelve. Congelan la habitación y miden cuánto tardo en comenzar a temblar sin control. Después la calientan para comprobar cuándo empieza a fallarme el corazón. Amplifican la gravedad de la sala hasta que mi corazón no consigue bombear suficiente sangre y oxígeno al cerebro. Después miden cuánto movimiento puedo soportar hasta que vomite. Estoy acostumbrada a manejar una perforadora de noventa metros, así que terminan dándose por vencidos. Miden el flujo de oxígeno que llega a mis músculos, el ritmo cardiaco, la densidad y la longitud de mis fibras musculares, así como la resistencia a la tracción y a la compresión de mis huesos. Parece un paseo por el parque si lo comparamos con el infierno que pasé con Ontari. Me hacen lanzar pelotas y después me ponen contra una pared y me piden que pare las pelotas que me tiran con una máquina circular. Mis manos de sondeainfiernos son más rápidas que su máquina, así que llevan a un técnico verde para que ajuste ese trasto hasta que está lanzando verdaderos cohetes. Al final me dan con una pelota en la frente. Me quedo inconsciente durante un momento. Eso también lo miden. Después me evalúan los ojos, los oídos, la nariz y la boca, y ya he terminado. Me siento algo ajena a mí misma después de la prueba. Como si hubieran medido mi cuerpo y mi cerebro, pero no a mí. No he tenido ninguna interacción personal, salvo con Bellamy. Trastabillo hasta las taquillas, dolorida y confusa. Hay un par de personas cambiándose, así que cojo mi ropa y me muevo hacia una zona más discreta de las largas filas de taquillas de plástico. Entonces oigo un extraño silbido. Una melodía que conozco. Su eco resuena en mis sueños. Es aquella por la que Costia murió. Sigo el sonido y llego hasta una chica que se está cambiando en la esquina del vestuario. Está de espaldas a mí. Sus músculos se estilizan al ponerse la camisa. Hago un ruido. Se vuelve súbitamente y, durante un incómodo momento, me quedo allí de pie, ruborizada. Se supone que a los dorados no les importa la desnudez. Pero yo no puedo controlar mi reacción. Es preciosa: el rostro en forma de corazón, los labios carnosos, esos ojos que se ríen de ti. Que se ríen como cuando se alejó a caballo. Es la misma chica que me llamó florecilla cuando iba montada en el poni.

Arquea una ceja. No sé qué decir, así que, presa del pánico, doy la vuelta y salgo a toda prisa de los vestuarios. Una dorada no habría hecho eso. Pero cuando estoy sentada con Matteo en el transbordador que nos lleva de vuelta a casa, recuerdo el rostro de la chica. Ella también se sonrojó. Es un viaje corto. No dura lo suficiente. Miro Marte a través del suelo de durocristal. A pesar de que el planeta está terraformado, la vegetación escasea a lo largo de nuestro recorrido. La superficie del planeta está veteada de ribetes verdes, sobre los valles y a lo largo del ecuador, de rastros de vegetación que parecen cicatrices verdes que recorren el terreno salpicado de hoyos. El agua cubre los cráteres formados por impactos, y crea grandes lagos. Y la cuenca boreal, que se extiende a lo largo del hemisferio septentrional, rebosa agua dulce y da cobijo a extrañas formas de vida marina. Grandes llanuras donde los remolinos arrancan capas de mantillo y rasgan los campos de cereal. Las tormentas y el hielo gobiernan los polos, donde viven y se entrenan los obsidianos. Allí el tiempo tiene fama de frío y hostil, aunque los climas templados prevalecen ahora en la mayor parte de la superficie de Marte. Hay mil ciudades en Marte, cada una de ellas controlada por un gobernador. El archigobernador los preside a todos. Cada ciudad está ubicada en el centro de un centenar de colonias mineras. Los gobernadores administran las colonias y son los magistrados de mina como Podginus quienes controlan el día a día. Con tantas minas y tantas ciudades fue la casualidad, supongo, la que trajo a mi hogar al archigobernador con su equipo de cámaras. La casualidad y mi posición como sondeainfiernos. Querían que sirviera de ejemplo; Costia fue una ocurrencia tardía. Y ella no habría cantado si el archigobernador no hubiera estado allí. Las ironías de la vida tienen poco encanto.

—¿Cómo será el Instituto si entro? —le pregunto a Matteo mientras miro por la ventana.

—Con un montón de clases, supongo. ¿Cómo voy a saberlo?

—¿No hay estrategia militar?

—No.

—¿No? —pregunto.

—Bueno, algo habrá, supongo —admite Matteo—. Hay tres tipos de graduados: los Marcados como Únicos, los Licenciados y los Deshonrados. Los Marcados pueden ascender en la Sociedad; los Licenciados también, aunque sus posibilidades son más limitadas y aún deben ganarse las cicatrices; y a los Deshonrados los envían a colonias lejanas y duras como Plutón para supervisar los primeros años de terraformación.

—¿Cómo se convierte una en una Marcada?

—Imagino que tendrán algún tipo de clasificación; quizás una competición. No lo sé. Pero los dorados son una especie edificada sobre la conquista. Tendría sentido si eso formase parte de tu competición.

—Cuántas vaguedades —suspiro—. A veces eres tan útil como un perro sin patas.

—El juego de la Sociedad dorada, mi buena amiga, es el mecenazgo. Tus acciones en el Instituto servirán como una prueba prolongada para conseguir ese mecenazgo. Necesitas un aprendizaje. Necesitas un benefactor poderoso. —Sonríe—. Así que, si quieres contribuir a nuestra causa, lo harás todo lo malditamente bien que puedas. Imagínate que te conviertes en la aprendiz de un pretor. Dentro de diez años, tú misma podrías convertirte en pretor. ¡Podrías tener una flota! Imagínate lo que podrías hacer con una flota, amiga mía. Imagínatelo.

Matteo nunca se deja llevar por la fantasía, así que la excitación de sus ojos resulta contagiosa. Me hace imaginarlo.