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EL INSTITUTO

Los resultados de mi prueba llegan cuando estoy en el ático con Matteo, practicando el reconocimiento cultural y la modulación del acento. Tenemos vistas a la ciudad, con la puesta de sol detrás. Estoy en mitad de una ingeniosa réplica sobre el club deportivo de guerra simulada Yorkton Supernova cuando mi terminal de datos pita con un mensaje urgente enviado a mi flujo de datos. Casi escupo el café.

—Mi terminal de datos está controlada por otra —me quejo—. Es el Consejo de Control de Calidad.

Matteo se levanta de su silla como si tuviese un resorte.

—Tal vez dispongamos de unos cuatro minutos.

Corre hacia la biblioteca de la suite donde Ontari está leyendo en un ergosillón. Da un salto, cae y sale de la habitación en un suspiro. Me aseguro de que las holoimágenes en las que salgo con mi familia falsa están colocadas en el dormitorio y por todo el ático. Cuatro sirvientes contratados —

marrones y rosas— se ponen a hacer tareas domésticas en el ático. Llevan puesta la librea de Pegaso de mi familia fingida.

Uno de los marrones va a la cocina. La otra, una rosa, me masajea los hombros. Matteo me lustra los zapatos en la habitación. Claro que hay máquinas para estas cosas, pero los áureos nunca usan una máquina para algo que pueda hacer una persona. Eso no presupone ningún tipo de poder. La nave urbana aparece como una libélula distante. Se hace más grande cuanto más cercano suena su zumbido, y sobrevuela la ventana del dormitorio del ático. La puerta de embarque se abre y un hombre con un traje de color cobre me hace una solemne reverencia. Abro la ventana de durocristal con la terminal de datos y el hombre entra flotando. Hay tres blancos con él. Todos llevan un emblema blanco en las manos. Son miembros de los académicos y un cobre burócrata.

—¿Tengo el placer de dirigirme a Lexa au Andrómeda, hija de los recientemente fallecidos Linus au Andrómeda y Lexus au Andrómeda?

—Tiene el honor.

El burócrata me mira de arriba abajo de forma respetuosa, pero impaciente.

—Soy Bondilo cu Tancro, del Consejo de Control de Calidad del Instituto. Hay algunas preguntas que queremos hacerle.

Nos sentamos frente a frente a la mesa de roble de la cocina. Allí me conectan un dedo a una máquina y uno de los blancos se pone unas gafas que le permitirán analizar mis pupilas y otras reacciones fisiológicas. Serán capaces de saber si estoy mintiendo.

—Empezaremos con una pregunta de control para evaluar las reacciones normales cuando dice la verdad. ¿Es de la familia de Andrómeda?

—Sí.

—¿Del género áureo?

—Sí —miento descaradamente, con lo que echo a perder sus preguntas de control.

—¿Hizo trampas en las pruebas de admisión de hace dos meses?

—No.

—¿Usó nervonucleico para estimular las funciones comprensivas y analíticas durante la prueba?

—No.

—¿Usó alguna miniaplicación capaz de conectarse a la red con el fin de acumular o combinar medios externos en aquel momento?

—No. —Suspiro con impaciencia—. Había un inhibidor de señal en la habitación, ergo habría sido imposible. Me alegra que haya hecho sus averiguaciones y que no me esté haciendo perder el tiempo, cobre.

Me dirige una sonrisa burocrática.

—¿Tuvo algún conocimiento previo de las preguntas?

—No. —Pienso en alguna respuesta airada propia de este momento—. ¿Y a qué viene todo esto? No estoy acostumbrada a que alguien de tu calaña me llame mentirosa.

—Es el procedimiento para todos aquellos que tienen una puntuación de élite, señora áureo. Le ruego que lo comprenda —dice el burócrata con tono monocorde—. Cualquier caso destacado que esté muy alejado de la desviación típica es susceptible de investigarse. ¿Conectó la miniaplicación a la de otro sujeto durante la prueba?

—No. Como ya he dicho, había un inhibidor de señal. Gracias por estar al tanto, cara penique.

Cogen una muestra de sangre y me hacen un escáner cerebral. Los resultados están al instante, pero el burócrata no los comparte.

—Protocolo —me recuerda—. Tendrá los resultados dentro de dos semanas.

Los recibimos al cabo de cuatro. Paso el examen del Control de Calidad. No hice trampas. Después llega mi puntuación en la prueba, dos meses después de que hiciera aquella maldita cosa, y reparo en por qué pensaron que hice trampas. Solo fallé una respuesta. Solo una. De cientos. Cuando comparto los resultados con Marcus, Ontari y Matteo, se limitan a mirarme fijamente. Marcus se dejar caer en una silla y echa a reír. La suya es una risa histérica.

—Por todos los malditos demonios del infierno —blasfema—. Lo hemos conseguido.

—Lo ha conseguido ella —le corrige Matteo.

Marcus tarda un rato en volver a poner los pies en la tierra lo suficiente como para llevarnos una botella de champán, pero noto que aún me mira como si fuera algo distinta, algo extraña. Como si de repente no entendiera lo que han creado. Toco la flor de hemanto del bolsillo y siento la cinta conyugal alrededor del cuello. No me crearon ellos. Lo hizo ella.

Luego aparece un chófer para llevarme hasta el Instituto y me despido de Marcus en el ático. Al darnos la mano, me la agarra con fuerza y me mira de la misma forma en que lo hizo mi padre antes de que lo colgaran. Una mirada de consuelo. Aunque detrás de ella hay duda y preocupación. ¿Me ha preparado para enfrentarme al mundo? ¿Ha cumplido con su deber? Mi padre tenía veinticinco años cuando me miró de ese modo. Marcus tiene cuarenta y uno. Da lo mismo. Suelto una risita. El tío Gustus nunca me miró de esa forma, ni siquiera cuando me dejó cortar la soga de Costia. Probablemente porque ya había sufrido bastantes de mis derechazos como para saber mi respuesta. Aunque si pienso en mis profesores y mis padres, fue el tío Gustus quien más forjó mi carácter. Me enseñó a bailar, me enseñó a ser una mujer, quizá porque sabía que este iba a ser mi futuro. Y aunque trató de evitar que me convirtiera en una sondeainfiernos, fueron sus lecciones las que me mantuvieron viva. Ahora he aprendido lecciones nuevas. Esperemos que sirvan. Marcus me da el cuchillo dactilar que usó para cortarme el dedo hace unos meses. Pero le ha dado una forma nueva para que parezca una ele.

—Pensarán que es el cheurón que los espartanos llevaban en los escudos —me explica—. La ele de

Lacedemonia. Pero es por Lico. Por Lambda.

Ontari me sorprende cogiéndome la mano derecha y besándome donde estuvo grabado el emblema de los rojos. Hay lágrimas en uno de sus ojos, en ese ojo frío libre de cicatrices. Con el otro no puede llorar.

—Evey se va a venir a vivir con nosotros —me dice. Sonríe antes de que le pregunte por qué. La sonrisa parece extraña en su rostro—. ¿Crees que eres el único que se da cuenta de cosas? Nosotros le daremos mejor vida que Becca.

Matteo y yo compartimos una sonrisa y una reverencia. Intercambiamos los tratamientos honoríficos adecuados y tiende la mano. Pero en vez de coger la mía me arrebata la flor que llevo en el bolsillo. Trato de quitársela, sigue siendo el único hombre más rápido que yo que conozco.

—No puedes llevártela, buena mujer. Ya es bastante arriesgado que lleves la cinta nupcial de la mano. La flor ya es demasiado.

—Entonces dame un pétalo —le apremio.

—Imaginé que me pedirías eso. —Saca un collar. Es el emblema de Andrómeda. Mi emblema, recuerdo. Es de hierro. Lo deja caer en mi mano—. Susurra su nombre. —Lo hago y el pegaso se despliega como un capullo de hemanto. Pone un pétalo en el centro. Se vuelve a cerrar—. Este es tu corazón. Protégelo con metal.

—Gracias, Matteo —digo con lágrimas en los ojos. Lo levanto y le doy un abrazo a pesar de sus protestas—. Si vivo más de una semana será gracias a ti, buen hombre.

Se ruboriza cuando vuelvo a dejarlo en el suelo.

—Cuida ese temperamento —me aconseja, con un aire más sombrío en su hilo de voz—. Modales y modales. Después, reduce a cenizas su casa, maldita sea.

Aprieto con fuerza el pegaso en mi mano cuando la lanzadera cruza el paisaje de Marte. Los ribetes verdes se extienden por la tierra que me he pasado la vida cavando. Me pregunto quién será ahora el sondeainfiernos de Lambda. Loran es demasiado joven. Baron, demasiado viejo. ¿Y Nyko? Demasiado responsable. Tiene hijos que lo necesitan y ya ha visto demasiados muertos en su familia. Tampoco tiene los suficientes arrestos como para serlo. Tal vez sea Dain, el hermano de Costia. Tempestuoso, aunque sin muchas luces. El típico sondeainfiernos.

Morirá pronto. Eso me pone enferma.

No es solo ese pensamiento. Estoy nerviosa. Lo voy notando poco a poco, mientras observo el interior de la lanzadera. Hay otros seis jóvenes sentados en silencio. Uno de ellos, un chico delgado con una mirada abierta y una sonrisa bonita, me llama la atención. Del tipo al que aún le dan igual las apariencias.

—Julian —se presenta con formalidad, y me coge del antebrazo. No tenemos nada que ofrecernos a través de nuestras terminales de datos porque se las llevaron cuando montamos en la lanzadera. Así pues, en lugar de eso le ofrezco sentarse en el sitio que está frente a mí—. Lexa, qué nombre tan interesante.

—¿Has estado alguna vez en Agea? —le pregunto a Julian.

—Claro —sonríe. Siempre sonríe—. ¿Cómo? ¿Quieres decir que tú no? Qué raro. Pensé que conocía a muchos dorados, pero muy pocos han pasado las pruebas de admisión. Ahora está todo lleno de caras nuevas. De todos modos, envidio que no hayas estado en Agea. Es un lugar extraño. Hermoso, sin duda, pero la vida allí vale poco y no dura mucho, o eso dicen.

—Pero no la nuestra.

Deja escapar una risita.

—No, supongo que no. A no ser que juegues a ser política.

—No me gusta mucho jugar. —Al darme cuenta de su reacción, le guiño un ojo dándole a entender que tanta seriedad había sido una broma—. Al menos, no sin una apuesta, tío. ¿Entiendes?

—¡Entiendo! ¿A qué juegas? ¿Ajedrez de sangre? ¿Gravicross?

—Ah, el ajedrez de sangre está bien. Pero la guerra simulada es lo que se lleva la palma —digo con una sonrisa de dorada.

—¡Sobre todo si eres fan de Nortown! —exclama en conformidad.

—Así que Nortown… No sé si tú y yo nos llevaremos bien. —Le hago una mueca y me doy un golpecito con el pulgar—. Yorkton.

—Pero ¡Yorkton! No sé si tú y yo conseguiremos llevarnos bien.

Y aunque sonrío, no sabe lo helada que me siento por dentro; la conversación, las pullas y las sonrisas, todo forma parte de un patrón de sociabilidad. Matteo me ha venido bien, pero en favor de Julian he de decir que no parece un monstruo.

Debería ser un monstruo.

—Mi hermano tiene que haber llegado ya al Instituto. Ya estaba en Agea, en la finca de nuestra familia, ¡armando jaleo, seguro! —Menea la cabeza con orgullo—. Es el mejor tío que conozco. Será el primus, ya verás. Es el ojito derecho de mi padre, ¡lo que es mucho decir teniendo en cuenta la de miembros que tiene mi familia!

No hay ni un ápice de celos en su voz. Nada más que amor.

—¿Primus? —pregunto.

—Ah, es jerga del Instituto. Me refiero al líder de su Casa.

Las casas. De estas sí he oído hablar. Hay doce. Cada una de ellas se basa, de manera vaga, en algún rasgo de personalidad inherente. Cada una de ellas lleva el nombre de un dios del panteón romano. Las casas del Instituto son clubes sociales y herramientas para establecer contactos fuera de las clases. Hazlo bien y te encontrarán una familia poderosa a la que servir. Las familias son el verdadero poder de la Sociedad. Tienen sus propios ejércitos y sus propias tropas, y contribuyen a las fuerzas de la Soberanía. La lealtad empieza con ellas. Dejan poco amor para los habitantes de tu propio planeta. Si acaso, son la competencia.

—¿Habéis dejado ya de machacaros el uno a la otra, hijos de perra? —tercia con tono despectivo una chica con aspecto de diablilla desde una esquina de la lanzadera.

Tiene un tono tan mortecino que parece caqui en lugar de dorada. Los labios finos y el rostro parecido a un halcón salvaje cuando acecha a un ratón. Una de los bronces.

—¿Te estamos molestando? —En mi sarcasmo hay un toque de cortesía.

—¿Me molestan dos perros follando? Sí, probablemente. Cuando hacen ruido.

Julian se levanta.

—Discúlpate, perra.

—Vete a la mierda —responde la canija. En medio segundo, Julian ha sacado un guante blanco de la nada—. ¿Eso es para limpiarme el culo, dorado chupapollas?

—¿Qué? ¡Serás bárbara! —grita Julian conmocionado—. ¿Quién te ha educado?

—Los lobos, después de que el coño de tu madre me escupiera.

—¡Eres una animal!

Julian le arroja el guante a la chica. Lo contemplo todo como si fuera el colmo de la comedia. La chica parece sacada directamente de la gente de Lico; de Beta, a lo mejor. Es como una fea, diminuta e irritable Loran. Julian no sabe qué hacer, así que le lanza un desafío.

—Un desafío, buena mujer.

—¿Un duelo? ¿Tan ofendido estás? —le suelta la mico al principito con un bufido—. Muy bien. Ya

remendaré lo que quede del orgullo de tu familia después del Paso, chupapollas.

Y se limpia la nariz con el guante.

—¿Y por qué no ahora, cobarde? —grita Julian.

Hincha su delgado pecho como seguramente le habrá enseñado su padre. Nadie insulta a su familia.

—¿Es que eres estúpido? ¿Acaso ves espadas por aquí? Idiota. Lárgate. Ya haremos el duelo después del Paso.

—¿Paso…? —Julian pregunta al fin lo que yo estaba pensando.

La raquítica muchacha esboza una sonrisa perversa. Hasta los dientes los tiene caquis.

—Es la última prueba, idiota. Y el secreto mejor guardado a este lado de los anillos que tiene Abby au Lune alrededor del coño.

—Entonces ¿cómo es que lo has oído? —pregunto.

—Contactos —explica la chica—. Y no es que lo haya oído: es que lo sé, mamona.

Se llama Raven, y me gusta su forma de ver las cosas.

Pero lo del Paso me preocupa. Apenas sé nada. Me doy cuenta de ello cuando Julian entabla conversación con el último pasajero de la lanzadera. Hablan de las puntuaciones que han sacado en las pruebas. Entre las suyas y las mías hay una extrema disparidad. Reparo en que Raven resopla cuando las dicen en voz alta. ¿Cómo es que han conseguido entrar candidatos con unas puntuaciones tan bajas?

Albergo un mal presentimiento. ¿Qué puntuación habrá sacado Raven?

Llegamos al Valles Marineris cuando está oscuro. Es una larga franja de luz que atraviesa la negra superficie de Marte y se extiende tan lejos como alcanza la vista. En el centro, la capital de mi planeta se alza en la noche como un jardín de espadas enjoyadas. Los clubes nocturnos titilan en las azoteas, donde las pistas de baile están hechas de aire condensado. Chicas ligeras de ropa y chicos que se comportan como tontos suben y bajan mientras los gravimezcladores juegan con las leyes de la física. Burbujas de aislamiento acústico separan las manzanas. Las atravesamos y oímos mundos de distintos sonidos. El Instituto está más allá de los barrios nocturnos de Agea, y está construida junto a las paredes de ocho kilómetros de altura del Valles Marineris. Las paredes se alzan como maremotos de piedra verde, y nutren de flora la civilización. El propio Instituto está construido de piedra blanca: un lugar de columnas y de estatuas, romano hasta la médula. No he estado aquí antes, pero he visto las columnas. He visto el destino de nuestro viaje. Cuando pienso en su cara, la amargura crece en mí como la bilis que sube desde el estómago a la garganta. Pienso en sus palabras. En sus ojos mientras contemplaban a la multitud. Vi en la HP al archigobernador darles el discurso una y otra vez a las clases que vinieron antes de la mía. Pronto lo escucharé de sus propios labios. Pronto soportaré la ira. Sentiré las llamas que me azotan el corazón cuando lo vea en persona de nuevo. Tomamos tierra en una plataforma de aterrizaje, y nos conducen hasta una plaza de mármol al aire libre que da a la inmensidad del valle. La brisa nocturna es fresca. Agea se extiende a nuestra espalda y las puertas del Instituto se alzan delante de nosotros. Permanezco de pie junto con más de doscientos oropelos. Todos ellos miran a su alrededor con la engreída confianza de su raza. Muchos forman grupitos, pues ya eran amigos antes de atravesar los muros blancos del Instituto. No pensé que hubiera tanta gente en sus clases. Un dorado alto, flanqueado por obsidianos y una camarilla de consejeros dorados, se alza con sus gravibotas delante de la puerta. Se me hiela el corazón al reconocer su rostro, al oír su voz y ver el destello de esos lingotes que tiene por ojos.

—Bienvenidos, hijos de los áureos —nos saluda el archigobernador Jake au Augusto con una voz tan suave como la piel de Costia. Suena preternaturalmente alta—. Doy por sentado que comprendéis la solemnidad de vuestra presencia aquí. De las miles de ciudades de Marte. De todas las Grandes Familias, sois los escasos elegidos. Sois la cúspide de la pirámide humana. Hoy empezaréis vuestra campaña para uniros a la mejor casta de vuestra raza. Vuestros compañeros ocupan, como vosotros, sus puestos en los Institutos de Venus, en los hemisferios orientales y occidentales de la Tierra, de Luna, en los satélites de los planetas gaseosos, en Europa, en la agrupación astrodiana griega y la agrupación astrodiana troyana, de Mercurio, de Calisto, de la agrupación de las empresas Encélado y Ceres, y de los lejanos colonos de los asteroides de Hilda.

Parece que apenas hace un día desde que creía que era una pionera en Marte. Apenas un día desde que sufría para que la humanidad, desesperada por dejar una tierra moribunda, pudiera desplegarse por el planeta rojo. Ay, ¡qué bien mintieron mis gobernantes!

Detrás de Augusto, en las estrellas, se ve algún movimiento que no pertenece a las estrellas. Ni tampoco a los asteroides ni a los cometas. Son la Quinta y la Sexta Flotas. La armada de Marte. Me quedo sin aliento. La Sexta Flota está gobernada por el padre de Bellamy, mientras que la Quinta, más pequeña, está bajo el control directo del archigobernador. La mayor parte de las naves son propiedad de las familias que les deben lealtad a Augusto o a Belona. Augusto nos enseña por qué nosotros, por qué ellos, son los que gobiernan. Se me eriza la piel. Qué pequeña soy. Mil millones de toneladas de duroacero y nanometal atraviesan los cielos y yo nunca he estado más allá de la atmósfera de Marte. Son como motas de plata en un océano de tinta. Y yo soy mucho menos. Pero esas motas pueden asolar Marte. Pueden destruir una luna. Esas motas controlan la tinta. Un emperador dirige cada flota; un pretor dirige los escuadrones dentro de cada flota. Lo que podría hacer con ese poder…

Augusto se muestra altivo al dar su discurso. Me trago la bilis de mi garganta. Debido a la imposible distancia a la que se encontraban mis enemigos, mi rabia fue una vez del tipo frío y calmado. Ahora arde en mi interior.

—Una sociedad tiene tres etapas: la barbarie, el dominio y la decadencia. Los grandes se imponen gracias a la barbarie. Gobiernan durante el dominio. Caen por culpa de su propia decadencia. Nos cuenta cómo fueron derribados los persas, y cómo los romanos se hundieron porque sus gobernantes se olvidaron de que sus padres les habían ganado un imperio.

Parlotea sobre las dinastías musulmanas, el afeminamiento europeo, el provincialismo chino y el autodesprecio y la autocastración de los estadounidenses. Todos los nombres antiguos.

—Nuestra barbarie comenzó cuando nuestra capital, Luna, se rebeló contra la tiranía de la Tierra y se liberó de los grilletes de la demokracia, de la noble mentira: la idea de que todos los hombres somos hermanos y nacemos iguales.

Augusto teje mentiras de su propia cosecha con esa lengua de dorado suya. Nos habla del sufrimiento de los dorados. Nos recuerda que las masas se sentaban en el carro y esperaban a que los grandes tiraran de ellas. Se sentaban y daban latigazos a los grandes hasta que ya no pudieron soportarlo más. Yo recuerdo unos latigazos distintos.

—Los hombres no nacemos iguales; todos lo sabemos. Los hay corrientes. Los hay atípicos. Los hay feos. Los hay hermosos. Esto no sería así si hubiéramos nacido iguales. ¡Los rojos tienen la misma idea de dirigir una nave estelar que los verdes de hacer de médicos!

Se oyen más risas por toda la plaza cuando nos dice que nos fijemos en la patética Atenas, el lugar de nacimiento del cáncer al que llaman demokracia. Fijémonos en cómo cayó ante Esparta. La noble mentira debilitó Atenas. Hizo que los ciudadanos le dieran la espalda a su mejor general, Alcibíades, por razones de celos.

—Incluso las naciones de la Tierra se volvieron celosas unas de otras. Los Estados Unidos de América impusieron esa idea de igualdad por la fuerza. Y cuando las naciones se unieron, ¡los estadounidenses descubrieron sorprendidos que les tenían aversión! ¡Las masas son celosas! ¡Qué maravilloso sueño sería si todos los hombres hubiesen nacido iguales! Pero no es así.

»Es contra la noble mentira contra lo que luchamos. Pero como dije antes, como os digo ahora, hay otro mal más que combatir. Un mal más pernicioso. Un mal lento y subversivo. No es un fuego incontrolado. Es un cáncer. Y ese cáncer es la decadencia. Nuestra Sociedad ha pasado de la barbarie al dominio. Pero como nuestros antepasados espirituales, los romanos, también nosotros podemos caer en la decadencia.

Se refiere a los florecillas.

—Sois lo mejor de la Sociedad. Pero estáis mimados. Os han tratado como niños. Si hubierais nacido de otro color, tendríais callos, tendríais cicatrices. Sabríais lo que es el dolor.

Sonríe como si supiera lo que es el dolor. Odio a este hombre.

—Creéis que sabéis lo que es dolor. Creéis que la Sociedad es una fuerza inevitable de la historia. Creéis que Ella es el fin de la historia. Pero muchos otros han pensado eso antes. Muchas clases dirigentes han creído que la suya era la última, la cumbre. Se volvieron blandas. Engordaron. Olvidaron que los callos, las heridas, las cicatrices y las penurias son lo que mantiene esos elegantes clubes del placer a los que a vosotros, los jóvenes, os gusta ir, o todas esas sedas, diamantes y unicornios que vosotras, las chicas, pedís para vuestro cumpleaños.

»Muchos áureos no se han sacrificado. Por eso no llevan esto.

Enseña una larga cicatriz en la mejilla derecha. Abby au Lune tiene una igual.

—La cicatriz de un igual. No somos los amos del Sistema Solar porque lo seamos de nacimiento. Somos los amos porque nosotros, los Marcados como Únicos, los dorados de hierro, hicimos que fuese así.

Se toca la cicatriz de la mejilla. Yo le dejaría otra si lo tuviera más cerca. Los niños que tengo a mi alrededor se tragan estas patrañas como si fueran oxígeno.

—Ahora mismo, los colores que trabajan en las minas de este planeta son más fuertes que vosotros. Han nacido con callos, han nacido con odio y cicatrices. Fuertes como el nanoacero. Por suerte, también son muy estúpidos. Por ejemplo, esa «Perséfone» de la que seguro que habéis oído hablar no era más que una niña boba que creía que cantar una canción era algo por lo que merecía la pena morir.

Me muerdo el carrillo y me hago sangre. Mi piel tiembla con la tensión que parece dispararse por todo mi cuerpo al saber que mi esposa forma parte del discurso de este cabrón.

—La chica ni siquiera sabía que el vídeo iba a filtrarse. Sin embargo, es su voluntad para sufrir penurias lo que le da poder. Los mártires son como abejas. El único poder que tienen es su muerte. ¿Cuántos de vosotros os sacrificarías para herir a vuestro enemigo, ni siquiera para matarlo? Apuesto a que ninguno.

Siento el sabor de la sangre en la boca. Tengo el cuchillo dactilar que me dio Marcus. Pero respiro y me trago mi furia. Yo no soy un mártir. No soy la venganza. Soy el sueño de Costia. Aun así, no hacer nada mientras su asesino se regodea me sabe a traición.

—Recibiréis a tiempo las cicatrices a manos de mi espada —termina Augusto—. Pero primero tendréis que ganároslas.