19
EL PASO
Me despierto vomitando. Un segundo puño me golpea en el estómago. Después, un tercero. Estoy vacía y respiro con dificultad. Ahogándome en náuseas. Tosiendo. Sufriendo convulsiones por la tos. Trato de revolverme y escapar. La mano de un hombre me agarra del pelo y me lanza contra la pared. Dios, qué fuerte es. Y tiene dedos de más. Busco mi cuchillo dactilar, pero ya me han arrastrado hasta el pasillo. Nunca me habían pegado tanto; ni siquiera mi nuevo cuerpo es capaz de recuperarse de los golpes. Son cuatro vestidos de negro: cuervos, los asesinos. Me han descubierto. Saben quién soy. Se ha acabado. Todo se ha acabado. Sus rostros son calaveras inexpresivas. Máscaras. Saco de la cintura el cuchillo que cogí en la cena y estoy a punto de apuñalar a uno en la ingle. Entonces veo el destello de oro en sus muñecas y me golpean hasta que dejo caer el cuchillo. Es una prueba. Los golpes contra un color más elevado los ha autorizado el que ha repartido los brazaletes. No me han descubierto en absoluto. Una prueba. Eso es lo que es. Es una prueba.
Podrían haber usado aturdidores. Esta paliza esconde un propósito. Es algo que muchos dorados no han experimentado nunca. Así que espero. Me enrosco y dejo que me peguen. Como no me resisto, piensan que han hecho su trabajo. Y más o menos lo han hecho, porque para cuando se dan por satisfechos estoy hecha una mierda. Unos hombres que miden por lo menos tres metros me arrastran por el pasillo. Me ponen por la fuerza una bolsa en la cabeza. No se valen de la tecnología para meterme miedo. Me pregunto cuántos de estos críos se habrán visto sometidos por una fuerza física como esta. A cuántos habrán deshumanizado de esta forma. La bolsa huele a meados y a muerte mientras me arrastran. Rompo a reír.
Es como mi maldita escalfandra. Entonces un puño me golpea el pecho y me desplomo, ahogada. La capucha tiene también algún dispositivo sonoro instalado. Aunque mi respiración no es muy agitada, la oigo más alta de lo que debería. Hay más de mil estudiantes. Muchos de ellos deben estar sufriendo el mismo trato. Aun así, no oigo nada. No quieren que oiga a los otros. Se supone que tengo que pensar que estoy sola, que mi color no significa nada. Para mi sorpresa, me siento ofendida por el hecho de que se atrevan a pegarme. ¿Es que no saben que soy una maldita dorada? Entonces reprimo a duras penas una carcajada. Qué trucos tan efectivos.
Me levantan y me arrojan al suelo con dureza. Siento una vibración, el olor a humo de un motor. Apenas en un suspiro, estamos en el aire. La bolsa que llevo en la cabeza tiene algo que me desorienta. No sé en qué dirección estamos volando, ni cuánto nos hemos elevado. El sonido de mi ronca respiración se ha vuelto terrible. Creo que la bolsa también deja escapar el oxígeno porque estoy hiperventilando. Aun así, no es peor que una escalfandra. Tiempo después. ¿Una hora? ¿Dos? Aterrizamos. Me arrastran de los talones. Mi cabeza choca contra la piedra, y me produce una conmoción. No pasa mucho tiempo hasta que me quitan la bolsa de la cabeza en una desértica estancia de piedra iluminada por una única fuente de luz. Ya hay otra persona aquí dentro. Los cuervos me arrancan la ropa y me quitan el preciado colgante del pegaso. Se marchan.
—¿Tienes frío, Julian?
Dejo escapar una risita al levantarme, con la banda roja todavía anudada a la cabeza. Mi voz hace eco. Los dos estamos desnudos. Finjo una cojera en la pierna derecha. Sé lo que es esto.
—Lexa, ¿eres tú? —pregunta Julian—. ¿Estás bien?
—Estoy de primera. Pero me han destrozado la pierna derecha —miento.
Él también se levanta, ayudándose a subir con la mano izquierda. Esa es la dominante. Parece alto y debilitado bajo esta luz. Como heno aplastado. Pero yo me he llevado unos cuantos puñetazos y patadas más, bastantes más. Puede que tenga algunas costillas rotas.
—¿Qué crees que es todo esto? —pregunta.
—El Paso, obviamente.
—Pero han mentido. Dijeron que sería mañana.
La gruesa puerta de madera chirría sobre sus goznes oxidados y el próctor Titus entra como si nada, hinchando un globo de chicle.
—¡Próctor! Señor, nos ha mentido —protesta Julian.
Se aparta el precioso pelo de los ojos.
El movimiento de Titus es indolente, pero tiene los ojos de un gato.
—Mentir supone mucho esfuerzo —gruñe, despreocupado.
—Pero… ¿cómo se atreve a tratarnos así? —protesta secamente Julian—. Seguro que sabe quién es mi padre. ¡Y mi madre es un legado! Y puedo acusarle de cargos por asalto en un abrir y cerrar de ojos. ¡Y ha herido a Lexa en la pierna!
—Es la una de la madrugada, imbécil. Ya es mañana. —Titus hace estallar otro globo de chicle—. Y también sois dos. Ay, que solo hay un sitio disponible en la clase… —Arroja al sucio suelo de piedra un anillo de oro con el lobo de Marte grabado y el escudo de estrellas del Instituto—. Podría veniros con ambigüedades, pero parece que tenéis las cabezas llenas de hollín. Solo uno saldrá vivo.
Se marcha por donde vino. La puerta chirría y después se cierra de golpe. Julian se estremece con el sonido. Yo no. Los dos nos quedamos con la mirada fija en el anillo y tengo la horrible sensación de que soy la única que sabe lo que acaba de pasar.
—¿Qué se creen que están haciendo? —pregunta Julian—. ¿Acaso esperan que…?
—¿Que nos matemos? —termino—. Sí. Eso es lo que esperan. —Cierro los puños a pesar del nudo que tengo en la garganta, con la cinta conyugal de Costia en el dedo—. Pretendo llevar ese anillo, Julian. ¿Dejarás que lo tenga?
Soy más grande que él. No tan alta. Pero eso no importa. No tiene nada que hacer.
—Tengo que tenerlo, Lexa —murmura. Levanta la mirada—. Soy de la familia Belona. No puedo volver a casa sin él. ¿Sabes quiénes somos? Tú puedes volver a casa sin vergüenza. Yo no. ¡Lo necesito más que tú!
—No vamos a volver a casa, Julian. Solo uno de nosotros saldrá vivo. Ya lo has oído.
—Ellos no harían eso… —protesta.
—¿No?
—Por favor. Por favor, Lexa. Vete a casa. No lo necesitas tanto como yo. Tú no. Bellamy… se sentiría muy avergonzado si no lo consiguiera. No podría mirarlo a los ojos. Todos los miembros de mi familia son Marcados. Mi padre es emperador. ¡Emperador! Si su hijo ni siquiera lograra terminar el Paso… ¿qué pensarían sus soldados?
—Te seguiría queriendo. El mío me querría.
Julian sacude la cabeza. Respira hondo y se levanta con entereza.
—Soy Julian au Belona, de la familia de Belona, mi buena amiga.
No quiero hacer esto. No puedo explicar lo mucho que quiero evitar hacerle daño a Julian. Pero ¿cuándo ha importado lo que yo quería? Mi gente necesita esto. Costia sacrificó su felicidad y su vida. Yo puedo sacrificar mis deseos. Puedo sacrificar a este esbelto principito. Puedo sacrificar hasta mi alma.
Hago el primer movimiento hacia Julian.
—Lexa… —murmura.
Lexa era amable en Lico.
No lo soy. Me odio por ello. Creo que estoy llorando porque tengo la vista nublada.
Las reglas, los modales y las normas morales de la sociedad desaparecen. Para ello solo hace falta una estancia de piedra y dos personas que necesitan el mismo bien escaso. Pero el cambio no es instantáneo. No parece una pelea ni siquiera cuando golpeo a Julian en la cara y me mancho los nudillos con su sangre. La habitación está en silencio. Extraña. Me siento incómoda al golpearlo. Como si estuviera actuando. Siento el frío de la piedra bajo mis pies. Me pica la piel. Oigo el eco de mi respiración. Quieren que lo mate porque no lo hizo bien en las pruebas. Es un combate desigual. Soy la guadaña de Darwin. La naturaleza rastrillando la paja. No sé cómo se mata. Nunca he matado a nadie. No tengo espada, ni porra eléctrica, ni achicharrador. Parece imposible que pueda quitarle hasta la última gota de sangre a este chico hecho de músculo y carne valiéndome tan solo de mis manos. Quiero reír y Julian lo hace. Soy una niña desnuda que le da tortazos a otro niño desnudo en una fría habitación. Su vacilación resulta evidente. Mueve los pies como si estuviera tratando de recordar unos pasos de baile. Pero cuando pone los codos a la altura de los ojos me da un ataque de pánico. No sé qué tipo de lucha emplea. Me golpea sin mucha convicción de un modo que me resulta extraño, de una forma artística. Se muestra lento y vacilante, pero su indeciso puño me alcanza la nariz.
La ira se apodera de mí.
Se me adormece el rostro. Me retumba el corazón. Lo tengo en la garganta. Me arden las venas.
Le rompo la nariz con un golpe directo. Dios, qué fuertes son mis manos.
Gime y se abalanza agachado hacia mí, y me retuerce el brazo en un ángulo extraño. Lo hace crujir. Me valgo de la frente. Le da de lleno en el puente de la nariz. Le cojo por la nuca y vuelvo a golpearlo con la frente. No puede escaparse. Vuelvo a hacer lo mismo. Se oye algo romperse. La sangre y los escupitajos me riegan el pelo como una espuma. Sus dientes me hacen un corte en el cráneo. Me dejo caer hacia atrás como si estuviera bailando, giro sobre el pie izquierdo, culebreo hacia delante y le hundo el puño derecho en el pecho con el resto del peso. Mis nudillos de sondeainfiernos le destrozan el esternón reforzado. Se oye un terrible resuello ahogado. Y un crujido como de ramas partiéndose. Se tambalea hacia atrás de puntillas y cae al suelo. Estoy aturdida de golpearlo con la frente. Lo veo todo rojo. Todo doble. Trastabillo hacia él. Las lágrimas me corren por las mejillas. Tiene convulsiones.
Cuando le agarro de su dorado pelo, encuentro su cuerpo ya blando. Como una pluma de oro mojada.
La sangre le borbotea de la nariz. Está inmóvil. Ya no se mueve. Ya no sonríe.
Murmuro el nombre de mi esposa cuando me dejo caer para acunarle la cabeza. El rostro se le ha convertido en un brote sanguinolento.
