21
NUESTRO DOMINIO
Titus nos despierta en los alargados dormitorios cuando la mañana aún está oscura. Refunfuñando, nos levantamos de nuestras literas dobles y salimos del torreón a la plaza del castillo donde nos estiramos y partimos a la carrera. En una gravedad de 0,37, trotamos con facilidad. Las nubes dejan caer una fina lluvia. El cañón se levanta cincuenta kilómetros al oeste y cuarenta kilómetros al este de nuestra pequeña torre del valle de seis kilómetros de alto. Entre sus paredes hay un ecosistema de montañas, bosques, ríos y llanuras. Nuestro campo de batalla. El nuestro es un territorio montañoso. Allí se levantan colinas musgosas y picos escarpados que caen en cañadas herbosas en forma de U. Un manto de niebla lo cubre todo, incluso los frondosos bosques que se extienden como colchas tejidas a mano por encima de las faldas de las montañas. Nuestro castillo está situado en una colina justo al norte de un río que discurre en medio de un valle con forma de cáliz: mitad hierba, mitad bosques. Las colinas más altas ahuecan el valle en un semicírculo de norte a sur. Debería gustarme esto. A Costia le gustaría. Pero sin ella me siento tan sola como parece nuestro castillo en esa alta y elevada colina. Busco el medallón, busco nuestro hemanto. Ninguno de ellos está conmigo. Me siento vacía en este paraíso. Tres muros de nuestro castillo en la colina se alzan sobre precipicios de ocho metros de caída. El castillo es inmenso. Sus murallas miden treinta metros de altura. La garita se extiende desde los muros como una fortaleza con torres. Intramuros, el torreón cuadrado se integra en el muro del noroeste y se eleva cincuenta metros. Una suave pendiente baja hasta el fondo del valle a la entrada occidental del castillo, frente al torreón. Bajamos corriendo la pendiente por un camino largo de tierra. La niebla nos envuelve. Disfruto del aire frío. Me purifica después de unas cuantas horas de sueño irregular. La niebla se disipa a medida que alborea la mañana de verano. Unos cérvidos, más esbeltos y rápidos que las criaturas de la Tierra, pastan en los bosques de abetos. Los pájaros vuelan en círculos. Un cuervo solitario grazna inquietantes augurios. Los corderos cubren los campos y las cabras deambulan por las escarpadas rocas de las colinas, que trepamos a la carrera en una fila de cincuenta y una personas. Puede que los demás miembros de mi casa vean animales de la Tierra, o curiosas criaturas que los tallistas decidieron fabricar por diversión. Pero yo solo veo ropa y comida. Los animales sagrados de Marte hacen de nuestro hogar su territorio. Los pájaros carpinteros martillean los robles y los abedules. De noche, los lobos aúllan en las montañas y por el día acechan en los bosques de nuestro territorio. Cerca del río hay serpientes. Y buitres en los silenciosos barrancos. Los asesinos corren junto a mí. Vaya amigos tengo. Ojalá Loran, Nyko o Matteo estuviesen aquí para guardarme las espaldas. Ojalá tuviera a alguien en quien pudiera confiar. Soy una oveja que viste una piel de lobo en medio de una manada de lobos. Mientras Titus corre por las rocosas colinas, Zoe, la chica de la cojera, se cae. Titus la empuja perezosamente con el pie hasta que la cargamos sobre los hombros. Monty y yo portamos la carga. Wells sonríe con suficiencia y Bellamy es el único que ayuda cuando Monty se cansa. Después, Pólux, un chico esbelto con la voz bronca y el pelo rapado me releva. Suena como si hubiera estado fumando ciscos desde que tenía dos años. Recorremos un valle estival de bosques y campos. Allí nos pican los insectos. Los oropelos chorrean sudor, pero yo no. Esto es un baño helado comparado con los antiguos rigores de mi antigua escalfandra. Todos los que me rodean están en perfecta forma, pero Bellamy, Raven, Echo, Harper —esa maldita chica es la cosa más rápida que haya visto nunca sobre dos piernas—, Wells, tres de sus nuevos amigos y yo podríamos dejar atrás al resto. Tan solo Titus, con sus gravibotas, podría correr más que nosotros. Va brincando como un cérvido; después da caza a uno y saca rápidamente el cuchillo. Le rodea la garganta al animal y acerca el cuchillo para matarlo.
—La cena —sonríe—. Cogedlo.
—Podría haberlo matado más cerca del castillo —murmura Raven.
Titus se rasca la cabeza y mira a su alrededor.
—¿Alguien ha oído a una trasgo fea y rechoncha hacer un… bueno, lo que sea que hacen los trasgos? Cogedlo.
Raven coge una pata del ciervo.
—Soplapollas.
Llegamos a la cima de una cumbre rocosa que se encuentra a cinco kilómetros al suroeste del castillo. Una torre de piedra domina el pico. Desde allí contemplamos el campo de batalla. En alguna parte, nuestros enemigos hacen lo mismo. El escenario de guerra se extiende hacia el sur más allá de donde alcanza la vista. Un cordillera nevada recorre el horizonte por el oeste. Al sureste, un bosque primitivo enmaraña el paisaje. Dividiendo los dos hay una exuberante llanura cruzada por un inmenso río que discurre hacia el sur: el Argos, y sus afluentes. Más al sur, más allá de las llanuras y de los ríos, el terreno se sumerge a lo lejos en una pendiente pantanosa. No veo más allá. Una gigantesca montaña flota a dos kilómetros del suelo en el cielo azul cuajado de estrellas. Es el Olimpo, explica Titus, una montaña artificial donde los próctores observan las clases todos los años. La parte más alta reluce con el trémulo resplandor de un castillo de cuento de hadas. Zoe arrastra los pies para ponerse junto a mí.
—¿Cómo flota? —pregunta con dulzura.
No tengo ni la menor idea.
Miro al norte.
Dos ríos en un valle arbolado dividen nuestro territorio montañoso septentrional, que está en el límite de las inmensas y salvajes tierras altas. Forman una uve que señala al suroeste a las tierras bajas, donde al fin forman un afluente del Argos. Las tierras altas rodean el valle: espectaculares cerros y montañas enanas, cruzadas por barrancos en los que aún se encarama la niebla.
—Esta es la torre de Fobos —nos indica Titus.
Se eleva en el lejano suroeste de nuestro territorio. Titus bebe de una cantimplora aunque nosotros estamos sedientos, y señala al noroeste, donde se encuentran los dos ríos en el valle para formar la uve. Una torre enorme corona una lejana cordillera enana justo más allá de la intersección.
—Y eso es Deimos.
Traza una línea imaginaria para enseñarnos los límites del territorio de la Casa de Marte. El río oriental se llama Furor. El occidental, que discurre por el sur del castillo, es el Metas. Un único puente cruza el Metas. Para llegar a nuestro castillo, el enemigo tendría que cruzarlo y así entrar en la uve del valle y atacar por el noreste a través de un fácil terreno arbolado.
—Esto es una cochina broma, ¿no? —le pregunta Raven a Titus.
—¿Qué quieres decir, Trasgo?
Titus hace explotar un globo de chicle.
—Estamos más expuestos que las piernas de una furcia rosa. Todas estas colinas montañosas para que luego cualquiera pueda llegar caminando hasta la entrada principal. Hay un paso desde las tierras bajas hasta la puerta. Solo hay que cruzar un apestoso río.
—Señalando lo evidente, ¿eh? ¿Sabes? No me gustas nada. Eres una asquerosa trasgo. —Titus se queda mirando a Raven durante un momento cargado de intención, y después hace un ademán de indiferencia—. Sea como sea, yo estaré en el Olimpo.
—¿Qué quiere decir, próctor? —pregunta Bellamy con acritud.
A él tampoco le gusta el aspecto que están adquiriendo las cosas. Aunque tiene los ojos inyectados en sangre por haber llorado toda la noche a su hermano muerto, eso no ha apagado su aspecto imponente.
—Lo que quiero decir es que es vuestro problema, principito. No el mío. Nadie va a solucionaros nada. Soy vuestro próctor, no vuestra mami. Estás en el Instituto, ¿os acordáis? Así que, si creéis estar tan expuestos, os toca haceros un cinturón de castidad para protegeros el punto débil.
Se oyen gruñidos de protesta generalizados.
—Podría ser peor —digo. Señalo más allá de la cabeza de Echo hacia las llanuras meridionales donde una fortaleza enemiga cruza un enorme río—. Podríamos estar expuestos como esos pobres mamones.
—Esos pobres cabrones tienen huertos y cultivos —replica Titus pensativo—. Vosotros tenéis… —Mira por encima del saliente en busca del ciervo que ha matado—. Bueno, esta trasgo se ha dejado el ciervo atrás, así que no tenéis nada. Lo que no os habéis comido vosotros, se lo comerán los lobos.
—A no ser que nos comamos a los lobos —masculla Raven, que consigue atraer miradas de extrañeza del resto de la Casa.
Así que tenemos que conseguirnos nuestra propia comida.
Echo señala las llanuras.
—¿Qué están haciendo?
Una nave de carga negra baja de entre las nubes. Se acomoda en el centro de una hermosa llanura entre nosotros y la lejana fortaleza fluvial de nuestra enemiga, Ceres. Dos obsidianos y unos cuantos quincallas hacen guardia mientras los marrones se apresuran a colocar jamones, filetes, galletas, vino, leche, miel y queso sobre una mesa desechable a ocho kilómetros de la torre de Fobos.
—Es evidente que se trata de una trampa —resopla Raven.
—Gracias, Trasgo —dice Bellamy con un suspiro—. Pero yo no he desayunado. —Tiene ojeras alrededor de sus inquietos ojos. Me mira furtivamente, a mí, de entre el grupo de compañeros, y me lanza una sonrisa—. ¿Una carrera, Lexa?
La sorpresa hace que me dé un vuelco el corazón. Después sonrío.
—Preparada.
Y sale disparado.
He hecho cosas más estúpidas para alimentar a mi familia. Hice cosas más estúpidas cuando alguien a quien amaba murió. Le debo compañía a Bellamy mientras se lanza por la escarpada ladera. Cuarenta y ocho chicos nos miran mientras corremos para llenarnos la tripa; ninguno de ellos nos sigue.
—¡Traedme una loncha de jamón con miel! —grita Titus.
Echo nos llama idiotas. La nave de desembarco se aleja flotando mientras cambiamos las montañas a nuestra espalda por un terreno más amable. Ocho kilómetros en gravedad 0,376 (según el estándar de la Tierra) es pan comido. Bajamos a toda prisa por las laderas rocosas y, después de atravesar la hierba que nos llega por el tobillo, llegamos hasta las llanuras a toda velocidad. Bellamy alcanza las mesas con un cuerpo de ventaja. Es rápido. Nos bebemos cada uno medio litro de agua helada de la mesa. Yo antes que él. Se ríe.
—Parece que lo del asta es el símbolo de la Casa de Ceres. La diosa de la cosecha. —Bellamy señala la fortaleza que hay más allá de las verdes llanuras. Unos pocos árboles motean los varios kilómetros que nos separan del castillo. Los banderines ondean en las murallas. Bellamy se mete una uva en la boca—. Deberíamos acercarnos a echar un vistazo antes de zampar. Un poco de exploración.
—De acuerdo. Aunque hay algo que no me gusta… —susurro.
Bellamy se ríe en la llanura abierta.
—Tonterías. Si hubiera peligro, lo veríamos venir. Y no creo que ninguno de ellos sea más rápido que nosotros. Podemos ir hasta allí vacilándoles y plantar un pino en su puerta si nos apetece.
—La verdad es que noto movimiento —digo, y me toco el estómago.
Aun así, algo va mal. Y no solo en mi tripa.
Nos separan seis kilómetros en campo abierto de la fortaleza fluvial. El río borbotea a lo lejos, a la derecha. El bosque queda a la izquierda. La llanura, enfrente. Las montañas, más allá del río. El viento hace susurrar la hierba alta, y un gorrión planea con la brisa. Baja en picado hasta el suelo, después se asusta y vuelve a subir. Me río con ganas y me inclino sobre la mesa.
—Están en la hierba —susurro—. Una trampa.
—Podemos robarles sacos y llevarnos más de esto —dice en voz alta, y luego, en voz baja—: ¿Corremos?
—Florecilla.
Sonríe, aunque ninguno de nosotros está seguro de si se nos permite empezar la lucha el día de la orientación. Lo mismo da. A la de tres, rompemos de un puntapié las patas de la mesa desechable de forma que ambos tenemos un metro de duroplástico como arma. Grito como una maniaca y corro hacia el punto donde el gorrión huyó. Bellamy corre a mi lado. Cinco dorados de la Casa de Ceres se levantan de entre la hierba. Están sorprendidos de nuestra temeraria carrera. Bellamy golpea en la cara al primero de ellos con una estocada propia de un esgrimista. Yo soy mucho menos elegante. Tengo el hombro rígido y dolorido. Grito y rompo mi arma en las rodillas de otro. Cae al suelo entre aullidos. Esquivo un golpe. Bellamy lo desvía. Bailamos en pareja. Quedan tres. Uno de ellos se encara conmigo. No tiene ni un cuchillo ni un bate. No, tiene algo que me interesa mucho más. Una espada como un signo de interrogación. Una falce para cosechar el grano. Me encara con la mano libre en la cadera y la hoja curva hacia fuera como un filo. De haber sido un filo estaría muerta, pero no lo es. Le hago fallar el golpe, y detengo a uno de los atacantes de Bellamy. Avanzo a trompicones hacia el mío. Soy mucho más rápida que él y, comparado con él, aprieto con la fuerza del duroacero. Le quito la falce y el cuchillo y después lo tiro al suelo de un puñetazo. Cuando ve cómo hago girar la falce en mi mano el último chico que queda ileso sabe que es momento de rendirse. Bellamy da un gran salto en la gravedad de 0,376 y le propina una innecesaria patada lateral en la cara. Me recuerda a los danzarines y saltarines de Lico. Kravat. La danza silenciosa. Guarda un extraño parecido al baile arrogante de los jóvenes rojos. Las imprecaciones de estos chicos no tienen nada de silenciosas. No siento ninguna lástima por estos estudiantes. Todos mataron a alguien la noche pasada, igual que yo. En este juego no hay inocentes. Lo único que me preocupa es cómo ha despachado Bellamy a sus víctimas. Es la elegancia y la finura personificadas. Yo soy la ira y la impulsividad. Si descubriera mi secreto podría matarme en un segundo.
—¡Qué bestia! —canturrea—. ¡Has estado condenadamente terrorífica! ¡Le has birlado el arma! ¡Condenadamente rápida! Menos mal que no nos emparejaron ayer. ¡De primera! ¿Qué tenéis que decir vosotros, estúpidos tramposos?
Los capturados se limitan a insultarnos. Me yergo sobre ellos y ladeo la cabeza.
—¿Es la primera vez que habéis perdido en algo? —No obtengo respuesta. Frunzo el ceño—. Vaya, debe de ser embarazoso.
El rostro de Bellamy resplandece: por un momento se ha olvidado de la muerte de su hermano. Yo no. Yo me siento lúgubre. Vacía. Malvada, cuando la adrenalina desaparece. ¿Esto es lo que quería Costia? ¿Que me pusiera a jugar? Titus aparece por el aire sobre nosotros, aplaudiendo. Las gravibotas le resplandecen como el oro. Lleva la loncha de jamón entre los dientes.
—¡Llegan los refuerzos! —ríe.
Wells y media docena de chicos corren hacia nosotros desde las tierras altas. En el lado contrario, una figura dorada se levanta en la lejana fortaleza del río y vuela hacia nosotros. Una preciosa mujer con el pelo corto se sitúa junto a Titus en el aire. Es la próctor de la Casa de Ceres. Lleva una botella de vino y dos vasos.
—¡Marte! ¡Un picnic! —grita, refiriéndose a él por el nombre de la deidad de su Casa.
—Y bien, ¿quién ha preparado este teatro, Ceres? —pregunta Titus.
—Pues Apolo, supongo. Se siente solo allí en sus dominios de la montaña. Toma este zinfandel de sus viñedos. Mucho mejor que la variedad del año pasado.
—¡Delicioso! —proclama Titus—. Pero tus chicos estaban agazapados en la hierba. Casi como si supieran que el picnic se iba a manifestar de manera espontánea. Sospechoso, ¿no?
—¡Detalles! —ríe la próctor de Ceres—. ¡Detalles pedantes!
—Bueno, ahí te va un detalle. Parece que este año dos de los míos valen como cinco de los tuyos, querida.
—¿Estos guapos muchachos? —pregunta Ceres con una risita—. Pensaba que los vanidosos se iban
con Apolo o con Venus.
—Bueno, por lo visto los tuyos luchan como granjeros y amas de casa. Están en el sitio correcto.
—No los juzgues aún, sinvergüenza. Estos son clase intermedia. ¡Los de clase superior están en otra parte ganándose sus primeros callos!
—¿Aprendiendo a usar el horno? ¡Hurra! —declara Titus con ironía—. De los panaderos salen los mejores gobernantes, o eso dicen.
Ella le da un codazo.
—Ay, pero qué malvado. No me extraña que te presentaras al puesto de Caballero de la Furia. ¡Menudo granuja!
Chocan los vasos mientras los observamos desde abajo.
—¡Cómo me gusta el día de orientación! —exclama Ceres con una risita nerviosa—. Mercurio ha soltado cien mil ratas en la ciudadela de Júpiter. Pero Júpiter estaba sobre aviso porque Diana se fue de la lengua y organizó la entrega de mil gatos. Los chicos de Júpiter no pasarán hambre como el año pasado. Los gatos estarán tan gordos como Baco.
—Diana es una ramera —sentencia Titus.
—¡Sé amable!
—Lo he sido. Le envié una enorme tarta fálica llena de pájaros carpinteros vivos.
—Venga ya.
—Y tanto.
—¡Qué bruto! —Ceres le acaricia el brazo y me doy cuenta del comportamiento de libertad amorosa que tiene esta gente. Me pregunto si los demás próctores serán también amantes—. Tendrá la fortaleza llena de agujeros. Bueno, y el ruido debe de ser espantoso. Muy bien jugado, Marte. Dicen que Mercurio es un bromista, pero tus bromas siempre tienen cierto… estilo.
—Estilo, ¿eh? Bueno, estoy seguro de que podría hacerte algunos trucos en el Olimpo…
—¡Hurra! —canturrea ella insinuante.
Brindan de nuevo, flotando sobre sus sudorosos y ensangrentados alumnos. No puedo sino reírme. Esta maldita gente está loca. Totalmente chiflados en esas vacías cabezas doradas. ¿Cómo es que son mis gobernantes?
—¡Eh! ¡Titus! Si no te importa. ¿Qué se supone que debemos hacer con estos granjeros? —grita Bellamy. Le da un toque en la nariz a uno de nuestros cautivos lesionados—. ¿Cuáles son las reglas?
—¡Coméoslos! —grita Titus—. Y, Lexa, deja esa condenada guadaña. Pareces una segadora.
No la tiro. Tiene casi la misma forma de la falce que llevaba en casa. No es tan afilada, porque no está diseñada para matar, pero las proporciones son las mismas.
—¿Sabéis? Podríais dejar marchar a mis niños y devolverles la guadaña —sugiere Ceres desde allí arriba.
—¡Si me das un beso, trato hecho! —grita Bellamy.
—¿El hijo del emperador? —le pregunta a Titus. Él asiente—. Vuelve a pedírmelo cuando seas un Marcado, principito. —Mira hacia atrás—. Mientras tanto, os aconsejaría que la Segadora y tú salierais corriendo.
Oímos los cascos antes de ver los caballos pintados que galopan hacia nosotros por la llanura. Vienen de la entrada abierta del castillo de la Casa de Ceres. Las chicas que los montan llevan redes.
—¡Os han dado caballos! ¡Caballos! —se queja Titus—. ¡Eso es muy injusto!
Corremos y a duras penas llegamos al bosque. No me gustó mi primer encuentro con caballos. Siguen dándome un miedo de muerte. Los resoplidos y las coces. Bellamy y yo nos quedamos sin aliento. Me duele el hombro. Capturan a dos de los refuerzos de Wells porque se quedan solos en campo abierto. El osado Wells tira un caballo y se ríe cuando a está a punto de destrozar a una de las chicas con la bota. Ceres lo golpea con un aturdidor y hace las paces con Titus. El aturdidor hace que Wells se mee encima. La única a quien le da igual reírse es Raven. Bellamy comenta algo sobre malos modales, pero suelta una risita en voz baja. Wells se da cuenta.
—¿Tenemos permiso para matarlos o no? —gruñe esa noche en la cena. Nos comemos los restos del festín de Baco—. ¿O me van a aturdir cada vez?
—Bueno, no se trata de matarlos —responde Titus—. Así que no. No vayamos por ahí matando a los condiscípulos, gorila majadero.
—¡Pero si ya lo hemos hecho antes! —rezonga Wells.
—¿A ti qué te pasa? —pregunta Titus—. El Paso era una eliminación con fines selectivos. Ya no se trata de la supervivencia del más apto, saco de músculos demente, pedazo de imbécil. ¿De qué serviría que ahora los más aptos se asesinaran unos a otros hasta que solo quedasen unos pocos? Aún hay más pruebas que pasar.
—Crueldad. —Echo se cruza de brazos—. ¿Así que ahora no es aceptable? ¿Es eso lo que estás diciendo?
—Pues más vale que sea aceptable.
Wells sonríe de oreja a oreja. Se ha pasado toda la noche alardeando de cómo tiró al caballo, como si eso hiciera que todos se olvidaran de la meada que manchó sus pantalones. Algunos lo han hecho. Ya ha reunido una manada de perros de caza. Solo parece tenernos una pizca de respeto a Bellamy y a mí, y eso que nos mira con gesto despectivo. También a Titus.
Titus deja su trozo de jamón con miel.
—Vamos a aclarar las cosas, niños, para que este búfalo no vaya por ahí pisoteando calaveras. La crueldad es aceptable, querida Echo. Es comprensible que alguien muera por accidente. Hasta los mejores pueden sufrir algún accidente. Pero no os mataréis los unos a los otros con achicharradores. No colgaréis a nadie de las murallas a no ser que ya estén muertos. Los medibots están cerca por si la atención médica fuera extremadamente necesaria. Actúan lo bastante rápido como para salvar vidas, la mayor parte de las veces.
»Pero recordad que no se trata de matar. Por nosotros, como si sois igual de despiadados que Vlad Drácula. Él perdió, a pesar de eso. De lo que se trata es de ganar. Eso es lo que queremos. Y esa pequeña prueba de crueldad ya ha pasado. Queremos que nos mostréis lo brillantes que sois. Como Alejandro. Como César, como Napoleón, como Merrywater. Queremos que organicéis un ejército, que impartáis justicia, que consigáis provisiones de alimentos y protección. Cualquier imbécil puede clavarle una espada a otro en la tripa. El papel de la escuela es encontrar a los líderes de los hombres, no a sus asesinos. Así pues, estúpidas criaturas, aquí no se trata de matar, sino de conquistar. ¿Y cómo se conquista en un juego donde hay once tribus enemigas?
—Atacándolas una a una —responde Wells, a sabiendas.
—No, pedazo de ogro.
—Tonto del culo —musita Raven con desprecio.
La manada de Wells observa en silencio a la más pequeña del Instituto. Nadie suelta ninguna amenaza. Ningún gesto se tuerce. Solo una promesa silenciosa. Resulta difícil acordarse de que todos son unos genios. Parecen demasiado guapos. Demasiado atléticos. Demasiado crueles para ser genios.
—¿Alguien que no sea el ogro tiene alguna idea? —pregunta Titus.
Nadie responde.
—Conviertes a doce tribus en una —digo, al fin— haciendo esclavos. Igual que la Sociedad. Construir sobre los hombros de los demás. No es cruel, sino práctico.
Titus aplaude con sorna.
—Excelente, Segadora, excelente. Parece que alguien está haciendo méritos para ser primus. —Todos se revuelven ansiosos ante esas últimas palabras. Titus saca una caja alargada de debajo de la mesa—. Y ahora, damas y caballeros, esto es lo que se usa para hacer esclavos. —Saca nuestro estandarte—. Proteged esto. Proteged vuestro castillo. Y conquistad a los demás.
