23

FRACTURA

Aunque dormimos bajo el mismo techo, la Casa tardó apenas cuatro días en dividirse en cuatro tribus. Echo, quien por lo visto es el retoño de una familia que posee un cinturón de asteroides considerable, se lleva a la clase intermedia: los charlatanes, los quejicas, los cerebritos, los dependientes, los peleles, los esnobs y los políticos. Wells se lleva sobre todo la clase superior o intermedia. Los especímenes físicos, los violentos, los rápidos, los intrépidos, los prototípicamente inteligentes, los ambiciosos y los oportunistas: el surtido típico de la Casa de Marte. La prodigiosa pianista, la silenciosa Casandra, es suya. También el irascible Pólux y el psicótico Vixus, que tiembla de placer ante la idea de clavar el metal en la carne. Si Bellamy y yo hubiéramos planeado mejor nuestra estrategia, podríamos haberle robado los superiores a Wells. Qué demonios, podríamos haberlos tenido a todos dispuestos a seguirnos solo con decirles que tenían que obedecer. Al fin y al cabo, Bellamy y yo fuimos los más fuertes durante un breve instante, pero luego le dimos a Wells la oportunidad de intimidar, y a Echo la de manipular.

—Mierda de Echo —digo.

Bellamy se ríe y menea la cabeza mientras nos dirigimos hacia el este por las montañas en busca de más cajas ocultas de suministros. Mis largas piernas pueden recorrer un kilómetro fácilmente en menos de un minuto.

—Bueno, es lo que se espera de ella. Si nuestras familias no hubieran pasado las vacaciones juntas cuando éramos pequeños, la habría acusado de demókrata el primer día. Pero ella no es nada de eso. Más bien es como un César, o… ¿cómo los llamaban…? Presidentes: un tirano disfrazado de persona necesaria.

—Es como un zurullo plantado en el cuenco del bebercio.

—Pero ¿qué condenados demonios significa eso? —pregunta Bellamy entre risas.

El tío Gustus podría habérselo dicho.

—¿Perdón? Ah, se lo oí a un rojo superior en Yorkton. Significa que es una mosca en la copa.

—¿Un rojo superior? —resopla Bellamy—. Una de mis niñeras lo era. Ya. Lo sé. Raro. Pero la mujer me contaba historias cuando quería dormir.

—Qué bonito —digo.

—A mí me parecía una sabihonda relamida. Intenté decirle a mi madre que le callara la boca y que me dejara en paz, porque lo único que quería hacer era hablar de valles y de romances sombríos que siempre terminaban con una u otra tristeza. Qué criatura más deprimente.

—¿Qué hacía tu madre cuando te quejabas? —pregunto.

—¿Mi madre? ¡Ja! Me daba una colleja y decía que siempre se puede aprender algo de los demás. Incluso de los rojos superiores. Mi padre y ella quieren parecer progresistas. Eso me confunde. —Sacude la cabeza—. Pero ¡Yorkton! Julian no se podía creer que alguien como tú fuera de Yorkton.

Las sombras regresan a mí. Ni siquiera pensar en Costia las disipa. Ni siquiera pensar en la licencia que me da mi noble misión destierra la culpa. Soy la única que no debería sentirse culpable por el Paso; pero, aparte de Monty, creo que soy la única que lo hace. Miro mis manos y recuerdo la sangre de Julian.

De repente, Bellamy señala al cielo, hacia el suroeste.

—Por todas las condenadas llamas del infierno, ¿qué es eso?

Del Olimpo, el castillo flotante, caen multitud de parpadeantes medibots. Oímos sus lejanos aullidos. Los próctores centellean tras ellas como flechas llameantes hacia las lejanas montañas meridionales. Sea lo que sea lo que haya ocurrido, una cosa es segura: el caos reina en el sur. Aunque mi tribu continúa durmiendo en el castillo, nos hemos cambiado de la torre alta a la garita para no tener que juntarnos con la hueste de Wells. Como queremos protegernos, mantenemos en secreto que cocinamos. Nos vemos con nuestra tribu para cenar en un lago de las montañas septentrionales. No todos son de clase superior. Tenemos algunos —Bellamy y Monty—, pero después no hay ninguno elegido hasta la decimoséptima ronda. Tenemos algún intermedio —Harper y Zoe—, pero los demás son la morralla: Payaso, Muecas, Hierbajo, Guijarro y Cardo. Esto le molesta a Bellamy aunque la morralla del Instituto sigue siendo fehacientemente sobrehumana en comparación con el resto de colores. Son atléticos. Son resistentes. Nunca te piden que repitas algo a no ser que sea para demostrar algo. Y aceptan mis órdenes, aunque anticipen lo que les pediré después. Para mí sus orígenes menos privilegiados tienen valor. La mayoría son más listos que yo. Pero poseo ese algo especial que llaman «astucia coloquial», como demuestra mi alta puntuación en la prueba de pensamiento lateral. Tampoco es que importe. Tengo cerillas, y eso me convierte en Prometeo. Ni Echo ni Wells tienen fuego, hasta donde yo sé. Así que soy la única que puede llenarles el buche. Ordeno que cada miembro de mi tribu cace una cabra o un cordero. No está permitido gorronear, aunque Muecas lo intenta con denuedo. No se dan cuenta de que me tiemblan las manos cuando degüello una cabra con un cuchillo por primera vez. Hay mucha confianza en los ojos del animal, seguida de la confusión por creerme aún su amiga. La sangre es caliente, como la de Julian. Los músculos del cuello son duros. Tengo que serrarla con un cuchillo romo, igual que Zoe cuando mata su primer cordero, chillando mientras lo hace. Hago que lo desuelle con ayuda de Cardo. Y cuando no puede, cojo sus manos entre las mías y la guío, dándole mi fuerza.

—¿Es que mamá te va a tener que cortar también la carne? —se burla Cardo.

—Cállate —le ordena Monty.

—Ella puede librar sus propias batallas, Monty. Zoe, Cardo te ha hecho una pregunta. —Zoe me mira, pestañeando, con los ojos confusos y abiertos de par en par—. Hazle otra, Cardo.

—¿Qué vas a hacer cuando tengamos problemas con Wells? ¿Darás grititos también? Niña.

Cardo sabe lo que quiero que haga. Se lo pedí treinta minutos antes de que le trajera la cabra a Zoe. Le hago una señal a Zoe con la cabeza, en dirección a Cardo.

—¿Es que vas a llorar? ¿Te vas a secar las lágrimas con…?

Zoe grita y salta hacia ella. Las dos echan a rodar mientras se dan de puñetazos. No pasa mucho tiempo hasta que Cardo tiene a Zoe sujeta por el cuello con una llave. Monty se remueve inquieto a mi lado. Harper tira de él para que se quede quieto. La cara de Zoe se está poniendo morada. Da golpes con las manos en las de Cardo. Luego se desmaya. Le doy las gracias a Cardo con la cabeza. La chica de rostro oscuro me responde con un lento bajar y subir de cabeza. Pero los hombros de Zoe se ven mucho más fuertes a la mañana siguiente. Incluso hace acopio de la valentía suficiente para coger de la mano a Monty. También dijo que era buena cocinera; no lo es. Monty lo intenta, pero no es mucho mejor. Comerse la pitanza que han preparado es como tragarse esponjas secas y llenas de hebras. Ni siquiera Harper, con todos sus cuentos, es capaz de inventarse una receta. Cocinamos la carne de cabra y de ciervo en nuestra cocina de campamento a seis kilómetros del castillo, y lo hacemos de noche en las quebradas para que la luz y el fuego no puedan ser vistos. No

matamos a las ovejas sino que las agrupamos y las dejamos en un fuerte al norte para mantenerlas a salvo. Podría atraer a más gente a mi tribu con la comida, pero la comida es al mismo tiempo un peligro y una bendición. Lo que Wells y sus asesinos harían si se enteraran de que tenemos fuego, comida y agua limpia…

Monty y yo estamos de vuelta en el castillo después de una pequeña exploración al sur cuando oímos ruidos provenientes de un pequeño grupo de árboles. Cuando nos acercamos un poco más, sigilosamente, oímos gruñidos y cortes. Esperamos ver una manada de lobos destrozando una cabra, miramos a hurtadillas a través de la maleza y descubrimos a cuatro soldados de Wells arrodillados en torno a un cadáver. Tienen el rostro sangriento, la mirada oscura y voraz mientras rasgan tiras de carne de ciervo con el cuchillo. Cinco días sin fuego, cinco días de desagradables bayas y ya se han

convertido en salvajes.

—Tenemos que darles cerillas —me dice Monty después—. Aquí las piedras no sueltan chispas por más que las frotes.

—No. Si les damos cerillas, Wells tendrá más poder.

—¿Qué más da eso ahora? Si siguen comiendo carne cruda se van a poner enfermos. ¡Ya están enfermos!

—Pues que se caguen en los pantalones. Hay cosas peores.

—Dime, Lexa, ¿sería peor que Wells tuviera el poder y Marte fuera fuerte o que Lexa tuviera el poder y Marte fuera débil?

—¿Mejor para quién? —pregunto con petulancia.

Monty se limita a sacudir la cabeza.

—Que se les pudran las condenadas tripas —opina Bellamy—. Ellos se lo han guisado. Pues que se lo coman.

Mi ejército está de acuerdo.

Me gusta mi ejército, la morralla, los inferiores. No están tan cualificados, ni tienen la misma educación que los de la clase superior. La mayoría de ellos se acuerdan de darme las gracias cuando les proporciono comida, cosa que no hacían al principio. No salen a chulearse detrás de Wells en incursiones a medianoche solo porque eso les ponga cachondos. No, nos siguen porque Bellamy es tan carismático como el sol y, bajo su luz, parece que la sombra que proyecto sabe lo que está haciendo. No lo sabe.

Ella, igual que yo, nació en una mina.

De todos modos, parece que sí que tengo alguna estrategia. Me los llevo al fondo de un barranco a trazar mapas en las digipizarras que encontramos en una bodega anegada; pero seguimos sin más armas que mi falce, algunos cuchillos y palos afilados. Así que cualquier estrategia que tengamos se basa en recabar información. Lo gracioso es que solo una tribu tiene idea de lo que está pasando. Y no es la nuestra. No es la de Echo, y desde luego que no es la de Wells. Es la de Raven y estoy casi segura de que ella es la única miembro de esa tribu a no ser que ahora haya adoptado lobos. No resulta fácil saber si lo ha hecho o no. Nuestra casa no celebra cenas en familia. Aunque de vez en cuando la vemos correr de noche colina arriba con su piel de lobo, con el aspecto, como Bellamy describe a la perfección, «de una especie de peluda niña demonio puesta de alucinógenos». Incluso hubo una ocasión en que Monty llegó a escuchar algo que no era un lobo, y que aullaba envuelta en el oscuro manto de las montañas. Algunos días Raven camina por ahí de forma más o menos normal: insultando a todo lo que se mueve menos a Harper. Hace una excepción con ella, y le da carne y setas comestibles en vez de insultos. Creo que está pillada por ella, aunque ella esté pillada por Bellamy. Le pedimos que nos hable de ella, pero no quiere. Es una persona leal, y quizá por eso me recuerda a casa. Siempre está contando buenas historias; la mayoría, sin duda, mentiras recubiertas de oro. Hay una chispa de vida en ella, igual que la que había en mi mujer. Es la única que no llama Trasgo a Raven. También es la única que sabe dónde vive. Ni con todas nuestras exploraciones logramos hallar rastro de ella. Por lo que a mí respecta, puede estar por ahí cortando cabelleras más allá de las montañas. Sé que Wells ha enviado rastreadores para acecharlo, pero no creo que tengan éxito. Ni siquiera logran seguirme a mí. Sé que eso saca a Wells de sus casillas.

—Yo creo que se está masturbando en los arbustos —ríe Bellamy—. Esperando a que nos matemos unos a otros.

Cuando Zoe llega cojeando al castillo, Monty nos busca a Bellamy y mí fuera.

—La han pegado —dice Monty—. No muy fuerte, pero le dieron una patada en el estómago y se

llevaron el trabajo de un día.

—¿Quién? —grita Bellamy—. ¿Quién ha sido la escoria?

—Eso no importa. Lo que importa es que tienen hambre, así que deja de jugar al ojo por ojo. Esto no puede seguir así —lo apremia Monty—. Los chicos de Wells están muriéndose de hambre. ¿Qué esperabas que hicieran? Demonios, el enorme bruto está persiguiendo a Trasgo porque necesita fuego y comida. Si le damos eso, podemos unir a la Casa y mantener la urbanidad. Puede que incluso Echo haga entrar en razón a su tribu.

—¿Echo? ¿Razón? —pregunta Bellamy, a carcajada limpia.

—Aunque eso pase, Wells seguirá siendo el que más poder tenga —añado—. Y eso no es ningún remedio.

—Ah, claro. Eso es algo que no puedes tolerar. Que otro tenga el poder. Muy bien. —Monty se estira sus largos cabellos—. Habla con Vixus o Pólux. Llévate a sus capitanes si no queda otra. Pero cura esta casa, Lexa. De lo contrario, perderemos cuando otra casa venga a por nosotros.

Al sexto día sigo su consejo. Sabedora de que Wells está fuera de rapiña, me arriesgo a buscar a Vixus en el torreón. Por desgracia, Wells regresa antes de lo esperado.

—Qué pinta tan animada y llena de vida traes —me dice antes de que consiga encontrar a Vixus en las estancias de piedra del torreón. Me impide el paso con su inmenso cuerpo. Sus hombros son casi igual de anchos que el muro. Siento que hay otro en el pasillo detrás de mí. Vixus y otros dos. Se me encoge un poco el estómago. Esto ha sido una estupidez—. ¿Adónde vas, si puedo preguntarlo?

—Quería comparar los mapas de nuestras exploraciones con el mapa principal de la sala de mando

—miento sabiendo que llevo una digipizarra en el bolsillo.

—Vaya, ¿así que querías comparar los mapas de las exploraciones con los mapas principales por el bien de Marte, noble Lexa?

—¿Y qué otro bien hay? —pregunto—. Todos estamos en el mismo bando, ¿no?

—Vaya, estamos en el mismo bando. —Wells estalla en una risa insincera—. Vixus, si estamos en el mismo bando, ¿no crees que sería mejor que compartiéramos tus pequeños mapas?

—Sería mucho mejor —asiente Vixus—. Setas. Mapas. Lo mismo da.

Así que fue él quien atacó a Zoe. Sus ojos carecen de vida. Como los de un cuervo.

—Claro. Yo les echaré un vistazo por ti, Lexa.

Wells me quita los mapas de reconocimiento. No puedo hacer nada para impedírselo.

—Cógelos si quieres —le ofrezco—. Siempre y cuando sepas que hay fuegos enemigos lejos hacia el este y probablemente enemigos en los Grandes Bosques hacia el sur. Saquea todo lo que quieras, pero que no te pillen con los pantalones bajados.

Wells olisquea el aire. No me estaba escuchando.

—Ya que estamos compartiendo, Lexa. —Olisquea de nuevo, cerca de mi cuello—. A lo mejor puedes decirme por qué hueles a madera quemada.

Me pongo tensa, sin saber qué hacer.

—Mira cómo se pone nerviosa. Mira cómo teje una mentira. —La voz de Wells está llena de repugnancia—. Puedo oler tu engaño. Oler las mentiras que rezumas.

—Como una mujer en celo —añade Pólux, con tono sardónico. Me hace un gesto de indiferencia, como si estuviera disculpándose.

—Repugnante —dice Vixus, despectivo—. Qué cosa tan vil. Una cosa despreciable y afeminada.

No sé por qué pensaba que podía volverlo contra Wells.

—Eres una pequeña parásito —continúa Wells—. Carcomiendo la moral porque no quieres ceder; esperando a que tus hombres y mujeres se mueran de hambre. —Se van acercando desde atrás, por los lados, cercándome. Wells es enorme. Pólux y Vixus son crueles, casi tan grandes como yo—. Eres una criatura miserable. Una gusano en nuestra columna.

Hago un gesto de indiferencia, como si le restara importancia al asunto. Trato que piensen que no estoy preocupada.

—Podemos arreglar esto —sugiero.

—¿Ajá? —pregunta Wells.

—La solución es simple, grandullón —le aconsejo—. Trae a tus chicos y chicas a casa. Deja de atacar a Ceres antes de que venga cualquier otra casa y os masacre a todos. Entonces hablaremos del fuego. Y de la comida.

—¿Crees que puedes decirnos lo que debemos hacer, Lexa? ¿Es esa la cuestión? —pregunta Vixus—. ¿Crees que eres mejor porque sacaste más puntuación en una estúpida pruebecita? ¿Porque los próctores te escogieron primero?

—Claro que lo piensa —dice Wells con una risita—. Cree que merece ser primus.

El rostro beligerante de Vixus se inclina hacia el mío, los labios dibujando cada palabra con tono despectivo. Bonitos cuando están en calma, ahora los labios se le retuercen cruelmente y el aliento le apesta al mirarme, examinándome y tratando de hacerme creer que no está impresionado. Suelta una risa desdeñosa por la nariz. Veo que está girando la cabeza para escupirme en la cara. Dejo que lo haga. Una masa viscosa de flemas me alcanza y se escurre despacio por mi mejilla hacia los labios. Wells me observa con una sonrisa lupina. Le centellean los ojos; Vixus lo mira en busca de apoyo. Pólux se acerca.

—Eres un coñito mimado —dice Vixus. Su nariz casi roza la mía—. Así que eso es lo que me vas a

dar, buena mujer, tu coñito.

—O podrías dejar que me fuera —sugiero—. Parece que estás bloqueando la puerta.

—¡Jo, jo! —Se ríe mirando a su amo—. Está intentando aparentar que no tiene miedo, Wells. Intentando evitar una pelea. —Me clava la mirada con esos ojos dorados y muertos—. He destrozado a estiradas como tú en los clubes de duelo miles de veces.

—¿De verdad? —pregunto, incrédula.

—Los rompí como ramitas. Y luego me llevé a las chicas por diversión. Cómo los he avergonzado delante de sus padres. En qué ruinas llorosas he convertido a chicas como tú.

—Pero Vixus —digo con un suspiro, intentando que no se noten el miedo y la ira en mi voz—. Vixus, Vixus, Vixus. No hay chicas como yo.

Miro hacia atrás, a Wells, para asegurarme de que nuestros ojos se encuentran cuando, con un movimiento despreocupado, como si bailara, hago girar mi mano de sondeainfiernos y la hundo en la yugular de Vixus con la fuerza de un mazo. Lo destroza, pero, mientras cae, lo golpeo con un codo, una rodilla y la otra mano. Si sus piernas hubieran estado mejor colocadas, podría haberle partido el cuello por la mitad con el primer golpe. En vez de eso, se desequilibra hacia un lado en la escasa gravedad, con el cuerpo en horizontal y temblando por mi cadena de golpes. Pone la mirada en blanco. El miedo se despierta en mi estómago. Qué cuerpo tan fuerte tengo. Wells y los demás están demasiado sorprendidos por esa súbita violencia como para detenerme mientras esquivo sus manos extendidas y corro por los pasillos abajo.

No lo he matado.

No lo he matado.