24
LA GUERRA DE WELLS
No he matado a Vixus. Pero he matado lo posibilidad de unir a la casa. Bajo a todo correr por las sinuosas escaleras de la fortaleza. Oigo gritos detrás de mí. Paso junto a los arrellanados estudiantes de Wells: comparten pedazos de pescado crudo que han conseguido arponear en el río. Me pondrían la zancadilla si supiesen lo que he hecho. Dos chicas me ven marcharme y, al escuchar los gritos de sus líderes, tardan demasiado en reaccionar. Ya estoy lejos de sus manos, lejos de la garita inferior de la fortaleza y dentro de la plaza principal del castillo.
—¡Bellamy! —grito desde la garita en dirección al castillo donde duermen mis hombres—. ¡Bellamy!
Asoma la cabeza por la ventana y ve mi cara.
—Ay, cielos. ¡Monty! —grita—. ¡Lo ha hecho! ¡Despierta a la morralla!
Tres de los chicos de Wells y una de las chicas me persiguen por el patio. Son más lentos que yo, pero detrás viene una desde su puesto en el muro para cortarme el paso. Casandra. El pelo corto le tintinea por las cosas de metal que lleva entrelazadas en él. Sin ningún esfuerzo, hacha en mano, salta los ocho metros que la separan del suelo desde su parapeto y corre para interceptarme antes de que llegue a las escaleras. Su dorado anillo de lobo refulge en la menguante luz. La chica es un espectáculo digno de ver. Entonces toda mi tribu sale de la garita. Llevan mochilas improvisadas, cuchillos y los palos para golpear que tallamos a partir de ramas caídas que habíamos recogido de nuestros bosques. Pero no avanzan hacia mí. Son muy listos, así que abren las enormes dobles puertas que separan el castillo del largo camino inclinado que lleva a la cañada. La niebla se filtra por la puerta y desaparecen entre las sombras. Solo Harper se queda atrás.
Harper, la más rápida de Marte. Brinca por el camino empedrado como una gacela, corriendo en mi ayuda. El palo de golpear da vueltas en el aire. Casandra no la ve. Una larga coleta de oro cae de pronto en la noche helada cuando se levanta lentamente, con una sonrisa en el rostro, y ataca a Casandra por el lado ciego. La golpea con todas sus fuerzas en la rodilla con el palo. El ruido de la vara al romperse en el resistente hueso de un dorado es estruendoso. También lo es el grito de Casandra. No se le rompe la pierna, pero cae en el empedrado. Harper no enlentece el paso. Se pone a mi lado a toda prisa y, juntas, dejamos atrás al grupo de Wells. Alcanzamos a los demás en la parte más honda de la cañada. Atravesando las escarpadas colinas, nos dirigimos al fuerte septentrional en el interior de las tierras altas envueltas de niebla. El vapor se aferra a nuestro cabello y cae en forma de perlas. Llegamos al fuerte pasada la medianoche. Es una torre inhóspita y cavernosa que se inclina sobre un barranco como un mago borracho. El liquen cubre la gruesa piedra gris. La niebla envuelve los parapetos y preparamos nuestra primera comida con los pájaros que hay en los aleros de cada torre. Algunos escapan. Oigo cómo aletean en la oscuridad de la noche. Ha empezado nuestra guerra civil. Por desgracia, Wells no es un enemigo estúpido. No viene a por nosotros, como creíamos que haría. Pensé que intentaría sitiar nuestro fuerte del norte, que su ejército vería el fuego en el interior de los muros de piedra y que olería la carne al chisporrotear su grasa. Los corderos que reunimos antes nos habrían durado semanas, meses de haber tenido agua. Podríamos haber celebrado banquetes todas las noches. Entonces se habrían derrumbado. Habrían abandonado a Wells. Pero Wells conoce mi arma, el fuego, así que nos abandona para que sus chicos y chicas no sepan de los lujos que disponemos. No deja a su tribu sola el tiempo suficiente como para pensar. El frenesí y la guerra nublan el juicio del hombre. Así que asaltan la Casa de Ceres a partir del sexto día y él se inventa trofeos para los actos de violencia y valentía. Les pone a los suyos marcas de sangre en las mejillas, que llevan con orgullo. Nos escabullimos observando sus grupos de guerra entre los arbustos y las hierbas altas de la llanura. A veces nos aprovechamos del punto de observación situado en los picos montañosos del sur, cerca de Fobos. Desde allí somos testigos del asedio de la Casa de Ceres. En las cercanías de la Casa de Ceres, el humo se alza en una lúgubre corona. Talan los manzanos. Mutilan o roban los caballos. Los saqueadores de Wells incluso le echan el lazo a una antorcha de una de las murallas de Ceres en un intento de llevar fuego al castillo de Marte. Los jinetes de Ceres les dan caza con cubos de agua antes de que lleguen a casa. Wells grita entonces lleno de rabia, y los caballos de Ceres se alejan a velocidad vertiginosa. Apagan la llama con agua antes de dar la vuelta hacia casa. Su mejor soldado, el irascible Pólux, derriba uno de los caballos con una rama de árbol tallada en forma de pincho. La amazona cae de su montura y Pólux se lanza sobre ella. Ese día se lleva dos esclavos más y Wells se apropia de su caballo.
Durante el octavo día en el Instituto observo junto a Bellamy y Monty el asedio a Ceres desde las montañas. Hoy Wells monta el caballo capturado bajo el muro de la Casa de Ceres con un lazo en la mano. Desafía a los arqueros a disparar con sus flechas a él o al caballo. Una pobre chica inclina la cabeza para obtener un mejor ángulo con su arco. Se lleva la flecha hasta la oreja, apunta y, justo antes de soltarla, Wells arroja el lazo hacia arriba. Se agita en el aire. Ella se echa hacia atrás de golpe. No lo bastante rápido. El lazo se enrosca en el cuello, y Wells espolea su caballo para que se aparte de la pared, apretando el lazo. Los amigos de la chica luchan por cogerla. La agarran con fuerza pero se ven obligados a soltarla antes de que se le parta el cuello.
Se oye el eco de los gritos de sus amigos mientras Wells la hace caer de la muralla y se la lleva a sus entusiastas seguidores. Allí, Casandra pone a la chica de rodillas de una patada y la esclaviza con nuestro estandarte. Las llamas de las cosechas que arden se agitan hacia el cielo crepuscular donde varios próctores flotan con jarras de vino y una bandeja de alguna desacostumbrada exquisitez.
—Y los corazones violentos prenden las llamas más severas —murmura Monty, arrodillado.
—Es osado —reconozco con deferencia— y le gusta esto. —Sus ojos chispearon cuando golpeé a Vixus en la garganta. Bellamy asiente—. Demasiado.
—Es mortífero —asiente Bellamy, pero se refiere a otra cosa. Levanto la mirada hacia él. Hay un hilo de crudeza en su voz—. Y un mentiroso.
—¿Ah, sí? —pregunto.
—Él no mató a Príamo.
Monty se queda quieto. Más pequeño que nosotros, parece un niño mientras sigue sobre su rodilla. Lleva el pelo recogido en una coleta. Tiene tierra incrustada en las uñas, que rascan los zapatos al intentar atárselos mientras alza la mirada.
—No mató a Príamo —repite Bellamy. El viento gime sobre las colinas a nuestras espaldas. Hoy la noche cae despacio. Las mejillas de Bellamy se hunden en las sombras; incluso así sigue siendo atractivo—. No habrían puesto a Príamo con un monstruo como él. Príamo es un líder, no un señor de la guerra. Lo pondrían con alguien fácil como algunos de nuestra morralla.
Sé adónde quiere ir a parar Bellamy con todo esto. Lo veo en la forma en la que mira a Wells; la frialdad de sus ojos me recuerda a la de una víbora cuando sigue a su presa. Se me retuercen las entrañas al hacerlo, pero guío a Bellamy en la dirección en la que quiere ir, le invito a morder. Monty ladea la cabeza hacia mí, pues percibe algo extraño en mi interacción con Bellamy.
—Y a Wells lo habrían puesto con otra persona —añado.
—Otra persona —repite Bellamy, asintiendo.
Con Julian, está pensando. No lo dice. Ni yo tampoco. Mejor dejar que se descomponga en su cabeza. Es mejor dejar que mi amigo crea que nuestro enemigo mató a su hermano. Eso es una salida.
—La sangre engendra sangre engendra sangre engendra…
Monty susurra palabras al viento que viajan hacia el oeste, hacia la larga llanura y hacia las llamas que danzan en el horizonte bajo. Más allá las montañas se ocultan, frías y oscuras. La nieve ya se acumula en las cumbres. Es una visión que quita el aliento, pero los ojos de Monty no se apartan de mi rostro. Encuentro cierta satisfacción al saber que los esclavos de Wells no son unos aliados muy eficaces. Lejos de estar adoctrinados de una manera tan concienzuda como podría estarlo un rojo, estos esclavos recién convertidos son seres obstinados. Siguen órdenes o se arriesgan a que los etiqueten como Deshonrados después de la graduación. Pero nunca hacen ni más ni menos de lo que les manda. Ese es su acto de rebelión. Combaten donde les dice que combatan, con quien se lo pide y hasta cuando tienen que retirarse. Recogen las bayas que les dicen que cojan, incluso si saben que son venenosas, y apilan piedras hasta que la pila se cae. Pero si hay una puerta abierta que lleve a la fortaleza de un enemigo y Wells no les dice que entren se quedarán allí y se rascarán el trasero. A pesar de la incorporación de los esclavos y de arrasar las cosechas y los huertos de Ceres, la tropa de Wells, tan avezada en la violencia, es un espectáculo deplorable cuando trata de hacer cualquier otra cosa. Sus hombres vacían los intestinos en letrinas poco profundas, detrás de los árboles o en el río, en un intento de envenenar a los estudiantes de la Casa de Ceres. Una de sus chicas incluso se cae dentro después de vaciar los intestinos en el agua. Se revuelca en sus propios desechos. Es una escena cómica, pero la risa se ha vuelto algo escasa salvo entre los estudiantes de Ceres. Se sientan detrás de los altos muros y cogen pescado del río y comen pan de sus propios hornos y miel de sus colmenas. En respuesta a las risas, Wells arrastra a uno de los esclavos hasta la entrada. Es un chico alto de larga nariz que les dedica pícaras sonrisas a las chicas. Cree que todo esto es un juego hasta que Wells le corta una oreja. Después llora a gritos buscando a su madre como un niño pequeño. Nunca comandará barcos de guerra.
Ninguno de los próctores, ni siquiera los de la Casa de Ceres, detiene la violencia. Observan desde el cielo en grupos de dos o de tres. Flotan mientras los medibots bajan desde el Olimpo aullando para cauterizar una herida o tratar un traumatismo craneal grave. A la vigésima mañana en el Instituto, los defensores arrojan una cesta de panecillos mientras los hombres de Wells tratan de echar abajo la puerta con un árbol caído. Los asaltantes terminan luchando unos con otros por la comida solo para descubrir que el pan estaba horneado con cuchillas dentro. Los gritos duran hasta la tarde. La respuesta de Wells llega antes de que caiga la noche. Con un nuevo grupo de cinco esclavos, incluido el chico a quien le falta la oreja, se acerca a la puerta hasta que está a un kilómetro y medio de distancia. Se pasea delante de los esclavos, sujetando cuatro largos palos en la mano. Se los da a todos los esclavos menos a la chica a la que tiró de las murallas con un lazo. Con una pronunciada reverencia hacia la puerta de Ceres, agita una mano y les ordena a los esclavos que comiencen a golpear a la chica. Al igual que Wells, la chica es alta y fuerte, así que es difícil compadecerla. Al principio.
Los esclavos golpean a la chica con reserva en los golpes iniciales. Entonces Wells les recuerda la deshonra que marcará para siempre sus nombres si no obedecen; golpean más fuerte; apuntan a la dorada cabeza de la chica. La golpean y la golpean hasta que pasa mucho tiempo sin que se escuchen sus gritos y la sangre le enmaraña los rubios cabellos. Cuando Wells se aburre, arrastra a la chica herida por el pelo de vuelta al campamento. Esta se desliza deslavazada por el suelo. Observamos desde nuestro emplazamiento en las montañas, y Zoe y Harper tienen que impedir que Bellamy baje corriendo hacia la llanura. Le aseguro que la chica sobrevivirá. Los palos son un espectáculo. Monty escupe amargamente en la hierba y busca la mano de Zoe. Resulta extraño ver cómo es ella quien le da fuerzas a él.
A la mañana siguiente descubrimos que la respuesta de Wells no acaba con la paliza. Después de que nos retiráramos a nuestro castillo, Wells se escabulló al caer la noche para esconder a la chica directamente frente a la puerta de Ceres bajo un espeso manto de hierba, atada y amordazada. Después hizo que una de sus seguidoras gritara durante toda la noche para hacer creer que era la esclava del campamento. Gritaba cosas relativas a violación y vejaciones. Quizá la chica de Ceres capturada creyera que estaba a salvo bajo la hierba. Quizá pensase que los próctores la socorrerían y que volvería a casa con mamá y papá, a casa con sus clases de equitación, a casa con sus cachorritos y sus libros. Pero a primeras horas de la mañana la pisotean los jinetes que, enfurecidos por los gritos, galopan desde la fortaleza de Ceres para rescatarla del campamento improvisado de Wells. No descubren su locura hasta que oyen cómo bajan los medibots a su espalda para llevarse el cuerpo destrozado al Olimpo.
No vuelve. Aun así, los próctores no intervienen. Ni siquiera tengo claro para qué están.
Echo de menos mi hogar. Lico, por supuesto, pero también el sitio donde estaba a salvo con Marcus, Matteo y Ontari. Pronto ya no quedan más esclavos que llevarse. La Casa de Ceres ya no sale después del atardecer, y vigilan los altos muros sin fuego. Han cortado los árboles al otro lado del muro, pero hay cultivos y más huertos en el interior. El pan sigue cociéndose y el río sigue fluyendo intramuros. Wells no puede hacer otra cosa que destrozar la tierra y robar lo que queda de sus manzanas. La mayoría las han sembrado con agujas y aguijones de avispas. Wells ha fracasado. Así que, como hacen los ojos de todos los tiranos después de una guerra fallida, su mirada se vuelve hacia el interior.
