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GUERRA TRIBAL

Han pasado treinta días desde que entramos en el Instituto y todavía no he visto indicios de otra casa enemiga, excepto por los rastros de humo a lo lejos. Los soldados de la Casa de Ceres rondan los márgenes exteriores de nuestra tierra. Cabalgan con impunidad ahora que la tribu Wells se ha retirado a nuestro castillo. Castillo. No. Se ha convertido en una pocilga. Llego a él con Bellamy muy temprano. La bruma aún se aferra a las cuatro torres y la luz lucha por penetrar el cielo gris de nuestro clima de montaña. En la silenciosa mañana se escucha el eco de los sonidos del interior de las murallas de piedra como de monedas tintineando dentro de una lata. Es la voz de Wells. Intenta, entre maldiciones, que su tribu se levante. Al parecer, apenas lo hacen unos pocos. Alguien le dice que se vaya al infierno, y no es de extrañar. Las literas son la única comodidad del castillo. Sin duda, se han colocado ahí para alimentar la pereza. Mi tribu carece de esas comodidades. Dormimos encima de la piedra, acurrucados unos con otros en torno a las crepitantes fogatas. Ay, lo que daría por volver a dormir en una cama. Bellamy y yo nos escabullimos por el escarpado camino de tierra que lleva a la garita. La niebla es tan densa que apenas podemos verla. Más sonidos del interior. Parece que los esclavos se han levantado. Oigo toses, quejas y algunos gritos. Un largo chirrido y el estrépito de las cadenas nos indican que la puerta se está abriendo. Bellamy me empuja a un lado del camino para escondernos en la niebla mientras los esclavos arrastran los pies. Sus rostros están pálidos bajo la tenue luz. Sus mejillas hundidas se han llenado de sombras y tienen el pelo sucio. Llevan la piel alrededor de los emblemas embadurnada de barro. Wells pasa lo bastante cerca de mí para que me llegue su olor corporal. Me pongo tensa de repente, preocupada de que vuelva a notar mi olor a humo, pero no lo nota. Bellamy está quieto a mi lado, aunque puedo sentir su ira. Avanzamos con sigilo por el camino y vemos a los esclavos trabajar duramente en la relativa seguridad del bosque. No son áureos cuando tienen que restregar la mierda y buscar comida entre los cortantes cardos. A alguno le falta una oreja. Vixus, que se ha recuperado de mi ataque salvo por un enorme moratón en el cuello, se pasea entre ellos pegándoles con un largo palo. Si la prueba consiste en unir a una casa indisciplinada, yo no la estoy pasando.

Cuando se disipan las primeras horas de la mañana y los apetitos cambian con la llegada de los templados rayos de sol, Bellamy y yo escuchamos un ruido que hace que se nos ponga el vello de punta. Gritos. Gritos de la alta torre de Marte. Son de una clase especial, capaz de hacer ensombrecer el alma.

Cuando era pequeña, en Lico, una vez mi madre me puso sopa en nuestra mesa de piedra en la noche de las Laureales. Había pasado un año desde la muerte de mi padre. Nyko y Luna se sentaban junto a mí. Ninguno de los dos tenía más de diez años. Una única luz parpadeaba encima de la mesa, y las sombras envolvían a mamá salvo un brazo desde el codo hasta la mano. Entonces llegó el grito, amortiguado por la distancia y los recovecos de nuestro distrito cavernoso. Sigo viendo cómo el caldo tembló en el cucharón, cómo la mano de mi madre tembló al oírlos. Gritos. No de dolor, sino de terror.

—¿Qué les está haciendo a las chicas…? —sisea Bellamy mientras escapamos a hurtadillas del castillo cuando cae la noche—. Es un animal.

—Es la guerra —digo, aunque las palabras suenan vacías incluso a mis propios oídos.

—¡Es el colegio! —me recuerda—. ¿Y si Wells se lo hiciera a nuestras chicas? ¿A Zoe… o a Harper?

No digo nada.

—Lo mataríamos —responde Bellamy por mí—. Lo mataríamos, le cortaríamos la polla y se la meteríamos en la boca.

Sé que también está pensando en lo que Wells ha debido de hacerle a Julian. A pesar de lo que masculla Bellamy, le cojo del brazo y me lo llevo lejos del castillo. Las puertas están cerradas contra los peligros de la noche. No podemos hacer nada. Vuelvo a sentirme desamparada. Tan desamparada como cuando Dan el Feo se llevó a Costia de mi lado. Pero ahora soy diferente. Cierro los puños. Ahora soy más de lo que era antes.

De camino a nuestra fortaleza en el norte, vemos un brillo en el aire. Unas gravibotas doradas refulgen mientras Titus desciende. Está mascando chicle y se sobresalta al ver nuestras miradas furiosas.

—¿Qué os he hecho, jóvenes amigos, para ganarme esas miradas de odio?

—¡Está tratando a las chicas como a animales! —protesta Bellamy, furioso. Se le notan las venas del cuello—. Son doradas y las está tratando como a perros, como a rosas.

—Si las está tratando como a rosas será porque no se merecían nada más en este pequeño mundo de lo que las rosas se merecen en el grande.

—Estás de broma. —Bellamy no lo entiende—. Son doradas, no rosas. Es un monstruo.

—Entonces demuestra que eres un hombre y detenlo —dice Titus—. A no ser que las esté matando una a una, no es de nuestra incumbencia. Todas las heridas se curan. Incluso esas.

—Eso es mentira —espeto. Lo de Costia no se curará nunca. Ese dolor durará siempre—. Hay cosas que no se desvanecen. Hay cosas que nunca se podrán enderezar.

—Y sin embargo no hacemos nada porque él tiene más guerreros —espeta Bellamy.

Se me ocurre una idea.

—Eso podemos arreglarlo.

Bellamy se vuelve hacia mí. Ve la frialdad en mis ojos como yo la veo en los suyos cuando habla de Wells. Es ese algo peculiar que compartimos. Estamos hechos de hielo y fuego, aunque no estoy segura de quién es el hielo y quién es el fuego. Los extremos nos gobiernan más de lo que nos gustaría; por eso pertenecemos a Marte.

—Tienes un plan —afirma Bellamy.

Asiento con frialdad.

Titus nos mira a ambos y sonríe.

—Ya era hora, condenados.

El plan comienza con una concesión que solo alguien que ha estado casado podría hacer. Bellamy no puede parar de reír cuando le cuento los detalles. Incluso Harper suelta una risa desdeñosa a la mañana siguiente. Después parte, brincando como un ciervo hacia la torre de Deimos para transmitirle a Echo mis disculpas formales. Tiene que verse conmigo para trasladarme la respuesta de Echo en uno de los escondites de suministros cerca del río Furor, al norte del castillo. Bellamy vigila el nuevo fuerte con el resto de nuestra tribu, en caso de que Wells intente atacar mientras Monty y yo vamos al almacén oculto a lo largo del día. Harper no llega. El anochecer sí. A pesar de la oscuridad, seguimos el camino que ella habría tomado hacia la torre de Deimos. Caminamos hasta que llegamos a la torre, que se asienta sobre pequeñas lomas rodeadas de frondosos bosques. Cinco hombres de Wells holgazanean cerca de la base. Monty me agarra y me empuja debajo de la maleza del bosque. Señala un árbol a cincuenta metros de allí. Vixus está escondido, sentado en una rama alta, a la espera.

¿Han cogido a Harper? No: es demasiado rápida para que la cojan. ¿Nos ha traicionado alguien?

Regresamos al fuerte a primeras horas de la mañana. Seguro que alguna vez me sentido más cansada que ahora, pero no logro recordar cuándo. Las ampollas me destrozan los pies a pesar de que el calzado me queda bien, y se me pela el cuello de tenerlo expuesto al sol durante largas jornadas. Algo va mal.

Zoe sale a mi encuentro en la entrada de la fortaleza. Se abraza a Monty y alza la mirada hacia mí como si yo fuera su madre o algo parecido. No es la chica tímida de siempre. Su cuerpo de pájaro no tiembla de miedo, sino de rabia.

—Tienes que matar a ese montón de basura, Lexa. Tienes que cortarle las cochinas pelotas.

Wells.

—¿Qué ha pasado? —Miro a mi alrededor—. Zoe. ¿Dónde está Bellamy?

Me lo cuenta.

Wells capturó a Harper mientras volvía de la torre. Le pegaron. Entonces Wells envió aquí una de sus orejas. Iba dirigida a mí. Creían que Harper era mi chica, y Wells supone que conoce mi temperamento.

Arrancaron la reacción que querían, pero no de mí.

Bellamy estaba de guardia mientras los otros dormían y se escabulló hacia el castillo para desafiar a Wells. De algún modo, el brillante jovencito pensaba que doscientos años de honor y tradición áureos sobrevivirían a la enfermedad que ha consumido a la tribu de Wells en apenas unas semanas. El hijo del emperador estaba equivocado. Y tampoco está acostumbrado a que su patrimonio sea de tan escasa trascendencia. En el mundo real habría estado a salvo. En este mundo en miniatura, no.

—Pero está vivo —confirmo.

—¡Sí, estoy vivo, florecilla!

Bellamy sale del fuerte sin camiseta, tambaleándose.

—¡Bellamy! —exclama Monty, y ahoga un grito.

El rostro se le empalidece de súbito.

El ojo izquierdo de Bellamy está cerrado por la hinchazón y el derecho está cubierto de sangre. Tiene los labios partidos. Las costillas, púrpuras como uvas. Tres dedos dislocados le brotan de la mano como las raíces de un árbol y tiene el hombro en un ángulo extraño. Los demás lo contemplan con tristeza. Bellamy era el hijo del emperador: su caballero de armadura resplandeciente. Y ahora su cuerpo es un desastre. Las miradas que le dedican y el pálido resplandor de sus pieles me dicen que no habían visto a alguien hermoso mutilado.

Yo sí.

Huele a meados.

Él hace como si todo hubiera sido una broma.

—Me zurraron pero bien cuando lo desafié. Me dieron con una pala en un lado de la cabeza. Entonces me rodearon y se mearon encima de mí en círculo. Después me ataron en ese apestoso torreón, pero Pólux me liberó, como un buen chico, y ha aceptado a abrir la puerta si lo necesitamos.

—Creo que has sido muy estúpido —le reprocho.

—Claro que lo es, quiere ser uno de los caballeros de la soberana —murmura Monty—. Y lo único que hacen es batirse en duelo. —Agita su larga melena. Tiene tierra incrustada en la cinta de cuero que ciñe su coleta—. Tendrías que habernos esperado.

—Ya no hay marcha atrás —digo—. Seguimos con el plan.

—Vale —accede Bellamy, despectivo—, pero para cuando llegue el momento, Wells es mío.